9

Mientras Jim aparcaba la camioneta a media manzana del Commodore, pensó que se imaginaba a Vin viviendo allí. El exterior del edificio era austero, de simple cristal biselado engarzado en delgadas vigas de metal, pero eso era lo que proporcionaba a cada uno de los apartamentos unas vistas tan increíbles. Y por lo que podía ver del vestíbulo desde la calle, el interior hacía gala del más absoluto hedonismo, inundado de luz y de mármol rojo sangre, con un arreglo floral del tamaño de un camión de bomberos plantado en medio de la sala.

También encajaba que Vestido Azul viviera en un lugar como aquél.

Mierda, debería haber sugerido que él y DiPietro fueran solos a cenar fuera: con lo que había sucedido la noche anterior aún tan reciente, estar en el mismo lugar cerrado con esa mujer no era la mejor idea del mundo. Y luego, encima, estaba la complicación de tener que salvar a su puñetero novio de la condenación eterna.

Apagó el motor, se frotó la cara y por alguna razón pensó en Perro, al que había dejado en casa acurrucado sobre la cama deshecha. El personajillo se había quedado dormido en un santiamén, con su delgada ijada subiendo y bajando, y su barriga redonda como un balón que le hacía despatarrar sus pequeñas piernas.

¿Cómo demonios había acabado teniendo una mascota?

Metió las llaves en su chaqueta de cuero, salió de la camioneta y cruzó la calle. Mientras se dirigía al vestíbulo, lo que desde la calle le había parecido suntuoso de cerca se convirtió en magnífico, aunque no iba a perder el tiempo admirando el lugar. En cuanto entró, el portero que estaba detrás de la mesa levantó la mirada con el ceño fruncido.

—Buenas noches, ¿es usted el señor Heron? —El hombre tendría unos cincuenta y pico años y llevaba puesto un uniforme negro. Sus ojos no eran ni lentos ni estúpidos. Era muy probable que fuera armado y que supiera cómo manejar lo que llevaba en la funda.

Jim asintió.

—Sí, soy yo.

—¿Podría mostrarme alguna identificación, por favor?

Jim sacó la cartera y la abrió por el carné de conducir del Estado de Nueva York que había comprado unos tres días después de llegar a Caldwell.

—Gracias. Llamaré al señor DiPietro. —El portero estuvo dos segundos al teléfono y luego señaló con el brazo hacia los ascensores—. Arriba del todo, señor.

—Gracias.

El viaje hasta el piso veintiocho fue suave como la seda y Jim se entretuvo localizando los ojos, en su mayoría ocultos, de las cámaras de seguridad: los artilugios estaban situados en las esquinas superiores, donde los paneles dorados de espejo convergían y estaban pensados para que parecieran parte de la decoración. Con aquellas cuatro cámaras daba igual hacia dónde miraras, siempre obtendrían una imagen clara de tu cara.

Bien. Muy bien.

El din que anunciaba que Jim había llegado fue igual de discreto y, cuando las puertas se abrieron, se encontró a Vin diPietro justo allí, de pie en un largo pasillo marfil, como si fuera el dueño del maldito edificio.

DiPietro extendió la mano.

—Bienvenido.

Su apretón de manos era firme y rápido, y su aspecto perfecto, lo cual no le sorprendió en absoluto. Mientras Jim llevaba su segunda mejor camisa de franela y lucía una cara recién afeitada, Vin llevaba un traje diferente al que vestía apenas tres horas antes en el hospital.

Probablemente se ponía las cosas una sola vez y luego las tiraba.

—¿Te importa que te llame Jim?

—No.

DiPietro se dirigió hacia una puerta y se abrió camino hacia… Joder, aquel lugar parecía sacado de la colección de Donald Trump, estaba todo lleno de mármol negro, florituras doradas, mierdas de cristal y estatuas talladas. Desde el suelo del pasillo de entrada hasta las escaleras que llevaban al segundo piso. Y en el salón había tanta piedra tallada y pulida, que a Jim no le quedó más remedio que preguntarse cuántas canteras habían vaciado para equipar aquella habitación. Y los muebles… Dios, los sofás y las sillas parecían joyas, con tanto laminado en oro y tanta seda del color de piedras preciosas.

