VII
El laberinto de pueblos del Cáucaso
Por la tarde atracamos en Bakú. Es la capital de Azerbaiyán y del petróleo. Consta de una parte nueva (europea) y de otra antigua (asiática). Las calles europeas son anchas, claras y despejadas. La Bakú asiática es fría, oscura y opresiva. Frente a los amplios ventanales en arco, hermosos, soberbios, se tensan impenetrables alambradas. Cada casa es un palacio, y todos los palacios son prisiones. Jóvenes musulmanas cubren su boca con velos blancos y azules; parecen emparedadas; cada una en su propia prisión. A los mendigos musulmanes apostados ante la gran puerta de la ciudad vieja no es preciso darles nada: son decorativos. Viejos jerifes, descendientes de Mahoma, con su blanco y tupido turbante, comen pipas de girasol. Sus cáscaras livianas quedan prendidas de las barbas grises. Sobre las piedras se sientan unos desagradables chamarileros poco dotados, a sus pies amarillean diez hojas de papel de carta, no hacen nada por su mercancía. Tras los oscuros, largos y sucios zaguanes relucen algunos patios de piedra blanca con un pozo afiligranado, amplios, fantásticos, rectangulares, monótonos. Tengo la impresión de que las mil y una noches de Bakú son un puesto perdido: unos kilómetros más lejos la tierra escupe petróleo…
Con todo, la plaza del mercado es exótica: da a multitud de callejuelas angostas y sucias; pasajes que son usados como galerías comerciales; innumerables tiendas con letreros escritos en turco, persa, armenio. ¿Qué clase de nombre es este que parece conocido, escrito en caracteres latinos? ¿Quién se llama aquí Levin? Claro que su nombre propio es Arvad Darzah. Es un judío de la montaña. Negocia con cuero para suelas. Aunque étnicamente es un tati, es decir, ni siquiera semita, habla alemán, si bien deficiente. Echa el humo de su larga pipa a las caras tristes de los camellos que pasan a su lado. ¡Qué animales tan increíblemente patéticos! Su estupidez es muy singular: es una estupidez majestuosa. Es posible que en el desierto den una impresión más natural. Esta exótica plaza del mercado no es lo suficientemente exótica para los camellos. Ante la tienda del camarada Levin tienen el aspecto de caballos malogrados.
Huele a piel quemada. En la esquina hay un zakúsochnaya, un chiringuito. La grasa de cordero está, creo yo, sobrevalorada. Cuece chisporroteando sobre un fuego abierto. Para empezar, el vendedor se hurga la nariz. Atravieso el corredor de una casa. La gente vive en tiendas abiertas de par en par. Mujeres medio desnudas que se bambolean, con dureza y brusquedad, sobre burbujeantes cubos de ropa. Ancianos que dormitan sobre los poyos. Se les ha concedido una vejez tranquila. Niños que juegan a las cartas en una zona empantanada. ¡Cuidado! ¡No pisar! Los vendedores me llaman al pasar. ¡Qué voy a comprar yo! Pan oriental, plano, ácimo; de allí cuelgan cinturones georgianos a seis rublos, de cuero fino, con láminas plateadas, toda una «adquisición» para los ingleses; hay un puñal guardado en una funda de plata de Tula; cintas verdes con herretes. Debo comprarme horquillas para el pelo, gemelos de camisa con bendiciones en turco, una petaca de piel de cabrito, una ristra de ajos, un lomo de carnero recién sacrificado (todavía enrojecido por la sangre, apetitoso), redondos quesos de oveja, relojes sin agujas, joyas falsas, tirantes de color verde cardenillo; símbolos sumamente laxos de la civilización. Me entorpecen el paso estibadores del puerto, corpulentos, fuertes, negros, con barba de varios días en sus tristes y fatigados rostros. Deambulan lentamente de un puesto al otro. Su intención no es, en absoluto, comprar algo: quieren acumular experiencias. Jóvenes imberbes llevan sobre su cabeza cántaros de barro con agua fresca. Sus pies caminan, sus cabezas permanecen inmóviles. Las vasijas van bien asentadas, como sobre zócalos de hierro. Muchachas descalzas, de postal, van a buscar agua a la fuente, sedientos cubos cuelgan de la pértiga que cruza su hombro derecho. Los representantes de los montañeses caucásicos llevan gorros de piel gigantescos, salvajes, hirsutos. ¿Qué tienen que ver estos gorros, pregunto en vano, con las montañas?
