XVI
Yevgraf o el heroísmo liquidado
En un teatro moscovita he visto una obra mala, cursi, ruda, pero muy instructiva. Se llama Yevgraf, iskátelprikliucheni (Yevgraf, el buscador de aventuras). ¿Que quién es Yevgraf? Pues un joven, sobrino del propietario de un salón de peluquería y ayudante de peluquero, que participa en el negocio de su tío; el joven es un socio con buenas perspectivas, amado por la bella cajera del tío y con derecho a esperar un futuro que hasta en esta época confusa y en este país revolucionario puede considerarse un «futuro sólido». Pero Yevgraf renuncia a todo ello —oficio, cajera y futuro—; no quiere ser barbero, quiere ser un héroe. Como es natural, va descendiendo los consabidos «peldaños» que también existen, como en todos los sitios, en Rusia, y, tras haber matado a un judío NEP, acaba, presa de remordimientos, suicidándose. ¿Por qué razón no quiere Yevgraf continuar su existencia de peluquero ni seguir viviendo? Porque en otro tiempo había sido un héroe revolucionario, y le resulta imposible olvidar esa época en que estuvo combatiendo en las filas del Ejército Rojo, confiscando bienes, expulsando de sus casas a burgueses satisfechos, viéndolos arrodillados a sus pies, teniendo en la mano su vida y gozando de un poder embriagador. ¿Cómo volver a hacer reverencias ante aquellos burgueses, u otros nuevos todavía peores, cómo continuar abriéndoles la puerta, cosa que, al fin y al cabo, los ayudantes de peluquería tienen que hacer también en Rusia?
Yevgraf es, como he dicho, una obra ruda (una más de esa multitud de obras pequeñoburguesas y brutales tantas veces representadas en la Rusia actual, y sobre las que volveré). En ella, el autor aborda el problema a fuerza de puños, y casi lo sofoca recargando las tintas, no en lo artístico, sino en lo didáctico, es decir, en la falsa dirección; es un «moralista»: quiere mostrar que ha llegado el tiempo en que los héroes han de convertirse en burgueses, y que, si no lo hacen, les irá mal. Pero justamente por ello se convierte él mismo, como su héroe, en algo característico de esta época de la Revolución. A mí, el personaje de Yevgraf me cae más simpático que el autor y que la moral dominante, de momento, en este país de la Revolución; aunque yo creo que es posible afeitar a gente NEP y, sin embargo, ser revolucionario. El caso es que, por burdo que sea el personaje, Yevgraf resulta aquí un tipo representativo, simbólico, y su destino es el que corresponde a un revolucionario que queda fuera de la sobriedad de estos días en los que el lema es la «construcción» inmediata y real. Pero quien no solo se fije en él y en su caso, sino también en la clase de «construcción» que ahora tiene lugar (cosa que el autor, naturalmente, no hace), se preguntará: ¿Son realmente los propios Yevgrafs culpables de su destino, o no lo serán, más bien, esas «fuerzas constructivas»? ¿Hay solo dos tipos: héroes o filisteos? Si la granada de mano hace al revolucionario y la navaja barbera al pequeñoburgués, qué será, pues, el «burgués» contra el cual se gastan tantas granadas de mano? ¿No será, más que un producto peligroso de un determinado orden económico, una odiosa creación de la naturaleza? Si no es preciso cambiar el método de ganarse el sustento, si ni siquiera es preciso cambiar la condición de «asalariado» por la de «patrón», sino que es posible transformarse, simplemente, de revolucionario proletario en un filisteo proletario, ¿dónde está la frontera entre el «burgués» y el hombre «libre»? Si es la caja de caudales lo que hace al ahíto bourgeois, lo que hace a ese otro tipo de bourgeois más magro sería el amor a la tranquilidad, a la apacibilidad del domingo, a la jarra de cerveza, al gramófono, a la esposa y al hijo, a la visita al museo, a la partida de ajedrez en el club. Pero no es de la corpulencia física de lo que se trata. Ningún teórico podrá afirmar que el domingo, la cerveza, el gramófono, el museo o el ajedrez son una herencia burguesa y que no hubieran podido prosperar en una sociedad no capitalista: son cosas que la Revolución no rechaza, sino que, al contrario, acepta jubilosamente, administra y cultiva. Incluso reconociendo que la estructura espiritual típicamente burguesa es una secuela directa de la economía capitalista, no se excluye, con ello, que haya a priori una inclinación natural al «aburguesamiento». Es más, son precisamente las tendencias y represiones pequeñoburguesas del proletariado las que lo demuestran. El sentido de la Revolución no puede ser la sustitución de una clase de burgués por otra, la sustitución del bourgeois explotador por el bourgeois explotado, del filisteo despiadado por el filisteo sufriente. El sentido de la Revolución no puede ser contentar a todo el mundo con el gramófono, el museo o el ajedrez. Su destino no puede ser «aburguesar» a la gente.