—Devina, ven a conocer a nuestro invitado —dijo DiPietro llamándola por encima del hombro.

Mientras el sonido de unos zapatos de tacón se acercaba al salón, Jim se centró en la vista realmente impresionante que había sobre Caldwell, e intentó no pensar en la última vez que había visto a aquella mujer.

Llevaba el mismo perfume de la noche anterior.

Y qué nombre más apropiado. Realmente era divina.

—¿Jim? —dijo DiPietro.

Jim esperó un poco más para darle tiempo a ella a que lo viera de perfil y pudiera recomponerse. Verlo de lejos era una cosa, pero tenerlo en su propia casa, lo suficientemente cerca como para tocarlo, era otra. ¿Iba otra vez vestida de azul?

No, de rojo. Y DiPietro le rodeaba la cintura con el brazo.

Jim asintió mirando hacia ella, evitando que entrara en su cabeza un solo recuerdo.

—Encantado de conocerla.

Ella sonrió y le tendió la mano.

—Bienvenido. Espero que le guste la comida italiana.

Jim le apretó la mano fugazmente y luego introdujo la suya en el bolsillo de los vaqueros.

—Sí.

—Perfecto. El cocinero no vuelve hasta la semana próxima y prácticamente lo único que sé cocinar es comida italiana.

Mierda. ¿Y ahora, qué?

Durante el posterior silencio, los tres se quedaron allí de pie como si todos se estuvieran preguntando lo mismo.

—Si me disculpa —dijo Devina—, voy a ver cómo va la cena.

Vin le dio un beso en la boca.

—Tomaremos algo aquí.

Mientras el repiqueteo de aquellos tacones altos se alejaba, DiPietro se dirigió hacia un mueble bar.

—¿A qué veneno le das?

Interesante pregunta. En su antiguo trabajo Jim había usado cianuro, ántrax, tetrodotoxina, ricino, mercurio, morfina y heroína, además de algunos de los nuevos gases nerviosos de diseño. Los había inyectado, mezclado con la comida, espolvoreado sobre pomos de puertas, pulverizado sobre el correo, y había contaminado todo tipo de bebidas y medicamentos. Y eso antes de haberse vuelto tremendamente creativo.

Sí, era tan bueno con esas cosas como con los cuchillos, las armas, o las manos vacías. Aunque no era necesario que DiPietro lo supiera.

—Supongo que no tendrás una cerveza —dijo Jim mirando todas aquellas botellas de licor de gama alta.

—Tengo la nueva Dogfish. Es fantástica.

Bueno, en realidad Jim estaba pensando en una Budweiser. Dios sabía qué era aquello. Que él supiera, ni los perros ni los peces se alimentaban de lúpulo. En fin.

—Suena bien.

DiPietro sacó dos vasos largos y abrió un panel que resultó ser una mini nevera. Cogió un par de botellas, las abrió y sirvió una cerveza negra con una espuma tan blanca que parecía la del mar.

—Creo que te gustará.

Jim aceptó uno de los vasos junto con una servilletita de lino que tenía bordadas las iniciales V. S. dP. Tras el primer trago, lo único que pudo decir fue: «Demonios».

—Buena, ¿eh? —DiPietro cogió la suya y la puso a contraluz como si estuviera analizando su carácter—. Es la mejor.

—Recién llegada del cielo. —Jim saboreó lo que se deslizaba sobre su lengua y echó un vistazo con otros ojos a todas aquellas fruslerías. Tal vez el ricachón tuviera su punto—. Tremenda choza.

—La casa al borde del río va a ser aún más grandiosa.

Jim se acercó a la cristalera y se inclinó para admirar la vista.

—¿Por qué ibas a querer dejar esto?

—Porque el sitio al que voy es mejor.

Se escuchó un sutil timbre similar al de una puerta y Jim bajó la vista hacia un teléfono.

Vin también miró.

—Es la línea del trabajo, tengo que contestar. —Con la cerveza en la mano, se dirigió hacia una puerta situada en el lado opuesto de la sala—. Siéntete como en tu casa. Ahora vuelvo.

