VIII

¿Qué aspecto tiene una calle rusa?

A primera vista, las calles de las ciudades rusas parecen variopintas y animadas. Muchas mujeres llevan pañuelos rojos sobre el cabello, bien alisados y con anchos nudos en la nuca. Es el único detalle de coquetería de la Revolución, una coquetería, por cierto, bastante práctica. A las mujeres de edad el pañuelo rojo las rejuvenece, a las jóvenes les da un atrevido elan erótico. Sobre puertas y letreros luce la estrella roja soviética. Los carteles de las salas de cine son de un alegre colorido, ingenuo y aldeano. La gente se amontona ante los escaparates, les gusta deslizarse serpenteando, hay una gran riqueza de movimientos. En un contraste intencionado, con una intención probablemente pedagógica de cara a los peatones, los medios de transporte público hacen gala de un ritmo vertiginoso, «americano». Circulan excelentes autobuses de diseño inglés, último modelo, más ligeros y sólidos que los berlineses y parisinos. Pasan a toda velocidad, escurridizos y ágiles, sobre el empedrado más terrible del mundo, el ruso, que es como una pétrea y apisonada ribera marina. El timbre de los tranvías resuena, como un despertador. Los automóviles dan gañidos estridentes, como cachorrillos. Los caballos de los carros de alquiler traquetean alegremente con sus cascos. Los vendedores ambulantes presumen de sus mercancías gritando y cantando; más que al comprador, se infunden coraje a sí mismos. Sobre los tejados resplandecen las cúpulas de cuento de las iglesias rusas, florecen sus cebollas doradas, fruto de un cristianismo policromado, raro, exótico.

No obstante, a mi la calle rusa me parece gris. La masa que la puebla es gris. Esta masa gris se traga todo el rojo de los pañuelos, de las banderas, de los distintivos, y hasta el resplandor de oro de los techados de las iglesias. No son sino gente vestida de una manera pobre y sin criterio. De ellos emana una gran seriedad, de opresora sobriedad y patética estrechez. La calle rusa recuerda la escenografía de un drama social. Huele a carbón, a cuero, a comida, a trabajo y a ser humano. Es la atmósfera de las concentraciones populares.

Sigue siendo como si solo hiciera unas horas que se acabaran de abrir los portones de la ciudad y de las fábricas, las angostas puertas de las prisiones y los pomposos portales de las estaciones de tren; como si solo hiciera una hora que hubieran alzado las barreras, puesto en marcha las locomotoras, perforado los túneles, roto las cadenas: como si las masas acabaran de ser liberadas, como si toda Rusia estuviera de camino. Se echa en falta la serenidad del blanco, que es el color de la civilización, como el rojo el de la Revolución. Falta el claro sentido de júbilo que solo proviene de un mundo antiguo, con sus formas ya definidas, nunca de uno que se está haciendo. A Rusia le falta la ligereza, que es hija de lo superfluo. Aquí no se ve más que miseria o estrechez. Tengo la sensación de estar atravesando campos donde no crecen más que patatas, amargamente necesitadas, profusamente sembradas.

Mucho está improvisado: las barracas de madera de los limpiabotas, con cintas de herretes negras y marrones, con pequeñas y maltrechas pirámides de cajas de betún; con grandes y grises tacones de goma, herraduras humanas. Un hombre se detiene, levanta un pie y se deja herrar. Las chispas centellean en el atardecer, cuando el herrero, que aquí es un zapatero, agita el martillo. Mujeres envueltas en gruesos vestidos están en cuclillas sobre el empedrado y venden pipas de girasol. Por dos copecs ofrecen un vaso a rebosar, con espuma, por así decirlo. Un hombre de cada cinco escupe a su alrededor una llovizna de cáscaras grises. Una tropa de niños sin techo, pintorescos, andrajosos, zangolotea, corre, se sienta en las calles. Mendigos de todo tipo y edad acechan con avidez corazones nobles. Entre ellos hay melancólicos, con esa conocida mirada muda de acusación; clericales, que amenazan con el más allá y cantan sus propios textos con las melodías de los salmos; mujeres con niños y niños sin mujeres; mutilados y farsantes. Hay pequeñas tiendas provisionales con escaparates compartidos. A la izquierda están los relojes; a la derecha, los sombreros de señora, que se balancean sobre sus tallos. A la izquierda, martillos, cuchillas y clavos; a la derecha, corpiños, medias, pañuelos de bolsillo.

