Tragedia en Salamanca
Juan y Margarita habían dado comienzo a su viaje triunfal, y había llegado el momento de que la princesa Isabel iniciara su viaje para reunirse con Manuel.
Isabel se alegraba de que su madre viajara con ella. Aunque Fernando también las acompañaba, no era mucho lo que la joven tenía que hablar con su padre, advirtiendo —como advertía— la impaciencia de él por ver realizado ese matrimonio.
La Reina comprendía la renuencia de su hija a regresar, nuevamente en condición de novia, al país del hombre a quien tan tiernamente había amado, pero no tenía idea de los horrores que habitaban la mente de su hija. Para ella era inconcebible que la joven Isabel pudiera estar tan preocupada por el destino de un sector de la comunidad que rechazaba los beneficios del cristianismo.
El matrimonio debía celebrarse sin la pompa que solía acompañar a las bodas reales, dado que Isabel era viuda. La gente seguía aún festejando el casamiento de Juan y Margarita, una ceremonia en la cual se había gastado muchísimo, de manera que por importante que fuera el matrimonio con Portugal, debía celebrarse con el mínimo espectáculo. Ni Fernando ni Isabel eran derrochones, y no les gustaba gastar en lo que no era necesario.
La ceremonia que habría de celebrarse en Valencia de Alcántara, la pequeña ciudad donde Manuel esperaba a su novia sería, pues, recatada y tranquila.
Al levantar los ojos del rostro de su prometido, extrañas emociones llenaban el corazón de la joven Isabel. Volvieron a su memoria los recuerdos del palacio de Lisboa, donde lo había visto por primera vez, de pie junto al Rey, y recordó haber pensado en aquel momento que Manuel era Alonso.
Después habían llegado a entablar amistad; Manuel había demostrado claramente su deseo de estar en el lugar de Alonso y, tras el triste día de la muerte de Alonso, se había convertido en el más bondadoso y comprensivo de sus amigos. Había sido entonces cuando sugirió a Isabel que se quedara en Portugal para convertirse en su mujer.
Y ahora era el Rey de Portugal, un honor que jamás podría haber alcanzado a no ser por aquel accidente en el bosque, pues si Alonso hubiera vivido, los hijos que Isabel hubiera tenido de él habrían tenido precedencia sobre Manuel.
Pero todo había sido diferente… trágicamente diferente, y ahora Isabel volvía a Portugal como novia de Manuel.
Él se llevó a los labios la mano de su prometida para besársela: aún seguía amándola. Era increíble la fidelidad que le había guardado ese hombre durante tantos años. Mientras ella lloraba su viudez y declaraba que jamás volvería a casarse, Manuel la había esperado.
Y finalmente, Isabel volvía con él, pero cargaba sobre sus hombros un peso abominable: la desdicha de millares de judíos.
También la sonrisa de él era dolorosa; también él pensaba que era terrible el precio que había tenido que pagar por ella: la negación de sus propias creencias.
Ante el manifiesto regocijo de Fernando y la sonrisa graciosa de la Reina se celebró la ceremonia. Todo estaba bien; la infanta Isabel de España se había convertido en la Reina de Portugal.
Isabel se alegraba de no haber tenido que pasar por las habituales y agotadoras ceremonias de una boda, que se le habrían hecho imposibles de soportar.
Cuando se quedó con Manuel, al percibir la ternura de él, su gentileza, su decisión de hacerla feliz, sintió un calmo contentamiento. Tengo suerte, pensó, como la ha tenido Margarita con Juan.
Qué tontería había sido demorar durante tanto tiempo la boda. Podría haberse casado con él uno o dos… en realidad, tres años atrás. Y si lo hubiera hecho, ya para entonces podría haber tenido un hijo.
—Sois un hombre sumamente fiel, para haber esperado todos estos años —dijo a su marido.
—¿No comprendisteis que una vez que os hube visto debía seros fiel? —interrogó él.
—Pero es que yo ya no soy joven, tengo veintisiete años. Vaya, si podríais haberos casado con mi hermana María, que es doce años menor que yo, y es virgen.
—¿Os parece raro que fuera a Isabel a quien quería?
—Oh, sí, muy raro —admitió ella.
Manuel le tomó las manos y se las besó.
—Pronto comprenderéis que no hay en eso nada de raro. Os amo desde la primera vez que estuvisteis entre nosotros. Os amaba cuando os fuisteis, y os amo más que nunca ahora que habéis regresado a mí.
—Intentaré ser todo lo que vos merecéis en una esposa, Manuel.
Su marido la besó con pasión, e Isabel sintió que él intentaba excluir algo de su mente… algo que ella bien conocía. Aunque no hubieran hablado de «la condición», eso era algo que estaba interponiéndose entre ellos, sentía Isabel, entre ellos y una completa felicidad.
Acostarse con Manuel, saber que de nuevo volvía a tener marido, fue algo que no removió los amargos recuerdos de Alonso, como Isabel había temido. Sólo ahora comprendía que ésa era la manera más rápida de borrar el recuerdo de aquella remota luna de miel que había terminado en tragedia.