Mientras el tío se alejaba, Jim se rió para sus adentros. ¿Como en su casa allí? Sí, ya. Se sentía como si formara parte de uno de esos concursos infantiles en los que el niño tenía que elegir el objeto que no encajaba: zanahoria, pepino, manzana, calabacín. Respuesta: la manzana. Sofá tapizado en seda, mantita de lana de primera, obrero, licoreras de cristal. Respuesta: es obvio.

—Hola.

Jim cerró los ojos. Su voz seguía siendo preciosa.

—Hola.

—Yo…

Jim se dio la vuelta y no se sorprendió al ver que sus ojos seguían siendo tristes.

Mientras ella intentaba encontrar las palabras adecuadas, él levantó la mano para impedírselo.

—No tienes por qué darme explicaciones.

—Yo…, yo nunca había hecho nada como lo de la otra noche. Sólo quería…

—¿Algo completamente diferente a él? —Jim agitó la cabeza y ella se puso nerviosa—. Mierda… Oye, no llores.

Dejó la cerveza que DiPietro le había servido y avanzó tendiéndole la servilleta. Le habría secado las lágrimas él mismo, pero no quería emborronarle el maquillaje.

La mano de Devina tembló al coger lo que le ofrecía.

—No se lo pienso contar. Jamás.

—Pues por mí tampoco se va a enterar.

—Gracias. —Sus ojos se posaron en la consola del teléfono, donde una luz parpadeaba al lado de la palabra «estudio»—. Le quiero. De verdad… Sólo que… es complicado. Es un hombre complicado y sé que se preocupa por mí a su manera, pero a veces me siento invisible. Pero tú… Tú me viste de verdad.

Sí, lo había hecho. No lo podía negar.

—La verdad —murmuró ella— es que aunque no debería haber estado contigo, no me arrepiento.

Él no estaba tan seguro de ello, dada la forma en que ella lo miraba como si estuviera esperando unas palabras sabias o de absolución que él no le podía dar. Nunca había tenido una relación, así que no podía aconsejarle sobre ella y Vin, y sólo había tenido rollos de una noche, así que a ella le sorprendería todo lo que había experimentado en cuestión de sexo.

Sin embargo, una cosa estaba clara. Mientras aquella espectacular mujer lo miraba con aquellos ojos oscuros y luminiscentes, él podía ver el amor que ella sentía por el hombre con el que estaba: lo irradiaba desde su corazón.

Joder, Vin diPietro sería un idiota redomado si se cargaba aquello.

Jim levantó la mano hacia su cara y secó una de sus lágrimas.

—Escucha. Vas a olvidar todo lo que ha pasado. Lo vas a guardar bajo llave y no vas a pensar en ello nunca más, ¿de acuerdo? Si no lo recuerdas, no es real. Nunca ha sucedido.

Ella gimió un poco.

—Vale, de acuerdo.

—Buena chica. —Jim le puso un mechón de su suave cabello tras la oreja—. Y no te preocupes, todo irá bien.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

Y fue entonces cuando cayó en la cuenta. Tal vez aquélla era la encrucijada de Vin: estaba justo ahí, delante de él, deseando amarlo, con la esperanza de que le dieran una oportunidad, pero perdiendo la batalla de seguir unidos. Si el tío fuera capaz de ver lo que tenía, y no en lo que se refería a propiedades inmobiliarias o coches o estatuas y mármol, sino a lo que realmente importaba, tal vez cambiaría su vida y su alma.

Devina se secó una lágrima.

—Creo que estoy perdiendo la fe.

—No lo hagas. Yo estoy aquí para ayudarte. —Jim inspiró profundamente—. Yo haré que todo salga bien.

—Dios…, me vas a hacer llorar más. —Devina sonrió y le apretó la mano—. Pero muchas gracias.

Maldita fuera… Aquellos ojos le hacían sentirse como si hubiera atravesado sus costillas y le hubiera cogido el corazón con su delicada mano.

—Tu nombre —susurró él— te va como anillo al dedo.

Ella se ruborizó.

—En el colegio lo odiaba. Quería llamarme Mary, o Julie, o tener cualquier otro nombre normal.

—No, es perfecto. No podrías llamarte de ninguna otra manera. —Jim bajó la vista hacia el teléfono y vio que la luz se había apagado—. Ha acabado de hablar.

