16

Unos golpes en la puerta despertaron a Jim a la mañana siguiente.

Aunque estaba dormido como un tronco, recobró la consciencia al momento… y apuntó con el cañón de una pistola de 40 milímetros hacia el otro lado del estudio. Tenía las persianas de la ventana grande delantera y de las dos pequeñas de encima del fregadero de la cocina bajadas, con lo cual no tenía ni idea de quién podría ser.

Y teniendo en cuenta su pasado, podía tratarse no precisamente de un amigo.

Perro, que estaba acurrucado a su lado, levantó la cabeza y dejó escapar un murmullo inquisitorio.

—Ni idea de quién es —dijo Jim mientras se quitaba las mantas de encima y se dirigía completamente desnudo hasta la esquina de las cortinas delanteras. Las separó ligeramente y vio el M6 aparcado en el camino de acceso a su casa.

—¿Vin? —gritó.

—Sí —fue la respuesta amortiguada.

—Espera.

Jim volvió a guardar el arma en la funda que estaba colgada en el cabecero de la cama y se puso unos calzoncillos. Cuando abrió la puerta, Vin diPietro estaba de pie al otro lado, hecho un desastre. Aunque se había duchado y afeitado y se había puesto su ropa informal de tipo rico, tenía la cara magullada y su expresión era condenadamente lúgubre.

—¿Ya has visto las noticias? —preguntó.

—No. —Jim se echó hacia atrás para que el tío pudiera entrar—. ¿Cómo me has encontrado?

—Chuck me dijo dónde vivías. Te iba a llamar, pero él no tenía tu número. —Vin fue hacia la televisión y encendió el aparato. Mientras recorría todos los canales, Perro se acercó y lo olfateó.

El tío debió de aprobar el examen, porque el animal se sentó sobre sus mocasines.

—Mierda, no lo encuentro… Lo han puesto en todos los programas de noticias locales —murmuró Vin.

Jim le echó un vistazo al reloj digital que tenía al lado de la cama. Las siete y diecisiete. La alarma debería haber sonado a las seis, pero obviamente se había olvidado de ponerla.

—¿Qué dicen las noticias?

En ese momento, el programa Today hizo una conexión local y salió la reportera de la emisora de Caldwell, casi guapa, mirando a la cámara con gravedad.

—Los cadáveres de los dos jóvenes, que fueron encontrados en la manzana mil ochocientos de la calle Diez a primera hora de esta mañana, han sido identificados como Brian Winslow y Robert Gnomes, ambos de veintiún años. —Aparecieron en la pantalla las fotos de los dos cabezas de chorlito de los que él y Vin se habían ocupado la noche anterior, a la derecha de la cabeza de la rubia—. Al parecer víctimas de heridas de bala, sus cuerpos fueron encontrados por el cliente de un club alrededor de las cuatro de la mañana. Según el portavoz del Departamento de Policía de Caldwell, ambos eran estudiantes de la Universidad del Estado de Nueva York de Caldwell y compañeros de piso, y fueron vistos por última vez saliendo hacia La Máscara de Hierro, un local de moda de la ciudad. De momento no hay ningún sospechoso. —El ángulo de la cámara cambió y ella se giró hacia la nueva lente—. Y pasamos a un tema completamente distinto: una nueva retirada del mercado de la mantequilla de cacahuete…

Vin lo miró por encima del hombro con actitud serena y tranquila, lo que revelaba que no era la primera vez que se las veía con la policía.

—El tío del bigote y las gafas que miraba desde el pasillo cuando nos estábamos peleando podría suponer un problema. Nosotros no los matamos, pero es probable que se nos compliquen las cosas.

Tenía toda la razón.

Jim se giró, fue hacia el armario y sacó el café soluble. Sólo quedaba un centímetro y medio de granulado en el bote: insuficiente para una taza, y mucho menos para dos. No pasaba nada, de todos modos sabía a comida para cerdos.

Volvió a guardar el tarro y fue a la nevera aunque no había nada en ella.

—¿Hola? ¿Estás ahí, Heron?

—Te he oído —dijo, y deseó con todas sus fuerzas que no se hubieran cargado a aquellos dos idiotas. Meterse en una pelea era una cosa. Estar implicado en un tiroteo era otra totalmente distinta. Tenía la suficiente confianza en su identificación falsa a nivel local; después de todo, la había creado el Gobierno de Estados Unidos. Pero lo último que necesitaba era encontrarse con sus antiguos jefes, y ser declarado sospechoso de asesinato por el Departamento de Policía de Caldwell llamaría la atención sobre él inmediatamente.