Manuel no era muy distinto de su difunto primo y, aunque no experimentara los gozosos transportes que había disfrutado con Alonso, Isabel se daba cuenta de que ese calmo contento era algo a lo que ella y Alonso habrían llegado con el tiempo.
Durante los primeros días de su matrimonio, Alonso y Manuel empezaron a mezclársele de una manera extraña, como si se hubieran convertido en una sola persona.
Durante esos primeros días, se olvidaron. Después, Isabel advirtió que uno de los servidores de Manuel tenía rasgos judíos, y cuando le pareció que el hombre la observaba con mirada malévola, un miedo terrible se apoderó de ella.
En ese momento no dijo nada, pero esa misma noche se despertó gritando, aterrorizada por una pesadilla.
Manuel intentó consolarla, sin que ella pudiera recordar nada del sueño; apenas si podía sollozar de terror en brazos de su marido.
—Es mi culpa —gemía—. Es mi culpa. Debería haber venido antes contigo. No debería haber dejado que esto sucediera.
—¿Qué es esto, querida mía? Dime qué es lo que estás pensando.
—En lo que estamos por hacer a esa gente. En el precio que tuviste que pagar por nuestro matrimonio.
Al sentir que el cuerpo de Manuel se ponía rígido, Isabel supo con certeza que tampoco él podía sacarse de la cabeza esa condición espantosa.
Mientras le besaba el pelo, él susurró:
—Tendrías que haber venido antes, Isabel. Tendrías que haber venido hace mucho tiempo.
—¿Y ahora?
—Y ahora —respondió Manuel— hay que pagar el precio. He dado mi palabra; es la condición del matrimonio.
—Manuel, eso te horroriza, es abominable. Es algo que te obsesiona… lo mismo que a mí.
—Es que te necesitaba tanto… que cuando me exigieron ese precio, lo pagué… por lo mucho que te necesitaba.
—¿No hay ninguna otra salida? —susurró Isabel.
Qué pregunta estúpida. Mientras la formulaba vio los rostros, agrio el de Torquemada, sereno el de su madre, el de su padre astuto. Ellos les habían impuesto esa condición e insistirían en que fuera cumplida.
Durante un rato, estuvieron en silencio.
—Es como una amenaza sobre nosotros —continuó después Isabel—. Esos extranjeros, con su religión extraña, nos cubrirán de maldiciones por lo que les hemos hecho. Su maldición pesará sobre nuestra casa… Manuel, tengo miedo.
Él la apretó contra su pecho y, al hablar, lo hizo con voz ahogada.
—Debemos cumplir con esa condición, y después olvidarlo. La culpa no es de nosotros. Mi necesidad de ti me hizo débil. Pero ahora ya estamos casados. Haremos lo que tenemos que hacer y después… volveremos a empezar.
—¿Será posible?
—Lo será, mi Isabel.
Isabel se dejó consolar pero, cuando se quedó dormida, en sus sueños la persiguieron mil voces; voces de hombres, de mujeres y de niños a quienes su fe les valdría que fueran arrojados de sus hogares. Y esas voces la maldecían, y maldecían la unión de las casas de España y de Portugal.
En Salamanca se celebraba el arribo del heredero de España y de su esposa. El pueblo había acudido desde muchas millas a la redonda; hombres, mujeres y niños hormigueaban a su paso en la llanura, mientras ellos iban hacia la ciudad universitaria.
Los estudiantes estaban en fête; los había de todas las nacionalidades porque, después de París, Salamanca era el centro de erudición más importante del mundo. La ciudad era rica, porque muchos nobles habían comprado casas en ella, para poder vivir cerca de sus hijos y vigilarlos durante los años que estudiaban en la Universidad.
Por las calles, los estudiantes alardeaban de sus estolas, de distintos colores para las diversas facultades. Salamanca solía ser una ciudad alegre, pero jamás había visto nada que igualara esa ocasión. Las campanas de las iglesias repicaban continuamente; en calles y patios resonaban las risas; se estaban preparando los toros que la ocasión exigía, y en la Plaza Mayor la excitación llegaba al colmo. Es los balcones de las casas se lucían hermosas mujeres, y los estudiantes las contemplaban con ojos ávidos. De vez en cuando un lucido cortejo recorría las calles, y la multitud lo aclamaba, porque sabían que era parte del séquito del príncipe.
Camino de los bailes y de los banquetes que se ofrecerían en honor de ellos, el príncipe y su esposa recorrerían las calles y el pueblo salmantino tendría ocasión de demostrar su entusiasmo al heredero del trono.
En Salamanca todo era alegría y lealtad a la regia pareja.
Margarita lo miraba todo con ojos serenos.
Era grato saber que el pueblo los amaba, a ella y a su marido, y aunque la joven sospechaba que más aún amaban el bullicio de la ceremonia, se guardó bien de decirlo. Tal vez ella fuera un poquito más cínica que Juan.