Ella se limpió la parte de debajo de los ojos.

—Debo de estar hecha un desastre. Te traeré unos aperitivos. Llévaselos y entretenlo en el estudio mientras voy a arreglarme.

Mientras esperaba a que volviera de la cocina, Jim acabó la cerveza y se preguntó cómo demonios había acabado en el papel de Cupido.

Joder, si aquellos cuatro colegas tenían la más mínima intención de hacerle llevar alas y un pañal mientras lanzaba flechas, iba a tener que renegociar su contrato de trabajo. Y no con palabras.

Devina volvió con una bandeja de plata de bocaditos.

—El estudio está abajo, por ahí. Me reuniré con vosotros cuando no tenga tanta cara de haber llorado.

—A la orden. —Jim cogió la bandeja y se dispuso a hacer de camarero y a ocuparse de DiPietro—. Lo entretendré allí.

—Gracias. Por todo.

Antes de hablar demasiado otra vez, Jim se fue sujetando la bandeja con ambas manos mientras pasaba por una interminable serie de habitaciones. Cuando llegó al estudio, la puerta estaba abierta y DiPietro estaba sentado tras una gran mesa de mármol en la que había un montón de ordenadores. Sin embargo, el tío no estaba mirando las máquinas. Estaba de espaldas, observando la parpadeante panorámica a través de la cristalera.

Tenía algo pequeño y negro oculto en la mano.

Jim golpeó el marco de la puerta.

—Traigo algo para abrir boca.

* * *

Vin se giró en la silla y dejó la caja del anillo al lado del teléfono. Heron estaba de pie en la puerta del estudio con una bandeja en las manos, convertido en un insólito camarero, y no por la camisa de franela y los vaqueros. Simplemente, no era del tipo de personas que se prestaban a servir a nadie.

—¿Hablas francés? —murmuró Vin señalando con la cabeza al amuse-bouche.

—Ella me dijo lo que eran.

—Ah. —Vin se puso de pie y se acercó—. Devina es una gran cocinera.

—Sí.

—¿Ya los ha probado?

—No, lo digo por el aroma que viene de la cocina.

Cogieron cada uno un champiñón relleno. Y un diminuto sándwich con rodajas de tomate finas como el papel y hojas de albahaca. Y una cuchara plana con caviar y puerro.

—Siéntate —dijo Vin, señalando la silla que estaba al otro lado de la mesa—. Hablemos. Es decir, ya sé que quieres comida…, pero hay algo más, ¿no?

Heron dejó la bandeja, pero no se sentó. En lugar de ello, fue hacia la ventana para ver Caldwell.

En silencio, Vin se volvió a acomodar en su trono de piel y analizó a su «invitado». El muy cabrón tenía una mandíbula como de cinco por diez centímetros, era alto y fuerte, y tenía las cartas bien pegadas al pecho: su rostro no daba ninguna pista en absoluto.

Lo que indicaba que el territorio en el que se iban a adentrar era oscuro y peligroso.

Vin hizo girar una pluma de oro sobre el escritorio mientras esperaba la pregunta; lo de oscuro y peligroso no le preocupaba. Había hecho la mayoría de su fortuna en la construcción, pero no había empezado en el terreno legítimo de las tablas y los clavos, y sus contactos con el mercado negro de Caldwell seguían siendo buenos.

—Tómate tu tiempo, Jim. Es más fácil pedir dinero que…, otras cosas. —Sonrió levemente—. ¿Quieres algo que no está en este momento disponible en el Hannaford del pueblo, por casualidad?

Las cejas de Heron se movieron nerviosamente, pero eso fue todo mientras continuaba buscando las luces de la ciudad.

—¿A qué te refieres exactamente?

—¿Qué pretendes exactamente?

Hubo una pausa.

—Necesito saber cosas de ti.

Vin se echó hacia delante en la silla, no muy seguro de haber oído bien.

—¿Cómo que saber cosas de mí?

Heron giró la cabeza y se quedó mirando hacia abajo.

—Estás a punto de tomar una decisión. Algo importante. ¿No es así?