Y en medio de todo esto avanza la multitud: hombres con camisetas baratas, muchos con cazadoras de cuero, todos con gorros marrones y grises, camisas grises, marrones, negras; muchos campesinos medio aldeanos, la primera generación que ha aprendido a andar sobre el empedrado de las calles; soldados con largos capotes amarillos, milicianos con gorros oscuros, de un rojo intenso; hombres con sus cartapacios, reconocibles como funcionarios incluso sin esos útiles; antiguos burgueses, que permanecen fieles al cuello blanco y llevan aún sombrero y una pequeña barba negra —la moda de la inteligencia rusa en la década de 1890—, así como el inevitable binóculo colgando de una fina cadenilla dorada, que separa el pabellón auricular del cráneo; gente que debate mientras va al club, que ya han abierto por el camino; un par de muchachas del oficio, angustiadas, muy primitivas, tipo étape[5]; es muy raro ver una mujer bien vestida; nunca una persona desocupada, nunca una persona que parezca falta de preocupaciones. Todos ellos tienen el aire de una vida cargada de trabajo o preocupaciones. Quien no es obrero es funcionario u oficinista. Todos trabajan o están a punto de trabajar. Están en el Partido, o se preparan para ingresar en el Partido. (E incluso el «apartidismo» constituye ya una especie de actividad). Definen continuamente su postura respecto al nuevo mundo. Corrigen su punto de vista. Nunca se es, del todo, una persona privada. Siempre se es un componente, extremadamente agitado, de la sociedad. Se organiza, se ahorra, se abre una campaña, se toma una resolución, se espera a una delegación o se la acompaña, se es excluido, se es admitido, se agrupa, se suministra, se sella —¡se hace, se hace, se hace!—. El mundo entero es un aparato gigantesco. Cada anciano, cada niño, es partícipe y responsable. Es un inmenso construir y terraplenar y acarrear ladrillos, por aquí las ruinas, por allá el nuevo material de construcción; y todos trepan por los andamios, están en lo alto de la escalera, suben peldaños, reparan, desmontan o rellenan. Pero no hay nadie libre y soberano con los pies en la tierra.

Por eso, muchas calles de las ciudades rusas más antiguas (de Kiev y Moscú) me parecen las de un país nuevo. Me recuerdan a las jóvenes ciudades de colonos del Oeste americano, a esa atmósfera de ebriedad y natalidad constante, de cazadores de fortuna y apátridas; de temeridad y espíritu de sacrificio, de desconfianza y temor, de sencillas construcciones de madera al lado de la técnica más complicada, con sus jinetes románticos y sobrios ingenieros. También aquí la gente ha afluido de todas las partes del inmenso territorio (cada año, en cada ciudad, cambia la población), también aquí les espera el hambre, la sed, la lucha y la muerte. Esto es lo que da rostro al hoy: planchas de madera, cruces arrancadas, casas destrozadas, alambradas de púas ante los jardines, nuevos andamiajes de construcciones medio hechas, antiguos monumentos derribados por la rabia y nuevos edificados por manos demasiado apresuradas, templos convertidos en clubes revolucionarios, sin que exista aún algún club que sustituya al templo, un convencionalismo arruinado y formas nuevas que se gestan poco a poco. Muchas cosas son demasiado nuevas, demasiado flamantes, demasiado recientes como para llegar a una edad avanzada, llevan en la frente la señal de América, de aquella América cuya tecnología constituye la meta provisional de los nuevos constructores rusos. La calle pasa precipitadamente del Oriente somnoliento al Occidente más occidental, del mendigo pedigüeño al reclamo luminoso, del lento jamelgo de los coches de alquiler al veloz autobús, del izvozchik al chófer. Un pequeño giro más y esta calle conducirá directamente a Nueva York. Confieso avergonzado que, más de una vez, me asalta, en estas calles, una tristeza muy peculiar. En medio de la admiración por un mundo que, con su propia fuerza, recién enterrados sus muertos, con más arrobo que material, sin dinero y sin amigos, se pone a imprimir periódicos, a escribir libros, a construir máquinas y fábricas, a excavar canales, en medio de esa admiración se apodera de mí una especie de nostalgia de nuestra frivolidad y bajeza, una nostalgia del aroma de la civilización; una pena dulce por nuestra decadencia, científicamente más que probada, un deseo pueril, tonto, pero visceral, de volver a contemplar, una vez más, un desfile de moda en Moulineux, un gracioso traje de noche en una muchacha estúpida, un número de la revista Sourire y el ocaso total de Occidente: probablemente se trate de un atavismo burgués.

Frankfurter Zeitung, 31 de octubre de 1926