3. El
bar
Habían pasado tres días desde mi cumpleaños, así como de aquel incidente. Estuve prácticamente encerrada en casa. No me atrevía a salir a la calle, ni siquiera para ir trabajar.
Actualicé mi blog para entretener mi mente y no pensar, pero aquel capítulo tan desagradable se convirtió en una obsesión. Decidí que lo mejor sería averiguar quién estaba detrás de todo. Así que anuncié que temporalmente iba a estar ausente. No puse ninguna excusa, ni di ninguna explicación.
Revisé uno y cada uno de los artículos que había publicado desde que abrí mi web, buscando algún indicio sobre quién era ese chico. Sospechaba de que podía tratarse de alguien que había perdido demasiado dinero con sus negocios por mi culpa. Pero, ¿quién? Esa era la pregunta.
Además, por alguna razón, no era capaz de recordar ningún detalle de la cara del chaval. Normalmente solía tener buena memoria, pero solo podía visualizar una faz borrosa y distorsionada. Podría haber sido debido al estrés del momento, pero también me costaba recordar a los policías. Indagué entre mis archivos a ver si lograba despertar algún recuerdo.
Recuperé un artículo acerca de una escuela de Sants que desviaba fondos a Panamá. Descarté esa idea de inmediato, pues se trataba de un viejo director que solo abusaba de su poder. Además, todo el mundo salió ganando con el cierre de la escuela.
¿Y si se trataba de aquella empresa mensajera que ocultaba drogas en sus repartos? Eso aún tendría sentido, de no ser por el hecho de que la policía desarticuló toda la banda. Gracias a mi publicación, por supuesto. Todos los miembros fueron detenidos y metidos en chirona.
Podían ser muchos y a la vez ninguno. Debía invertir tiempo y esfuerzo en averiguar quién movía los hilos. Eso sí, la policía también sería objeto de investigación.
Reconocía que tres días atrás me salvaron la vida, pero ese acto no era suficiente para compensar todo el pasotismo que muestran ante los problemas de la sociedad. Además, ¿cómo se pueden despreocupar de un ciudadano al que casi le rajan la garganta? Ni siquiera me habían dado la opción de denunciar.
Por la mañana desayuné con Mayra mientras veíamos las noticias. Los chicos ya se habían marchado de casa. A nosotras nos quedaba todavía un poco de tiempo de calidad. La cuestión era aprovecharlo y charlar sobre nuestras cosas o desviar el tema de conversación.
En el telediario hablaban de las negociaciones de los políticos para formar pactos. Habíamos votado en diciembre y todavía no se había formado gobierno en España. Al contrario, invertían más tiempo en banales acusaciones, que en ofrecer un programa de gobierno atractivo.
Para variar, sacaron el tema de las relaciones que tenía el nuevo partido con Venezuela.
—Por qué solo hablan de mi país? Me entero de más cosas que cuando vivía allí —comentó Mayra.
—Para despotricar del nuevo partido político. Lo acusan constantemente de tener tratos con el gobierno venezolano.
—Tú que eres periodista, ¿crees que eso es verdad?
—No te lo podría asegurar, pero tampoco negarlo. Todos los políticos tienen sus secretos. Lo único que sé es que a los medios les gusta dar juego. En la facultad me explicaron que las noticias que se publican no tienen por qué ser las más relevantes. Son los mismos diarios los que deciden de qué vas a enterarte ese día. Fíjate en la portada de dos diarios de diferente ideología el mismo día. Lo que es importante para uno carece de valor para el otro. Es la teoría del guardabarrera. Todo es manipulación.
—Suerte que al menos tú publicas en tu blog la verdad de lo que pasa.
—Cierto, pero también me comporto igual que ellos.
—¿Qué quieres decir?
—Que me aprovecho del morbo para que la gente me siga. Es decir que tal celebridad local ha metido la pata, y en menos de lo que canta un gallo la noticia se ha proliferado por internet. Esa es la debilidad de las personas. Y los periodistas sabemos explotarla muy bien. La única diferencia es que yo, las noticias que quiero que lea la gente sean aquellas que nos quieren ocultar.
—No lo había visto desde esa perspectiva, pero tienes razón. Los medios cuentan lo que les interesa.
—Exactamente.
—Por cierto, ¿cómo has amanecido hoy? ¿Te sientes mejor?