Él se deleitaba en el placer de su pueblo, no porque le agradara la adulación —que le preocupaba, porque no se consideraba digno de ella—, sino porque sabía que sus padres se enterarían de la recepción que les tributaban, y no ignoraba cuánto les agradaría.
Tras haber bailado en la fiesta que se había celebrado en honor de ellos, los príncipes estaban en sus habitaciones.
Margarita no estaba cansada; podría haberse pasado toda la noche bailando, y sintiéndose más feliz de lo que se había sentido nunca en su vida. Miraba a su marido y pensaba: es el momento de compartir con él esta felicidad, que es de él tanto como mía, y que complace a Juan no menos de lo que a mí me complace.
No había querido decírselo mientras no estuviera segura, pero creía que ahora no podía caber ya duda alguna.
Se sentó en la cama y miró a Juan. Había indicado que se retiraran a las doncellas que debían ayudarlos a acostarse, porque no estaba de ánimo para ceremonias. Sabía que eso las escandalizaba, pero no hacía caso de su asombro. Si Juan la aceptaba con su informal modalidad flamenca, también ellas debían aceptarla. A las doncellas que la habían acompañado desde Flandes se les hacía difícil adaptarse a España.
—Esas continuas ceremonias no sólo son cansadoras, sino ridículas —se quejaban.
—Debéis comprender —les explicaba Margarita— que para ellos nuestras costumbres son toscas, y tal vez eso sea peor que ridículo. Donde fueres, haz lo que vieres, dice el refrán. No olvidéis que eso es válido también para España.
Admitía, sin embargo, que si no podían adaptarse a las costumbres españolas tendrían que regresar a Flandes. En cuanto a mí, pensaba, soy tan feliz que no deseo cambiar nada.
—Juan, me temo que esta noche escandalicé un poco a la gente —comentó.
—¿Escandalizarlos?
—Oh, vamos, ¿no viste levantarse algunas cejas? Mis modales flamencos los confunden.
—¿Y eso qué importa, si tú les gustas?
—¿Tú crees que les gusto?
—A mí me gustas, y con eso basta.
—Pero Juan, es que a ti es muy fácil gustarte. Tal vez yo tenga que aprender a ser más solemne, más española, más como la Reina. Tengo que aprender a tomar a tu madre como modelo, Juan.
—Sigue siendo como eres, que así me gustas más —pidió él, besándola en los labios.
Margarita se levantó de un salto y se puso a bailar solemnemente una pavana. Después la interrumpió de golpe.
—Así es como la bailaríamos en Flandes —anunció.
Juan se echó a reír ante la disparatada imitación que ella hizo de la danza española.
—Ven a bailar conmigo —lo invitó Margarita, tendiéndole ambas manos—, que si lo haces bien, te diré un secreto.
Cuando él se colocó frente a ella. Margarita advirtió su aire de cansancio y le notó el rostro arrebatado.
—Juan, estás cansado —señaló.
—Un poco. Hacía calor en el salón de baile.
—Tienes las manos ardiendo.
—¿De veras?
—Siéntate, que te ayudaré a acostarte. Ven, que yo seré tu ayuda de cámara.
—Margarita —preguntó él, riendo—, ¿qué pensarán tus doncellas de tus extraños modales?
—Que soy flamenca… nada más. ¿No sabías que a la gente de mi país le gusta más las bromas y las risas que las ceremonias? Me perdonarán mis rarezas porque soy flamenca, simplemente. Y cuando sepan la noticia que tengo… me perdonarán todo.
—¿Qué noticia es ésa?
—Vamos, ¿no la adivinas?
—¡Margot!
Ella se inclinó a besarle dulcemente la frente.
—Que sea por muchos y muy felices años, padrecito —susurró.
Fue una noche que Margarita jamás olvidaría.
—Siempre recordaré con amor a Salamanca —anunció.
—Lo traeremos a esta universidad, y diremos al pueblo cuánto amamos a esta ciudad donde pasamos algunos de los días más felices de nuestra luna de miel.
—Y que aquí supe por primera vez de su existencia.
Entre risas, volvieron a hacerse el amor; se sentían más serios, más responsables. Ya no eran amantes, simplemente; eran casi padres, y la visión de ese futuro los sobrecogía.
Amanecía cuando Margarita se despertó. Era como si algo la hubiera sobresaltado, pero no sabía qué. La ciudad volvía ya a la vida, y se oía a los estudiantes por las calles.
Margarita tuvo la sensación de que algo andaba mal. Se sentó en la cama.
—¡Juan! —llamó.
Como él no le respondió en seguida, la joven se le acercó para volver a llamarlo.
Juan seguía teniendo las mejillas arrebatadas, y al apoyar el rostro contra el de él, su mujer se inquietó al notarlo afiebrado.
—Juan —susurró—. Juan, querido mío. Despiértate.
Cuando él abrió los ojos, Margarita sintió ganas de llorar de alivio, al ver que le sonreía.
—Oh, Juan, durante un momento pensé que algo andaba mal.
—¿Qué podría andar mal? —interrogó él, tomándola de la mano.
