Juana la loca
Isabel había tenido esperanzas de que cuando el niño naciera, su hija dejara de estar pendiente de Felipe y volcara su atención sobre el pequeño, pero no fue así. Juana no cambió. Apenas si miraba a su hijo, y su único deseo era reunirse con Felipe.
—Todavía no estás lo bastante fuerte —decíale su madre—. En tu estado, no podemos permitirte en modo alguno que hagas semejante viaje.
—¿Qué estará haciendo él mientras yo no estoy? —se preguntaba Juana.
—Me temo que más o menos lo mismo que si tú estuvieras —contestó tristemente Isabel.
—Debo irme —gemía Juana.
—Tu padre y yo no te lo permitiremos mientras no estés más fuerte.
Juana volvió a entregarse una vez más a la melancolía. A veces se pasaba días enteros sin decir palabra. Otras veces se podía oír cómo, en sus habitaciones, proclamaba a voces su resentimiento.
Isabel había dado instrucciones para que la vigilaran.
—Está tan ansiosa de ir a reunirse con su marido —explicó—, que es posible que intente fugarse. El Rey y yo hemos decidido que antes de viajar debe estar completamente recuperada.
Un mes después del nacimiento del pequeño Fernando, Felipe había firmado en Lyon el tratado entre los Reyes de España y de Francia, pero era obvio que el tratado significaba muy poco, y cuando los ejércitos avanzaron para tomar posesión de las respectivas partes del dividido reino de Nápoles, se hizo evidente la inminencia del conflicto.
La guerra estalló al año siguiente, obligando a los Soberanos a concentrar en ella toda su atención.
Isabel, sin embargo, se las componía para pasar con Juana tanto tiempo como le era posible. Cada vez le daba más miedo dejarla sola, porque desde la partida de Felipe la enfermedad de Juana se iba haciendo cada vez más manifiesta. Ya no servía de nada hacer como si la princesa fuera normal. En la corte se daban cuenta de su inestabilidad mental, y los rumores no tardarían mucho en difundirse por todo el país.
Juana había escrito a su marido muchas cartas plañideras.
«No me dejan ir a reunirme contigo», le decía. «Tú tienes que ordenarme que viaje, y entonces ya no podrán detenerme.»
Un día de noviembre recibió la carta de Felipe. Aunque descortés, era de todas maneras una invitación a regresar a Flandes. Si le parecía que valía la pena hacer el viaje por mar en esa época, o si estaba dispuesta a pasar por Francia, un país indudablemente hostil a España, ¿por qué no lo hacía?
Cuando terminó de leer la carta, Juana la besó. La mano de Felipe había tocado ese papel, que para ella era sagrado.
Inmediatamente salió de su melancolía.
—Me voy —anunció—. ¡Me voy inmediatamente para Flandes!
Las damas que la atendían, aterrorizadas ante lo que estaba a punto de hacer, pusieron a la Reina al tanto de la nueva situación.
La corte residía por entonces en Medina del Campo, e Isabel había insistido en que Juana estuviera con ellos para poder estar junto a su hija toda vez que le fuera posible. En breve, sin embargo, la Reina debía dirigirse a Segovia, y cuando se enteró de la noticia se alegró de no haberlo hecho todavía.
Inmediatamente, se dirigió a las habitaciones de Juana, donde encontró a su hija con el pelo suelto sobre los hombros y los ojos desorbitados.
—¿Qué ha sucedido, hija mía? —le preguntó dulcemente la Reina.
—Felipe me ha mandado llamar. Me ordena que me vaya.
Madre Santa, rogó Isabel, ¿es que entonces quiere deshacerse de ella? ¡Sugerirle que viaje en esta época del año, con el tiempo que hace en el mar! ¿Y cómo es posible que viaje por Francia, en este momento?
—Querida mía —le señaló—, eso no significa ahora. Quiere decir que vayas cuando llegue la primavera.
—Él dice ahora.
—Pero no podrás viajar con un tiempo tan inclemente. Lo más probable sería que naufragaras.
—Puedo cruzar a través de Francia.
—Y ¿quién sabe lo que podría sucederte? Estamos en guerra con Francia.