No me apetecía hablar del tema. Me quedé en silencio. Cada vez que lo pensaba me venía a la cabeza esos ojos de psicópata, observándome mientras me apretaban la garganta.
—Me voy a cambiar —dije—. Tengo que ir a trabajar al bar de mi padre. No puedo dejarlo solo un día más. —Me levanté y fui a la habitación a cambiarme.
—Patty, sé que lo que te pasó fue duro, pero creo que deberías hablar. No puedes cargar con todo ese peso encima.
—Déjame, por favor te lo pido.
—No estás bien y me preocupas. ¿Por qué no te quedas en casa un día más y descansas?
—Mayra, nadie va a intentar matarme a plena luz del día. Además, tampoco puedo quedarme de brazos cruzados. ¿Vale? —repliqué en un tono seco.
—¡Vale! Como tú digas... Voy a ir a cambiarme yo también. Hoy en el súper tenemos que hacer inventario.
En ese momento todo me daba igual. Sí, quizás me lo guardaba todo para mí. Pero no quería hablar, prefería guardármelo todo para mí. Nadie tenía por qué aguantar mis penas. Ni siquiera mi padre que estaba desbordado de faena en esta temporada.
—¿Has vuelto a ver a Rubén? —le pregunté intentando desviar el tema.
—Esta tarde hemos quedado para ir al cine. Me vendrá a buscar en cuanto salga del súper.
—Así que vosotros dos…
—Sí, estamos saliendo. Por cierto, Rubén me mandó un mensaje de parte de Roberto. Dice que le gustaría verte de nuevo, pero no tiene el número de tu celular.
—Ya puede ir rezando.
—Patty, soy tu amiga y como tal, creo que debería decirte que quizás deberías darle una oportunidad a ese chamo. Rubén me habla muy bien de él. No puede ser tan malo como crees.
—Llego tarde al bar. Luego hablamos —dije, ignorándola por completo. Me fui a la habitación y cerré la puerta a cal y canto.
—¡Uf! ¡Mira que eres cabezona a veces! —gritó desde afuera.
Me tiré encima de la cama y me quedé mirando al techo. Estaba muy agobiada. Tenía que salir de esa situación y superar mis miedos. La verdad es que Roberto era un chico muy guapo y simpático pese a sus tonterías. Era diferente. No me miraba como los demás. Sí, intentó ligar conmigo de la manera más absurda. Eso era evidente. Pero pese a que su juego y sus bromas eran un poco toca narices, por decirlo finamente, tenían su parte de gracia. Sin embargo, por culpa de mis miedos, no solo estropeé la noche, sino que por no dejarle acompañarme, casi acabo en una situación peor.
Me giré a un costado y miré por la ventana. Los rayos del sol acariciaban mi cara con un calorcito que anunciaba la llegada del buen tiempo. Observé la pulsera que me regaló Dragomir, un regalo sencillo pero con mucho significado. No era muy supersticiosa, de hecho siempre he sido muy escéptica, pero la pulserita se convirtió en un objeto muy importante para mí. ¿Cuándo iba a llegar la primavera en mi vida?
Miré el móvil. Eran las ocho y media pasadas. Hora de irse ya. Me incorporé y me liberé del tentador confort del colchón, me vestí y salí a la calle en dirección al bar.
Antes de cruzar el portal miré por todas partes. Una vez afuera, me aseguré varias veces de que nadie me seguía. No obstante, estaba tan aterrorizada que sospechaba de todo el mundo. No dejé que nadie se acercara a menos de dos metros.
—Disculpa niña —dijo de bote pronto un señor de mediana edad—. Me gustaría ir a Cornellà. ¿Me puedes decir dónde está la parada del metro?
Di un paso atrás, manteniendo la distancia y le inspeccioné de arriba abajo. ¿Llevaba algún cuchillo en la mano? Nada. ¿Y si quería robarme? Agarré mi bolso con todas mis fuerzas. Estaba a la expectativa de todo.
Estás exagerando, me decía mi consciencia. Tuve un incidente. La cosa salió bien. Seguro que aquel chico solo quería asustarme. Debía relajarme. Además, estábamos a plena luz del día, por lo que nada malo podría ocurrir. ¿O sí? Con tanta gente, no creo que se atreviera nadie a atacarme.
—¿Niña? —insistió el hombre.
