El nacimiento de Miguel

Ante ellos se extendía Toledo. Ni Isabel ni Fernando, que encabezaban la cabalgata, podían dejar de enorgullecerse de tal ciudad, encaramada en lo alto de la escarpada meseta granítica que, a la distancia, daba la impresión de haber sido moldeada en forma de una herradura, entre las montañas que dominaban el Tajo. Una fortaleza perfecta, a la cual sólo se podía llegar desde el norte, por el lado de la meseta castellana. En todos los demás puntos, los baluartes rocosos impedían la entrada.

No era mucho lo que había de español en la arquitectura toledana; parecía que los moros hubieran dejado su sello en cada torre y en cada calle.

Pero lo que preocupaba a Isabel no era la ciudad de Toledo: sus pensamientos se dirigían al encuentro que no tardaría en producirse.

Qué feliz me sentiré, se decía, cuando vea a Isabel y compruebe que el embarazo no la ha debilitado.

—Estáis impaciente —le susurró Fernando con una sonrisa.

—¿Y vos no?

Él hizo un gesto afirmativo; estaba impaciente por el nacimiento del niño. Si era un varón, perdería importancia la desdichada muerte de Juan y de su heredero. El pueblo estaría feliz de aceptar como heredero al hijo de Isabel y de Manuel.

—Si es un varón —dijo en voz alta—, debe quedarse con nosotros, en España.

—Tal vez nuestra hija debiera quedarse también con nosotros —aventuró Isabel.

—¿Qué? ¡Pensáis en separar a marido y mujer!

—Ya veo que estáis pensando en que deben tener más hijos —comentó Isabel—; y ¿cómo podrían engendrarlos, si no están juntos?

—Eso mismo —replicó Fernando, mientras sus ojos se detenían en las tres muchachas que integraban el grupo: Margarita, María y Catalina. Si por lo menos sus hijas hubieran sido varones… Pero ahora, si Isabel tenía un heredero varón, eso sería una solución para sus problemas.

En ese momento entraban a la ciudad, e Isabel se preguntó cómo podría alguna vez hacerlo sin recordar que en ese lugar había nacido Juana. El memorable suceso se había producido un día de noviembre, durante el cual la ciudad se veía muy distinta de esa jornada de primavera. Al oír por primera vez el grito de su hijita, poco se había imaginado Isabel las angustias que habría de padecer por causa de ella. Tal vez hubiera sido mejor que la niña que Isabel había dado a luz en Toledo, en el año 1479, hubiera nacido muerta, como el hijo de la pobre Margarita. La Reina sintió el impulso de llamar a su nuera para decírselo. ¡Que tontería! En esos tristes días, le sucedía a veces que su dolor debilitaba su sentido del decoro.

Habían llegado a las puertas de la ciudad, y los toledanos salían de sus hogares para darles la bienvenida. Había allí orfebres y herreros, tejedores y bordadoras, armeros y curtidores, miembros de todos los gremios de la ciudad, que era una de las más prósperas de España.

Así había sido aquella vez en que ella y Fernando habían llegado a inspeccionar los trabajos de San Juan de los Reyes, la iglesia que habían donado a la ciudad. Bien recordaba Isabel el día que habían visto las cadenas de los cautivos a quienes habían puesto en libertad al conquistar la ciudad de Málaga. Esas cadenas habían sido colgadas por fuera de los muros de la iglesia, como simbólico decorado: y allí seguían y allí debían seguir por siempre, para recordar al pueblo que sus Soberanos habían librado a España de la dominación morisca.

Después irían a la iglesia —o tal vez a la de Santa María la Blanca—, a dar gracias al cielo por la feliz llegada del Rey y de la Reina de Portugal.

La Reina se sentiría feliz entre esos arcos en herradura, entre esos gráciles arabescos; allí pediría verse purgada de todo resentimiento contra las desventuras del último año. Olvidada de toda compasión de sí misma, se prepararía para el milagro de ese nacimiento cuya recompensa había de ser el hijo que su muy querida Isabel ofrecería a su madre, y a España.

Habían convenido en que el Arzobispo de Toledo estaría en la ciudad para recibirlos: el magro y esquelético Jiménez de Cisneros, con su hábito ceremonial que le colgaba, sin gracia, de los hombros desgarbados.

