11. El spa

 

Fue muy fácil convencer a Gerard. No hizo falta ningún tipo de técnica de persuasión para meterle en el ajo. Con sólo decirle que necesitaríamos sus habilidades y cámaras de vídeos, mi amigo estaba dispuesto a cualquier aventura.

Laia nos recogió a la hora estipulada en su coche particular. Llegamos a Sant Boi media hora más tarde. Allí aparcamos justo enfrente del portal de Erika y esperamos a que saliera de casa. Ojalá pudiéramos averiguar algo que nos permitiese avanzar un poco. Pero para ser sincera, prefería dejar a Mauricio con un palmo de narices por machista.

—Sigo sin estar muy segura de todo esto —vaciló Laia.

—Normal. Si la policía tuviera las mismas agallas que nosotros los periodistas, se resolverían muchos más casos.

—No es eso —contestó ofendida—. Nosotros debemos seguir unos protocolos y unas normas. No podemos actuar tan a la ligera. ¿Sabes que me pueden sancionar sólo por actuar de manera extraoficial?

—Los políticos hacen lo que les da la real gana y allí están, fuera en la calle pese a robar millones. ¿Por qué no podemos quebrantar nosotras un poco las normas?

—Como tú, creo que deberíamos encerrar a los corruptos. Pero las leyes se deben cumplir. Sí o sí. No hay vuelta de hoja. Si no, ¿qué diferencia hay?

—Tú y yo buscamos el bien común y no pudrirnos de pasta. ¿Cómo crees que obtengo las pruebas para incriminar a los cerdos? ¿Pidiéndolas con educación? —dije con sarcasmo en mis palabras―. Me he colado en oficinas y fotografiado documentación. A veces, saltarnos las normas es la única manera de avanzar.

—¿Sabes que con lo que me cuentas es suficiente como para encerrarte? —dijo Laia, ya enfadada—. No se pueden obtener pruebas de manera ilegal.

—¿Qué pasa? ¿De qué habláis? —interrumpió Gerard en cuanto le llegó el momento de lucidez.

—¡Nada! —contestamos ambas a la vez.

Permanecimos en silencio. No podíamos distraernos por una discusión absurda. Al cabo de un rato, Laia comprobó la hora.

—Llevamos tres horas ya. Son las doce.

—Qué extraño. A lo mejor se ha marchado ya. Creo que me bajaré e iré a su casa.

Abrí la puerta del vehículo y antes de salir, Laia me agarró del brazo y tiró de mí con fuerza, de vuelta al interior del vehículo.

—¿Qué haces?¡Me has hecho daño!

—Quédate aquí y espera.

—¿Más rato?¡A lo mejor se ha marchado ya y no nos hemos dado ni cuenta!

—Si los periodistas tuvierais más paciencia, no os acusarían tanto de inventaros las noticias —dijo con ironía, devolviéndome el comentario que dije minutos atrás.

—¡Ja, ja! ¡Muy buena! —contestó Gerard, que para una cosa que se entera, va en mi contra. Posé sobre él mis ojos llenos de furia, de esa manera que solo una mujer sabe hacer. Se calló de inmediato.

—¡Mira Patricia! ¡Allí está! —exclamó Laia de repente.

La maldita tenía razón. Al final todo era cuestión de paciencia. Me tuve que tragar el orgullo una vez más.

Erika salió del portal y se dirigió calle abajo. Cuando se alejó lo suficiente empezamos a seguirla con cautela, evitando a toda costa que advirtiera nuestra presencia. Giró una calle hacia la derecha, en dirección al Parc de la Muntanyeta, cerca de donde aparcamos el día anterior.

—Qué buena está… —murmuró Gerard con voz lasciva.

—¡Calla! —le ordenamos las dos a la vez.

Cuando llegó a la parada del autobús, la chica se paró enfrente del panel con los horarios. Comprobó su reloj, se apoyó en el cristal, sacó unos auriculares del bolso, los conectó al móvil, y se puso a escuchar música.

—Tiene que estar escuchando algo que le recuerde a su novio —comentó Laia.

—¿Cómo lo puedes saber desde tan lejos? —pregunté.

