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Vin DiPietro estaba sentado en un sofá tapizado de seda en un salón decorado en dorado, rojo y color crema. Los suelos de mármol negro estaban cubiertos de alfombras antiguas, las librerías estaban llenas de primeras ediciones y su colección de estatuas de cristal, ébano y bronce relucía.

Pero lo más espectacular era la vista que había de la ciudad a la derecha.

Gracias a una pared de cristal que recorría la sala a todo lo largo, los puentes gemelos de Caldwell y todos sus rascacielos formaban parte de la decoración tanto como las cortinas, las alfombras y las obras de arte. El panorama que se extendía ante la vista era el esplendor urbano en su máxima expresión, un paisaje vasto y titilante que nunca era igual, aunque los edificios no cambiaban.

El dúplex de Vin en el Commodore ocupaba enteros los pisos veintiocho y veintinueve del rascacielos de lujo, y medía en total novecientos metros cuadrados. Tenía seis dormitorios, un apartamento para la sirvienta, gimnasio y cine. Ocho baños. Cuatro plazas de garaje en el aparcamiento subterráneo. Y dentro era todo exactamente como él había querido: cada baldosa de mármol, cada bloque de granito, cada metro de tela, cada plancha de madera noble, cada centímetro de alfombra; todo ello había sido seleccionado personalmente por él entre lo mejor de lo mejor.

E iba a mudarse.

Tal y como iba la cosa, calculaba que podría entregarle las llaves al nuevo propietario en otros cuatro meses. Tal vez en tres, dependiendo de lo rápido que fueran las cuadrillas en la obra.

Si aquella vivienda ya estaba bien, la que Vin estaba construyendo a orillas del río Hudson iba a hacer que el dúplex pareciera un piso de protección oficial. Había tenido que hacerse con media docena de refugios y terrenos de caza para conseguir la extensión y la cantidad de ribera que quería, pero al final todo se había solucionado. Había derribado las casuchas, desbrozado el terreno y cavado el hueco para una bodega lo suficientemente grande como para jugar al fútbol dentro. La cuadrilla estaba ahora con el armazón y trabajando en el tejado; luego su escuadrón de electricistas instalaría el sistema nervioso central de la casa y sus fontaneros pondrían las arterias. Finalmente, le llegaría el turno a toda esa mierda de los detalles: encimeras y alicatados, electrodomésticos y acabados, y decoradores.

Todo estaba encajando a la perfección, como por arte de magia. Y no sólo en lo que se refería al lugar donde iba a vivir.

Delante de él, sobre la superficie de cristal de la mesa, estaba la caja de terciopelo de Reinhardt.

Mientras el reloj de pie daba las doce de la noche, Vin se recostó sobre los cojines del sofá y cruzó las piernas. No era ningún romántico, nunca lo había sido y Devina tampoco lo era, y ésa era sólo una de las razones por las que encajaban a la perfección. Ella le dejaba su espacio, se mantenía ocupada y siempre estaba dispuesta a meterse en un avión cuando él necesitaba que lo hiciera. Y no quería tener hijos, lo que era una enorme ventaja.

Eso sí que no. Pecados de los padres, y todo eso.

Él y Devina no se conocían desde hacía tanto tiempo, pero cuando algo iba bien, iba bien. Era como comprar tierras para la construcción. Simplemente sabías al mirar el terreno que ahí era donde necesitabas que estuviera el edificio.

Mientras observaba la ciudad allá fuera desde una percha mucho más alta que la de mucha gente, pensó en la casa en la que había crecido. Entonces la única vista que tenía era la de la pequeña construcción cutre de al lado de dos plantas y se había pasado muchas noches intentando ver más allá de donde estaba. Con el estruendo de las peleas de alcohólicos de sus padres de fondo, lo único que quería era escapar. Escapar de sus padres. Escapar de aquel patético barrio de clase media baja. Escapar de sí mismo y de lo que lo separaba del resto del mundo. Y contra todo pronóstico, eso fue exactamente lo que sucedió.

Prefería infinitamente esta vida, este paisaje. Había sacrificado muchas cosas para llegar aquí, pero la suerte siempre había estado de su parte, como por arte de magia.

Cuanto más duro trabajaba, más suerte tenía. Y que todos y todo se fueran al infierno, porque así era como pensaba quedarse.