Hay aquí un pulular de pesados gorros de piel: representan a la mayoría de los pueblos caucásicos. ¿Y cuántos hay en la inmensa región del Cáucaso, en sus 455 000 kilómetros cuadrados? Un cabecilla envejecido contó entre cuarenta y cuarenta y cinco. Solo en el norte del Cáucaso tuvieron que formarse nueve repúblicas, tras la Revolución.
Yo ya sabía que allí viven los nogais, los kara-nogais (nogais negros), los turkmenos (que todavía llevan pendientes en la nariz) y los armoniosos karachaios. Todos hemos aprendido que en el Kurdistán viven los kurdos, y en Karabaj los armenios. ¡Pero de cuántos pueblos puede hablarme un erudito, el filólogo finlandés Stimumagi, del Instituto de Investigación de Azerbaiján! Conoce a los mugalos y a los lezguinos, hábiles artesanos, etnias del Daguestán; solo en el distrito de Kubruico hay cinco pequeñas etnias: los khaputlinzos, los jinalugos, los budujos, los chekchos, los krislos; los 50 000 kurinos, al sur de los lezguinos; los tatis, que son un resto de los antiguos persas —asentados allí en el siglo VI y VII como murallas humanas contra los jázaros y los hunos—; en el distrito de Nuja, los vartechos y los nidsehsos; los talishes en la región de Lenkorán. En las estepas de Mugán viven sectas de campesinos rusos; el zar los confinó allí por la fuerza y como castigo: los dujobori, los molokani, los «viejos creyentes» y los shabátniki. En las ricas aldeas vinícolas de Geuza y Samájov viven compatriotas nuestros, suabos. En su mayoría son de fe menonita. En las aldeas de Privólnaya y Pribosh viven los judíos más interesantes del mundo: judíos de pureza aria. Se trata de campesinos rusos que antes habían sido shabátniki, santificadores del Shabat. Cuando fueron perseguidos por la Iglesia oficial y las autoridades, se convirtieron, por rabia y despecho, al judaísmo. Se autodenominan gerim (en hebreo, «extranjeros»), tienen una apariencia eslava, viven de la agricultura y la cría de ganado y son, junto con los judíos bielorrusos, «auténticos» judíos semitas, los más devotos de la Unión Soviética.
Un antisemita racista se encontraría sumamente perplejo ante estos judíos. Una perplejidad aún mayor le causarían los «judíos de la montaña». Yo los he visitado. Aunque ellos afirmen ser ortodoxos, no son, según la ciencia, semitas. Pertenecen a la etnia de los tatis. Me he enterado de que, antes de la guerra, los sionistas trabaron contacto con estos judíos de la montaña. Se puso en evidencia que el clero de los judíos montañeses —al contrario de sus colegas semitas orientales de cuño ortodoxo— simpatizaban con el sionismo. La guerra rompió esos contactos, la Revolución los destruyó. La juventud comunista de los judíos montañeses no solo es anticlerical, sino que exhibe una conciencia nacional tati, no judía. «Nuestros compañeros de etnia —dicen los judíos montañeses jóvenes— no son los judíos del mundo, sino los tatis, los musulmanes y los católicos armenios». De modo que ahora se han abierto las primeras escuelas —por de pronto dos— cuya lengua de enseñanza es el tati. Nunca ha existido una escritura tati. Escogieron la solución menos práctica posible y decidieron utilizar los caracteres hebreos para la lengua tati. Mientras tanto, hasta los turcos han adoptado el alfabeto latino.
