Isabel recibe a Cristóbal Colon

Margarita andaba por el palacio como un triste, pálido espectro. Perdida su alegría flamenca, daba la impresión de estar siempre vuelta hacia el pasado.

Era frecuente que Catalina anduviera junto a ella por los jardines, sin que ninguna de las dos hablara mucho, pero había cierto consuelo que recíprocamente podían darse.

Catalina tenía la sensación de que esos paseos eran preciosos, porque no podían durar mucho tiempo. Algo había de sucederle… a ella o a Margarita. A ninguna de las dos habrían de permitirle que se quedara allí indefinidamente. Maximiliano no tardaría en empezar a preguntarse qué nuevo matrimonio podía combinar para su hija, y en cuanto a Catalina, el momento de su partida debía estar ya acercándose.

Un día, mientras paseaban juntas, Catalina comentó:

—Pronto regresará mi hermana Isabel, y se harán festejos de bienvenida. Tal vez entonces se dé por terminado el duelo.

—Mi duelo no terminará con los festejos —respondió Margarita.

—¿Te quedarás aquí? —interrogó Catalina, pasando un brazo por el de su cuñada.

—No lo sé. Es posible que mi padre vuelva a llamarme. Mis camareras se alegrarían de regresar a Flandes; dicen que jamás pudieron acostumbrarse a los modales españoles.

—Yo te echaré mucho de menos si te vas.

—Quizá… —empezó a decir Margarita, y se detuvo bruscamente.

Catalina se estremeció.

—Estás pensando que tal vez yo me vaya antes —durante un momento permaneció en silencio, para después prorrumpir—: Margarita, me da tanto miedo cuando lo pienso. A ti puedo decírtelo, porque tú eres diferente de todos los demás. Tú dices lo que piensas. Siento terror de Inglaterra.

—Un país no es tan diferente de otro —la consoló Margarita.

—No me gusta lo que me han dicho del Rey de Inglaterra.

—Pero quien debe preocuparte es su hijo. Hay otros hijos, que tal vez no sean como el padre. Mira qué amiga me he hecho yo de todas vosotras.

—Sí —asintió lentamente Catalina—, tal vez me gusten Arturo y sus hermanos.

—Tal vez no vayas, en definitiva. Muchas veces se cambian los planes.

—Yo también abrigaba esa esperanza —admitió Catalina—. Pero desde que se celebró la ceremonia por poder, creo que ya no tengo muchas probabilidades de escapar.

Catalina tenía el ceño fruncido, al imaginarse la ceremonia de la cual le habían hablado, y que había debido ser realizada en secreto, porque el Rey de Inglaterra temía que el Rey de Escocia se enterara de la alianza con España, y no sabía cuál podía ser su reacción.

—En la capilla de la Royal Manor of Bewdley… —susurró Catalina—. Qué nombres raros tienen estos ingleses. Tal vez con el tiempo me acostumbre. Oh, Margarita, cuando pienso en esa ceremonia siento como si ya estuviera casada, y sé que ya no me quedan esperanzas de escapar.

Desde una ventana de sus habitaciones, Isabel observaba a su hija, alegrándose de ver juntas a Margarita y a Catalina. Pobres niñas, podrían ayudarse entre ellas.

Aunque no pudiera ver la expresión del tierno rostro de su hija, la Reina se figuraba ver la desesperación traducida en el porte de la cabeza y en la forma en que Catalina dejaba caer las manos a los costados.

Probablemente estuviera hablando del matrimonio por poder. Pobrecita, se le destrozaría el corazón si tuviera que irse a Inglaterra. Si tenía trece años… Con un año más, habría llegado el momento.

Incapaz de seguir mirando a las jóvenes, la Reina se apartó de la ventana.

Fue hacia su mesa y empezó a escribir a Torquemada.

«Mi hija es todavía demasiado joven para casarse. Durante un tiempo más, habrá que conformarse con la ceremonia por poder ya realizada. Catalina no irá a Inglaterra… todavía.»

En muchas ocasiones, la reina Isabel de España agradecía que fueran tantas las cosas que la reclamaban. De no haber sido así, no creía Isabel que hubiera sido capaz de soportar el dolor por todo lo que había sucedido a su familia. Cuando había tenido que sobrellevar el tremendo golpe que le significó la muerte de Juan, pensó que en el mundo no había mujer que hubiera estado tan próxima a la desesperación como ella; y sin embargo, cuando pensaba en Juana, allá en Flandes, la asaltaba algo muy semejante al terror.

La verdad era que la Reina no se atrevía a pensar demasiado en Juana.

Por eso se alegraba de los continuos asuntos de Estado que se veía en la obligación de atender. Isabel jamás olvidaría que era la Reina, y que el deber que tenía hacia su país se anteponía a todo… sí, incluso el amor que, como madre afectuosa que era la ligaba a sus hijos.

Lo que la preocupaba ahora era su Almirante, Cristóbal Colón, que estaba a punto de llegar a verla. Isabel tenía gran admiración por ese hombre, a quien jamás dejaba de defender cuando sus enemigos, que eran muchos, formulaban cargos contra él.