Cuando Vin volvió a mirar el reloj, habían pasado cuarenta y cinco minutos. Y luego media hora más.

Justo cuando se estaba inclinando hacia delante para coger la caja de terciopelo, el clic y el cerrojo de la puerta principal lo devolvieron a la realidad. Allá en el vestíbulo, los tacones de aguja repiquetearon sobre el mármol y se fueron acercando hacia él. O pasaron por delante de él, más bien.

Devina pasó de largo ante el arco de la sala quitándose su visón blanco y dejando al descubierto un vestido azul de Herve Leger que se había comprado con el dinero de él. Hablando de quedarse boquiabierto: las curvas perfectas de su cuerpo mostraban aquellas bandas de tela que llevaba puestas, sus largas piernas estaban mejor diseñadas que los Louboutin de suela roja que llevaba puestos y su cabello oscuro brillaba más que la lámpara de cristal que pendía sobre su cabeza.

Resplandeciente. Como siempre.

—¿Dónde has estado? —le preguntó.

Ella se detuvo en seco y miró hacia él.

—No sabía que estabas en casa.

—Te he estado esperando.

—Deberías haberme llamado. —Tenía unos ojos espectaculares, con forma de almendra y más oscuros que su cabello—. Habría venido si me hubieras llamado.

—Quería darte una sorpresa.

—A ti no te gustan las sorpresas.

Vin se puso de pie y mantuvo la caja oculta bajo la palma de la mano.

—¿Qué tal la noche?

—Bien.

—¿Dónde has estado?

Ella dobló el abrigo de piel sobre el brazo.

—En un club.

A medida que se iba acercando a ella, Vin abrió la boca y apretó con la mano lo que le había comprado. «Cásate conmigo».

Devina frunció el ceño.

—¿Estás bien?

«Cásate conmigo. Devina, cásate conmigo».

Entornó los ojos fijándose en sus labios. Estaban más hinchados de lo habitual. Más rojos. Y curiosamente no los llevaba pintados.

La conclusión le llegó en forma de escueto y vívido recuerdo de su madre y su padre. Ambos se estaban gritando el uno al otro y lanzándose cosas, ambos borrachos como cubas. La razón era la de siempre, y pudo oír la voz iracunda de su padre clara como el agua: «¿Con quién estabas? ¿Qué coño has estado haciendo, mujer?».

Después de eso, el siguiente punto del orden del día era el cenicero de su madre estrellándose contra la pared. Gracias a la práctica que había acumulado tenía mucha fuerza en el brazo, pero el vodka tendía a hacer fallar el objetivo, así que sólo le daba a su padre en la cabeza una vez de cada diez disparos.

Vin deslizó la caja del anillo en el bolsillo de su chaqueta del traje.

—¿Te lo has pasado bien?

Devina entrecerró los ojos como si estuviera teniendo problemas para adivinar su estado de ánimo.

—Sólo he salido un rato.

Él asintió, preguntándose si el efecto despeinado de su pelo era consecuencia del estilismo o de las manos de otro hombre.

—Bien. Me alegro. Voy a trabajar un poco.

—Vale.

Vin se dio la vuelta y atravesó el salón, la biblioteca y bajó a su estudio. Durante todo el rato mantuvo la mirada en las paredes de cristal y en la vista.

Su padre tenía dos convicciones acerca de las mujeres: que nunca podías confiar en ellas y que si les dabas la mano, te cogían el brazo. Y aunque Vin no quería ninguna herencia de ese hijo de puta, no era capaz de alejar los recuerdos que tenía de su padre.

El hombre siempre había estado convencido de que su mujer lo engañaba, lo que era difícil de creer. La vieja de Vin se teñía de rubio sólo dos veces al año, lucía unas ojeras del color de las nubes de tormenta y su armario se reducía a una bata de casa que limpiaba con la misma frecuencia con que la caja de Clairol entraba en casa. La mujer nunca salía de la vivienda, fumaba como un carretero y tenía un aliento a alcohol capaz de despintar un coche.

Aun así, por alguna extraña razón, su padre creía que los hombres se sentían atraídos por eso. O que ella, que nunca movía un dedo a no ser que hubiera un cigarrillo que encender, reunía el coraje suficiente para salir y encontrar a tíos cuyo gusto en cuestión de chicas tuviera que ver con los ceniceros y el serrín en el cerebro.