—Me gustaría llevar esto lo más discretamente posible —dijo mientras cerraba la puerta de la nevera.

—A mí también, pero si el dueño de ese club me quiere encontrar, puede.

Eso era verdad; Vin le había dado su tarjeta a la prostituta que habían rescatado. Suponiendo que la bolsa negra fuera suya y que no la hubiera tirado, el contacto estaba ahí.

Vin se inclinó y rascó a Perro detrás de las orejas.

—Dudo que consigamos mantenernos totalmente al margen de esto. Aunque tengo unos abogados excelentes.

—Estoy seguro de ello. —Mierda, pensó Jim. No podía limitarse a desaparecer de la ciudad. No con el futuro de Vin pendiendo de un hilo en Caldwell.

Era justo lo que les faltaba.

Jim hizo un gesto con la cabeza hacia el baño, que tenía la puerta abierta.

—Oye, será mejor que me duche y que me vaya a trabajar. El tío al que le estoy construyendo la casa puede llegar a ser muy gilipollas.

Vin levantó la vista medio sonriendo.

—Es curioso, a mí me pasa lo mismo con mi jefe. Sólo que yo trabajo para mí mismo.

—Al menos eres consciente de ello.

—Más que tú. Es sábado, así que no tienes que ir a la obra.

Sábado. Maldición, había olvidado en qué día vivía.

—Odio los fines de semana —murmuró.

—Yo también. Por eso me los paso trabajando. —Vin miró a su alrededor y se fijó en los dos montones de ropa—. Podrías aprovechar para ordenar esto.

—¿Para qué? El de la izquierda es el limpio y el de la derecha el sucio.

—Pues deberías ir a la lavandería, porque hay ahí una montaña que no presagia nada bueno para los calcetines limpios.

Jim cogió los vaqueros que se había puesto la noche anterior y los lanzó a la «montaña» de la ropa sucia.

—Se te ha caído algo. —Vin se agachó y recogió el pequeño pendiente de oro que había estado en el bolsillo delantero desde el miércoles por la noche—. ¿De dónde has sacado esto?

—Del callejón que hay al lado de La Máscara de Hierro. Estaba en el suelo.

Los ojos de Vin se clavaron en el objeto como si valiera mucho más que los dos dólares que probablemente había costado hacerlos y los quince por los que los habían vendido.

—¿Te importa que me lo quede?

—En absoluto. —Jim vaciló—. ¿Estaba Devina en casa cuando volviste?

—Sí.

—¿Solucionaste las cosas?

—Supongo. —El tipo hizo desaparecer el aro de oro en el bolsillo del pecho—. ¿Sabes? Me fijé en cómo te ocupabas de aquel chico anoche.

—No te gusta hablar de Devina.

—Mi relación con ella es cosa mía y de nadie más. —Vin entrecerró los ojos—. Has sido entrenado para pelear, ¿verdad? Y no en una academia de artes marciales de tres al cuarto.

—Mantenme informado si te enteras de algo de la policía. —Jim se metió en el baño y abrió la ducha. Las cañerías gimieron y vibraron, y un chorro anémico salió en forma de arco y cayó sobre el suelo de plástico del cubículo—. Y no te molestes en cerrar la puerta cuando te vayas. Perro y yo estaremos bien.

El tío se encontró con los ojos de Jim reflejados en el pequeño espejo que había sobre el lavabo.

—Tú no eres quien dices ser.

—¿Y quién lo es?

De repente, la cara de Vin se ensombreció como si se hubiera acordado de algo horrible.

—¿Estás bien? —preguntó Jim frunciendo el ceño—. Parece que hayas visto un fantasma.

—Anoche tuve una pesadilla. —Vin se pasó una mano por el pelo—. Aún la tengo presente.

De repente, Jim oyó su voz dentro de su cabeza: «¿Crees en los demonios?».

Perro gimió y empezó a moverse de uno a otro, renqueante, y a Jim se le erizó el vello de la nuca.

—¿Sobre quién iba el sueño?

No era una pregunta.

Vin dejó escapar una risa forzada, dejó una tarjeta de visita sobre la mesa de centro y se dirigió a la puerta.

—Sobre nadie. No sé de quién iba.

—Vin…, cuéntamelo. ¿Qué coño pasó cuando volviste a casa?

La luz del sol se coló en el estudio cuando éste salió al rellano de la escalera.

—Te avisaré si la policía se pone en contacto conmigo. Tú haz lo mismo. Te dejo mi tarjeta.