—Porque está abatida al tiempo que escucha la canción. Además, la está tarareando mientras mueve la cabeza de un lado al otro.

—¡Qué pasada! Ojalá pudiese leer los labios desde tan lejos y saber qué piensa.

—¡Se siente! Es otra de las cosas que los policías estamos entrenados a hacer —dijo con una maléfica sonrisa, orgullosa de tener otra habilidad que yo no poseía. Me mordí el labio inferior de la rabia.

En unos cinco minutos llegó un autobús con dirección a la Plaça Catalunya de Barcelona. Erika levantó la mano para indicar al conductor que la recogiera. Al subir en el vehículo, éste reanudó su marcha en dirección a la Ciudad Condal.

—Genial. Vamos a seguirle —dijo Laia.

Una vez recorridos los municipios del Prat de Llobregat, l’Hospitalet, unas cuantas vueltas por el barrio de Les Corts, yendo de una punta a la otra, llegamos al final de  la línea en unos cincuenta minutos.

Erika se bajó del autobús y caminó en sentido a Les Rambles. Laia, con la pericia de una policía acostumbrada a perseguir sospechosos, siguió a la chica hasta que se metió por un callejón hacia el Raval.

—¡Mierda! No puedo entrar con el coche. Está prohibida la circulación para el tráfico.

—¿Y por qué no? Eres de la poli —protesté.

—¿No recuerdas que estamos haciendo esto sin que lo sepan en SAUNA? No podemos levantar sospechas. Y si nos pillan…

—¡Perdone usted, Señora Legal! —dije con sarcasmo.

—A veces me pregunto por qué acepté hacerte caso.

—Porque sabes que soy la mejor.

—Sí, la mejor tocando las narices.

—Chicas, Erika se ha parado enfrente de un portal —dijo Gerard, que no sacaba los ojos de encima de la chica.

—Esto es muy raro. Cuando la escuché hablar por teléfono decía que iría hoy a trabajar, pero parece que ha entrado en un edificio normal y corriente.

—Deberíamos acercarnos a ver qué se cuece —comenté.

—¿Y cómo lo hacemos? Esta chica conoce nuestras caras. Si nos ve, sabrá que la hemos estado siguiendo. Necesitamos un plan —apuntó Laia.

Nos miramos la una a la otra. Nos leímos el pensamiento y nos giramos hacia mi amigo. Habíamos tenido la misma idea.

—¿Gerard? ¿Te gustaría conocerla? —dije con voz dulce y cariñosa.

—¡Me encantaría! —contestó con voz de vicioso. No me gustaría para nada saber qué se le estaría pasando por la cabeza.

—¿Por qué no vas a ver qué pasa?

—¡Vale! ¡Voy!

—¡Espera! —dije para frenar los impulsos generados por el cerebro de su entrepierna—. Recuerda que necesitamos tus aparatitos. Vamos a enseñarle a Laia cómo se investiga.

—Iremos a ese parking de allí. Allí idearemos un plan  de actuación —contestó Laia ignorándome claramente.

Entramos en un oscuro y estrecho parking de esos en los que para maniobrar con el coche, debías prestar mil ojos a las columnas, que parecían estar situadas en puntos clave con el único fin de rayar el vehículo.

Aparcamos en la primera plaza que vimos. Era un lugar cerca de la entrada pero a la vez medio escondido. Para lo que tenía en mente, íbamos a necesitar tanto acceso a internet como el sigilo necesario para que no nos pillaran. Llegó la hora de sacar los juguetitos.

Gerard guardaba en su mochila cualquier tipo de tecnología que pueda ser de utilidad. Incluso aquellas que no habíamos tenido en cuenta. Él disponía de todo. Una vez llegó a traerse un dron con una cámara instalada. Me recordaba a unos dibujos animados que trataban de un gato cósmico, de cuyo bolsillo sacaba todo tipo de aparatos futuristas.

Normalmente, solía salir a investigar yo sola. No me gustaba involucrar a ninguno de mis amigos cuando quería atrapar a algún cerdo. Pero por muy poco que me gustase, a veces necesitaba la ayuda de alguien. Vale, llevaba varios días trabajando con Laia, pero eso no contaba, pues era yo quien le prestaba mi colaboración y no al revés.