Según una teoría —todavía discutida—, los pueblos del Cáucaso son de estirpe jafética o alarodiana. Los jafetitas habrían colonizado todas las regiones del Mediterráneo: eran jafetitas los hititas bíblicos —pero no los de Urartu, que eran caldeos—, los nairíes y los mitanios, nombrados en las escrituras cuneiformes asirias, los antiguos pobladores de Chipre y Creta, los pelasgos, los etruscos y los ligures, los íberos, así como sus descendientes en la actualidad, los vascos pirenaicos. Los indoeuropeos expulsaron a los jafetitas, los iraníes llegaron al Cáucaso, tiranizaron a las tribus que habían asentado allí los sasánidas, los árabes les trajeron el islam, los turcos su lengua. No se consiguió nunca una asimilación general. En los inaccesibles desfiladeros y valles del Cáucaso viven los últimos y exóticos restos de unas culturas que, de otro modo, habrían desaparecido hace mucho, desvanecidas en el tiempo. Se puede ver el entero desarrollo de la humanidad con ejemplos, aún vivos, del Cáucaso: la vía que llevó al primitivo troglodita a convertirse en agricultor sedentario, al nómada guerrero en apacible pastor, al salvaje cazador en dujobor pacifista, vegetariano por motivos religiosos…
Todos estos pueblos poseen, actualmente, una total autonomía nacional, tan solo por haber llegado al estadio cultural que les ha permitido exigirla. En Rusia, de entre todos los postulados de la democracia y del socialismo, el referente a la igualdad de derechos de las minorías nacionales se ha llevado a cabo de forma brillante y modélica. La solución al problema de las minorías en el Cáucaso ha creado, por otra parte, graves complicaciones: a veces, en una única ciudad de tamaño medio han establecido su sede las autoridades centrales de tres repúblicas distintas. El resultado ha sido una ciudad compuesta, en realidad, de tres ciudades. Y cada una de las naciones, incluso la más pequeña, reivindicaba sus derechos. Una conciencia nacional recién adquirida se convierte fácilmente en nacionalismo. Tal vez habría sido más práctico rusificar, de una forma apropiada, todas estas naciones, cosa que el gobierno zarista no fue capaz de hacer. Hoy es demasiado tarde, o demasiado pronto. Por el momento y con gran esfuerzo, de una maraña de pueblos se ha creado un laberinto de naciones: es complicado, pero sistemático. El extranjero se desorienta, pero los nativos se encuentran a gusto así. Y si a los nagancios, que se siguen comiendo en la actualidad sus propios parásitos, se les ocurre un buen día bajar de sus montañas y exigir una autonomía limitada y a su medida, seguro que la obtendrán. Un principio, en la Unión Soviética cada grupo étnico puede convertirse, a su manera, en su propia «nacionalidad».
El Gobierno zarista no entendió en absoluto las peculiaridades del Cáucaso. Los príncipes locales y los grandes príncipes zaristas, los gobernadores policiales y los generales consideraban a los nativos unos «salvajes», contra los cuales, si protestaban, se hacía disparar a los propios soldados, o bien a los soldados «enemigos», tan pronto como estallaba una guerra. La representación que debía tener un administrador zarista sobre el pueblo al que dominaba era aún más primitiva que la idea que del zar debían hacerse esos súbditos. He leído en las bibliotecas de Tiflis y de Bakú algunas memorias cuyos autores habían sido altos dignatarios de la administración en el Cáucaso. Todas sus observaciones están al mismo nivel que aquéllas, que se hicieron tristemente célebres, del viajero inglés Hanway, a mediados del siglo XVIII: «Los kalmukos presentan una forma de rostro similar a la de los chinos, pero son aún más frescos y salvajes…».
Es comprensible que semejantes representantes de la cultura rusa no pudiesen rusificar a nadie. Como se sabe, al zar le importaba un comino la cultura rusa; estaba prohibida incluso en la Gran Rusia. Lo que le importaba eran los impuestos, las riquezas del suelo, el pan.
No es probable que la historia del Cáucaso vaya a seguir un día un camino distinto: es decir, que en vez de unir diversas etnias en naciones, se forme a partir de cada etnia una nueva nación. Ciertamente, aquellos pueblos caucásicos que tienen ya un fuerte trasfondo cultural seguirán desarrollando su cultura nacional. Pero los tatis, los kumicos y los chechenos serán absorbidos un día por los grandes pueblos limítrofes. Se cree que el largo camino de asimilación de un pueblo primitivo por parte de otro que se encuentra ya en un mayor nivel de desarrollo comienza al mismo tiempo que su propia y nueva conciencia nacional, con la aparición de su propio y nuevo libro de texto en la primera clase de la escuela. También el camino hacia un gran internacionalismo, todavía muy lejano, empieza con la invención del propio alfabeto. La lengua materna transmite la lengua universal, el sentimiento de nación se expande hasta convertirse en sentimiento de universalidad.