Al saludarlo, Isabel sintió que se le levantaba el ánimo. Hablaría con su anciano confesor de sus debilidades; escucharía sus ásperos comentarios: ya sabía que él consideraría indigno de una Reina su amor de madre; que deploraría la debilidad de Isabel, al cuestionar la voluntad de Dios.

Fernando saludó con frialdad al arzobispo, a quien jamás podía mirar sin recordar que ese cargo, con toda su pompa y su magnificencia, podía haber ido a parar a manos de su hijo.

—Grato me es saludar a mi arzobispo —murmuró gentilmente la Reina.

Jiménez se inclinó ante ella, en una reverencia en modo alguno exenta de arrogancia: él siempre ponía a la Iglesia por encima del Estado.

Después, junto a la Reina, el Arzobispo recorrió a caballo las calles de Toledo.

Con intensa alegría abrazó la Reina a su hija Isabel.

Eso, cuando se quedaron solas después de los ceremoniosos saludos intercambiados en presencia de miles de personas. En el primer momento, las dos habían hecho todo lo que se esperaba de ellas, tanto la madre como la hija; graciosas reverencias, corteses besamanos, como si no estuvieran ávidas de abrazarse y de hacerse mil preguntas.

La Reina se había prohibido incluso mirar demasiado a su hija, temerosa de ver en ella algo que la angustiara, y de no poder disimular su angustia.

Pero ahora estaban solas, y la Reina había despedido a todos sus acompañantes y a los de Isabel, diciéndose que tenían derecho a pasar ese breve tiempo juntas.

—Queridísima —prorrumpió—, dejadme que os mire. Vamos, os encuentro un poco pálida. ¿Cómo estáis de salud? Decidme exactamente cuándo esperáis al pequeño.

—En agosto, madre.

—Bueno, pues ya no es muy larga la espera. No me habéis dicho cómo os sentís.

—Un poco cansada, y bastante indiferente.

Eso es natural.

—Es lo que me pregunto.

—¿Qué queréis decir? Una embarazada lleva un niño en sus entrañas y es natural que no se sienta como las demás mujeres.

—Yo he visto mujeres con embarazos perfectamente saludables.

—Tonterías. Eso difiere de mujer a mujer y de un embarazo a otro. Bien lo sé; yo misma he tenido cinco hijos.

—Entonces, tal vez este cansancio no sea nada.

—¿Y aquella tos?

—No ha empeorado, madre.

—¿No os parece una tontería, que os haga todas estas preguntas?

—Madre, estoy feliz de oír esas preguntas —de pronto, Isabel se arrojó en brazos de su madre; la Reina, consternada, vio lágrimas en las mejillas de su hija.

—¿Manuel es bueno contigo?

—No podría haber mejor marido.

—Advertí la ternura que te demuestra, y me agradó.

—Y él hace todo lo que puede por agradarme.

—Entonces, ¿por qué esas lágrimas?

—Tal vez porque… estoy asustada.

—¡Asustada del parto! Es natural. La primera vez puede ser alarmante, pero es la misión de todas las mujeres, bien lo sabes. De las reinas y de las campesinas… y más aún de las reinas. Para una Reina, tener hijos es más importante que para una campesina.

—Madre, hay veces en que pienso que ojalá fuese una campesina.

—Qué tontería dices.

Isabel se dio cuenta en ese momento de que había cosas que no podía decir ni siquiera a su madre. No podía deprimirla, diciéndole que la acosaba un extraño presentimiento maligno.

Nuestra casa está maldita, quería gritar la joven Isabel. Es la maldición de los judíos perseguidos, que siento continuamente pesar sobre mí.

Su madre se quedaría escandalizada de una actitud tan infantil.

Pero, ¿es infantil?, preguntábase Isabel. A la noche, estoy tan segura de estar rodeada por algo maligno. Y es algo que Manuel percibe también.

Pero eso no podía ser. Esas ideas eran tontas supersticiones.

Isabel deseaba fervientemente no tener que verse ante la ordalía del parto.

Qué cansador era estar en pie ante las Cortes, oyendo cómo la proclamaban la heredera de Castilla.