Gracias a su apariencia inofensiva, Gerard levantaba pocas sospechas. Aunque pasaba la mayor parte del tiempo en la luna y apenas era consciente de dónde estaba, tenía que reconocer que su pasión por el cine, su obsesión por las cámaras y sus amplios conocimientos sobre sus distintas tipologías, usos y aplicaciones, lo convertían en mi mano derecha para este tipo de situaciones.

—¡Esto es justo lo que necesitamos! —exclamó al sacar dos pequeños objetos de su mochila.

—¿Qué es eso? Parecen botones de camisa —comentó Laia, curiosa.

—¡Pues no! Esto son microcámaras inalámbricas. Una es la A y la otra es la B. No sabría decir cuál es cual, pero lo importante es que están conectadas a esta tableta —dijo mostrando el aparato—. Desde aquí, podremos ver todo lo que ocurre.

—¿Podemos escuchar lo que dicen también? —preguntó Laia.

—Me temo que no. No tienen micrófono instalado.

—No será un problema —intervine—. Intenta que enfoque lo máximo posible a la cara. Así podré leerle los labios.

—De acuerdo.

Antes de llevar a cabo nuestro plan, pulsé el botón ubicado en un lateral de la tableta para encenderla. Tras unos segundos de espera, en la pantalla apareció un sinfín de aplicaciones disponibles, de las cuales, más de la mitad eran juegos conocidos.

—¿Has probado a jugar a este? —comentó Gerard—. Trata de lanzar pájaros suicidas contra unos cerdos.

—Sé qué juego es y por favor, céntrate. ¿Cómo podemos ver lo que se está grabando?

—Muy fácil. Tienes que ejecutar esa aplicación con forma de ojo que se parece al símbolo de Gran Hermano.

—Debí imaginármelo...

Pulsé sobre el icono de la aplicación y esperé. Al cabo de unos segundos, mi cara apareció en dos recuadros en pantalla. Cada uno correspondía a una cámara. Como no, Gerard estaba haciendo el payaso con las cámaras mientras enfocaba al interior de mis fosas nasales.

—Tiene muy buena resolución. Es perfecta —dijo Laia—. Si queréis mi opinión, yo creo que para que no nos descubran, una de las cámaras debería ponérsela en la chaqueta, disimulando ser un botón. Así podremos ver todo lo que tiene delante. La otra la deberíamos colocar en un lugar donde podamos tener una buena imagen del lugar.

—¿Te ha quedado claro? —pregunté a mi amigo.

—Clarísimo.

—¿Qué te hemos dicho?

—Que ponga las dos cámaras dónde se pueda ver.

—Chicos, ¿estáis seguros de que esto va a funcionar? —suspiró Laia desesperada.

—A Gerard se lo tienes que explicar como mínimo dos veces. —Me volví hacia él, le cogí de la cabeza con mis manos hasta que me aseguré de que me prestaba atención—. Escucha. Una cámara en el botón de tu chaqueta y el otro donde podamos ver todo lo que pasa. ¿Entendido?

—Entendido —dijo mientras se colocaba la cámara.

—No sé yo si esto ha sido buena idea —masculló Laia.

—Verás como todo va a salir bien. ¡Anda! ¡Tira pa’llá!

Gerard se bajó del vehículo, salió del parking, y seguimos sus movimientos desde la tableta. Tomó la calle por donde se había ido Erika, y se paró frente al portal. En el interfono, el botón que llamaba al segundo piso tenía escrito la palabra “ESTETICISTA”. Picó al timbre, y al rato le abrieron la puerta. Parecía que Erika nos contaba la verdad, pero era demasiado pronto para sacar conclusiones.

—¿De verdad crees que nos podremos fiar de él? —preguntó Laia con duda en su voz.

—Está un poco empanado, pero para estas cosas resulta bastante útil.

A continuación subió por unas escaleras oscuras. Era un edificio muy viejo. Probablemente dataría de principios del siglo pasado. Vete a saber.