Estaba claro que no tenía sentido intentar sonsacarle.

—Vale, bien, hazlo. —Jim recitó su número de móvil y no le sorprendió que Vin lo memorizara sin escribirlo—. Y oye, será mejor que te mantengas alejado de ese club.

Dios sabía que añadir unas rejas a la ecuación no iba a facilitar las cosas. Además, Vin había mirado a aquella prostituta morena de la manera en que debería mirar a Devina, lo que significaba que cuanto menos tiempo estuviera cerca de ella, mejor.

—Ya te llamaré —dijo Vin antes de cerrar la puerta.

Jim se quedó mirando los paneles de madera mientras oía los pesados pasos escaleras abajo y luego el sonido de un potente motor al encenderse. Cuando el M6 salió crepitando por el camino de grava, dio la vuelta, dejó salir a Perro y se metió en la ducha antes de que su caldera de agua caliente de litro y medio no pudiera ofrecerle más que agua fría.

Mientras se enjabonaba, la pregunta que Vin le había hecho la noche anterior resonó de nuevo en su cabeza.

«¿Crees en los demonios?».

Al otro lado de la ciudad, Marie-Terese estaba sentada en su sofá con los ojos clavados en una película que no estaba viendo. Era la ¿cuarta? ¿La quinta? La noche anterior no había dormido. Ni siquiera había intentado poner la cabeza en la almohada.

Tenía a Vin en la cabeza… En la cabeza y hablando con aquella extraña voz: «Él viene a por ti. Él viene a por ti».

Cuando entró en aquel extraño trance en el vestuario, el mensaje que había salido de su boca había sido aterrador, pero sus mirada fija había sido incluso peor. ¿Y su primera respuesta? No había sido: «¿De qué demonios estás hablando?». No, ella había pensado para sus adentros: «¿Cómo lo sabes?».

Sin saber qué hacer o cómo actuar ella misma, y mucho menos con él, había salido disparada del vestuario y le había dicho a su amigo que entrara.

Bajó la vista hacia la tarjeta de visita que tenía en la mano. Le dio la vuelta por enésima vez y observó lo que él había escrito: «Lo siento».

Ella creía que…

El timbre del teléfono sonó a su lado y le dio un susto de muerte, sobresaltándola hasta tal punto que la tarjeta se le cayó de las manos y salió volando.

Recobrando el aliento, alcanzó el teléfono móvil que estaba a su lado en el sofá, pero la llamada se cortó antes de que pudiera ver quién era y contestar. Mejor, no le apetecía hablar con nadie, y seguramente era alguien que se había equivocado.

Aquel pequeño Nokia era el único teléfono que tenía. El que estaba en la cocina conectado por un cable a la pared no tenía línea porque nunca la había dado de alta. La cuestión era que, por muy privado que pretendieras que fuera un teléfono fijo, era más fácil que la gente descubriera tu identidad que con un móvil, y para ella permanecer en el anonimato era fundamental, por eso sólo había buscado alquileres que incluyeran los gastos en el precio mensual: así las facturas permanecían a nombre del casero, en lugar de tener que cambiarlas al suyo.

Mientras dejaba el teléfono pensó en el pasado, en la forma en que eran las cosas antes de que intentara dejar a Mark. Entonces su hijo se llamaba Sean. Y ella Gretchen. Su apellido era Capricio.

Y era pelirroja natural. No como Gina, la del club.

Marie-Terese Boudreau era una mentira absoluta, lo único real que había conservado era su fe católica. Nada más. Bueno, eso y la deuda con los abogados y el investigador privado.

En aquel momento, cuando todo hubo terminado, había tenido la opción de entrar en el programa de protección de testigos. Pero los policías podían estar comprados, Dios sabía que había aprendido la lección de su ex y sus capos. Así que hizo lo que tenía que hacer con el fiscal del distrito y, cuando Mark fue declarado culpable de un delito menor, ella fue oficialmente libre para huir hacia el este y alejarse tanto de Las Vegas como le fuera posible.

Dios, no le había gustado nada tener que explicarle a su hijo que se iban a cambiar los nombres que habían tenido hasta entonces. Le preocupaba que no lo entendiera, pero cuando ella se lo empezó a explicar, él la interrumpió. Tenía clarísimo por qué lo tenían que hacer y le dijo que era para que nadie supiera dónde estaban.

Aquella facilidad para entenderlo le había roto el corazón.

El móvil le volvió a silbar y ella contestó. Poca gente tenía su número: Trez, las niñeras y el Centro de Madres Solteras.