La concesión de las autonomías nacionales no fue únicamente un imperativo de corte comunista. Fue también un acto de sabiduría política. Pues, vamos a ver: ¿qué aprenden hoy las nuevas naciones en sus nuevos manuales nacionales? La historia y la gloria de la Revolución. En un hombre primitivo a veces hace más mella la idea nacional que la comunista. Y hete aquí que ahora el comunismo presenta rasgos nacionales, y el patriotismo, rasgos comunistas. Quien marche aquí tras la bandera nacional sigue también a la roja internacional. Sentimiento nacional y visión comunista del mundo son, entre la juventud de la mayoría de los pueblos caucásicos, casi conceptos sinónimos. El comunismo ha conseguido algo que la monarquía absoluta no pudo —ni probablemente tampoco quiso— la absoluta seguridad nacional. En Bakú ya no hay pogromos de armenios, ni en Bielorrusia y Ucrania pogromos judíos. El nuevo Gobierno es ahora en el Cáucaso tan fuerte y seguro como débil y tambaleante lo era el viejo precisamente aquí, en el mismo Cáucaso. En Tiflis yo mismo vi el entierro de un oficial del ejército; delante de las compañías de honor militares había veinte filas dobles de gente vestida con el traje nacional georgiano: gorros de piel, sables, cartucheras, pistolas, puñales. Se trataba de una asociación nacional a la que el difunto había pertenecido. Y al frente de estos nacionalistas georgianos ondeaba la bandera roja comunista.
La idea de que un campesino caucásico no sabe, a estas alturas, «si gobierna el zar o Lenin», es falsa. Las regiones petrolíferas industrializan y el Ejército Rojo revoluciona, cada año, a una nueva generación de campesinos. En la parte occidental de Georgia, en Gurien —la cultura de este país, por cierto, es un milenio más antigua que la rusa— el campesinado se vio forzado, por la rígida servidumbre que todavía duraba después de 1864[4], a emigrar a centros industriales. En 1902, cuando, con ocasión de la huelga de Batumi, se masacró a diecinueve gurianos, la patria tomó a su cargo la venganza, y, durante todo un año, mientras el gobernador asistía impotente, la fuerza militar no pudo hacer nada contra los campesinos en armas, la policía fue acorralada y asesinada, se introdujo una constitución propia, se socializaron extensas áreas del país, las mujeres adquirieron igualdad de derechos y se estudiaba a Marx en asambleas públicas. Hasta diciembre de 1905 no se consiguió «tranquilizar» al país a la manera genuinamente rusa, con ayuda de un gran contingente de tropas.
En la actualidad, la vieja aristocracia georgiana en parte ha huido, en parte se ha pasado a la condición de gente NEP. Estas bonitas figuras embutidas en uniformes exóticos son las que encontramos ante los locales nocturnos de Montmartre. En las ciudades rusas, en cambio, visten de paisano y cierran negocios con pequeños comerciantes. Hace tan solo ocho años, un noble caucásico habría podido apalear a ese pequeño hombre, en la actualidad su compañero de negocios, sin ser castigado por ello. En las calles de Tiflis se puede ver a señores bien plantados tratar con judíos gesticulantes de Minsk y Grecia. Hasta 1795, la ciudad de Tiflis había sido conquistada, sucesivamente, por jázaros, hunos, bizantinos, árabes, tártaros, mongoles, persas, turcos y selyúcidas, pero luego hubo una pausa. A partir de 1923 son los hombres NEP quienes dominan allí.
En Bakú las oportunidades son aún mejores. Por el animado bulevar deambula toda una Bolsa. Uno se sienta en los restaurantes cuyos paneles luminosos se reflejan en el mar Caspio. Ve los barcos que llegan, las mercancías que se descargan. ¡Qué grato hacer cálculos en un lugar así! Se oye resonar, procedente de las tiendas abovedadas, que se asemejan a grandes cajas de apuntador, la plañidera música turca, los sones del sas y del tar —que están en el estrecho límite entre lo salvaje y lo sentimental…— y, a la vez, uno hace negocios.
Frankfurter Zeitung, 26 de octubre de 1926