—Disculpe. No estoy muy fina hoy. Siga recto por allí. Enseguida encontrará la parada de metro de Collblanc. La línea cinco le llevará a Cornellà. No se confunda con la nueve. Esa va al aeropuerto.
—Muchas gracias. Hasta luego.
—Adiós.
Respiré aliviada. Todo fue una falsa alarma. Al menos, volví a ganar un poco de seguridad en mí misma. Pero eso no quería decir que fuese a bajar la guardia. Entonces se me ocurrió una idea. ¿Por qué no lo había pensado antes? Cuando me entraba el miedo me olvidaba de las cosas que podía hacer.
Seguí mi camino, pero esta vez prestando atención a lo que hablaba la gente. Me centré en las conversaciones de los demás. Leí los labios de aquellas personas que me parecían sospechosas y estaban a lo lejos. Pude relajarme del todo en cuanto me di cuenta de que no había nada que temer.
Los susurros que llevaba el viento hablaban todos de lo mismo. La mayoría comentaban el partido de fútbol de la noche anterior en el Camp Nou. Fue partido de liga y el Barcelona ganó por goleada. No me gustaba nada el deporte rey, pero mejor oír eso que no un retorcido plan para cazarme. Eso sí, nada más efectivo que el fútbol como para hacer que la sociedad se despistara de sus problemas y quehaceres.
Nadie se dio cuenta ni siquiera de mi presencia por las calles. Era invisible.
En menos de un cuarto de hora llegué al barrio de Badal. Entré por la Avinguda Madrid, giré una esquina y llegué al viejo bar de mi padre. Era de un estilo similar al de la España de los años ochenta, con una barra en la que había un pequeño mostrador. Siempre había preparada una deliciosa tortilla de patatas, callos y otras tapas. Observé el techo, de color amarillento, que recordaba que tiempo atrás estuvo permitido fumar. Cada vez que lo veía volvía a una época pasada.
Lo abrieron poco antes de que yo naciera. Siempre que llegaba del cole me sentaba en una mesa que había en la esquina para hacer los deberes. Mientras tanto, mis padres atendían a la clientela que salía de su jornada laboral y quería desconectar un poco a base de cerveza. Hicieron muy buenas amistades allí. A veces, abrían incluso los viernes hasta bien pasada la una de la mañana, aunque al día siguiente tuviesen que madrugar a las seis en punto. Cuando algo se convierte en tu pasión, no existe cansancio que te impida seguir con ello.
Todo iba sobre ruedas hasta que la desgracia cayó sobre nuestra familia. Desde entonces, la alegría que contagiaba este bar se desvaneció por completo. Mis padres se distanciaron. Casi nadie quiso acercarse a darnos su apoyo. Únicamente los cotillas, que disfrutaban del espectáculo que montaban mis padres con sus continuas discusiones. Cada día se culpaban el uno al otro de lo ocurrido. Así fue hasta que llegó el día en que decidieron divorciarse, quedándose mi padre con el bar y mi madre con el piso.
Pero el bar aún no había tocado fondo. Las deudas se acumulaban y mi padre estuvo a punto de tirar la toalla varias veces. Cuando cumplí dieciséis años empecé a echarle una mano de vez en cuando, mientras lo compaginaba con mis estudios.
Poco a poco fue ganando suficiente clientela para saldar las deudas. No sé si era debido en parte a que yo era entonces una adolescente, y que los aires de juventud daban un toque más jovial al bar. De lo que sí estaba segura, era de que mucha gente venía por mis habilidades. No solo recibía un sueldo a cambio, sino que pude desarrollar mi memoria y mi capacidad de atención en extremo. En esa época me di cuenta de que hasta en los trabajos más humildes, una podía desarrollarse como persona hasta límites inimaginables. Era verme en acción para poder entenderlo. Nadie lo creía.
A raíz de mi trabajo, mi padre me pagaba lo que podía al mes para asegurarme mis estudios y vivir en el piso.
—¡Hola cariño! —dijo mi padre con alegría nada más verme.
Me acerqué y le di un abrazo. Era la mejor manera de mantenernos fuertes y seguir adelante. Además, ese día precisamente lo necesitaba.
—¡Hola papá! Veo que tienes gente ya. Empiezo a pedir nota.
—Sí, hoy preveo bastante trabajo. Vamos al lío.
—Déjamelo a mí y esto lo finiquitamos en un momento.