Después de subir dos pisos, Gerard llegó a una puerta y picó usando un antiguo picaporte. Tras casi un minuto de espera,  una chica con el pelo liso y castaño, que aparentaba tener mi edad aproximadamente, le hizo un gesto con la mano para invitarlo a entrar. Él accedió.

El lugar estaba iluminado con una luz tenue, con las paredes de color violeta, y un letrero luminoso a mano derecha que decía “SPA”.

—Esto no me gusta nada. ¿No decía en el portal que era un centro de estética? —dijo Laia.

—Sí, pero resulta que no es así. Tiene pintas de ser la tapadera de algo.

—Veamos.

La chica se situó detrás de una pequeña recepción. De debajo del mostrador sacó una hoja que indicaba “Carta de masajes”.

Desde la posición en la que estaba Gerard, no se podía ver bien el contenido de la misma, pero sí la cara de la chica. Leyendo sus labios entendí que le explicaba los diferentes tipos de masaje. Le ofrecían desde tradicionales hasta a cuatro manos, con dos chicas a la vez.

—Espero que esto no sea lo que me estoy imaginando —comentó Laia, enfureciéndose por momentos.

Tras un rato charlando, parecía que Gerard había llegado a un acuerdo. La chica le invitó a pasar a una sala de espera, aún más oscura que la recepción. Entonces, ella se dirigió a una pequeña habitación. Aprovechando su distracción, Gerard, situó la segunda cámara justo debajo del marco de un cuadro que estaba colgado en la pared. Automáticamente apareció la segunda imagen en pantalla. Un ángulo perfecto para ver toda la sala. Buen trabajo amigo mío.

La recepcionista regresó de la habitación con dos chicas. Una era pelirroja con los ojos marrones. Su cara demacrada, sus piernas esqueléticas y su forma de caminar como si llevara el peso del mundo encima, revelaban un serio problema de anorexia. La otra chica era Erika, la cual se veía claramente abatida.  Ambas llevaban  un vestido negro corto de seda, cuya misión era despertar el deseo masculino. Entonces, se sentaron en un sofá delante de Gerard y forzaron una amplia sonrisa.

La chica del pelo liso le pidió a Gerard que debía elegir una de las dos. Sin pensárselo dos veces eligió a Erika. La otra puso cara de alivio y volvió a la habitación. A continuación, mi amigo se marchó junto con Erika a una habitación. En ella había un futón, una luz tenue y velas por el suelo y en la esquina una ducha. Toda una ambientación al estilo zen para satisfacer la libido masculina.

Cerró la puerta y se quitó el vestido, mostrando unos pequeños pero firmes pechos, llevando como única ropa permitida un diminuto tanga rosa. A continuación, pidió a Gerard que se desnudara, y le ofreció una ducha relajante con ella antes de empezar con el masaje.

—No lo hagas, por favor —dijimos las dos a la vez.

Sin embargo, se quitó la chaqueta donde llevaba la microcámara, dejándola boca abajo, impidiendo que pudiésemos ver nada.

—¡Mierda! —exclamó Laia—. ¡Me prometiste que podíamos fiarnos de él! ¿Ahora qué hacemos?

—¡A este lo mato en cuanto salga!

—Ya me dirás qué hacemos ahora.

—No todo está perdido. Sabemos que Gerard está en buenas manos. Al menos tenemos la otra cámara.

Mientras mi amigo «disfrutaba» observamos con total aburrimiento durante un rato. De vez en cuando aparecía la recepcionista para limpiar el polvo, poner en su lugar los cojines, e incluso ordenar algunas toallas. De repente, algo llamó nuestra atención.

—Patricia, mira. Parece que han entrado nuevos clientes.

En la pantalla aparecieron tres hombres. Uno de ellos era un señor flacucho de unos cuarenta años de edad. Los otros dos, claramente sus guardaespaldas, seguían al primero. Se quedaron de pie en medio de la sala. El supuesto jefe ordenó a la chica ir a buscar algo.

—Podría ser el dueño del local —dijo Laia.

—Tiene toda la pinta. Veamos qué ocurre.

La recepcionista apareció con una pequeña caja de la que sacó varios fajos de billetes y se lo entregó al hombre, quien empezó a contar el dinero. Al finalizar, miró seriamente a la chica, nerviosa por la situación.