—El Rey es amigo de Felipe, y no haría daño a su esposa.
—Tampoco olvidaría que eres la hija de tu padre.
Juana se retorció un largo mechón de pelo, tironeándoselo con vehemencia.
—Quiero ir. Quiero irme.
—No, mi querida. Cálmate, y deja que lo decida tu madre.
—Vos estáis contra mí —la acusó Juana—. Todos estáis contra mí, y es porque estáis celosos, porque yo estoy casada con el hombre más apuesto del mundo.
—Querida mía, no hables así, te lo ruego. No digas esas cosas. Las dices sin intención. Oh, mi querida Juana, yo sé que las dices sin intención. Estás demasiado tensa. Déjame que te ayude a meterte en cama.
—En cama no. ¡Yo quiero irme a Flandes!
—Te irás en la primavera, querida.
—¡Ahora! —chilló Juana, y los ojos empezaron a desorbitársele—. ¡Ahora!
—Entonces, espera aquí un poco.
—¿Vos me ayudaréis?
—Tú sabes que yo siempre te ayudo.
De pronto, Juana se arrojó en los brazos de su madre.
—Oh, madre, madre… es que lo amo tanto. Lo necesito tanto. Vos, que sois tan fría… tan correcta… ¿cómo podéis entender lo que él significa para mí?
—Lo entiendo —le aseguró la Reina, mientras la llevaba hacia la cama—. Pero esta noche debes descansar. No puedes salir de viaje durante la noche, ¿no crees?
—Mañana.
—Veremos. Pero esta noche debes descansar.
Juana se dejó llevar hasta el lecho, mientras seguía murmurando:
—Mañana me iré con él. Mañana… Isabel cubrió a su hija con una manta.
—¿Dónde vais? —le preguntó Juana.
—A encargar una poción calmante para ti.
—Mañana —susurraba Juana.
Isabel fue hasta la puerta de la habitación y ordenó que llamaran a su médico.
—Una poción para que mi hija se duerma —pidió al verlo llegar.
El médico se la trajo, y Juana la bebió con avidez.
Estaba deseando dormir. Su ansiedad la tenía agotada, y una noche de sueño la acercaría más a mañana.
Isabel se quedó junto a la cama hasta verla dormida.
Finalmente, fue así, se decía. Ya no puedo ocultar la verdad, y todos la sabrán. Tengo que hacer que la vigilen. Esto es el primer paso en el camino a Arévalo.
Tenía el rostro pálido, casi sin expresión. Le había sido asestado el más fuerte de todos los golpes, y la Reina estaba sorprendida de poder aceptarlo con tal resignación.
Pasado mediodía, Juana se despertó del sueño provocado por la droga.
Inmediatamente recordó la carta que había recibido de Felipe.
—Me voy a Flandes —se dijo en alta voz—. Hoy me voy a Flandes.
Intentó levantarse, pero la invadió una sensación de enorme lasitud y volvió a recostarse en las almohadas, sin pensar ya en el viaje a Flandes sino en el final de éste: en su reencuentro con Felipe.
La idea era tan embriagadora que Juana se sacudió la modorra y de un salto se bajó del lecho.
—¡Venid y ayudadme a vestirme! —gritó a sus damas—. Y vestidme para un viaje, que hoy me voy a Flandes.
Las mujeres entraron, con un aire diferente, un poco furtivo tal vez. Juana lo advirtió y se preguntó por qué.
—Venid y daos prisa —les ordenó—. Hoy partimos, y es mucho lo que hay que hacer.
—Alteza, la Reina ha dado órdenes de que hoy debíais descansar en vuestras habitaciones.
—¿Cómo puedo descansar, cuando tengo que salir de viaje?
—La Reina dio instrucciones de que…
—Yo no obedezco las instrucciones de la Reina, cuando el que me ordena que viaje es mi marido.
—Alteza, el tiempo está malo.
—Hará falta algo más que mal tiempo para mantenerme separada de él. ¿Dónde está la Reina?
—Partió para Segovia, y éstas son las instrucciones que nos ha dejado a todos aquí: que hemos de cuidar de vos hasta su regreso, y que entonces ella hablará con vos de vuestro viaje.