Esos dignos ciudadanos estaban complacidos con ella, porque al mirarla, nadie podía dudar de que Isabel estuviese embarazada. Y todos esperaban un varón. Pero aunque no diera a luz un varón, a los ojos de los toledanos la criatura que Isabel llevaba en su seno sería la heredera de España.

Escuchó los gritos que proclamaban lealtad, sonriendo agradecida, alegrándose de que la hubieran educado enseñándole a ocultar sus sentimientos.

Después de la ceremonia con las Cortes, Isabel debía ser paseada por las calles, para mostrarse al pueblo; a eso seguiría la recepción en la Catedral, y la bendición del Arzobispo.

Dentro del oprimente edificio gótico, la atmósfera le parecía abrumadora: Isabel contemplaba los tesoros que pendían de las paredes, y pensaba en los ricos ciudadanos de Toledo, que tanta razón tenían para agradecer a su madre el haber restaurado el orden en España, donde antes había imperado la anarquía. En esa ciudad vivían los joyeros y los orfebres más hábiles del mundo, y allí, en la catedral, para que los vieran todos, estaban los testimonios de su oficio.

Isabel miró el severo rostro de Jiménez; mientras se detenía en las ricas vestiduras de su cargo, observando el brocado y el damasco recamados de piedras preciosas, pensó en el cilicio que, como ella bien lo sabía, usaba el arzobispo por debajo de su lujoso atuendo, y se estremeció.

Intentó entonces rogar a la Virgen, la santa patrona de Toledo, y se dio cuenta de que sólo podía repetir:

—Ayúdame, Madre Santa, ayúdame.

Cuando regresaron al palacio, Manuel insistió en que su mujer debía descansar: la ceremonia la había fatigado.

—Son demasiadas ceremonias —se quejó.

—No creo que sean las ceremonias lo que me cansa, Manuel —objetó ella—. No creo que estuviera menos cansada si me pasara el día entero recostada en cama. Tal vez esto no sea realmente cansancio.

—Y entonces, ¿qué, mi querida?

Isabel lo miró con franqueza antes de contestar:

—Es que tengo miedo.

—¡Miedo! Pero, amor mío, tendréis la atención de los mejores médicos de España.

—¿Y pensáis que eso me servirá de algo?

—Por cierto que sí. No veo el momento de que llegue setiembre. Entonces, estaréis disfrutando de vuestro hijo, y os reiréis de todos estos miedos… si es que los recordáis siquiera.

—Manuel, no creo que yo esté aquí en setiembre.

—Mi querida, ¿qué es lo que estáis diciendo?

—Manuel querido, bien sé cuánto me amáis, y sé lo desdichado que seréis si me muero. Pero es mejor que estéis preparado.

—¡Preparado! Estoy preparado para el nacimiento, no para la muerte.

—Pero si la muerte llegara…

—Estáis rendida.

—Es cierto que estoy fatigada, pero creo que en estas ocasiones veo con mayor claridad el futuro. Tengo un intenso sentimiento de que no me pondré bien después que nazca el niño. Es nuestro castigo, Manuel. Para mí la muerte, la viudez para vos. ¿Por qué parecéis tan asombrado? Poco castigo es, para la desdicha que llevaremos a miles de seres.

Manuel se arrojó de rodillas junto al lecho.

—Isabel, no debéis hablar así… No debéis.

Con una mano pálida y delgada, su mujer le acarició el pelo.

—No, no debo —reconoció—. Pero tenía que advertiros de la sensación que tengo, tan intensa es. Ahora, ya está; olvidémoslo. Rogaré porque mi hijo sea varón. Pienso que eso os hará muy feliz.

—Vos también seréis muy feliz.

Isabel se limitó a sonreírle, y dijo rápidamente: ¿No creéis que Toledo es una hermosa ciudad? Creo que mi padre la adora. Es tan próspera, y tan morisca. Aquí, todo hace recordar a mis padres la Reconquista; hay algo más que las cadenas de Málaga en las murallas de San Juan de los Reyes. Pero mi madre, aunque se goza en la prosperidad y la belleza de Toledo, siente aquí cierta tristeza.

—No debe haber tristeza —comentó Manuel.