De repente, el hombre se abalanzó sobre la chica y empezó a golpearla sin piedad. Del alboroto salió la pelirroja para ver qué ocurría. Al verla uno de los guardaespaldas sacó una pistola, matándola en sangre fría de un disparo en la cabeza. Laia y yo no dábamos crédito a lo que acabábamos de presenciar.

—¡Voy! —exclamó Laia mientras tomaba su pistola y comprobaba que estaba cargada—. ¡Tú quédate aquí!

—¡Espera! ¡Debería ir yo también! ¡Mi amigo está allí!

—Patricia, esto es trabajo de la policía —dijo al tiempo que se bajaba del coche.

Intenté salir del vehículo y seguirla, pero al poner la mano en la manija de la puerta, el espectro apareció en el cristal. Su cara, un grotesco recordatorio de la muerte, se deformó como era habitual. Sus intensos ojos añiles, bailaban fuera de sus cuencas, casi rozándose con los míos. Mi corazón, sin tener claro de que se trataba de una ilusión, carecía de latido. Si salía del vehículo iba a acabar bajo tierra.

—¡Quédate! ¡Llama a refuerzos! ¡Es una orden!

Hice tal y como dijo. Sentía demasiado pánico y una fuerte presión en el pecho. Ojalá Gerard salga de esta. Sería culpa mía si acababa como la pelirroja. Debía reaccionar, pero apenas podía moverme. Me encontraba completamente en shock por la aparición. ¿Cuándo se iba a acabar esta pesadilla? Debía recuperar el control de mi cuerpo y mente cuanto antes. ¿Dónde estaba? ¿Qué tenía que hacer? ¡Ah sí! Llamar a la policía. ¿Era la mejor opción? Seguro que me ignoraban. No, no podía pensar en eso ahora. Tenía que hacerlo. ¿Cuál era el número de los mossos? No lo recordaba. ¿Y si llamo a la Urbana o a la Policía Nacional? Mala idea. Tampoco lo sabía.

«Espabila Patty antes de que ocurra otra catástrofe. Espabila, ¡pero ya!»

Aposté sobre seguro y llamé al 112. En cuanto un operador me atendió, expliqué lo que estaba ocurriendo. Estaba tan nerviosa que tuve que repetírselo varias veces. Me preguntó por la dirección, pero mi mente estaba demasiado agitada como para recordarlo con claridad.

La recepcionista yacía en el suelo, inmóvil. No sabía si seguía o no con vida. Laia entró en escena dentro del spa, o lo que fuera, enseñando su placa, apuntando con una pistola a los tres hombres. Los guardaespaldas respondieron sacando las suyas y dispararon a la agente. Esta, con un movimiento ágil se cubrió contra una pared. Los otros hicieron lo mismo. Ambos lados permanecieron en sus posiciones, estudiando cuál sería el mejor movimiento. Era cuestión de vencer o morir.

—¿Señorita? ¿Me puede indicar la ubicación por favor? —insistió el operador.

Apoyado en el panel de debajo del parabrisas, estaba el ticket del parking. Lo agarré con mis manos y leí la dirección.

—Está en la calle de al lado con la que hace esquina.

—De acuerdo. Enseguida llegará la policía.

Colgué y agarré la tableta con fuerza. Uno de los guardaespaldas avanzó rápidamente hacia Laia, pistola en la mano. Bien sabía que la policía no dispararía a matar, a no ser que fuera necesario.

Sin embargo, la agente se percató de su agresor y en el preciso instante en el que él iba a meterle una bala en la cabeza, ella le agarró del brazo, le asestó un potente codazo en la axila. Retorcido de dolor soltó su arma, cayendo totalmente fuera de su alcance. Mientras tanto, el otro guardaespaldas aprovechó la confusión para sacar a su jefe de allí. En cuanto este huyó, el gorila se unió a su compañero en la lucha.

Laia empujó al dolorido contra el otro. Aprovechó la distracción para golpearle y arrebatarle la pistola. Estando los dos desarmados, no les quedaba otra que usar la fuerza bruta.