A Margarita le pareció que esos dedos le quemaban.
—¡Estás ardiendo!
—¿De veras? —Juan trató de enderezarse, pero volvió a caer sobre las almohadas.
—¿Qué te pasa, Juan? ¿Qué es lo que tienes?
—Estoy mareado —respondió él, llevándose una mano a la cabeza.
—Estás enfermo —gimió Margarita y, levantándose de un salto de la cama, se envolvió rápidamente en una bata. Temblorosa, corrió hacia la puerta, dando voces:
—Venid pronto, que el príncipe está enfermo.
Los médicos estaban junto al lecho de Juan.
Dijeron que Su Alteza había contraído una fiebre y que con los remedios que ellos le darían no tardaría en recuperarse.
Durante todo ese día, Margarita permaneció junto al lecho de su esposo. Él la miraba con ternura, esforzándose por asegurarle con su expresión que todo iba bien.
Sin embargo, ella no se dejó engañar y durante toda la noche siguiente siguió junto a él.
Al llegar la madrugada, Juan deliraba.
Los médicos, reunidos en una junta, hablaron con Margarita.
—Alteza —expresaron—, pensamos que se debe enviar sin demora un mensaje al Rey y a la Reina.
—Pues que así se haga, a toda prisa —respondió la princesa.
Mientras los mensajeros, al galope, se dirigían a la ciudad fronteriza de Valencia de Alcántara, ella volvió a sentarse junto al lecho de su marido.
Fernando recibió a los mensajeros que venían de Salamanca.
Primero leyó la carta de Margarita. ¡Juan, enfermo! Pero si había estado perfectamente bien cuando inició su viaje de luna de miel. No eran más que temores histéricos de la joven esposa. Juan estaría un poco agotado; tal vez el casamiento pudiera resultar agotador para un muchacho serio que, antes de su boda, había llevado una vida del todo virtuosa. Para Fernando, el matrimonio no había significado ese tipo de problemas, pero era capaz de admitir que Juan era diferente de él en ese aspecto.
Pero había otra carta, y la firmaban dos médicos, a quienes la salud del príncipe daba motivos de alarma. Creían que había contraído alguna fiebre maligna, y lo encontraban tan enfermo que sus padres debían acudir sin pérdida de tiempo a su lado.
Fernando se preocupó. Eso no era histeria; Juan debía de estar realmente enfermo.
Era un inconveniente. Manuel y su hija Isabel todavía estaban celebrando su matrimonio, y si él y la Reina salían repentinamente de viaje para estar con Juan, eso podía ser motivo de gran angustia.
Fernando se dirigió a las habitaciones de Isabel, preguntándose cómo le daría la noticia. Ella sonrió al verlo entrar, y su marido la miró con ternura. Se la veía un poco envejecida; la pena de separarse de Juana, y ahora de Isabel, habían dibujado algunas arrugas más en su rostro. Cuando Fernando se salía con la suya, como había sucedido en el asunto del matrimonio de Isabel, se permitía sentir afecto por su Reina. Isabel era una buena madre, muy dedicada, se recordó, y si alguna vez pecaba en su conducta hacia sus hijos, era por exceso de indulgencia.
Decidió omitir la carta de los médicos y mostrar a su mujer únicamente la de Margarita; así podría evitar que se pusiera demasiado ansiosa por el momento.
—Hay noticias de Salamanca —anunció.
El rostro de Isabel se iluminó de placer.
—He oído decir que el pueblo les ha dado una bienvenida como raras veces se ha visto —comentó la Reina.
—Sí, así es, pero… —comenzó Fernando.
—¿Pero…? —lo apremió Isabel, en cuyos ojos se pintaba ya la angustia.
—Juan no está del todo bien. Tengo una carta de Margarita. La pobre niña no escribe como la calma señora que procura parecer.
—Mostradme la carta.
Fernando se la dio y, mientras ella leía, le rodeó los hombros con un brazo.
—Ya veis que no es más que la inquietud histérica de nuestra noviecita. En mi opinión, a Juan debe hacérsele un poco agotador el papel de marido de una niña tan vivaz. Lo que necesita es descanso.
—¡Una fiebre! —exclamó la Reina—. Me pregunto a qué se refieren con eso…
—Sobreexcitación, Isabel, os estáis angustiando. Iré a Salamanca sin pérdida de tiempo. Vos quedaos aquí para despediros de Isabel y de Manuel, que yo os escribiré desde Salamanca para tranquilizaros.
Isabel lo miró pensativa.
—Sé que si yo no hago ese viaje —continuó Fernando—, vos seguiréis ansiosa. Y si vamos los dos, conseguiremos que se difundan en el país toda clase de rumores ridículos.
—Tenéis razón, Fernando. Os ruego que vayáis lo más rápido posible a Salamanca. Y escribidme… tan pronto como lo hayáis visto.
Fernando la besó con más ternura de la que le demostraba habitualmente. Cuando la esposa sumisa ocupaba el lugar de la Reina, sentía gran afecto por Isabel.