—¿Cuándo regresará?
—Nos dijo que debíamos deciros que tan pronto como terminara con sus obligaciones de Estado en Segovia, regresaría a vuestro lado.
—¿Y cree que yo la esperaré hasta que regrese?
Juana había empezado a retorcer la tela de la bata en la que se había envuelto al levantarse de la cama.
—Tememos que no hay otra alternativa, Alteza. Son las instrucciones que todos hemos recibido.
Juana guardó silencio. En sus ojos brilló una mirada de astucia, pero se dominó, y no se le escapó el profundo alivio de sus camareras.
—Hablaré con la Reina cuando vuelva —accedió—. Venid, ayudadme a vestirme y a arreglarme el pelo.
Se quedó en silencio mientras la atendían, comió poco y después se instaló en su asiento de la ventana y se pasó horas mirando hacia afuera.
La melancolía había vuelto a adueñarse de ella.
A la noche, Juana se despertó súbitamente y sintió las mejillas cubiertas de lágrimas.
¿Por qué estaba llorando? Por Felipe. Porque la mantenían alejada de Felipe cuando él le había pedido que volviera. Le ponían excusas para que siguiera allí. Su madre estaba aún en Segovia, sin darse prisa en volver a Medina del Campo, porque sabía que cuando volviera debía disponer las cosas para la partida de su hija.
Era una conspiración, una conspiración cruel y perversa destinada a mantenerla lejos de Felipe. Todos estaban celosos porque Juana se había casado con el hombre más apuesto del mundo.
Se enderezó en la cama y vio la habitación inundada por la pálida luz de la luna. Se bajó de la cama; en el cuarto adyacente se oía la calma respiración de sus camareras.
—No tengo que despertarlas —se dijo en un susurro—, porque entonces me detendrán.
¿Detenerla? ¿Es que iba a hacer algo?
Se rió para sus adentros. No iba a seguir esperando. Iba a irse… ahora mismo.
No había tiempo que perder. Tampoco tiempo para vestirse. Cubrió con una bata su cuerpo desnudo y, con los pies descalzos, salió sigilosamente de la habitación.
Sin que nadie la oyese, descendió la gran escalera y llegó al vestíbulo.
Uno de los hombres que guardaban la puerta se sobresaltó como si hubiera visto un fantasma, y en verdad que Juana se veía lo bastante extraña como para parecerlo, con el pelo suelto y en desorden sobre los hombros y la bata ondulante en torno de su cuerpo desnudo.
—Madre Santa… —balbuceó el guardia.
Juana pasó corriendo junto a él.
—¿Quién vive? —preguntó el hombre.
—Yo soy, la hija de vuestros Soberanos.
—En verdad que es doña Juana, en persona. Vuestra Alteza, señora, ¿qué hacéis aquí? ¡Y así vestida! Os moriréis de frío, con esta noche helada.
Ella se le rió en la cara.
—Vuelve a tu puesto —le ordenó—, y déjame cumplir con mi deber, que voy camino de Flandes.
El aterrado guardia despertó a sus compañeros, y media docena de ellos acudieron sin tardanza.
Juntos vieron la fugitiva imagen de la heredera del trono que atravesaba corriendo el patio, hacia las puertas.
—Están cerradas —aseguró uno de los hombres—. No irá ir muy lejos.
—Dad la voz de alarma —aconsejó otro—. Mi Dios, está tan loca como su abuela.
Juana les hizo frente, con la espalda contra las murallas, levantando la cabeza en un gesto desafiante.
—Abrid las puertas —vociferó al obispo de Burgos, a quien habían hecho venir de sus habitaciones en el palacio para que hiciera frente a la situación.
—Alteza, es imposible —respondió el obispo—. La Reina ha dado órdenes de que no se abran.
—Soy yo quien os doy órdenes —le gritó Juana.
—Alteza, debo obedecer las órdenes de mi Soberana. Permitidme que llame a vuestras doncellas para que os ayuden a volver a la cama.
—No quiero volver a la cama. Tengo que irme a Flandes.