Pero lo cierto es que en Rusia la Revolución «aburguesa». El espíritu pequeñoburgués, visible ya desde hace mucho tiempo en la política, que liquida el heroísmo y construye la burocracia, incluso cuando se imagina que la está «desmontando» porque despide a funcionarios, se ha apoderado de casi todas las ideas, dispositivos y organizaciones revolucionarias. Pues lo realmente importante no es precisamente la cifra, como creen y no se cansan de recalcar los administradores actuales de la Revolución rusa. En Rusia domina un fanatismo de la estadística, una veneración por las cifras, que se elevan al rango de argumento. Es sabido que no hay nadie más ufano, feliz y cómico que un ideólogo que encuentra ocasión de enumerar «hechos». Se imagina que así ha cogido a la «realidad» por el pescuezo. (Nunca ha estado más alejado de la realidad). En todas las asambleas, en todas las conferencias, en todas las disertaciones escolares, en cualquier tiempo y lugar resuenan «constataciones» tan orgullosas como éstas: «En 1913, Rusia tenía un setenta por ciento de analfabetos, un veinte o treinta por ciento de población escolar; ahora el porcentaje es, respectivamente, de cincuenta y cincuenta». O bien: «En 1913, solo disponíamos de aproximadamente un cuatro por ciento de profesores universitarios, ahora tenemos seis veces más». (Las cifras son arbitrarias). Desde hace aproximadamente tres años, así marchan las cosas. Lo que no se desprende de ninguna estadística es si, en vez del setenta por ciento de analfabetos, se ha conseguido un noventa y cinco por ciento de filisteos, de pequeños reaccionarios; si la sexagésima parte del campesinado lee lo que le hace más sabio, o bien lo que le hace más tonto (pues se puede entontecer con la lectura); si la milésima parte del nuevo profesorado puede ejercer también su profesión; si el treinta por ciento de los oyentes universitarios proletarios tienen también una formación previa suficiente. Los responsables de Rusia viven sumidos en la embriaguez de las cifras, y los grandes y redondos ceros encubren los verdaderos rostros de las realidades.
«¡Nosotros tenemos tres millones de pioneros, un millón de komsomols! ¡El futuro de la Revolución!». Pero estos números no me revelan si toda la juventud burguesa afluye jubilosamente a las organizaciones de pioneros, ni siquiera si los hijos de los proletarios se aburguesan, si el color rojo de sus banderas tiene un efecto distinto al de una bandera verdiazul y gualda, si son precisamente los buenos arribistas, las naturalezas típicamente pequeñoburguesas, que en otros tiempos hubieran recibido estipendios zaristas, quienes ahora se convierten en komsomols y empollan de memoria las resoluciones del Partido. Yo vi en la casa de un comunista amigo cómo una vieja abuela judía bastante acomodada acunaba a su nieto, mientras le decía: «¡Pequeño Pavel, pequeño Pavel, tú te convertirás en un pequeño komsomol!». Una pionera de ocho años me explica, con maneras declamatorias: «¡Yo no creo en Dios, yo creo en la masa!». «¡Tengo que ingresar por necesidad en el Partido —me dice un komsomol—, quiero viajar al extranjero con un estipendio estatal!». Felizmente, el Partido ha sido expurgado de «elementos poco fiables, de naturalezas revolucionarias, de anarquistas pequeñoburgueses». Ahora afluyen a él «marxistas» arribistas, leales y pequeñoburgueses. La purga que el Partido lleva a cabo afecta, a lo sumo, a los burdos buscadores de empleo. Pero los buenos alumnos aventajados del comunismo, los auténticos burgueses, siguen, naturalmente, en él. Pues es difícil identificarlos. ¡Menudo desarrollo! La Revolución, el Partido, los dirigentes no son, ciertamente, responsables de la tosquedad y falta de gusto de industriales y comerciantes. Y, sin embargo, cuando uno ve en librerías, farmacias o tiendas de golosinas esos horribles bustos de revolucionarios —Lenin sobre un tintero, Marx de mango de un abrecartas, Lasalle en latas de caviar, así como pañuelos o bolas de vidrio con sus correspondientes retratos de revolucionarios, o las fisonomías de esos líderes en los parterres de los parques públicos, dibujadas con césped—, no puede más que pensar en el espíritu que hoy en día está trivializando a la Revolución. ¿Acaso no será «pequeñoburgués»? A los hombres de las estadísticas ni se les pasa por la cabeza algo así, y los observadores de fuera tienen tantas cosas que «inspeccionar» que pierden la facultad de ver. Tampoco todo el mundo tiene la capacidad de adjudicar tanta importancia a una falta de gusto como ésa, y ver en ella la agreste reacción que degrada emblemas revolucionarios. Se da por descontado que hay cosas «más importantes», por ejemplo: una cifra más.
Puedo comprender muy bien a los Yevgrafs. Se vuelven salvajes. Se rebelan de pura decepción. Ven cómo la Revolución se aburguesa con la misma desesperación del que ve engordar a la mujer amada. Y a nadie puede satisfacer la comparación con los viejos tiempos zaristas, que se aduce, como consuelo, una y otra vez. Pues el zar hace ya mucho que está muerto, y esta Revolución, como se sabe, quería ser más que una revolución antizarista. Lenin la ha dirigido. ¡Qué consuelo echar una mirada a la época de los zares…!
Frankfurter Zeitung, 21 de diciembre de 1926