Cada vez que me ponía el delantal y pasaba a mi versión de camarera mi autoestima se subía por las nubes. Mientras que como periodista me ayudaba a desahogarme y a dar por culo a los que se aprovechaban del sistema como les daba la gana, como camarera sentía la cercanía con las personas. Se podría decir que me venía bien como terapia. No me curaba para nada, pero al menos evitaba que mi miedo hacia los hombres se volviese incontrolable del todo.
Fui pasando por todas las mesas, sin libreta, preguntando a los clientes qué querían.
—¡Papá! —grité junto a la barra—. Me piden un bocadillo de beicon con queso, otro de jamón serrano, fuet y dos hamburguesas. ¿Los preparas mientras yo sirvo los cafés y las tapas?
—¡A la orden!
Mi padre fue a la cocina y mientras yo preparé tres cafés solos, dos de ellos con azúcar moreno, uno con leche, dos con hielo, y el otro solo con sacarina. También un cacho de tortilla, olivas y una tapa de chocos.
Esa era mi habilidad. Podía aprenderme de memoria todo lo que me pedían. Si no escuchaba algo, siempre podía mirar a las mesas por si acaso, leer los labios o escuchar algún murmullo y llevar a nuestros clientes lo que nos habían pedido. Así de fácil. La gente quedaba satisfecha al momento y sobre todo, sorprendida. Siempre querían volver al día siguiente.
Al acabar la hora punta, empecé a recoger y a limpiar las mesas con un paño mientras mi padre fregaba los platos, las tazas y los cubiertos usados. Los pocos clientes que quedaban permanecían tranquilos en sus mesas. No tenían ninguna prisa,
Cuando el volumen de trabajo bajaba, aprovechaba para escuchar las conversaciones en búsqueda de nuevos cotilleos que me llevaran a algún caso para mi blog. Sí, estaba un poco obsesionada, pero si no lo hacía yo, ¿quién lo haría? Aunque era una pena que por el momento había cesado en mis actividades de justiciera, pues corrían muchas historias por el bar. A veces las noticias se difundían más rápido aquí que en las redes sociales.
La historia que más se oía era acerca de una chica con pintas de punk quien, meses atrás, acabó enfrentándose a dos carteristas sola en el metro. Me daba envidia aquella chica. Ojalá pudiese conocerla algún día y que me enseñara a superar mis temores.
Semanas atrás escuché un rumor de valor incalculable, que me llevaría a encontrar indicios de que el dueño de un prestigioso colegio de la ciudad utilizaba gran parte de los beneficios para defraudar impuestos, al mismo tiempo que se planteaba despedir buena parte del personal.
Un día fui con Gerard a las puertas de la misma escuela. Haciéndome la despistada, espié las conversaciones de los padres de los niños. Me enteré con rapidez de quiénes trabajaban en la escuela, así como sus historias personales. También averigüé que reducían gastos para ganar más dinero. Menudo viejo cabrón era el director, pensé, pero para escribir mi artículo necesitaba pruebas y la ayuda del personal de la escuela.
Los rumores hablaban de dos profesores, Víctor y Saray, quienes pretendían ocultar una atracción mutua frente a las lenguas viperinas. Me presenté haciéndome la despistada e intenté convencerles de que me echaran una mano, pero no lo conseguí. No obstante, conseguí plantar la duda en su mente y a que me revelaran el gran miedo que tenía el claustro. Inmediatamente caí en la cuenta de que si la situación seguía así, tarde o temprano, profesores y padres de la escuela se rebelarían.
Mis sospechas se confirmaron cuando a mis oídos llegó que se preparaba una manifestación. Entonces, volví con Gerard el día en que se llevó a cabo. Gracias a la confusión y a la ayuda de los dos profesores pude colarme en el edificio, y obtener las evidencias necesarias para escribir uno de los mejores artículos de mi blog.
Las acciones de la policía cayeron en polémica, pues en todo momento apoyaron a la escuela, controlando la manifestación con pelotas de goma. Tuvieron que buscar una buena explicación cuando los medios se presentaron para saber más. Al director lo detuvieron, le llevaron a juicio y la sentencia lo llevó a la cárcel en la cárcel. No querían, pero la polémica fue tan grande que no tuvieron otro remedio.
Por eso me preguntaba si el chico que me asaltó el otro día tenía algo que ver con ello, aunque descarté esa idea. Don Francisco, como así se llamaba el director, no tenía familiares cercanos. No quedó ni rastro de lo que un día fue una prestigiosa escuela, borrada de la memoria de la ciudad en cuestión de días.