—Más tarde, Alteza. Por esta noche…
—No, no —chillaba Juana—. No volveré. Abrid las puertas y dejadme seguir mi camino.
—Id a las habitaciones de Su Alteza a pedir a sus doncellas que le traigan ropa más abrigada —indicó el obispo, volviéndose hacia uno de los hombres.
—¿Qué estáis susurrando? —gritó Juana, mientras el hombre se alejaba—. Estáis celosos de mí… todos vosotros. Por eso me tenéis aquí encerrada. Abrid esas puertas si no queréis que os haga azotar.
En ese momento se le acercó una de sus camareras.
—Alteza —suplicó la mujer—, si os quedáis aquí os moriréis de frío. Os ruego que vengáis a acostaros.
—¿Tú también quieres detenerme, entonces? Tú también quieres mantenerme apartada de él. No creas que no lo he comprendido. Ya vi cómo lo mirabas con ojos lascivos.
—Alteza, por favor, Alteza —le rogaba la mujer.
Otra de las azafatas se le acercó, trayendo ropa de abrigo, e intentó deslizar sobre los hombros de Juana una gruesa capa, pero la heredera se la arrancó de las manos y con un grito de furia la arrojó a la cara de quienes la rodeaban.
—Os haré azotar a todos —vociferó—. A todos, por haber intentado mantenerme alejada de él.
—Por favor, volved al palacio, Alteza —imploró el obispo—. Haremos llamar inmediatamente a la Reina, para que podáis hablar con ella de vuestro viaje.
Pero el estado anímico de Juana había vuelto a modificarse. De pronto se sentó y se quedó mirando hacia adelante, como si no los viera, sin responder tampoco cuando la interpelaban.
El obispo no sabía muy bien qué hacer. No podía ordenar a Juana que volviera a sus habitaciones, pero sin embargo temía por su salud, e incluso por su vida, si la infanta permanecía durante toda la noche a la intemperie.
Decidió volver al palacio y llamó a uno de sus servidores.
—Ve inmediatamente a Segovia. No podrás salir por la puerta principal, de modo que te harán salir discretamente por un pasadizo secreto. Irás a toda prisa a ver a la Reina. Cuéntale lo que ha sucedido… todo lo que has visto, y pídele instrucciones respecto de la forma de proceder. Ve, no te demores, que no hay tiempo que perder.
Durante toda la noche, Juana siguió ante las puertas del palacio. El obispo trató de persuadirla, y en ocasiones se olvidó incluso de su rango y llegó a enfurecerse con ella, sin que Juana le prestara la menor atención; a veces, parecía no advertir siquiera su presencia.
La distancia entre Medina del Campo y Segovia era de unas cuarenta millas, de modo que no se podía esperar que la Reina llegara ese día, y quizá tampoco el siguiente. El obispo creía que si volvía a pasarse otra noche al aire libre y sin la vestimenta adecuada, Juana se moriría de frío.
Durante todo el día siguiente siguió negándose a moverse, pero cuando volvió a caer la noche el obispo consiguió convencerla de que se refugiara en un pequeño cobertizo, una especie de choza donde evidentemente era imposible encerrarla, pero que le brindaría por lo menos cierta protección contra el intenso frío.
Finalmente, Juana aceptó lo que le proponían, de manera que en la choza pasó la segunda noche, pero tan pronto como amaneció volvió de nuevo a instalarse junto a las puertas.
Cuando recibió la noticia de lo que sucedía, Isabel se sintió abrumada de dolor. Desde su llegada a Segovia se había sentido muy enferma; la guerra, sus múltiples obligaciones, la desilusión de no volver a tener consigo a Catalina y su persistente inquietud respecto de Juana iban minándola poco a poco.
Aunque quería regresar inmediatamente a Medina, la Reina temía que, débil como estaba, no podría hacerlo con la rapidez necesaria.
Hizo llamar a su presencia a Jiménez, pero como temía la rigidez del arzobispo en lo referente a su hija, convocó también a Henríquez, el primo de Fernando.
—Quiero que acudáis a toda prisa a Medina del Campo —les explicó—. Yo os seguiré, pero debo hacerlo a un ritmo más lento. Mi hija… se está conduciendo de una manera extraña.