—Pero parece que siempre debiera haber tristeza, que se mezcla con el orgullo, con la risa, con la alegría. ¿No es hermosa la ciudad? A mí me encanta contemplar el Tajo que se estrella, allá abajo, entre las piedras. No hay en toda España otra veta tan fértil como la que circunda Toledo. La fruta es aquí reluciente, abundantes los granos. Pero, ¿advertisteis cómo nos asaltaron las moscas cuando entramos? Y además, está la Roca. La Roca de Toledo, desde donde se echa abajo a los criminales… allá, a la hondonada. Tanta belleza y tanta aflicción. Es lo que siente mi madre cuando regresa a Toledo. En esta rica y bella ciudad nació mi hermana Juana.

—Eso debería hacerla más querida para vuestra madre.

Isabel cogió entre las suyas la mano de su marido, exclamando:

—Manuel, entre nosotros debe haber total confianza, ninguna ficción que nos separe. ¿No podéis verlo? Es como la escritura en la pared, tan claramente lo veo. A medida que me voy acercando más a la fecha, es como si adquiriera una sensibilidad nueva. Siento que no pertenezco ya del todo a este mundo, aunque no haya llegado todavía al otro. Por eso, a veces veo lo que permanece oculto a la mayoría de los ojos humanos.

—Isabel, debéis calmaros, querida mía.

—Estoy calma, Manuel. Pero os estoy afligiendo. No quiero que mi desaparición sea para vos el choque que representó para mi madre la muerte de mi hermano. Manuel, esposo querido, siempre es mejor estar preparado. ¿He de deciros lo que pienso, o he de fingir que soy una mujer que, al contemplar el futuro, ve a su hijo jugando junto a ella? ¿He de mentiros, Manuel?

—Sólo verdad ha de haber entre nosotros —respondió Manuel, besándole las manos.

—Lo mismo pienso yo. Por eso os la diré. Manuel, nuestra casa ha traído grandes cosas a España: gran prosperidad y gran dolor. ¿No es posible acaso tener la una sin el otro? En nuestro viaje a Toledo, atravesamos un pueblo donde, en la Plaza Mayor, vi las cenizas y olí los fuegos que se habían encendido recientemente allí. Y lo que ardía allí era carne humana, Manuel.

—Los que murieron habían sido condenados por el Santo Oficio.

—Ya lo sé; eran herejes. Habían renegado de su fe. Pero tenían corazones capaces de dar cabida al odio, labios capaces de maldecir. Y maldicen a nuestra casa, Manuel, lo mismo que nos maldicen los que fueron arrojados de España. Y sus maldiciones no caen en el vacío.

—¿Hemos de sufrir nosotros por complacer a Dios y a todos sus santos?

—Eso no lo entiendo, Manuel, y estoy demasiado cansada para intentarlo. Nos dicen que éste es un país cristiano, y nuestro gran deseo es atraer a nuestro pueblo a la fe cristiana. Lo hacemos por persuasión, lo hacemos por la fuerza. Es la obra de Dios. ¿Y cuál es la del diablo?

—Extrañas ideas tenéis, Isabel.

—Sin buscarlas me acometen. Mirad lo que ha sucedido con nosotros: mis padres han tenido cinco hijos, cuatro hembras y un varón. Ese único varón, el heredero, murió súbitamente, y su heredero nació muerto. Mi hermana Juana es rara, desaforada al punto de que he oído comentar que bordea la locura. Ya ha provocado problemas a nuestros padres al dejarse proclamar Princesa de Castilla. Ya veis, Manuel, que es como un diseño que se repite, un diseño maligno trazado por las maldiciones.

—Estáis aturdida, Isabel.

—No. Creo que veo con claridad… con más claridad que el resto de vosotros. Voy a tener un hijo, y el parto puede ser peligroso. Y yo soy hija de una casa maldita, y me pregunto qué será lo próximo que suceda.

—Son fantasías morbosas, debidas a vuestro estado.

—¿Lo creéis así, Manuel? Oh, ¡decidme que es así! Decidme que puedo ser feliz. Juan atrapó una fiebre, eso fue todo. Podría haberle sucedido a cualquiera. Y el niño nació muerto por el impacto que sufrió Margarita. Tampoco Juana está loca, ¿verdad? Es un poco rara, y ha caído completamente bajo el hechizo de ese apuesto pícaro que es su marido. ¿No es lo más natural? Y yo… yo, que nunca fui muy fuerte, tengo fantasías morbosas… por mi estado, simplemente.