Pese a ello, esto no fue problema para la agente. Vi con mis propios ojos cómo Laia se enfrentaba contra los dos. Era increíble ver cómo peleaba, cómo se defendía. No entendía mucho de artes marciales, pero parecía una película de esas de Chuck Norris. Hicieran lo que hicieran, Laia les superaba con creces. Si le agarraban por la espalda, ella asestaba un cabezazo hacía atrás, y golpeaba con el codo, dejando aturdido al gorila. Lo espectacular fue cuando le lanzó una patada circular al otro, asestándole en el cuello. Aquella bestia tan grande cayó inconsciente al suelo. El otro levantó sus manos con las palmas hacia Laia, rindiéndose.

Tras la pelea, Laia esposó a los dos en una tubería y fue a registrar el resto del spa, desapareciendo del campo de visión de la cámara.

Al cabo de un rato, Erika salió corriendo hacia la calle, con el vestido negro puesto y descalza. Tras ella salió la agente con el móvil en la mano. El mío empezó a sonar.

—¿Laia? ¿Cómo está Gerard? ¿Y la recepcionista?

—Está bien, pero la recepcionista ha muerto de la paliza. Le he ordenado que se quedara donde está. Erika se ha escapado. Estoy asomada por una ventana y veo que va hacia las ramblas. Está desarmada, así que necesito que salgas tras ella y la atrapes. Me voy a quedar aquí vigilando a estos dos y a atender a tu amigo.

Seguí sus órdenes y salí del parking. Una vez en la calle vi a Erika cruzar la rambla a toda velocidad. Le grité, pidiéndole que se parase, prometiéndole que no iba a hacerle daño, pero me ignoraba.

—¡Qué no escape! —exclamé, intentando llamar la atención de la gente. Nadie me hacía caso, para variar. Muchas miradas y nada de ayuda.

La chica huyó sorteando las calles hacia el barrio gótico. De vez en cuando miraba hacia atrás, comprobando si aún la seguía.

El hecho de que ella corriese descalza me otorgaba cierta ventaja, pues el duro pavimento, tarde o temprano haría de las suyas y la obligarían a ralentizar. Por mucho que intentara escapar, la distancia entre nosotras se iba recortando.

—¡Para! ¡No quiero hacerte daño! —exclamé en vano.

Al cabo de un rato, Erika torció a la izquierda entrando en un callejón. Estiré la mano para agarrarle del vestido. Estuve a punto de atraparla, pero la maldita lanzó unos cubos de basura que habían a un lado, provocando que me tropezara y me cayese de bruces contra el suelo.

Por fortuna, no resulté gravemente herida, a pesar del daño. Me levanté y reparé en que perdí la pista de Erika. Mi móvil sonó. Otra vez era Laia, preguntando dónde estaba.

—La he perdido de vista —dije.

—Déjalo —contestó Laia—. Total, sabemos dónde vive. Han llegado los refuerzos. Van a inspeccionar el lugar. Regresa.

—No lo voy a dejar. Una cosa es que la pierda de vista y otra que se me escape. Además, no creo que vuelva a casa. Buscará alojamiento en casa de un amigo o familiar. Está asustada, y si la dejamos huir no podremos sacarle información.

—Tienes razón. ¿Dónde estás ahora?

—En el Barrio Gótico.

—Voy para allá.

De la caída, me hice un poco de daño en la cadera y apenas podía caminar bien. ¿Por dónde se había ido? Sabiendo que la policía la estaba buscando no se dejaría ver. Además, el barrio era un poco laberíntico si no lo conocías, así que podría haberse escondido en cualquier parte, esperando a que se hiciera oscuro o que las cosas se calmaran. Aun así mi deber era encontrarla cómo fuera.

No podía perder el tiempo y preguntar a la gente. Eso garantizaría su fuga, así que hice lo que mejor se me daba hacer: escuchar conversaciones ajenas.

Una chica descalza, con un vestido negro corriendo como el alma que lleva el diablo, es algo que llama bastante la atención. Si la habían visto, la gente estaría hablando de ello.

Tomé una calle al azar llena de transeúntes. Sin prisa pero sin pausa, caminé hacia la multitud y escuché las conversaciones.