Los puso al tanto de lo que sucedía, y no había pasado una hora desde la entrevista cuando los dos hombres emprendieron el viaje, mientras Isabel iniciaba los preparativos para partir a su vez.
Cuando Jiménez y Henríquez llegaron a Medina, el obispo los recibió con un alivio enorme. Estaba frenético de angustia, porque Juana, con una mueca de hosca determinación, los pies y las manos azules de frío, seguía aún inmóvil, sentada en el suelo y con la espalda apoyada contra la muralla, junto a las puertas del palacio.
Cuando se abrieron las puertas para dejar paso a Jiménez y su acompañante, la infanta procuró levantarse, pero tenía los miembros entumecidos de frío y, antes de que pudiera llegar a las puertas, éstas habían vuelto a cerrarse.
Jiménez la increpó furiosamente: Juana debía volver sin tardanza a sus habitaciones. Era el colmo de la impropiedad, el colmo de la desvergüenza, que una princesa de la Casa Real anduviera paseándose así a medio vestir.
—Vuélvete a tu universidad —le gritó Juana—. Ve a ocuparte de tu Biblia poliglota. Ve a torturar a las pobres gentes de Granada, pero a mí déjame en paz.
—Parecería, Alteza, que os ha abandonado todo sentido de la decencia.
—Guárdate tus palabras para quienes las necesiten, que a mí no tienes derecho de torturarme, Jiménez de Cisneros —le espetó Juana.
Henríquez intentó un acercamiento con palabras más dulces.
—Mi querida prima, nos tenéis a todos preocupados, angustiados al pensar que os enfermaréis si seguís quedándoos aquí.
—Si tan angustiados estáis por mí, ¿por qué me impedís que vaya a reunirme con mi marido?
—No os lo impedimos, Alteza. Únicamente os pedimos que esperéis hasta que haya mejor tiempo para hacer el largo viaje que os aguarda.
—Dejadme tranquila —volvió a vociferar Juana.
Después bajó la cabeza, se quedó con la vista fija en el suelo y se negó a responder.
Jiménez se preguntaba si lo mejor no sería hacerla entrar en el palacio por la fuerza, pero no era fácil encontrar quien se aviniera a llevar a la práctica una orden semejante. Juana era la futura Reina de España.
Al pensar en ella, el arzobispo se estremecía. La infanta estaba castigando su cuerpo, como él mismo lo había hecho infinidad de veces, pero ¡con qué propósito tan diferente! Jiménez mortificaba su carne como un medio para lograr mayor santidad, en tanto que la mortificación de Juana representaba un desafío frente a quienes le negaban la gratificación de su lujuria.
Una vez más, Juana pasó la noche en la choza y, al romper el alba, volvió a ocupar su lugar junto a las puertas. Esa misma mañana, llegó Isabel.
Tan pronto como entró, la Reina se dirigió rectamente hacia su hija. No la riñó ni le habló de sus deberes; simplemente, tomó en sus brazos a Juana y, por primera vez, Isabel perdió el dominio de sí. Las lágrimas le corrían por las mejillas al abrazar a su hija. Después, llorando todavía, se despojó de su pesada capa para cubrir con ella las heladas formas de Juana.
Entonces, pareció que la infanta olvidara su determinación. Con un gritito se abandonó en los brazos de su madre, susurrando:
—Madre, oh, madre querida.
—Ya estoy aquí —la tranquilizó Isabel—. Todo está bien. Madre está aquí.
Parecía que volviera a ser una niña, que los años hubieran vuelto atrás. Era otra vez la rebelde Juana que, cuando la castigaban por haberse hecho culpable de alguna travesura, se sentía asustada e insegura y no quería otra cosa que el consuelo y la seguridad que sólo su madre podía brindarle.
—Ahora vamos adentro —la invitó la Reina—, para que tú y yo podamos conversar. Haremos planes y hablaremos de todo lo que tú quieras hablar. Pero, querida mía, estás tan helada, y tan débil… Debes hacer lo que te dice tu madre, y entonces te pondrás fuerte y bien, y podrás ir a Flandes a reunirte con tu marido. En cambio, si estás enferma no podrás, ¿no te parece? Ni él tampoco querrá una esposa enferma.