—Exactamente, Isabel. Claro que es así. Ahora, todo eso se os pasará. Ahora debéis descansar.

—Si os quedáis a mi lado, teniéndome de la mano, me dormiré, Manuel. Entonces me sentiré en paz.

—Me quedaré con vos, pero debéis descansar. Habéis olvidado que mañana debemos iniciar nuestros viajes.

—Ahora, debemos ir a Zaragoza. Allá, las Cortes deben proclamarme heredera, como han hecho aquí las Cortes de Toledo.

—Eso mismo. Descansad ahora.

Isabel cerró los ojos y su marido le apartó suavemente el cabello de la frente.

Estaba preocupado. No le gustaba oír a su mujer hablar de premoniciones, y tenía idea de que la ceremonia en Zaragoza no sería tan grata como la de Toledo. En Castilla estaban dispuestos a aceptar a una mujer como heredera de la corona, pero Zaragoza, la capital de Aragón, no reconocía el derecho de las mujeres a gobernar.

Pero no quiso hablarle de eso. Mejor que descansara. Resolverían mejor sus problemas, enfrentándolos uno por uno.

Isabel, princesa de Castilla, entró en Zaragoza acompañada por Manuel, su marido.

La gente los observaba con mirada calma y calculadora. Ahí estaba la hija mayor y heredera del mismísimo Fernando, uno de los suyos, pero se trataba de una mujer, y los aragoneses no reconocían el derecho de las mujeres a reinar en Aragón. Que los castellanos se rigieran por sus propias leyes; en Aragón, jamás serían aceptadas. Los aragoneses eran un pueblo decidido, y estaban dispuestos a pelear por lo que ellos consideraban sus derechos.

Mientras Isabel entraba en la ciudad, la gente permaneció en silencio.

Qué diferente, pensaba Isabel, de la bienvenida que les habían tributado en Toledo. No le gustaba esta ciudad de campanarios fortificados y gentes hoscas. Tan pronto como habían entrado en Aragón, la princesa había empezado a percibir el vago resentimiento; se había sentido nerviosa al cabalgar por las riberas del Ebro, junto a las cuevas que en esa parte del país parecían haberse formado tanto entre las sierras como a lo largo de las márgenes del río. Las aguas amarillentas del Ebro eran turbulentas, y las casas mismas tenían demasiado aspecto de fortalezas, que le recordaran que se encontraba entre un pueblo decidido a exigir lo que consideraba suyo, y a pelear para conseguirlo.

Al llegar a esa ciudad débilmente hostil, Isabel fue a rezar ante la estatua de la Virgen que, según se contaba, había sido tallada por los ángeles, mil cuatrocientos años atrás. En la capa y la corona que daban la impresión de sofocarla destellaban las piedras preciosas, y a Isabel se le ocurrió que su aspecto debía de haber sido muy diferente cuando, según contaba la leyenda, se había aparecido ante los ojos de Santiago.

De allí se dirigió a la Catedral, donde volvió a rogar que le fueran dadas fuerzas para resistir lo que la esperaba.

El pueblo la observaba, murmurando entre ellos.

—La corona de Aragón fue prometida a los herederos varones de Fernando.

—Y ésta no es más que una mujer.

—Sin embargo, es la hija de nuestro Fernando, que no tiene hijos legítimos.

—Pero la corona debe pasar al próximo heredero varón.

—Castilla y Aragón son una, ahora que Fernando e Isabel las gobiernan.

En Aragón se preparaba la resistencia a la sucesión femenina. Isabel de Castilla había seguido siendo Reina por derecho propio, pero se sabía que ella tenía más poder que Fernando. A los ojos de los aragoneses, era su querido Fernando el que debería haber gobernado España, mientras Isabel se limitaba al papel de consorte.

—No, no queremos mujeres en el trono de España —decían—. Aragón apoyará al heredero masculino.