Mi mente volvió al bar en cuanto un apuesto chico, con traje y una corbata azul, entró por la puerta. Llevaba el cabello oscuro, y una barba de varios días arreglada. En cuanto le vi la cara, me escondí en la cocina para evitar que me viera. Era Roberto, el chico que conocí en aquel pub días atrás. Lo que me faltaba.
—¿Qué te pasa cariño? —me preguntó mi padre al entrar escopeteada en la cocina.
—Esto necesita limpieza —mentí—. Olvidé quitar la grasa de la plancha y se está enfriando. Luego no habrá manera de quitarla.
Mi padre salió a la barra y vio a Roberto sentado en una mesa. Entonces volvió a entrar a la cocina.
—Hija, afuera tenemos a un cliente. ¿Le atiendes?
—Ahora no puedo.
—¿Por qué no? La plancha puede esperar…
—¡No! ¡No puede! ¡Atiéndele tú! —respondí alterada.
—¿Qué te ocurre?
—¿A mí? ¡Nada!
—Cariño, no me mientas. ¿Conoces a ese chico verdad? —preguntó. Mi padre me conocía demasiado bien como para saber cuándo algo me inquietaba.
—¡No! ¡Para nada! —contesté nerviosa, sin mirarle.
—Hija, cuéntame la verdad. Si te molesta voy y lo echo.
—No me ha hecho nada. De veras.
—¿Entonces por qué te pones tan nerviosa?
—Le conocí hace tres días en un pub… y ya está. ¡No ocurrió nada! —Mi padre empezó a reír—. ¿Qué?
—Si no ocurrió nada, no sé por qué te escondes tanto.
—Ya sabes lo que me pasa con los chicos.
—Eso ya lo sé, pero algún día tendrás que dejar que se te acerque alguno, ¿no?
—Mira, papá. —Decidí confesarle—. Esa noche intentó ligar conmigo, pero me resistí, como siempre. Me propuso acompañarme a casa porque Mayra se enrolló con su amigo. No le hice caso y me fui sola. —La cara de mi padre se tornó seria—. De camino, un chico intentó atracarme. Reviví otra vez la pesadilla papá. —Empecé a llorar.
¿Por eso no has venido estos días? Me dijiste que estabas enferma.
—No quería que volvieras a pasar por lo mismo.
—Pero estás bien, ¿verdad? No te hicieron nada…
—No, la policía pasó por al lado y lo ahuyentó. Luego me llevaron a la Cruz Roja pero estoy bien. No me han quedado secuelas.
Mi padre se acercó y me dio un fuerte abrazo.
—Mira Patri, lo importante es que estás bien y no ha pasado nada. Por lo de este chico, ¿te gusta?
—Es guapo, pero sabes que me da miedo. ¿Y si me hace algo? ¿Y si la historia se repite?
—Escucha. Lo pasado, pasado está. Además, sabes que la psicóloga te decía que debes intentarlo poco a poco.
—Tienes razón. Voy a atenderle. ¡Pero solo eso! Tú quédate detrás de la barra por si se pasa de la raya.
—De acuerdo…
Salí de la cocina, esta vez cogiendo la libreta para anotar y me acerqué por el lado, evitando que me viese la cara.
—¿Qué desea tomar? —pregunté muy formal. Mi padre se dio una palmada en la cara.
—Un bocadillo de jamón, por favor. Y un café con leche.
—De acuerdo, ahora mismo vuelvo.
Me dirigí a la barra andando deprisa, y me puse al lado de mi padre.
—¿Ves? Ya he hablado con él. Voy a prepararle el bocata.
Mi padre suspiró y me miró escéptico.
—Esto no puede seguir así cariño. Así nunca vas a superar tus miedos.
—¿Yo? ¡Sí he dado un paso! ¡Je, je! —respondí con una risa tonta y nerviosa.
Fui a esconderme de nuevo en la cocina, pero antes de entrar, mi padre dijo algo en voz alta.
—¡Perdona Patri! ¿No conocías a este chico?
¡Mierda! ¿Pero qué narices hace? Me entró una duda por dentro. No sabía si coger el cuchillo jamonero o meter a mi padre directamente en la picadora. Salí dispuesta a cantarle las cuarenta.
—Papá, ¿qué te he dicho antes? —dije en voz bajita pero enfurecida.