Colón deseaba por ese entonces volver a hacerse a la mar rumbo al Nuevo Mundo, y la Reina sabía que le pediría los medios para hacerlo. Y eso significaba dinero para equipos, y hombres y mujeres capaces de ser buenos colonos.

Isabel recordaría siempre la ocasión en que Colón había regresado, tras su descubrimiento del Nuevo Mundo, trayendo consigo muestras de sus riquezas. Recordaba que habían cantado el Te Deum en la capilla real, agradeciendo a Dios el don que les hacía. Tal vez hubiera quienes se sintieran defraudados, quienes habían esperado mayores riquezas, mayores beneficios. Pero Isabel era mujer de miras amplias, y se daba cuenta de que la nueva colonia podía ofrecerles algo más importante que oro y chucherías.

Los hombres se impacientaban, porque no querían trabajar para ser ricos; querían conseguirlo sin esfuerzo alguno. En cuanto a Fernando, cuando vio el botín traído desde el Nuevo Mundo, lamentó haber prometido a Cristóbal Colón una participación en esos beneficios, y desde entonces buscaba continuamente la manera de invalidar su convenio con el aventurero.

Habían sido muchos los que deseaban seguir a Colón en su viaje de regreso al Nuevo Mundo, pero para fundar una colonia se necesitaban hombres de ideales. Isabel lo sabía, aunque Fernando y tantos otros fueran incapaces de entenderlo.

De la nueva colonia se había trasplantado a España una situación inquietante, de ambiciones y de celos. Eran muchos los que se preguntaban:

—¿Quién es el tal Colón? Un extranjero. ¿Por qué han de ponerlo por encima de nosotros?

Isabel comprendía que muchos de los aspirantes a colonizadores habían sido aventureros, hidalgos que no tenían intención alguna de someterse a ningún tipo de disciplina. ¡Pobre Colón! Sus dificultades no habían terminado con el descubrimiento de las nuevas tierras.

Y ahora, cuando volvía a ver a la Reina, Isabel se preguntaba qué consuelo podría ofrecerle.

Cuando su visitante llegó al palacio lo recibió sin demora, mirándolo con afecto mientras Colón se arrodillaba ante ella, dolida al pensar que había tantos que no compartían su fe en él.

Cuando lo autorizó para que se levantara, él se irguió frente a ella, corpulento, largo de piernas, con sus profundos ojos azules donde se ocultaban los sueños de un idealista; el abundante cabello, antes de un color dorado rojizo, mostraba ahora mechones blancos. Ante ella estaba un hombre a quien un gran sueño se le había convertido en realidad; pero para su activo idealismo, un sueño realizado perdía inmediatamente vigencia ante otro que parecía no menos fugaz.

Tal vez, pensaba Isabel, sea más fácil descubrir un Nuevo Mundo que fundar una pacífica colonia.

—¿Qué noticias traéis, estimado Almirante? —lo saludó.

—Alteza, la demora en regresar a la colonia me inquieta; temo las cosas que puedan estar sucediendo allá.

Isabel hizo un gesto afirmativo.

—Ojalá pudiera daros todo lo que necesitáis. Os daréis cuenta de que estos últimos meses, tan dolorosos, han sido de muchísimos gastos para nosotros.

Colón comprendió. El costo de la boda del príncipe debía de haber sido enorme; con un cuarto de esos gastos, él podría haber preparado su expedición. Recordó lo enojado que había estado durante las celebraciones, y cómo había comentado con su querida Beatriz de Arana y con Fernando, el hijo de ambos, lo disparatado de ese derroche. ¡Dilapidar tanto dinero en una boda, cuando se lo podría haber usado para enriquecer las colonias y, por ende, para engrandecer a España!

Beatriz y el joven Fernando estaban de acuerdo con él. A los dos les interesaban sus aventuras tan apasionadamente como al propio Colón. En el seno de su familia, Cristóbal era hombre de suerte; fuera de allí, padecía crueles frustraciones.

—La Marquesa de Moya me ha hablado de vuestras necesidades —expresó la Reina.

—La Marquesa siempre ha sido una excelente amiga para mí —respondió Colón.

Y así era, en verdad. Beatriz de Bobadilla, la amiga más querida de Isabel (que era por entonces Marquesa de Moya), profesaba a Colón una fe que pocos le tenían. Había sido ella quien, en los días previos al descubrimiento, lo llevara a presencia de Isabel, y ella quien le brindara activamente su apoyo.

—Estoy profundamente preocupada por vos, y he estado pensando de qué manera podría proporcionaros los colonos que necesitáis. Me parece que el dinero puede ser más fácil de reunir que los hombres.

—Alteza —le confió Cristóbal—, se me ha ocurrido una idea. Es indispensable que yo tenga hombres para la colonia; los necesito para trabajos agrícolas y de minería, y para edificar. Antes, llevé conmigo hombres que no tenían nada de colonos. No deseaban construir el Nuevo Mundo; lo único que querían era arrebatarle su botín para regresar a España con él.

Isabel sonrió.

—Y se decepcionaron —resumió—. El clima no les sentó bien, y me han dicho que regresaron tan enfermos y amarillentos que traían más oro en la cara que en los bolsillos.