—Pero, un momento… ¿acaso la princesa no está embarazada? Si tuviera un hijo varón…

—Ah, eso sería diferente. Nadie se ofendería. La corona aragonesa pasa a los descendientes varones de Fernando, y su nieto sería el legítimo heredero.

—Entonces, debemos esperar a que nazca el niño. La respuesta es muy simple.

La respuesta era muy simple, y las Cortes la confirmaron. No jurarían fidelidad a Isabel de Portugal, porque era mujer; pero si Isabel daba a luz un varón, aceptarían a ese hijo como heredero de la corona de Aragón, y de toda España.

Para Isabel, la ocasión fue agotadora.

Las miradas hostiles de los miembros de las Cortes la alarmaban, y se había sentido incómoda ante su arrogante manera de dar a entender que a menos que produjera un hijo varón, Aragón no quería saber nada con ella.

Mientras sus damas de honor la tranquilizaban, Isabel se recostó en su lecho; cuando Manuel acudió a su lado, todos los presentes se apresuraron a dejarlos solos.

—Me siento abrumada por una tremenda responsabilidad —suspiró Isabel—. Casi desearía ser una humilde campesina que espera el nacimiento de su hijo.

Enojada, la Reina se enfrentó con Fernando.

—¡Cómo se atreven! —exclamó—. En todas las ciudades de Castilla, nuestra hija ha sido recibida con honores, pero en Zaragoza, la capital de Aragón, la humillan y la insultan.

Fernando disimuló a duras penas una amarga sonrisa. ¡Habían sido tantas las ocasiones en que él se había visto obligado a ocupar el segundo puesto, en que le habían recordado que Aragón era, junto a Castilla, de importancia secundaria, y que la Reina de Castilla tenía, por consiguiente precedencia sobre el Rey de Aragón!

—No hacen más que enunciar sus derechos —respondió.

—Sus derechos… ¡a rechazar a nuestra hija!

—Bien sabemos que en Aragón sólo se acepta a los descendientes masculinos como herederos de la corona.

En sus labios jugueteaba una débil sonrisa. Fernando estaba recordando a su mujer que en Aragón se consideraba al Rey como gobernante, y a la Reina como su consorte.

Pero a Isabel no le interesaban los sentimientos personales de él; sólo pensaba en la humillación que habían inferido a su hija.

—Ya me los imagino —prosiguió—, mirándola con sorna como si fuese una mujer cualquiera. ¿De cuántos meses es el embarazo? Conque el niño nacerá en agosto. Pues entonces esperaremos hasta agosto, y si el recién nacido es varón, lo aceptaremos como heredero del trono. Pues yo os digo que nuestra hija Isabel, por ser la mayor, es nuestra heredera.

—Pero no la aceptarán, porque allí no aceptan mujeres.

—A mí me han aceptado.

—Porque sois mi mujer —le recordó Fernando.

—No estoy dispuesta a aguantar esta insolencia de las Cortes de Zaragoza; los someteré mediante el envío de una fuerza armada que vaya a tratar con ellos. Los obligaré a que acepten a nuestra Isabel como heredera de España.

—No podéis decirlo en serio.

—Pues lo digo —insistió Isabel.

Fernando salió un momento, y no tardó en regresar en compañía de un estadista en cuya integridad estaba seguro de que Isabel confiaba. El hombre era Antonio de Fonseca, hermano del obispo del mismo nombre; enviado en cierta ocasión como emisario ante Carlos VIII de Francia, la conducta de Fonseca había impresionado tan bien a los soberanos que desde entonces era frecuente que lo consultaran con respeto y confianza.

—Su Alteza la Reina está irritada por el comportamiento de las Cortes de Zaragoza —explicó Fernando—, y piensa mandar tropas para someterlos y hacerles aceptar a nuestra hija como heredera del trono.

—¿Se avendría Vuestra Alteza a escuchar mi opinión? —preguntó Fonseca a la Reina.

Isabel le respondió afirmativamente.

—Pues entonces, Alteza, os diría que los aragoneses no han hecho otra cosa que actuar como buenos y leales súbditos. Debéis excusarlos si se mueven con cautela en un asunto que se les hace difícil justificar con precedentes tomados de su propia historia.

Fernando observaba atentamente a su mujer, sabiendo que el amor de Isabel por la justicia prevalecería siempre sobre cualquier otra emoción.