Era Trez y la cobertura no era muy buena, por lo que supuso que debía de estar en el coche.

—¿Todo bien? —preguntó ella.

—¿Has visto las noticias?

—He estado viendo HBO.

Mientras Trez empezaba a contarle, Marie-Terese cogió el mando y puso la cadena local de la NBC. Estaban con el programa Today.

La última hora de las noticias locales le pusieron los pelos de punta.

—Vale —le dijo a él—. Está bien. Sí, claro. ¿Cuándo? Vale, allí estaré. Gracias. Adiós.

—¿Qué pasa, mamá?

Antes de levantar la vista hacia su hijo, retomó el control de su cara y cambió de expresión. Cuando finalmente se volvió hacia él, pensó que parecía más cerca de los tres años que de los siete, con aquel pijama y su manta arrastrando por el suelo.

—Nada. Todo va bien.

—Siempre dices lo mismo. —Se acercó y trepó al sofá. Cuando ella le pasó el mando, él no cambió de canal a Nickelodeon. Ni siquiera miró hacia la tele—. ¿Por qué estás así?

—¿Así cómo?

—El mal rato ha vuelto.

Marie-Terese extendió los brazos y le besó la cabeza.

—Todo va a ir bien. Escucha, le pediré a Susie o a Rachel o a Quinesha que vengan y se sienten aquí contigo un rato. Tengo que ir un minuto al trabajo.

—¿Ahora?

—Sí, pero antes te haré el desayuno. ¿Tony el Tigre?

—¿Cuándo volverás?

—Antes de comer. O justo después, como mucho.

—Vale.

Mientras se dirigía a la cocina, marcó el número del servicio de niñeras del Centro para Madres Solteras y rezó mientras empezaba a sonar. Cuando le salió el buzón de voz dejó un mensaje y se puso a llenar un cuenco de Frosties.

Le temblaban tanto las manos que se le cayeron los cereales de la caja.

Aquellos dos jóvenes universitarios del club estaban muertos. Les habían disparado en el callejón que estaba al lado del aparcamiento. Y la policía quería hablar con ella porque el cliente del club que había encontrado los cuerpos había dicho que había visto cómo la molestaban.

Mientras cogía la leche, se dijo que era sólo una coincidencia. En el centro de la ciudad asaltaban continuamente a la gente por la fuerza, y aquellos chicos iban claramente puestos de drogas. Tal vez estaban intentando pillar y la transacción se había ido al diablo.

Por favor, que no se viera involucrada en aquello, pensó. Por favor, que su antigua vida no la atrapara de nuevo.

La voz de Vin resonó en su cabeza. «Él viene a por ti»…

Bloqueó con decisión aquella parte de la situación para no perder la cabeza con el miedo y se centró en el hecho de que, en menos de media hora, iba a estar sentada con la policía. Trez parecía convencido de que su tapadera iba a colar, de que todo ese rollo de «sólo soy una bailarina» era un acorazado. Dios mío…, pero ¿y si la detenían por lo que había hecho?

Pues sí, aquella era otra de las cosas que había aprendido de su marido: si tenías una vida con unos cimientos poco firmes, las paredes podían derrumbársete encima en un abrir y cerrar de ojos una vez que la policía empezara a hacer preguntas.

Resultaba que había sido precisamente por eso por lo que ella había tenido que salir huyendo. Él y sus «amigos» habían matado a un «cliente» de más en el negocio «de la construcción» y tanto la policía federal como la local se les habían echado encima. Lo único que la salvó fue el hecho de que, como simple esposa, no tenía ni idea de cómo funcionaba aquella mafia. Su amante, sin embargo, sabía mucho más y había sido acusada de cómplice.

Vaya lío que había sido. Vaya lío que seguía siendo.

Marie-Terese le llevó el cuenco de cereales a su hijo y le dio una de sus dos bandejas de ver la tele. Mientras iba de un lado a otro, su corazón latía tan fuerte que esperó que Robbie no pudiera oírlo, aunque intentó por todos los medios parecer tranquila.

Estaba claro que él no se había tragado su actuación.

—¿Nos vamos a volver a mudar, mamá?

Ella dejó de abrir las patas de la bandeja. Nunca le mentía a su hijo —vale, al menos no sobre la mayoría de las cosas—, pero no estaba segura de cómo suavizar sus palabras.

Aunque no había manera de hacerlo, ¿no?

El teléfono volvió a sonar y ella miró a su hijo antes de contestar a la llamada de una de las niñeras.

—No lo sé.