Los dos le pegaban. Al menos hasta que fue lo suficientemente mayor para ser más rápido que ellos. Y probablemente lo mejor que habían hecho por él como padres fue matarse el uno al otro cuando él tenía diecisiete años, lo cual fue condenadamente patético.

Cuando Vin llegó a su estudio, se sentó tras la mesa con superficie de mármol y observó su oficina desde fuera de la misma. Tenía dos ordenadores, un teléfono con seis líneas, un fax, un par de lámparas de bronce. La silla era de cuero rojo sangre. La alfombra era del color del artesonado de arce de ojo de pájaro. Las cortinas eran de color negro, crema y rojo.

Metió el anillo entre una de las lámparas y la consola del teléfono, dio la espalda al trabajo y volvió a la vista sobre la ciudad.

«Cásate conmigo, Devina».

—Me he puesto más cómoda.

Vin miró sobre su hombro y vio a su chica, que ahora estaba envuelta en transparencias negras.

Hizo girar la silla.

—Salta a la vista.

Mientras ella se acercaba a él, sus pechos se balanceaban adelante y atrás bajo el fino tejido, y él notó que se le ponía dura. Siempre le habían gustado sus tetas. Cuando ella le había dicho que quería ponerse implantes, él se lo había prohibido al instante. Era perfecta.

—Siento mucho no haber estado aquí cuando tú querías —dijo ella quitándose la bata transparente y arrodillándose delante de él—. Muchísimo.

Vin levantó una mano y le pasó el pulgar por su grueso labio superior.

—¿Qué le ha pasado a tu barra de labios?

—Me he lavado la cara en el baño.

—¿Y por qué llevas aún el lápiz de ojos?

—Me lo he vuelto a poner —dijo con voz suave—. He tenido el teléfono conmigo todo el tiempo. Me dijiste que tenías una reunión hasta tarde.

—Sí.

Devina puso las manos sobre los muslos de él y se inclinó, con los pechos hinchados sobre el canesú de su bata. Dios, qué bien olía.

—Lo siento —gimió ella antes de besarle el cuello y clavarle las uñas en las piernas—. Déjame recompensarte.

Cerró los labios sobre su piel y succionó.

Mientras Vin dejaba caer la cabeza hacia atrás, la miró desde debajo de los párpados. Era la fantasía de cualquier hombre. Y era suya.

Entonces ¿por qué coño no podía quitarse esas palabras de la cabeza?

—Vin… por favor, no te enfades conmigo —susurró.

—No estoy enfadado.

—Tienes el ceño fruncido.

—Sí. —Exactamente, ¿cuándo había sonreído él alguna vez?—. Bueno, ¿por qué no ves qué puedes hacer para mejorar mi humor?

Los labios de Devina subieron como si eso fuera precisamente el tipo de invitación que había estado esperando y, en rápida sucesión, le desató la corbata, le abrió el cuello de la camisa y le desabrochó los botones. Continuó besándolo bajando hacia sus caderas, le desabrochó el cinturón, separó la parte de debajo de la camisa y le arañó la piel con las uñas y los dientes.

Sabía que a él le gustaba el rollo salvaje y ella no tenía el menor problema en complacerle.

Vin le retiró el pelo de la cara mientras daba rienda suelta a su excitación a sabiendas de que él no era el único que podría ver lo que ella le iba a hacer: las dos lámparas de la mesa estaban encendidas, lo que significaba que si alguien en aquellos rascacielos estaba aún en la oficina y tenía unos prismáticos, estaban a punto de dar un condenado espectáculo.

A Devina le gustaba tener público.

Mientras su boca se abría sobre la cabeza de su polla, él gimió y luego apretó los dientes mientras ella se la tragaba hasta la garganta. Se le daban muy bien esas cosas, encontraba un ritmo que lo volvía loco y lo miraba fijamente mientras se lo hacía. Sabía que le gustaba un poco guarro, así que en el último momento ella se echó hacia atrás para que él se corriera sobre sus tetas perfectas.

