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El noveno aniversario de la Revolución

El 7 de noviembre de 1926 se cumple el noveno aniversario de la Rusia revolucionaria. El seis por la tarde todo se ilumina. Esta vez de una forma más ahorrativa que en los últimos años. El clima es húmedo, precozmente invernal, neblinoso. Incluso en la oscuridad total se siente el cielo encapotado. Los letreros plateados y rojos luchan con la niebla. Hay retratos y bustos de Lenin en los escaparates, adornados algo adustamente. Las tiendas cierran. Se oye el peculiar tintineo de las llaves que solo resuena la víspera de los días de fiesta. Entre semana se oye el traqueteo usual. Las personas tienen también ese lento paso sabatino con el que se sale al encuentro de los días festivos. Pero en ningún sitio estalla la excitación de las noches iluminadas. De la tierra mojada asciende vapor, la niebla flota sobre los tejados… Por doquier el mandato del ahorro, excepto en la iluminación.

A la mañana siguiente, el domingo a las nueve, comienza en la plaza Roja del Kremlin la famosa y ya histórica Parada del Ejército Rojo. De la pluma de Shakespeare hubiera podido salir esta escenografía y este desfile. La plaza Roja es tan grande que podría abarcar al menos tres modernas y amplias avenidas de una gran ciudad. La abre una puerta monumental, la cierra una iglesia de cuatro cúpulas. Delante del muro almenado del Kremlin se alza el mausoleo de madera de Lenin. Es una mezcla —no intencionada, pero simbólicamente eficaz— de monumento conmemorativo y tribuna de oradores. La orla de césped con su verja cuadrangular no es sino una leve insinuación de cementerio.

En esta plaza están los soldados en formación, en anchas y compactas alineaciones: capotes de color gris y amarillo, cañones de fusiles, correaje amarillento, gorros rusos con un remate, romo y bajo, en el vértice; fusiles, capotes, gorros; gorros, capotes, fusiles. Al fondo esperan: primero la caballería regular, luego la caballería de Budionny con sus ametralladoras montadas sobre pequeños carros ligeros, finalmente la artillería y los tanques. Nada se mueve. Se oye en la lejanía una música que se va acercando. Se va deslizando con silenciosos chanclos, por la plaza, una húmeda mañana de noviembre.

La gran esfera del reloj, bien visible y algo drástica, está pegada a la torre baja. Su pesada manecilla tienta cautelosamente los minutos, avanza sobre ellos, como sobre peldaños, al encuentro del número IX. Cuando lo alcanza, da la hora con fuerza, un tañido metálico, un lejano y extraño sonido dorado que surge de su garganta, mitad reloj y mitad instrumento musical, preciso y un poco eclesiástico. En este instante reina una tranquilidad aún mayor que antes. De repente, de un modo completamente inesperado, aunque todo el mundo lo intuía ya, el latigazo de una orden de mando. Tres jinetes se lanzan a la carga. Galope, largos capotes ondeando al viento. El general en jefe del ejército y dos acompañantes. Ante cada formación de soldados tiran de sus caballos hacia la derecha. Cada sección grita: «¡Hurra!». Durante un minuto, galope; durante un segundo, ¡hurra! ¡Media vuelta! ¡Atrás! La música interpreta la Internacional. El general en jefe va hasta la terraza de la sepultura de Lenin. Sobre dos postes, dos grandes embudos, megáfonos, bocas negras. Vierten la voz a derecha e izquierda. Ya no es la voz del orador. Es como si los instrumentos le hubieran quitado las palabras de la boca; él solo hace los gestos que acompañan su discurso. ¿Qué está diciendo? Palabras solemnes, periodísticas: ejército, proletariado, obreros y campesinos, disposición; de momento ningún peligro, pero, aun así, el mundo capitalista. Sus representantes figuran ahí abajo: uno con una ostentiva chistera; la mayoría con rígidos sombreros, envueltos en pieles y con los pies mojados. Qué duro es el destino de los diplomáticos.

Pausa. Señal desde «arriba». Orden de mando. Repetida tres veces. Primera sección. Giro a la derecha. Música. Desfile.

Este desfile es el espectáculo militar más imponente en la actualidad, y —desde Napoleón— probablemente de la historia. También es el espectáculo más imponente de la Rusia soviética. Y por más veces que se repita, no pierde nada de su fuerza. Permanece siempre vivo, como una buena pieza tras veinte representaciones. Es la única parada que no tiene nada superfluo, ningún botón lustroso, ningún destello de teatro, ningún gesto vanidoso. Solo incurre en un único error: los soldados gritan —por segunda vez— «¡Hurra!» cuando desfilan frente al general. Son las masas quietas las que deben abrir la boca, no los que están desfilando.

Ningún paso exagerado, ningún movimiento de cabeza que no sea natural. Lo militar es completamente humano. Pasan marchando en anchas filas, como muros vivientes. Los largos capotes cubren la gruesas piernas que avanzan. Así surge una especie de marcha ondeante, una solemnidad plena de temperamento, una procesión exacta.

No para. Aunque sigue siendo siempre lo mismo, mantiene la tensión. Uno mira hacia cada sección como si fuera un nuevo acto del drama, y, sin embargo, sabe ya lo que verá: gris y amarillo, gris y amarillo, gris y amarillo, capotes, fusiles, gorros. Hasta las últimas secciones siguen trayendo una variación inesperada, es decir, rostros. Son tropas de élite: ferroviarios, sapeurs, técnicos, tropas de seguridad. Los gorros cobran color, los rostros se individualizan. La música de la infantería enmudece. Suena una música a lo lejos, sutil y plateada. Las notas cabalgan, la melodía se acerca, una cabalgata musical que precede a la caballería misma.

¡Al galope, al galope!

No hace nada estaba aún presente y ya se desvanece, fantasmagórica. Detrás de ellos, carros ligeros con ligeras metralletas: cocheros de pie, riendas tensas, crines al viento: los carros recuerdan cuadrigas romanas. Rozan el suelo volando, mientras que la artillería circula más pesada, más terrena, más estable. Los tanques lloran. En algún lugar de su interior hay algo que golpea, chirría un cable tenso, brama una bestia metálica.

Los agregados militares extranjeros están presentes, cumpliendo con su deber. Dos oficiales polacos se han cuadrado al borde de la acera. Los soldados del Ejército Rojo observan a los oficiales. Los oficiales extranjeros son todo oficio, todo servicio, todo derecho internacional, son todo aquello que si no funda la enigmática existencia de un agregado militar en uniforme al menos sí la garantiza.

Luego se produce la gran pausa, durante la que agregados y diplomáticos se van a sus casas.

Los obreros vienen de lejos, con banderas, tras largas horas de espera. El ambiente está húmedo, es noviembre y comienza el noveno año de la Revolución. Y la lluvia, la humedad y los nueve años de revolución, una dura reconstrucción, un poco de crisis, otro poco de anginas y otro tanto de mala vestimenta, ¡todo ello cansa mucho, te hace tan blando, tan «civil»! Son meses de espera, y ahora: un momento en que se podría mirar cara a cara a los camaradas de allá arriba, al presidente Kalinin, que está saludando con su pañuelo a los hombres del Partido. ¿Puede uno leer el futuro en los rostros? ¿Debe uno gritar, debe uno mirar? Y antes de haberlo decidido (ya se está gritando: ¡Viva el Partido unido!), uno ya ha pasado, empujado hacia adelante por otros —pasado, pasado, otro día de fiesta pasado—, y tras la plaza Roja, en la calle, está la historia del mundo con el rostro embozado.

Frankfurter Zeitung, 14 de noviembre de 1926