Los ojos de Vin miraron el cuadrado de terciopelo negro que había escondido.

—¿Qué hay ahí? —preguntó Heron.

—No es de tu incumbencia.

—¿Un anillo?

Vin maldijo y cogió lo que había comprado en Reinhardt. Mientras guardaba la caja en un cajón, empezó a perder la paciencia.

—Oye, deja de hacer el gilipollas y dime qué quieres. No es ni cenar ni conocerme. ¿Por qué no te metes en la cabeza que no hay nada en esta ciudad que no esté a mi alcance y acabamos de una vez? ¿Qué coño quieres?

La amable respuesta que recibió parecía no encajar:

—No se trata de lo que quiero, sino de lo que voy a hacer. Estoy aquí para salvar tu alma.

Vin frunció el ceño y estalló en carcajadas. ¿El tío del tatuaje de la Muerte y el cinturón de herramientas quería salvarlo? Sí, claro.

Además, postdata: el «alma» de Vin no se estaba ahogando.

Heron hizo una pausa para respirar hondo y dijo:

—¿Sabes? Ésa fue exactamente mi reacción.

—¿Ante qué? —preguntó Vin mientras se frotaba la cara.

—Digamos la llamada del deber.

—¿Eres uno de esos radicales religiosos?

—No. —Finalmente, Heron rodeó la mesa y se sentó en la silla con las rodillas caídas hacia los lados y las manos relajadas sobre los muslos—. ¿Puedo preguntarte algo?

—Claro, qué demonios. —Vin imitó la postura de Heron, se echó hacia atrás y se relajó. Había llegado a un punto en que todo era tan extraño, que estaba empezando a pensar que no importaba—. ¿Qué quieres saber?

Heron echó un vistazo a los libros de primera edición y a las obras de arte.

—¿Para qué quieres toda esa mierda? No pretendo ser grosero. Yo nunca voy a vivir como tú, así que sólo me pregunto para qué quiere alguien todo eso.

Vin tuvo la tentación de ignorar la pregunta, y más tarde se preguntaría por qué no lo había hecho. Pero por alguna razón le dijo la verdad.

—Es como un lastre que me pone los pies en la tierra. Me siento seguro en mi casa rodeado de cosas bonitas. —Apenas hubo pronunciado aquellas palabras, deseó retirarlas—. Quiero decir… Joder, no lo sé. No procedo de una familia adinerada. Yo sólo era un niño italiano del norte de la ciudad y mis padres siempre tenían que arreglárselas para ir tirando. Luché para llegar alto porque quería que me fuera mucho mejor que a ellos.

—Bueno, has llegado muuuuy alto, eso está claro. —Heron echó un vistazo a los ordenadores—. Así que debes de trabajar mucho.

—Constantemente.

—Supongo que eso significa que te has ganado estas vistas increíbles.

Vin giró la silla.

—Sí. Disfruto mucho de ella, últimamente.

—¿Las vas a echar de menos cuando te mudes?

—Podré mirar al río. Y esa casa que tú y los chicos estáis construyendo va a ser espectacular. Me gustan las cosas espectaculares.

—Esa cerveza ha sido probablemente la mejor que he tomado nunca.

Vin se fijó en el reflejo de aquel tío sobre el cristal tintado.

—¿Heron es tu verdadero apellido?

El tipo sonrió ligeramente.

—Claro.

Vin volvió la cabeza por encima del hombro.

—¿Qué otros idiomas hablas, además de francés?

—¿Quién ha dicho que lo hable?

—El hecho de que no tengas ni idea de cervezas exóticas me hace dudar que seas un sibarita y que conozcas la jerga gourmet. Y Devina nunca habría traducido amuse-bouche porque sería de mala educación insinuar que no sabes lo que significa. Por lo tanto, asumo que hablas el idioma.

Heron tamborileó con los dedos en la rodilla mientras parecía reflexionar sobre ello.

—Si me dices qué hay en esa caja que has escondido en el cajón, puede que te responda.

—¿Te han dicho alguna vez que hay que sacarte las palabras con sacacorchos?

—Continuamente.