Con esas palabras, Isabel había logrado lo que no pudieron conseguir las furibundas invectivas de Jiménez, la persuasión de Henríquez ni el angustiado empeño del obispo de Burgos.
Rodeando a su hija con un brazo, la Reina condujo a Juana hacia el palacio.
Ahora que sobre Isabel se había abatido el golpe decisivo, el que durante tanto tiempo había temido y que ya no podía seguir negando, la salud de la Reina se resintió.
Durante varios días estuvo tan enferma que no le quedó otra alternativa que permanecer en cama. No podía seguir viajando con Fernando, pese a que España pasaba por momentos de verdadera ansiedad, ya que estaban bajo la amenaza de una invasión de los franceses.
A la llegada de la primavera, Juana emprendió su viaje a Flandes. Isabel se despidió afectuosamente de su hija, segura de que jamás volvería a verla. No hizo intento alguno de aconsejarla, ya que bien sabía que todos sus consejos serían desoídos.
La Reina se daba cuenta de que sus días en este mundo estaban contados.
Mientras abrazaba a Juana, estaba diciéndose que debía poner sus asuntos en orden.
Llena de gozo, Juana se encaminó hacia la costa. Por el camino, el pueblo la saludaba con aclamaciones. En la campiña y en las aldeas había muchos que nada sabían de su locura, y creían que la infanta había estado cruelmente prisionera para mantenerla lejos de su marido.
Mientras atravesaba el país, con una graciosa sonrisa, no se advirtió en ella signo alguno de locura. Cuando se sentía pacíficamente feliz, Juana parecía estar del todo cuerda, y en esos momentos se sentía feliz, porque se dirigía a reunirse con Felipe.
En Laredo se demoraron a la espera de que pudiera emprenderse el viaje por mar, y durante ese tiempo Juana empezó a mostrar signos de tensión, pero antes de que su locura pudiera adueñarse de ella se habían hecho ya a la vela.
Para la infanta era una alegría volver a Bruselas, y se inquietó un poco al comprobar que Felipe no había acudido a esperarla a la costa. Aquellas de sus damas que conocían ya los signos de su extravío la observaban atentamente, manteniéndose a la expectativa.
En el palacio, Felipe la recibió tan desaprensivamente como si la separación no hubiera durado meses. Pero si Juana se sintió decepcionada, también era tal su regocijo de volver a estar con él que no lo demostró.
Su marido pasó con ella la primera noche que siguió al arribo de Juana, pero no transcurrió mucho tiempo sin que ésta descubriera que había alguien más que ocupaba ampliamente la atención de Felipe.
Tampoco tardó mucho en descubrir quién era la nueva amante que lo tenía cautivado, ya que no faltaron lenguas maliciosas, ávidas de tener oportunidad de señalársela.
Cuando Juana la vio, se sintió inundada por oleadas de cólera. Físicamente, la mujer parecía una Juno: una típica belleza flamenca, amplia de caderas y abundante de pechos, de cutis fresco y que lucía como su rasgo más característico una maravillosa cabellera dorada, una abundante cascada que le caía en rizos por los hombros hasta la cintura, y de la cual estaba evidentemente tan orgullosa que usaba siempre el pelo suelto, con lo cual estaba, incluso, imponiendo una nueva moda en la corte.
Durante días enteros, Juana estuvo observándola, sintiendo cómo el odio crecía dentro de ella. Y a la noche, mientras estaba sola, deseando que Felipe acudiera a su lado, pensaba en esa mujer y en lo que le haría si alguna vez llegaba a ponerle las manos encima.
Felipe la descuidaba por completo, y la frustración de estar tan cerca de él y verse, no obstante, privada de su compañía era tan grande para Juana como la de haberse sentido prisionera en Medina del Campo.
Felipe tuvo que ausentarse de la corte durante algunos días y, para gran alegría de Juana, no se llevó consigo a su blonda amante.
Cuando Felipe no estaba, Juana podía dar órdenes: era su mujer, la princesa de España, la archiduquesa de Flandes. De eso no podía él despojarla para concedérselo a la prostituta de cabellos de oro.