Mientras atravesaba a caballo la ciudad de Salamanca, los saludos que recibía Fernando eran silenciosos, casi como si la ciudad universitaria estuviera de duelo.
Los médicos estaban esperándolo, y le bastó con mirarlos para percibir su alarma.
—¿Cómo está mi hijo? —les preguntó con brusquedad.
—Alteza, desde que os escribimos no le ha bajado la fiebre. Es más, ha empeorado.
—Iré inmediatamente junto a su lecho.
Fernando encontró allí a Margarita, y advirtió que algunas de las mujeres que permanecían en la habitación estaban llorando, y que la expresión de los hombres era tan lúgubre que daba la impresión de que Juan estuviera viviendo sus últimas horas.
Fernando los miró con furia; el enojo sofocaba al miedo. ¿Cómo se atrevían a suponer que Juan fuera a morirse? Juan no debía morir. Era el heredero de una España unida, y en Aragón habría problemas si no tenían un heredero varón. Y aparte de ese varón, él y la Reina no tenían más que hijas mujeres. Después de tantos planes y esperanzas, Juan no debía morir.
Margarita se veía pálida y agotada, pero compuesta, y Fernando sintió un nuevo afecto por su nuera. Pero el rostro exangüe de Juan sobre la almohada lo asustaba.
Se arrodilló junto a la cama para tomar la mano de su hijo.
—Hijo mío, ¿qué son estas noticias que me dan?
El muchacho le sonrió.
—Oh, padre, habéis venido. ¿Está mi madre con vos?
—No. ¿Por qué habría de venir, si no tienes más que una leve indisposición? Está en la frontera, despidiendo a tu hermana que se va a Portugal.
—Me habría gustado verla —dijo débilmente Juan.
—Bueno, pues bien pronto la verás.
—Creo que tendrá que darse prisa en venir, padre.
—Pero, ¿por qué? —tronó Fernando, con voz colérica.
—No debéis enojaros conmigo, padre, pero me parece sentir que la muerte se aproxima.
—¡Qué disparate! ¿No es eso un disparate, Margarita?
—No lo sé —respondió, aturdida, la muchacha.
—¡Pues yo sí! —gritó Fernando—. Te has de recuperar… lo antes posible. Por Dios, ¿no eres acaso el heredero del trono… el único heredero varón? En buena situación nos veríamos si nos dejaras sin heredero varón.
Juan sonrió débilmente.
—Oh, padre, ya habrá otros. Yo no soy tan importante.
—Jamás oí semejante tontería. ¿Qué hay de Aragón, dime? Bien sabes tú que allí no aceptarán como Reina a una mujer. De manera que debes pensar en tu deber y no hablar de morirte y dejarnos sin heredero masculino. Volveré a ver inmediatamente a tus médicos, y les ordenaré que te curen inmediatamente de esta… fiebre de luna de miel.
Fernando se levantó y se quedó mirando afectuosamente a su hijo. ¡Cómo había cambiado!, pensó con inquietud. Juan nunca había sido un muchacho fuerte como su padre, ni como el joven Alfonso. Madre Santa, qué pena que ese muchacho no fuera su hijo legítimo. Lo que se necesitaba ahora era acción… y drástica.
Majestuosamente, Fernando salió de la habitación, indicando con un gesto a los médicos que lo siguieran; en la antesala contigua al dormitorio, cerró la puerta y les preguntó:
—¿Qué, está muy enfermo?
—Muy enfermo, Alteza.
—¿Qué esperanza hay de que se recupere?
Los médicos no respondieron, temerosos de decir al Rey lo que en verdad pensaban. En cuanto a Fernando, también tenía miedo de apremiarlos más. Sentía por su hijo todo el afecto que era capaz de sentir, pero con él se mezclaba la idea del papel que debía desempeñar ese hijo en el cumplimiento de sus propias ambiciones.
—Pienso que mi hijo ha abusado de sus fuerzas —expresó—. Día y noche, ha tenido que cumplir con su deber, siendo un buen príncipe para su pueblo y un buen marido para la archiduquesa, y eso ha sido demasiado para él. Debemos cuidarlo hasta que se recupere.
—Alteza, si el agotamiento le hubiera producido esta enfermedad, tal vez fuera atinado separarlo de su esposa. Eso le daría ocasión de recuperar las fuerzas.
—¿Es el único remedio que podéis sugerir?
—Los hemos intentado ya todos, pero la fiebre va en aumento.
Durante un rato, Fernando permaneció en silencio.
—Volvamos al cuarto del enfermo —dijo después.
Ya junto al lecho de Juan, se esforzó por hablar en tono festivo.
—Los doctores me dicen que estás agotado, y proponen un descanso total; ni siquiera Margarita debe visitarte.
—No —se opuso Margarita—; yo debo estar con él.
Juan tendió la mano para aferrar la de su mujer. Se la apretó ansiosamente y, aunque no hablara, era evidente que deseaba que Margarita no se apartara de él.