—Es verdad, Alteza. Y por eso me resulta tan difícil encontrar hombres dispuestos a hacerse a la vela conmigo. Pero hay algunos a quienes se podría hacer ir; me refiero a los convictos. Si se les ofreciera la libertad a cambio de ir a la colonia, preferirían eso antes que seguir prisioneros aquí.

—Pero eso no sería una elección —objetó Isabel—, sino una forma de castigo.

El rostro tostado y curtido de su Almirante estaba iluminado por la excitación.

—Allá se convertirían en hombres diferentes —se entusiasmó—. Descubrirían la fascinación de construir un mundo nuevo. ¿Acaso podría ser de otra manera?

—Todos los hombres no son como vos, Almirante —le recordó Isabel.

Pero él estaba seguro de que todos los hombres preferirían salir a la aventura de un mundo nuevo antes que seguir en la cárcel.

—¿Cuento con la autorización de Vuestra Alteza para llevar adelante este plan?

—Sí —concedió Isabel—. Seleccionad vuestros convictos, Almirante, y que la suerte os acompañe.

Cuando él se hubo retirado, Isabel hizo llamar a la Marquesa de Moya. Eran raras las ocasiones que tenía de estar con su amiga dilecta; cada una de ellas tenía sus obligaciones, y no era frecuente que sus caminos se cruzaran. Sin embargo, cada una recordaba la amistad de cuando eran jóvenes, y cuando podían estar juntas, no dejaban escapar la oportunidad.

Cuando llegó Beatriz, Isabel la puso al tanto de los planes de Colón, de llevar convictos a la colonia. Beatriz la escuchó con gravedad, y sacudió la cabeza.

—Eso le traerá complicaciones —comentó—. Nuestro amigo Colón se encontrará haciendo de árbitro pacífico en un hato de rufianes. Ojalá pudiéramos enviar con él buenos colonos.

—Tendrá que conformarse con lo que pueda conseguir —respondió Isabel.

—Como todos nosotros —filosofó Beatriz—. ¿Qué noticias tenéis de la Reina de Portugal?

—Iniciarán inmediatamente el viaje. Es necesario; no quisiera que Isabel viaje más adelante, cuando esté más avanzado su embarazo.

—Oh, espero… —empezó a decir la impetuosa Beatriz.

—Seguid, por favor —animóla Isabel—. Ibais a decir que esperabais que esta vez no me viera yo decepcionada. Esta vez tendré en brazos a mi nieto.

Beatriz se acercó a Isabel y se inclinó para besarla, en el gesto familiar de dos amigas que han estado siempre muy próximas una de otra. Es más, la franca y directa Beatriz, dominante como era, era una de las pocas personas que, en ocasiones, trataban a la Reina como si esta fuera una chiquilla. Isabel la encontraba enternecedora. Cuando estaba en compañía de Beatriz, sentía que podía bajar sus defensas y permitirse hablar de sus esperanzas y de sus miedos.

—Sí, estáis angustiada —confirmó Beatriz.

—La salud de Isabel nunca fue buena. Esa tos que tiene, y que arrastra desde hace años…

—Muchas veces, las plantas delicadas son las que más tiempo viven —le recordó Beatriz—, Isabel estará bien cuidada.

—Es una de las razones para que me alegre de que haya sido necesario hacerla regresar. Podré estar presente durante el nacimiento, y ocuparme de que cuente con la mejor atención posible.

—Entonces, es para bien…

—No —se opuso con severidad Isabel—, las rivalidades internas en la familia nunca pueden ser para bien.

—¡Rivalidades! No llaméis rivalidades a las presunciones de ese fanfarrón de Felipe.

—Recordad de quién se trata, Beatriz: puede traernos muchísimos problemas. Y mi pobre Juana…

—Algún día encontraréis una razón para hacer que ella vuelva, y entonces podréis explicarle cuál es su deber.

Isabel sacudió la cabeza. Jamás había sido fácil explicar a Juana nada que ella no quisiera entender. Isabel tenía la sensación de que la vida en Flandes estaba cambiando a Juana… y no para mejorar. ¿Sería posible que alguien como Juana se estabilizara? ¿No iría su mente, como la de su pobre abuela, extraviándose cada vez más?

—Hay tantas dificultades —caviló Isabel—. Nuestra pobre Margarita es como un triste espectro que vaga por el palacio, en busca de un pasado feliz. Y Juana… Pero ni hablemos de ella: también tenemos a nuestro frustrado Almirante, con sus convictos. Y me temo que también tendremos grandes complicaciones en Nápoles. ¿Es que no han de tener fin nuestras aflicciones?

—No han de tener fin nuestras aflicciones, y tampoco nuestras alegrías —se apresuró a distraerla Beatriz—. Pronto tendréis en brazos a vuestro nieto, Reina mía. Y cuando ese momento llegue, os olvidaréis de todo lo que ha sucedido antes. El hijo de Isabel significará para vos tanto como habría significado el de Juan.

—Sois mi consuelo. Beatriz, como lo fuisteis siempre. Confío en que podamos pasar más tiempo juntas antes de tener que separarnos.