Juana estaba en un frenesí de excitación. Hizo reunir a sus doncellas y exigió que la amante de su marido fuera traída a su presencia.
La mujer se irguió ante ella con arrogancia, segura de su poder, con plena conciencia de hasta qué punto Juana amaba y necesitaba a su marido, y en sus ojos apareció una mirada de compasiva insolencia, como si recordara todos los favores que le eran negados a Juana, porque era ella quien los obtenía de Felipe.
—¿Habéis traído las cuerdas que os pedí? —preguntó Juana—. Entonces —prosiguió cuando una de las camareras le aseguró que las tenía—, id a llamar a los hombres.
Varios sirvientes que, advertidos ya de que se los llamaría, habían estado esperando afuera, entraron en la habitación.
Juana les señaló la amante de Felipe.
—Atadla. Atadla de pies y manos.
—No hagáis eso, que será peor para vos si lo hacéis —gritó la mujer.
En su locura, Juana asumió toda la dignidad que tanto se había esforzado siempre por inculcarle su madre.
—¡Obedecedme! —ordenó tranquilamente—. Yo soy aquí la que manda.
Los hombres se miraron, y cuando la rubia belleza de cabellos de lino se preparaba para escapar de la habitación, uno de ellos la atrapó y la retuvo. Los otros, siguiendo su ejemplo, hicieron lo que Juana les había ordenado y la ataron firmemente con las cuerdas. Como un paquete, la mujer quedó a los pies de Juana, con los ojos azules dilatados por el espanto.
—Ahora haced venir al barbero —prosiguió Juana.
—¿Qué vais a hacer? —gimió la mujer.
—Ya lo veréis —le aseguró Juana, que sentía cómo una risa desaforada quería apoderarse de su cuerpo, pero la dominó; si iba a vengarse, quería hacerlo con calma.
El barbero entró, con todos los instrumentos de su oficio.
—Sentad a esta mujer en una silla —indicó Juana.
De nuevo, la risa se agitó dentro de ella, pugnando por desatarse. Muchas veces, Juana se había imaginado lo que haría con las mujeres de Felipe si alguna vez llegaba a tener a su disposición a una de ellas. Había imaginado torturas, mutilaciones, incluso la muerte para quienes tanto sufrimiento le habían causado.
Pero ahora se le había ocurrido una idea brillante, que sería indudablemente la mejor venganza.
—Cortadle el pelo —ordenó—. Afeitadle la cabeza.
La mujer dejó escapar un chillido, mientras el barbero se quedaba espantado, con los ojos fijos en esa gloriosa cabellera dorada.
—Ya oísteis lo que dije —gritó a su vez Juana—. Haced lo que os digo si no queréis que os haga llevar a prisión. Si no me obedecéis inmediatamente, os haré torturar. Haré que os ejecuten.
—Sí, sí… Vuestra Gracia —murmuró el barbero—. Sí, sí, mi señora.
—Está loca, está loca —gritaba la aterrorizada mujer, para quien pocas tragedias podía haber más tremendas que la pérdida de su hermoso cabello.
Pero el barbero ya había puesto manos a la obra y los gritos de nada le sirvieron. Juana ordenó a otros dos hombres que la inmovilizaran, y los hermosos rizos no tardaron en estar desparramados por el suelo.
—Ahora, afeitadle la cabeza —exigió Juana—. Quiero verla completamente calva.
El barbero obedeció.
Juana se ahogaba de risa.
—¡Qué diferente queda! Ya no se la reconoce. ¿La reconoceríais vosotros? Ahora ya no es una belleza. Simplemente, parece una gallina.
La mujer, que había vociferado sus protestas de manera no menos demencial que la de Juana, estaba ahora inmóvil, jadeante, en su silla, con el evidente agotamiento que sigue a una crisis.
—Ya podéis soltarla y llevárosla —decidió Juana—. Traedle un espejo, para que pueda ver cuánto debía a esos hermosos rizos dorados de los cuales acabo de despojarla.
Mientras volvían a llevarse a la mujer, Juana se entregó a un paroxismo de risa.