Con una débil risa, lo miró por debajo de las cejas como una niña traviesa que aún no estaba saciada. Devina era así, cambiante dependiendo de la situación, capaz de ser toda una dama en un momento y una puta al siguiente, tenía una serie de máscaras de actitudes que se ponía y se quitaba a voluntad.

—Todavía tienes hambre, Vin. —Su bonita mano descendió por su fino corpiño hasta el tanga y se quedó allí mientras se acostaba—. ¿No?

A la luz, sus ojos no eran de color marrón oscuro, sino de un negro denso, y estaban llenos de experiencia. Tenía razón. La deseaba. Lo había hecho desde el momento en que la había visto en la inauguración de una galería y se había llevado un Chagall y a ella a casa.

Vin separó la silla y se arrodilló entre sus piernas, abriéndoselas más. Estaba preparada para él, y él la tomó allí mismo, sobre la alfombra, al lado de su mesa. El sexo fue rápido y salvaje, pero a ella le volvía loca y eso lo excitaba.

Cuando tuvo un orgasmo dentro de ella, ella dijo su nombre como si él le hubiera dado exactamente lo que quería.

Dejó caer la cabeza sobre la fina alfombra de seda, respiró con fuerza y no le gustó cómo se sintió. Una vez desaparecida la pasión, se sintió más que agotado; se sintió vacío.

A veces parecía que cuanto más la llenaba a ella, más vacío se quedaba él.

—Quiero más, Vin —dijo ella con una voz profunda y gutural.

* * *

En la ducha del vestuario de La Máscara de Hierro, Marie-Terese se metió bajo la ducha caliente y abrió la boca, dejando que el agua la lavara por dentro, además de por fuera. Sobre un plato de acero inoxidable había una pastilla dorada de jabón y ella extendió la mano para cogerla sin tener siquiera que mirar. El sello de Dial estaba casi borrado, lo que significaba que el jabón iba a durar sólo un par de noches más o tres.

Mientras se lavaba cada centímetro de su cuerpo, sus lágrimas se confundieron con el agua llena de espuma, siguiendo su camino hacia el sumidero, a sus pies. En cierto modo, ésa era la parte más dura de la noche, el momento en el que se enfrentaba sola al vapor tibio y al jabón barato, peor incluso que la melancolía que seguía a las confesiones.

Dios, estaba llegando a un punto en que hasta el olor del jabón Dial era suficiente para que se le llenaran los ojos de lágrimas, lo cual demostraba que Pavlov no sólo sabía de perros.

Cuando hubo acabado, salió y cogió una áspera toalla blanca. Su piel se tensó con el frío, contrayéndose y convirtiéndose en una especie de armadura, y su voluntad de seguir adelante experimentó una contracción similar, aparcando sus sentimientos y guardándolos a buen recaudo una vez más.

En la cabina de fuera se cambió y se puso de nuevo los vaqueros, el jersey de cuello vuelto y la chaqueta antes de embutir su ropa de trabajo en la bolsa de lona. El pelo necesitó unos diez minutos de secado antes de estar lista para salir a la fría noche con él, y el tiempo de más pasado en el club le hizo rogar que llegara el verano.

—¿Ya estás lista para irte?

Oyó la voz de Trez a través de la puerta cerrada del vestuario, y tuvo que sonreír. Todas las noches las mismas palabras y siempre en el preciso instante en el que apagaba el secador.

—Dos minutos —gritó ella.

—No te preocupes. —Trez lo decía en serio. Siempre insistía en escoltarla hasta el coche, no importaba cuánto le llevara arreglarse para irse.

Marie-Terese apagó el secador, se echó el pelo hacia atrás y puso una goma alrededor de las gruesas ondas.

Se inclinó para acercarse más al espejo. En algún momento durante el turno había perdido un pendiente y Dios sabía dónde estaría.

—Maldita sea.

Se echó el petate al hombro, salió del vestuario y se encontró a Trez fuera, en el vestíbulo, enviando un mensaje con su BlackBerry.

Se metió el teléfono en el bolsillo y se la quedó mirando.

—¿Todo bien?

No.

—Sí. La noche ha ido bien.