Imaginárselo no fue una verdadera revelación porque, en realidad, ¿cuándo iba a tener Heron nada que ver con Devina? Vin sacó de nuevo la caja de Reinhardt y abrió la tapa. Mientras la giraba para que Heron pudiera ver lo que había en ella, el tipo dejó escapar un débil silbido.

Vin se limitó a encogerse de hombros.

—Como ya he dicho, me gustan las cosas bonitas. Lo compré anoche.

—Dios santo, vaya roca. ¿Cuándo te vas a lanzar?

—No lo sé.

—¿A qué esperas?

Vin cerró de golpe la caja.

—Ya has hecho más de una pregunta. Me toca. ¿Hablas francés, oui ou non?

Je parle un peu. ¿Et vous?

—He hecho un par de negocios inmobiliarios al norte de la frontera, así que lo hablo. Sin embargo, tu acento no es canadiense. Es europeo. ¿Cuánto tiempo estuviste en el ejército?

—¿Quién ha dicho que estuviera?

—Me he lanzado a adivinar.

—Puede que cruzara el charco para ir a la universidad.

Vin lo miró fijamente.

—No me parece que sea tu estilo. No te gusta que te den órdenes y no te imagino tan contento detrás de un pupitre durante cuatro años.

—¿Y por qué iba a enrolarme en el ejército si no me gusta que me den órdenes?

—Porque te dejan hacer cosas por ti mismo. —Vin sonrió mientras la expresión del otro tío continuaba completamente hermética—. Te dejaban trabajar solo, ¿no, Jim? ¿Qué más te enseñaron?

El silencio se expandió no sólo hasta llenar la habitación, sino hasta llenar todo el dúplex.

—Jim, date cuenta de que cuanto más tiempo sigas callado, más elucubraciones puedo hacer sobre tu corte de pelo militar y sobre ese tatuaje que tienes en la espalda. Te he enseñado lo que querías ver, es justo que me devuelvas el favor. Es más, ésas son las reglas del juego.

Jim se inclinó lentamente, con los pálidos ojos tan muertos como una piedra.

—Si te cuento algo tendría que matarte, Vin. Y eso nos aguaría la fiesta a los dos.

Así que aquel tatuaje no era simplemente algo que aquel tío hubiera visto en la pared de una tienda de piercings y tatuajes de tres al cuarto y decidiera hacerse porque le parecía guay. Jim era de los auténticos.

—Me intrigas mucho —murmuró Vin.

—Te sugiero que pases de todo.

—Lo siento, amigo. Soy un hijo de puta tenaz. ¿Crees que me he comprado toda esta mierda que miras embobado con dinero de la lotería?

Hubo una pausa y la cara de Jim se quebró con una pequeña sonrisa.

—Quieres hacerme creer que tienes pelotas, ¿no?

—Puedes estar seguro de que las tengo, amigo mío. Y he de decir que son grandes como las campanas de una iglesia.

Jim se recostó en la silla.

—¿En serio? ¿Entonces por qué estás sentado sobre ese anillo?

Vin entornó los ojos, centelleantes de ira.

—¿Quieres saber por qué?

—Sí. Es una mujer increíblemente guapa y te mira como si fueras un dios.

Vin inclinó la cabeza hacia un lado y verbalizó lo que llevaba rondándole la cabeza desde la noche anterior.

—Mi Devina salió anoche con un vestido azul. Cuando llegó a casa, se lo quitó inmediatamente y se dio una ducha. Esta mañana, lo cogí de la cesta de la ropa para lavar en seco y tenía una mancha negra en la espalda, como si no sólo hubiera estado sentada en la pulcra silla de un bar. Pero además, Jim, cuando acerqué el vestido a la nariz, el tejido olía a algo muy parecido a colonia de hombre.

Vin analizó todos y cada uno de los músculos faciales de aquel tío. No se movió ni uno.

Vin se echó hacia delante en la silla.

—No es necesario que te diga que no era mi colonia, ¿verdad? Y tal vez te interese saber que se parece condenadamente a la tuya. No es que piense que tú hayas estado con ella, pero un hombre se hace ciertas preguntas cuando la ropa de su mujer huele como otra persona, ¿no te parece? Así que, como puedes ver, no es una cuestión de no tener pelotas, sino de dudar si ha estado con alguien más.