—¡Patricia! ¡Qué casualidad! No sabía que trabajabas aquí —saludó Roberto. Se levantó y se acercó con su sonrisa estúpida.
—¿Habías pedido un bocata verdad? Voy a preparártelo mientras vosotros habláis —dijo mi padre guiñándome un ojo. Me repetí mil veces que el asesinato es un crimen y más a un familiar. Sabia decisión la suya, de desaparecer de mi vista.
Roberto se apoyó en la barra y se inclinó hacia delante. Suerte que nos separaba. Dejé una mano bien escondida agarrando un botellín de cerveza por si acaso. Estaba decidida en rompérselo en la cabeza.
—Te veo muy bien Patricia. ¿Qué te cuentas? No he sabido nada de ti desde aquella noche.
—He estado muy ocupada —mentí. No quería decirle que había estado encerrada en casa asustada—. ¿Qué haces por aquí?
—Mis compañeros de trabajo me habían recomendado este bar. Dicen que hay una chica guapa con una memoria impresionante. ¿Eres tú verdad? —dijo con el empalagoso tono de flirteo que le caracterizaba.
—No veo a nadie más por aquí —contesté un poco borde, haciéndome la dura, como hacen algunos animales para parecer más grandes y asustar a sus depredadores.
—Quería venir más temprano para verte en acción. Me han contado que eres capaz de atender a todo el mundo sin apuntar nada, y que no se te escapa ni una. Desgraciadamente tuve una reunión y salí más tarde. Aunque podría venir aquí a tomar el café a partir de ahora.
Lo que me faltaba. Tener al pelmazo este todos los días aquí. Al cabo de un rato, volvió mi padre con el bocata.
—¿Por qué no os sentáis en una mesa y os ponéis más cómodos? —sugirió.
Me tuve que morder la lengua para no mandar a mi padre a la mierda. Una prueba más de que los hombres solo tienen una neurona y encima en mal estado. ¿Cuándo se iba a enterar de que no quería hablar con él?
Roberto se sentó en una mesa y mi padre le sirvió el bocata. Yo no me moví de donde estaba, todavía agarrando el botellín de cerveza con todas mis fuerzas. Me imaginé una diana en la cabeza del muchacho por si debía lanzársela. Entonces mi «querido» padre se acercó por detrás, me quitó el botellín y me empujó a la mesa. Apreté los dientes con fuerza, enfurruñada.
—No te preocupes —me dijo al oído—. Estaré observando. Si se pasa lo mando a la calle y punto.
—Eso. Quietecito en la barra.
Me senté justo enfrente de Roberto sin perderle de vista. Este no me iba a pillar por sorpresa como el que me atacó.
—Mi padre te trae ahora el café.
—Es bonito este bar. Muy clásico —dijo para romper el hielo—. La verdad es que lo tenéis muy bien cuidado.
—Gracias —dije con desgana.
Se hizo el silencio.
—Siempre me dicen que la camarera suele ser bastante agradable con la gente.
—Solo con los clientes que lo son —contesté. Roberto se echó a reír—. ¿Qué te parece tan divertido?
—Estás muy tensa. No te preocupes. No te voy a morder. ¡Relájate! Solo quiero pasar un rato agradable contigo.
Mi padre se acercó y le puso el café con leche, dedicándole una mirada de advertencia. Pero Roberto ni se inmutó.
—Por cierto, usted tiene una hija muy guapa —dijo inesperadamente.
A mi padre se le escapó la risa. Me puse roja como un tomate, no por el piropo, sino por cómo me miraba mientras lo decía. Tierra, trágame.
—¡Lo es! No podría estar más orgulloso de ella —dijo dándome un beso en la parte de arriba de mi cabeza—. Voy a limpiar la cocina. Hasta luego,
—¿De qué vas? —pregunté inquisitivamente.
—He dicho la verdad. Me pareces una chica muy guapa. Y ahora que te veo con mejor claridad, aún más. Lo que más me gusta son tus ojos.
—Eso me lo decís todos. ¿No se te ocurre nada mejor? —Roberto empezó a reírse otra vez.
—¡Eres muy divertida! Un día deberíamos quedar a tomar algo.
—¿No lo estamos haciendo ahora?
—Cierto, pero no me refiero aquí, sino quedar un día a dar una vuelta o algo.