Nada. Por esa calle no había ido.

Volví hacia atrás y entré por otra calle aún más estrecha, donde había locales antiguos. Estaba menos transitada, pero no importaba. Presté atención de nuevo, a ver qué averiguaba.

Tampoco nada. Empecé a plantearme si se la había tragado la tierra.

Entré por un tercer callejón y, ¡bingo! Por ese lugar había pasado. Como era de esperar, la gente hablaba de una chica con un vestido negra de seda que parecía que estaba loca. Enseguida supe por dónde se marchó. Seguí los rumores como si fueran la corriente de un río, hasta que llegué a un pasaje que llevaba a una especie de patio interior. Me adentré y observé alrededor. Solo vi unos contenedores. Me acerqué con sigilo, sin hacer ruido, hasta que escuché un llanto. Era ella, no cabía duda.

Al pasar por detrás, la vi sentada en el suelo, abrazando sus rodillas, con la cabeza entre sus piernas, intentando ahogar el sonido de sus llantos. De inmediato envié un mensaje informando a Laia de mi ubicación.

—¿Macarena? ¿Qué haces aquí? —preguntó la chica confusa.

—No me llamo Macarena, sino Patricia —dije poniéndole una mano en su hombro, intentando tranquilizarla.

—¿Patricia? ¡Sí! Sabía que ese era tu nombre cuando te vi.

—¿Cómo lo sabías?

—Marco ha muerto porque le ordenaron matarte. Como no lo consiguió, le mataron a él en tu lugar.

—¿Qué? No lo entiendo. He visto una foto de tu chico. Nunca lo he visto en mi vida.

Intenté recordar aquella noche. La verdad es que no estaba segura. No podía recordar nada de su rostro, ni de otros detalles con claridad. Pero al ver la fotografía en SAUNA, tampoco me sonaba ningún rasgo facial. Solo me habían intentado agredir una vez. Había algo extraño en todo esto, algo que no encajaba. Hice bien en escuchar a la agente y mantener mi identidad a raya.

La chica probó de huir, pero la pude contener.

—Tranquila. No voy a hacerte daño.

—¡Vete o nos matarán!

—Nadie lo hará. Ahora vendrá la policía y estarás en un lugar seguro.

—¡No es verdad! ¡Os matarán de la misma manera que han matado a Sandra!

—¿Sandra? ¿Tu compañera?

—¡Sí! Eso es lo que dijeron que nos pasaría si hablábamos.

—Cálmate. No pasa nada —dije, abrazando su cabeza, dándole todo el confort que podía darle.

En menos de lo que canta un gallo, Laia llegó a aquel lugar.

—¿Estáis bien? —preguntó nada más vernos—. ¿Necesitáis  que llame a una ambulancia?

—Sí, estamos bien.

—Perfecto. Erika, estás detenida por ejercer la prostitución de manera ilegal y falso testimonio. Tienes derecho a permanecer en silencio.

—¿Qué haces? ¡Es inocente! —protesté—. La coaccionaron para que nos mintiera.

—¡Es mi obligación y la única manera de mantenerla a salvo! Además, su jefe ha escapado y si la dejamos marchar, podría acabar en la tumba como su novio. ¿Entiendes? Además, tenemos que interrogarla. A ti y a tu amigo también.

—¡Está bien! —Al fin y al cabo, estaría más segura en el calabozo que en la calle—. Tienes razón. Además, en ese local encontraremos más pruebas.

—Quizás me caiga una sanción, pero al menos dejaremos a Mauricio en evidencia.

Sin oponer resistencia, Erika se dejó esposar, y salimos de allí. Un vehículo de la policía esperaba con las luces de emergencia. Me senté atrás junto a la chica, abrazándola por la espalda. Apoyó su cabeza en mi hombro. Dejé que se desahogara a lágrima viva, mientras le acariciaba el pelo para consolarla. De camino, pensé qué hacer con Gerard en cuanto le viera. No sabía si echarle la bronca o darle las gracias por las cámaras.

¿Para qué darle más vueltas? Los que me conocían sabían de sobras que la reprimenda sería inevitable.