La Reina permaneció en silencio, considerando las palabras del estadista.

—Veo que tenéis razón —admitió después—. No podemos hacer otra cosa que esperar… y rogar que mi nieto sea varón.

Isabel, reina de Portugal, estaba en su lecho de parturienta. Se habían iniciado los dolores y la joven sabía que su hora había llegado.

Un sudor frío le cubría la frente y, mientras rogaba incesantemente: «Un varón. Por favor, que sea un varón», Isabel no tenía conciencia de toda la gente que rodeaba su cama.

Si daba a luz un varón, Isabel podría tal vez olvidar la leyenda de la maldición que le daba vueltas en la cabeza.

Un varón podía ser tan importante para su familia y para su país…

El niño no sólo heredaría la corona de España, sino también la de Portugal. Los dos países se unirían, los hostiles zaragozanos se quedarían conformes… y ella y Manuel serían los padres más orgullosos del mundo.

¿Y por qué no había de ser así? ¿Acaso su familia podía seguir recibiendo golpes, uno tras otro? Ya habían tenido su dosis de tragedia; esta vez podía ser diferente.

—Un varón —murmuraba Isabel—, un niño sano que conforme a esos hoscos zaragozanos, que una a Portugal y a España…

¡Qué personita importante, la que tan presurosa estaba ya por nacer!

Los dolores se repetían con regularidad, e Isabel pensaba que si no hubiera estado tan débil, podría haberlos soportado más fácilmente. Rodeada por las mujeres, gemía, pasando momentáneamente de la conciencia a la pérdida del conocimiento, y de nuevo a la lucidez.

Lejos de disminuir, el dolor se intensificaba.

Isabel intentaba no pensar en eso; trataba de rezar, de pedir que le fueran perdonados sus pecados, pero sus labios seguían repitiendo las mismas palabras:

—Un varón. Por favor, que sea un varón.

En la alcoba resonaron voces.

—¡Un varón! ¡Un hermoso varoncito!

—¿Estáis segura?

—¡Inconfundible!

—¡Oh, qué día feliz!

Isabel, desde su cama, oía llorar al niño. Demasiado agotada para moverse, escuchaba las voces.

Alguien estaba de pie junto a su lecho, y alguien más, de rodillas, le tomaba la mano para besársela. Manuel estaba de pie, y la que se arrodillaba junto a ella era su madre.

—Manuel —susurró—. Madre…

—Querida mía… —empezó a decir Manuel, pero su madre exclamó con voz triunfante:

—Ya ha pasado, querida hija mía, lo mejor que podíamos desear. Has dado a luz un hermoso varoncito.

—Entonces, todos están contentos —sonrió Isabel.

Manuel se inclinó sobre ella con ojos ansiosos.

—¿Incluso vos? —le preguntó.

—Pero sí…

En los ojos de él se leía una afectuosa burla: no habléis más de maldiciones, le decían. Ya veis que todas vuestras premoniciones se equivocaban. Habéis pasado la ordalía y tenéis un hermoso niño.

—¿Oyes repicar las campanas? —preguntó su madre a la joven Reina.

—No… no estoy segura.

—En toda España repicarán las campanas, y todo el mundo se regocijará. Todos sabrán que por fin sus Soberanos tienen un nieto, un heredero varón.

—Con eso, ya estoy feliz.

—Debemos dejarla descansar —sugirió la Reina, y Manuel hizo un gesto de asentimiento.

—No es de asombrarse que esté agotada.

—Pero antes… —susurró Isabel.

—Comprendo —sonrió su madre, y fue a llamar a la niñera.

Cuando la mujer se acercó, le tomó el niño para ponerlo en los brazos de su madre.

—Lo llamaremos Miguel, por el santo en cuya fiesta nació —declaró Fernando.

—Dios bendiga a nuestro pequeño Miguel —respondió la Reina—. Parece un muchachito despierto, pero ojalá su madre no se viera tan extenuada.

Fernando se inclinó sobre la cuna, eufórico; se le hacía difícil contenerse y no levantar al niño que tanto significaba para sus ambiciones.