Fernando observó a su hijo, impresionado al advertir cómo le había adelgazado la muñeca. En muy poco tiempo debía de haber perdido mucho peso; finalmente, Fernando empezaba a caer en la cuenta de que su hijo estaba muy enfermo.
Sí, pensó, está muy ligado a Margarita. Es mejor que sigan juntos; por enfermo que esté, todavía puede estar a tiempo de engendrar un hijo. Un niño sigue siendo un niño, aunque haya sido concebido en la pasión de la fiebre. Si Juan pudiera dejar encinta a Margarita antes de morir, su muerte no sería una tragedia tan grande.
—No temáis —les dijo—, que no tendré el corazón tan duro como para separaros.
Se dio vuelta y salió, dejándolos juntos. Ahora estaba más que inquieto, decididamente preocupado.
Esa noche, Fernando no pudo dormir. El estado de Juan había empeorado durante el día, y su padre se encontraba compartiendo la opinión general de todos los que rodeaban al príncipe.
Juan estaba muy gravemente enfermo.
Al despedirse esa noche de él, el joven había apoyado sus labios ardientes en la mano de su padre, diciéndole:
—No debéis llorar por mí, padre. Si he de morir, como creo, iré a un mundo mejor que este.
—No digas esas cosas, que te necesitamos aquí —le respondió hoscamente Fernando.
—Tened cuidado al dar la noticia a mi madre —susurró Juan—, que me quiere bien. Decidle que su Ángel velará por ella, si le es posible hacerlo. Decidle que la amo tiernamente y que ha sido la mejor madre que nadie haya tenido jamás. Os ruego que le digáis esto en mi nombre, padre.
—Esas cosas se las dirás tú mismo —replicó Fernando.
—Padre, no os apenéis por mí, que estaré en un lugar dichoso. Doleos más bien por los que aquí dejo. Consolad a mi madre y cuidad de Margarita, que es tan joven y que no siempre entiende nuestras costumbres. Grande y tierno es mi amor por ella. Cuidad, de ella… y de nuestro hijo.
—¡Vuestro hijo!
—Margarita está encinta, padre.
Fernando no pudo disimular la alegría que le iluminaba el rostro. Juan lo advirtió, y comprendió.
—Ya veis, padre, que si me voy os dejaré algún consuelo.
¡Un hijo! Así, todo era distinto. ¿Por qué no se lo habían dicho antes? Si Margarita tenía ya en su seno al heredero de España y de la herencia de los Habsburgo, la situación no era tan cruel como Fernando había temido.
Durante un momento, se había olvidado de la posibilidad de la muerte de su hijo.
Pero ahora, a solas en su habitación, pensaba en Juan, el más dulce de sus hijos, el «ángel» mimado de Isabel. Juan nunca les había dado motivos de preocupación, a no ser por su salud; había sido un hijo modelo, inteligente, bondadoso y obediente.
Fernando cayó en la cuenta de que ni siquiera la idea del nuevo heredero podía compensarlo por la pérdida de su hijo.
¿Qué podía decir a su mujer? Pensó con ternura en Isabel, que tanto amor y devoción había dedicado a su familia. ¿Cómo podría darle la noticia? La Reina había llorado amargamente por su separación de Isabel, y su preocupación por Juana, allá en Flandes, era incesante. Además, se anticipaba ya al momento en que María y Catalina deberían alejarse de ella. Si Juan moría… ¿cómo podía darle la noticia?
Al oír un golpe en la puerta, se levantó de un salto para abrirla.
El hombre no necesitó hablar para que Fernando supiera cuál era el mensaje.
—Los médicos piensan que debéis acudir junto al lecho del príncipe para despediros de él, Alteza.
Fernando asintió, sin hablar.
Juan estaba recostado sobre las almohadas, con una débil sonrisa en los labios. Arrodillada junto al lecho, con la cara oculta entre las manos, seguía Margarita. Su cuerpo parecía tan inmóvil como el de su marido muerto.
Fernando estaba con su nuera. Margarita parecía mucho mayor que la muchacha que pocos meses atrás se había casado con Juan, y lo miraba con rostro inexpresivo.
—Tenéis al niño para vivir por él, querida mía —le dijo con suavidad Fernando.
—Sí, tengo al niño —repitió Margarita.
—Hemos de cuidar bien de vos, hija querida. Debemos consolarnos recíprocamente. Yo he perdido al mejor de los hijos, vos al mejor de los maridos. Vuestra fortaleza os gana mi admiración. Margarita, no sé cómo enviar a su madre una noticia tan terrible.
—La Reina querrá saber la verdad sin demora —respondió Margarita en voz baja.
—El golpe la mataría. Isabel no tiene idea de que él sufriera nada más grave que una simple fiebre. No, debo darle la noticia con suavidad. Le escribiré primero diciéndole que Juan está enfermo y que vos estáis encinta. Son dos noticias, una buena y una mala. Después, volveré a escribirle y le diré que el estado de Juan nos da motivos de angustia. Iré dándole poco a poco esta noticia tremenda; será la única forma en que pueda soportarla.