No sabía qué decir. No me esperaba que me fuese a pedir salir. Normalmente los chicos solo me decían cosas horrendas, como «Oye nena, ¿quieres follar?» o «¡Vaya culo tienes!», con un tono de voz asqueroso. Además, me miraba con esos ojos negros tan brillantes, que la sensación era totalmente desconocida para mí. Me inspeccionaba los ojos y los labios, desviando su mirada de vez en cuando al ligero escote que llevaba. Tenía algo especial que me robaba mi atención. Busqué la palabra en mi mente. No sabría cómo definir lo que sentía, pero lo más parecido que se me ocurría era «deseada».
De repente, su rostro se transformó en la cara difuminada del chico que me agarró del cuello tres noches atrás. Seguro que tras esa cara de ángel se escondía un monstruo.
—¡No! —contesté.
—¿Por qué no?
—No lo sé... —dije respirando hondo, evitando alterarme como en mi último encuentro con él—. No estoy preparada para salir con alguien.
—¿Tienes novio? Si es así, no pasa nada. Me lo puedes decir.
—¡No! ¡No es eso! Como te decía, no estoy preparada.
—De acuerdo. No pasa nada. Respeto tu decisión.
Su respuesta fue incluso más inesperada que su proposición. Pensaba que me insistiría o suplicaría. En cambio, siguió comiendo con calma su bocadillo. Revisó su reloj despreocupado. Aún tenía tiempo antes de volver al trabajo. Entonces curioseó el bar, parándose en fotografías y en el escudo del Barça. ¿Qué hacía yo ahora? Le había rechazado y se lo ha tomado muy bien.
No podía ser. Esto no me podía estar ocurriendo. Me pellizqué y me asusté aún más cuando me di cuenta de que no era un sueño. ¿Y si los hombres habían comenzado su evolución al fin?
Mi padre tenía razón. Tenía que comenzar a dar pequeños pasos.
—Siempre nos podemos ver por aquí —sugerí—. Tenemos buenas tapas e incluso menú de mediodía.
—¡Vaya! Eso me consuela. Bueno, ha sido un placer Patricia. Lo siento, pero tengo que volver al trabajo.
Nos levantamos y se acercó a darme dos besos. Como la otra noche, di un paso para atrás. Él notó mi incomodidad y no insistió. En cuanto se marchara iba a llamar a los darwinistas, decirle dónde estaba y que lo cazaran. Sería el primer hombre que superaba al actual homo erectus.
—Qué te vaya bien el día —dije.
—Igualmente. —Se arregló la corbata y se marchó—. Nos vemos mañana.
¿Qué he hecho? ¿Por qué me he comportado así, tan amable con él? Ahora lo iba a tener por aquí todos los días. Tanto esfuerzo intentando evitar caer tan fácilmente en los encantos de un hombre, se presenta este, y le doy vía libre a que venga. ¿Me estaré volviendo idiota?
—Veo que te ha ido bien —dijo mi padre entretenido.
—No quiero hablar. ¡Seguro que me arrepiento! —dije mientras me dirigía a la cocina a dejar el delantal. Era casi mediodía y quería irme a casa. Ya volvería por la tarde.
—Míralo por el lado bueno. Has conseguido otro cliente más.
—A ver lo que nos cuesta este cliente —mascullé.
—Hija, lo importante es que has dado un pasito. Verás como todo sale bien.
Me marché de allí dejando a mi padre con una sonrisa. El maldito se salió al final con la suya. Mis compañeros de piso no se lo iban a creer en cuanto lo contara. Salí del bar refunfuñando.
De camino a casa iba dándole vueltas al asunto. No sabía cómo sentirme. Había añadido una cosa más a mi lista de preocupaciones. Parecía buen chaval, sí, pero no podía fiarme. Y más sabiendo que había gente dispuesta a hacerme daño. Honestamente, no entendía por qué actué de esa forma tan atípica de mí. Estaba confundida.
Por otro lado, me sentía bien conmigo misma por haberlo hecho. Al menos me quité parte de esa presión que me hacía a mí misma a menudo. Con veinticinco años y sin haberme liado con ninguno todavía era un poco humillante, la verdad.
Lo que me dejó realmente calada era la forma en la que miraba. Tan dulce. Me acariciaba con sus ojos con suavidad. Parecía una brisa primaveral. Era pensarlo y notar a mi corazón latir con una emoción que no sentía desde hacía tiempo. Tenía miedo pero a la vez ganas de verle otra vez al día siguiente.