—Tan pronto como Isabel esté en condiciones de abandonar el lecho debemos sacarlos en peregrinación —prosiguió Fernando—. El pueblo querrá conocer a su heredero, de manera que es algo que debemos hacer sin demora.

Isabel estaba de acuerdo en que eso era lo deseable, pero para sus adentros se reiteró que tal cosa no debería hacerse mientras la madre de Miguel no estuviese recuperada de su ordalía.

Una de las mujeres que la atendían se les acercó rápidamente.

—Vuestras Altezas, Su Alteza de Portugal…

—¿Sí? —interrogó ansiosamente Isabel.

—Parece que tuviera dificultad para respirar. Su estado está cambiando…

Isabel no esperó a oír más. Seguida por Fernando, acudió presurosa junto al lecho de su hija.

Manuel estaba ya con ella.

Al ver el pálido rostro de su hija, las profundas ojeras azules, el esfuerzo conque respiraba, a Isabel le dio un vuelco de miedo al corazón.

—Hija querida —exclamó, y en su voz había una nota de angustia que sonó como una dolorosa súplica.

—Madre…

—Soy yo, mi querida. Madre está contigo.

—Me siento tan rara.

—Estáis cansada, mi amor. Has dado a luz un hermoso niño. No es extraño que estéis cansada.

Isabel intentaba sonreír.

—No… puedo… respirar… —jadeó.

—¿Dónde están los médicos? —preguntó Fernando.

Manuel sacudió la cabeza, dando a entender que los médicos ya habían admitido su ignorancia: no había nada que pudieran hacer.

Fernando se dirigió a un ángulo de la habitación, y los médicos lo siguieron.

—¿Qué es lo que le sucede?

—Es una indisposición que suele seguir al parto.

—Pero entonces, ¿qué hay que hacer?

—Alteza, debe seguir su curso.

—Pero eso es…

Los médicos no respondieron: no se atrevían a decir al Rey que en opinión de ellos, la Reina de Portugal estaba en su lecho de muerte.

Fernando se quedó mirando con desánimo el grupo congregado junto a la cama, temeroso de reunírseles. No puede ser, se decía. Isabel, su mujer, no sería capaz de aguantar ese golpe además de todos los que ya había sufrido. Este sería demasiado.

Los ojos de Isabel parecían hallar descanso en su madre.

—¿No te molestamos aquí, querida mía? —le preguntó la Reina.

—No madre. Vos… nunca me molestáis. Estoy demasiado cansada para hablar, pero… os quiero aquí, conmigo. A vos también, Manuel.

—Vas a quedarte aquí con nosotros durante meses… tú, Manuel y el pequeño Miguel. Y presentaremos el niño al pueblo, que estará encantado con su pequeño heredero. El de hoy es un día feliz, hija mía.

—Sí… un día feliz.

Manuel dirigió una mirada implorante a su suegra, como si le pidiera seguridad de que su mujer se recuperaría.

—Madre… Manuel… —pidió la enferma—, acercaos un poco más.

Sentados sobre la cama, cada uno de ellos le sostuvo una mano.

—Ahora estoy feliz —murmuró Isabel—. Creo… que me voy.

—¡No! —gimió Manuel.

Pero la más joven de las dos mujeres había leído la angustia en los ojos de la mayor, y sabía; las dos sabían.

Ninguna de las dos habló, pero las dos se miraban, y el gran amor que se tenían se expresaba en sus ojos.

—Ya… ya os di el niño —susurró Isabel.

—Y vas a ponerte bien —insistió Manuel.

Pero ninguna de las dos le contestó; las dos sabían que una mentira no podía darles consuelo alguno.

—Estoy tan cansada —murmuró la Reina de Portugal—. Ya… ya me voy. Adiós.

Con un gesto, la Reina de España indicó a los sacerdotes que se acercaran al lecho de su hija; sabía que había llegado el momento de los últimos ritos.

Mientras escuchaba sus palabras, y presenciaba los intentos de su hija por repetir las oraciones, estaba pensando: Esto no es verdad, estoy soñando. No puede ser verdad. Juan e Isabel no. Los dos, no. Sería demasiado cruel.

Pero sabía que era verdad.

Minuto a minuto, Isabel empeoraba, y no había pasado una hora desde el nacimiento del pequeño Miguel cuando su madre murió.