—Se le destrozará el corazón —murmuró Margarita—, pero a veces pienso que ella es más fuerte que ninguno de nosotros.
—No. En lo más profundo de sí, no es más que una mujer… esposa y madre. Ama con ternura a todos sus hijos, pero Juan era su preferido. El único varón, el heredero de lo que tanto luchamos por tener —súbitamente, Fernando ocultó el rostro entre las manos—. No sé cómo podrá sobrevivir a este golpe.
Margarita no daba la impresión de escucharlo. Aturdida, se decía que en realidad nada de eso había sucedido, que lo que vivía no era más que una horrible pesadilla. Pronto se despertaría, se encontraría en los brazos de Juan y los dos se levantarían para ir a la ventana, a mirar al patio bañado de sol. Entre los vivas de la multitud, volverían a recorrer las calles de Salamanca, y ella le contaría, riendo:
—Juan, anoche tuve un sueño horrible. Soñé que me sucedía lo peor de lo que podría acontecerme. Y ahora que estoy despierta, bajo la luz del sol, me siento feliz de estar viva y sé que mi vida ha sido una bendición desde que te tengo a ti.
Fernando se sentía mejor cuando tenía ocasión de actuar. Tan pronto como hubo despachado a los dos mensajeros, llamó a su presencia a uno de sus secretarios.
—Escribid esto a Su Alteza, la Reina —le ordenó.
Obediente, el hombre empezó a tomar el dictado:
—«En Salamanca ha sucedido una calamidad terrible. Su Alteza el Rey ha muerto de fiebre».
El hombre dejó de escribir y miró atónito a Fernando.
—Amigo mío, me miráis como si pensarais que estoy loco. No, esto no es locura, es sentido común. Tarde o temprano, la Reina tendrá que enterarse de la muerte del príncipe. He estado pensando en la mejor manera de darle la noticia; mucho temo el efecto que pueda tener sobre ella, y pienso que de esta manera puedo atenuar lo terrible del golpe. Habrá recibido mis dos cartas en las que le anuncio la enfermedad de nuestro hijo. Ahora partiré sin demora a su encuentro. Le enviaré antes un mensajero con la noticia de mi muerte, que será el golpe más fuerte que pueda soportar. Mientras esté abrumada por el horror de esa noticia, me presentaré ante ella, y su regocijo al volver a verme será tal que el golpe que le significa la muerte de su hijo no será tan grave.
El secretario inclinó melancólicamente la cabeza; entendía el razonamiento de Fernando, pero dudaba de la prudencia de su conducta.
Sin embargo, no le correspondía a él criticar los actos de su Rey, de modo que escribió la carta y, sin pérdida de tiempo, salió de Salamanca.
Isabel se había despedido finalmente de su hija y de Manuel; la Infanta de España, ahora Reina de Portugal, había partido rumbo a Lisboa con su marido y con su séquito.
La Reina se sentía muy cansada. Se sentía ya muy vieja para hacer viajes largos, y la despedida de su hija la deprimía. También estaba sumamente preocupada por las noticias de Juana que le llegaban desde Flandes. Y ahora, Juan estaba enfermo.
Le llegó el primero de los mensajes. Margarita estaba encinta, y la noticia la llenó de alegría; pero el resto del mensaje decía que Juan no estaba bien. La salud de sus hijos era un continuo motivo de ansiedad para la Reina, y los dos mayores siempre habían sido delicados. La tos de Isabel había causado muchas preocupaciones a su madre, y en cuanto a Juan, era casi demasiado frágil y bello para un muchacho. Tal vez, pensó, el estado mental de Juana la había tenido tan preocupada que había prestado menos atención de la debida a la salud física de sus dos hijos mayores. María y Catalina eran mucho más fuertes, tal vez porque habían nacido en épocas de más calma.
La segunda carta llegó inmediatamente después de la primera. Al parecer, el estado de Juan era más grave de lo que habían pensado en un principio.
—Acudiré junto a él —decidió la Reina—. En un momento así, debo estar a su lado.
Mientras daba a sus servidores las órdenes de que prepararan el viaje a Salamanca, llegó un nuevo mensajero.
Al leer la carta que le entregó el hombre, Isabel se quedó perpleja. ¡Fernando… muerto! No podía ser. Fernando rebosaba de fuerza y de vitalidad. El que estaba enfermo era Juan. Isabel sólo podía imaginarse vivo a Fernando.
—Daos prisa, que no hay tiempo que perder —exclamó—. Debo ir inmediatamente a Salamanca, para saber qué es lo que sucede allí.
¡Fernando! En su corazón había una extraña mezcla de sentimientos. Eran muchos los recuerdos de un matrimonio que había durado ya casi treinta años.
Isabel estaba aturdida y se le hacía difícil pensar con coherencia.
¿Sería posible que hubiera habido algún error? ¿No debería decir Juan donde decía Fernando?