A grandes pasos, Felipe entró en las habitaciones de su mujer.
—¡Felipe! —exclamó Juana, mientras los ojos se le encendían de placer.
Después, al ver que él la miraba fríamente, pensó: entonces, fue primero a verla a ella; ya la ha visto.
La acometió entonces un miedo terrible. Felipe estaba enojado, y no con su amante, porque hubiera perdido la espléndida cabellera que a él le resultaba tan atractiva, sino con su mujer, que había sido responsable de que se la cortaran.
—¿Ya la has visto? —tartamudeó. Y muy a pesar de sí la risa le subió por la garganta, sofocándola, gorgoteante—. Parece… parece una gallina.
Felipe la cogió de los hombros y la sacudió. Ya la había visto, sí. Durante el viaje a Bruselas había venido pensando en ella, imaginándose con placer el momento del reencuentro… todo para encontrarla… detestable. ¡Esa cabeza afeitada, en vez de los suaves rizos dorados! La mujer le había parecido repulsiva, y Felipe no había podido ocultar su impresión. Había leído en su rostro la más profunda humillación, y no había sentido más que un deseo: el de alejarse de ella.
—Me ataron, me inmovilizaron, y me cortaron el pelo… me afeitaron la cabeza —le había contado ella—. Y fue vuestra mujer… la loca de vuestra mujer.
—Ya crecerá —había respondido Felipe, mientras pensaba: «mi mujer… la loca de mi mujer».
Después había ido directamente a ver a Juana, rebosante de disgusto.
Juana estaba loca, y le repugnaba como jamás le había repugnado mujer alguna. ¡Y las cosas que se atrevía a hacer mientras él no estaba! Creía que podía tener algún poder en la corte de Felipe, pero era porque sus padres, arrogantemente, le habían inculcado que era la heredera de España.
—Felipe —gimió Juana—, lo hice porque esa mujer me volvía loca.
—Tú no necesitabas que nadie te volviera loca —respondió él, cortante—. Ya estabas loca de antes.
—Loca no, Felipe. No. Loca de amor por ti, únicamente. Si tú fueras bueno conmigo, yo siempre estaría tranquila. Si hice eso, fue solamente porque estaba celosa de ella. Dime que no estás enojado conmigo. Dime que no serás cruel. Oh, Felipe, si quedaba tan cómica… con esa cabeza… —la risa volvió a surgir dentro de ella.
—¡Cállate! —le ordenó fríamente Felipe.
—Felipe, no me mires así. Si lo hice fue únicamente porque…
—Ya sé por qué lo hiciste. Quítame las manos de encima, y nunca vuelvas a acercarte a mí.
—Pero… te has olvidado. Soy tu esposa. Debemos tener hijos…
—Ya tenemos bastantes hijos —la interrumpió él—. Aléjate de mí, que no quiero volver a verte jamás. Estás loca. Ten cuidado, si no quieres que te encierre donde corresponde.
Con el rostro alzado hacia él, tironeándole el jubón, a Juana empezaban a resbalarle las lágrimas por las mejillas.
Felipe la apartó de un empujón y la arrojó al suelo; después, salió presurosamente de la habitación.
Juana siguió en el suelo, sollozando, hasta que de pronto empezó otra vez a reírse, al recordar la grotesca cabeza afeitada.
Nadie se le acercó. Fuera de la habitación, sus doncellas susurraban entre sí.
—Dejémosla. Es lo mejor, cuando le da la locura. ¿Qué será de ella? Con cada día que pasa está más loca.
Pasado un rato, Juana se levantó y fue a tenderse sobre su cama.
—Preparadme para la noche —indicó a las doncellas, cuando se le acercaron—, que mi marido pronto vendrá a visitarme.
Lo esperó durante toda la noche, sin que Felipe viniera. Y durante las noches y los días que siguieron continuó esperándolo, sin verlo jamás.
Solía quedarse sentada, con una expresión de melancolía en el rostro, pero algunas veces prorrumpía en una risa estrepitosa, y en el palacio de Bruselas se comentaba continuamente:
—Con cada día que pasa está más loca.