Trez asintió una vez y la acompañó a la puerta trasera. Mientras salían, ella rezó para que no le diera una de sus charlas. La opinión de Trez sobre la prostitución era que las mujeres podían elegir hacerlo y que los hombres podían elegir pagarlo, pero que se tenía que realizar de forma profesional. Demonios, él había despedido a chicas por pasar de usar condón. También creía que si alguna mujer se sentía mínimamente incómoda con su elección, había que darle la oportunidad de que se replanteara lo que estaba haciendo y se fuera.

Era la misma filosofía que el reverendo tenía en ZeroSum y lo irónico era que, precisamente por eso, la mayoría de las chicas no querían dejar esa vida.

Mientras se dirigían a su Camry, él la paró poniéndole la mano en el brazo.

—Sabes lo que voy a decir, ¿no?

Ella sonrió ligeramente.

—Tu discurso.

—No es simple retórica. Siento cada una de las palabras.

—Ya lo sé —dijo ella sacando las llaves—. Y es muy amable por tu parte, pero estoy donde necesito estar.

Durante una fracción de segundo, podría haber jurado que sus ojos oscuros brillaron con un destello color oliva, pero probablemente fuera sólo un espejismo provocado por las luces de seguridad que inundaban la parte trasera del edificio.

Y cuando la miró como si estuviera eligiendo las palabras, ella movió la cabeza.

—Trez… por favor, no lo hagas.

Frunció el ceño con fuerza, maldijo entre dientes y abrió los brazos.

—Ven aquí, niña.

Se inclinó hacia delante y se quedó de pie al abrigo de su fuerza, preguntándose cómo sería tener un hombre como ése, un buen hombre que tal vez no fuera perfecto, pero que fuera honrado y recto, y se preocupara por la gente.

—Tu corazón ya no está en esto —le dijo Trez suavemente al oído—. Es hora de que te vayas.

—Estoy bien…

—Mientes. —Se echó hacia atrás, y su voz sonó tan segura y convencida que ella tuvo la sensación de que él era capaz de mirar dentro de su corazón—. Déjame darte el dinero que necesitas. Me lo puedes devolver sin intereses. Tú no estás hecha para esto. Algunas lo están. Tú no. A tu alma no le está yendo bien aquí.

Tenía razón. Tenía tanta, tanta razón. Pero ella ya no confiaba en nadie, ni siguiera en alguien tan decente como Trez.

—Lo dejaré pronto —le dijo dándole unas palmaditas en su enorme pecho—. Sólo un poco más y se acabó. Entonces lo dejaré.

La expresión de Trez se hizo más tensa y apretó la mandíbula, muestra de que iba a respetar su decisión aunque no estaba de acuerdo con ella.

—Recuerda mi oferta de lo del dinero, ¿vale?

—Lo haré. —Se puso de puntillas y besó su oscura mejilla—. Te lo prometo.

Trez la dejó en el coche y, después de dar marcha atrás para salir de la plaza de aparcamiento y ponerse en marcha, echó un vistazo al espejo retrovisor. Allí estaba él, bajo el resplandor de las luces traseras, mirándola con los brazos cruzados sobre su fuerte pecho…, y de repente desapareció, como si se hubiera esfumado.

Marie-Terese pisó el freno y se frotó los ojos, preguntándose si se estaría volviendo loca…, pero entonces apareció un coche detrás de ella y sus luces delanteras se reflejaron en el espejo retrovisor, cegándola. Volviendo a la realidad, pisó el acelerador y salió disparada del aparcamiento. El que iba pegado a su culo giró en la siguiente calle y ella tardó unos quince minutos en llegar a casa.

La casa que tenía alquilada era diminuta. Era una casita de estilo Cape Cod que estaba en buen estado, aunque había dos razones por las que la había elegido entre otras cuando llegó a Caldwell: estaba en una zona escolar, lo cual quería decir que había vigilancia en el barrio, y el dueño le había dejado poner rejas en las ventanas.

Marie-Terese aparcó en el garaje, esperó a que la puerta rodara hasta cerrarse y luego salió del coche para entrar en el oscuro pasillo trasero. Fue hacia la cocina, que olía a las manzanas frescas que siempre tenía en un cuenco, y caminó de puntillas hacia el resplandor de la sala de estar. De camino metió la bolsa de lona en el armario de los abrigos.

Ya la vaciaría y la volvería a hacer cuando no hubiera nadie mirando.

Una vez en la zona iluminada, susurró:

—Soy yo.