Se sentía enferma de angustia. Si Juan había muerto, ella ya no quería seguir viviendo. Era el hijo querido a quien deseaba tener a su lado durante toda la vida, su único hijo varón, su Ángel bienamado. Imposible que hubiera muerto; sería demasiado cruel.
Volvió a leer el mensaje: decía, con toda claridad, el Rey.
Juan… Fernando. Si había perdido a su marido estaría triste, por cierto, con el afecto que sentía por él. Si el gran amor de los primeros días había sufrido el embate de los años, no por eso Fernando dejaba de ser su marido, y la Reina no podía imaginarse la vida sin él.
Pero si le hacían gracia de Juan, todavía podía rehacer su vida: tendría sus hijos, podría ayudarlos, según lo entendiera, a administrar sus asuntos. Y además, tenía la experiencia suficiente para gobernar sola.
—Juan no… —susurró Isabel.
En ese momento, Fernando entró en la habitación.
Ella se lo quedó mirando como si fuera una aparición. Después corrió hacia él y le cogió ambas manos, apretándoselas como si quisiera asegurarse de que seguían siendo de carne y hueso.
—Soy yo —le confirmó Fernando.
—Pero esto… —tartamudeó Isabel—. Alguien me ha hecho una broma cruel. Aquí dice…
—Isabel, esposa mía, decidme que estáis feliz de saber que ese papel miente.
—Estoy feliz de ver que estáis bien.
—Es lo que yo esperaba. Oh, Isabel, tenemos suerte en verdad de estar vivos, y juntos. Hemos tenido nuestras diferencias, pero ¿qué seríamos el uno sin el otro?
Ella apoyó la cabeza en el pecho de su marido, y Fernando la abrazó, con los ojos llenos de lágrimas.
—Isabel —continuó—, ahora que estáis feliz de ver que os he sido devuelto, debo daros una triste noticia.
Su mujer se apartó de él; se había puesto mortalmente pálida y sus ojos, muy abiertos, estaban oscurecidos por el terror.
—Nuestro hijo ha muerto —le anunció Fernando.
Sin decir nada, Isabel sacudió la cabeza de un lado a otro.
—Es verdad, Isabel. Murió de una fiebre maligna, sin que los médicos pudieran hacer nada por él.
—Entonces, ¿por qué… por qué… no me lo dijeron?
—Mi intención fue protegeros, e intenté prepararos para este golpe. Mi muy querida Isabel, bien sé lo que sufrís. ¿No sufro acaso yo con vos?
—Mi hijo —susurraba ella—. Mi ángel.
—Nuestro hijo —le recordó Fernando—. Pero hay un niño en camino.
Isabel parecía incapaz de oír. Pensaba en aquel caluroso día sevillano, cuando había nacido Juan. Recordaba la exaltada sensación de euforia que la había invadido al tomarlo en brazos. Su hijo varón, el heredero de Fernando e Isabel. Su más profunda preocupación había sido, por entonces, el estado de su país; la anarquía iba en aumento, el caos resultante de los desastrosos reinados de quienes la habían precedido en el trono; Isabel estaba estableciendo a la Santa Hermandad en pueblos y aldeas. Y cuando sus brazos cobijaron a ese niño bendito le pareció que en ese momento, pese a todas las dificultades, era la mujer más feliz de España.
Ahora, no podía creer que Juan hubiera muerto.
—Isabel —insistió suavemente Fernando—, os habéis olvidado. Va a nacer un niño.
—He perdido a mi hijo —articuló ella lentamente—. He perdido a mi hijo, mi ángel.
—Habrá nietos que ocupen su lugar.
—Nadie ocupará jamás su lugar.
—Isabel, vos y yo no tenemos tiempo para mirar hacia atrás; debemos mirar hacia adelante. Esta tragedia nos ha abrumado, pero debemos ser valientes, debemos decirnos que tal fue la voluntad de Dios. Pero Dios es misericordioso: nos ha arrebatado a nuestro hijo, pero no sin permitirle que dejara su simiente tras él.
Isabel no respondía. Al ver que se tambaleaba, Fernando la sostuvo en sus brazos.
—Debéis descansar un poco —sugirió—. Este golpe ha sido demasiado para vos.
—¡Descansar! —exclamó ella amargamente—. Poco descanso me queda ya. Era mi único hijo varón; y jamás volveré a ver su sonrisa.
Isabel luchaba contra el impulso de rebelarse ante un destino tan cruel.
¿No es bastante que mis dos hijas se hayan alejado de mí, que hasta mi pequeña Catalina deba alejarse también?, se preguntaba. ¿Por qué he de sufrir así? Juan era el que yo pensaba poder tener siempre a mi lado.
Tal vez debería hacer llamar a su confesor. Tal vez estuviera necesitada de oración.
Con esfuerzo, intentó dominarse. Había que hacer frente a ese día cruel; la vida debía continuar.
Levantó el rostro hacia Fernando y él advirtió que la desesperación se había borrado de sus rasgos.
Con voz clara, tan firme como siempre, Isabel declaró:
—El Señor me lo dio y el Señor me lo quita. Bendito sea el Nombre del Señor.