Caminé físicamente por la Avinguda Madrid y metafóricamente en las nubes, mirando los escaparates de algunas tiendas de ropa. Pasé por delante de una zapatería donde vi unas botas con tacón. Me encantaban hasta que vi el precio. ¡Anda y que les den! Esperaré mejor a las rebajas o me iré a un outlet.
De repente, advertí un coche de los mossos entrar por una calle con una inusual lentitud. Qué extraño. ¿Qué pretendían? Me resultaba un poco sospechoso. Sí, había cerrado el blog temporalmente, pero si pillaba a la poli haciendo algo, haría una excepción. Sin pensármelo dos veces, preparé la cámara del móvil y el palo selfie. Me asomé en la entrada de la calle, vigilando que no me vieran, escondiéndome detrás de unos coches aparcados.
Desde la esquina observé cómo estacionaban en un vado, sin las luces de emergencia puestas. Del vehículo bajaron dos agentes que entraron en un supermercado, cuyo dueño era un honrado pakistaní. Otra vez se estaban aprovechando de su poder para saltarse las normas a su libre antojo.
Aproveché que no me habían visto entonces para acercarme aún más. Me asomé con disimulo dentro de la tienda, asegurándome de que no me veían y les hice un par de fotos con el móvil. Cuando se adentraron aún más, fotografié el coche mal estacionado, sobre todo de la matrícula. Esa noche se iban a enterar los imbéciles. Comprobé las tomas. Todo conforme. Volví calle arriba para volver a casa.
De golpe y porrazo, dos agentes vestidos de paisano aparecieron de la nada. Una era Laia y el otro Cristian, su compañero. Enseguida me di cuenta de que me había metido en un buen lío.
—Patricia de la Sierra, quedas detenida por incumplimiento de la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana, por el uso no autorizado de imágenes de las autoridades. Tienes derecho a guardar silencio —dijo Laia.
Corrí calle abajo intentando escapar. Sin embargo, los otros dos policías salieron del supermercado y me agarraron. Intenté soltarme, pero no tenía suficiente fuerza para hacerlo. No tuve más remedio que dejarme arrestar.
—¿Nos la llevamos a comisaría? —preguntó uno de los agentes que estaban en el súper.
—No hace falta. Nosotros nos encargamos a partir de ahora. Vosotros seguid patrullando por la ciudad. Gracias por vuestra ayuda —dijo Laia.
—Nos vemos luego.
La policía me metió en un coche que estaba aparcado en la misma calle. Ambos agentes mirando alrededor, asegurándose de que aquella escena no fuese advertida por ningún transeúnte. Una vez dentro, Laia se sentó en el lugar del copiloto mientras Cristian conducía.
—Al final me habéis atrapado —dije vacilante, aunque por dentro estaba realmente jodida—. Ya era hora.
—Hemos aprovechado una vez te hemos puesto cara.
—Como se nota que os putea que alguien descubra vuestras verdaderas intenciones.
La agente se giró para mirarme fijamente.
—Te recuerdo que tienes derecho a guardar silencio —dijo sin más.
—Así funciona mejor este país. Con nuestro silencio —contesté pero ella me ignoró.
Encendieron el vehículo y el motor emitió un estruendoso rugido. Tenía ya sus años. Los cristales estaban tintados no solo por fuera, sino también por dentro. No podía ver hacía donde me llevaban, pero por el movimiento tenía la sensación de que íbamos en sentido contrario a comisaría. ¿Adónde iríamos? Empecé a preocuparme de verdad. No temía por mi vida, pues sabía con creces que la poli era corrupta pero no asesina. De uno u otro modo, seguro que se querrían librar de mí. O algo peor, que estuviesen tramando algo conmigo. Laia tomó su móvil y marcó un número.
—Aquí agente Prats. La sospechosa ha caído en la trampa y la hemos arrestado. Ahora nos dirigimos al punto de encuentro —dijo.
—De acuerdo. Nosotros vamos preparándolo todo. Sobre todo, que no os sigan —sonó una voz masculina.
—Llegaremos aproximadamente en quince minutos. Hasta ahora.
Laia se dirigió a Cristian, esta vez con una sonrisa de superioridad. Ahora sí que me había entrado el pánico. ¿Cómo podía haber caído en una trampa tan tonta?