3 CISNEROS POLÍTICO
Nada predisponía a Cisneros a ejercer las más altas responsabilidades políticas hasta convertirse en jefe del Estado. Desde que renunciara a sus pingües beneficios eclesiásticos de la diócesis de Sigüenza para ingresar en el sector más riguroso de la orden franciscana —la observancia—, su vocación era llevar la vida de un fraile mendicante, sometido a los tres votos que pronunciara: pobreza, castidad y obediencia. Hemos visto como, a petición del mismo Papa, tuvo que compaginar el primero de aquellos votos con el boato, por lo menos aparente, que se exigía entonces de un príncipe de la Iglesia. Nadie puso nunca en duda su castidad. En cuanto a la obediencia, el salto desde la celda humilde del franciscano hasta el palacio del más alto dignatario del reino, después del monarca, fue tremendo y supuso un cambio radical de perspectivas. Ya como confesor de la reina, Cisneros había tenido que interesarse por temas políticos: ¿cómo, si no, aconsejar acertadamente a su penitenta en varios casos de conciencia? Al ser elevado a la mitra de Toledo, Cisneros entró de lleno en el mundo político: el primado de España era también chanciller del reino. La regencia, ejercida en dos ocasiones, significó la cumbre de aquella subida al poder: Cisneros empezó entonces a mandar. Aquella ascensión, por lo visto, fue una revelación para muchos. Zurita dirá de él mucho más tarde: «Tenía un ánimo que se remontaba en tan grandes pensamientos que eran más de rey que de fraile[130]». De hecho, desde el principio, Cisneros dio la impresión de que el mando supremo le correspondía como si hubiera nacido para ejercerlo. Durante más de veinte años, fue el hombre fuerte de su tiempo. Presenta facetas que le sitúan como un estadista de la modernidad, quizás el más perspicaz que tuvo Europa en aquel tiempo.
¿Qué concepto tenía Cisneros de la política? La veía como destinada principalmente a la defensa del bien común, de la justicia y del orden público, situándose siempre por encima de las facciones y de los partidos. Este concepto le había sido inculcado por dos factores complementarios: la experiencia y la doctrina.
Nacido probablemente en 1436, Cisneros ha vivido durante los reinados de Juan II, Enrique IV y los Reyes Católicos, o sea, en una época de tensiones muy fuertes entre nobleza y monarquía, por decirlo con palabras de Luis Suárez Fernández[131]. Son años de enfrentamientos entre bandos rivales, de guerras civiles, durante los cuales la institución monárquica ha sido varias veces desacatada, vilipendiada, humillada, hasta que los Reyes Católicos, vencedores en la guerra de sucesión, inauguraran, a partir de 1480, una era de paz, de prosperidad y de gloria para Castilla. No cabe duda de que, al humilde fraile que era Cisneros hasta 1492, debió de dolerle la imagen que ofrecía su patria durante gran parte del siglo XV y que debió de llenarle de legítimo orgullo la restauración de la monarquía llevada a cabo por los reyes doña Isabel y don Fernando. Este es un primer factor que tuvo en cuenta Cisneros al hacerse cargo del poder: había que evitar que volvieran los tiempos pasados; había que mantener la herencia de los reyes, corrigiendo, si era necesario, los defectos que podían detectarse en su obra.
Pero Cisneros no solo es testigo de su tiempo; ha reflexionado sobre lo ocurrido a partir de una doble formación intelectual: los estudios jurídicos que cursara en su juventud, antes de su viaje a Roma, y los conocimientos bíblicos, teológicos y filosóficos adquiridos después de su ingreso en la orden franciscana, completados y profundizados a lo largo de su vida por medio de lecturas, meditaciones y conversaciones diarias con personas doctas. De esta manera, ha llegado a tener una más que razonable cultura que incluye las teorías políticas que el escolasticismo español venía desarrollando a finales de la Edad Media y que encontrarán, en el siglo XVI, su expresión definitiva en las obras del dominico Francisco de Vitoria (1483-1546) y del jesuita Francisco Suárez (1548-1617). ¿Qué dicen aquellas teorías sobre el origen, la naturaleza y el funcionamiento del poder?
REY Y REINO
En primer lugar está la definición de la comunidad política como cuerpo orgánico. La metáfora más usual es la del cuerpo místico: la ciudad es como un organismo vivo, con una cabeza —la autoridad política superior— y unos miembros —los súbditos.
La autoridad política tiene:
A) Una causa final: proteger a los miembros de la comunidad y defender el bien común.
B) Una causa eficiente: Dios, fuente de toda autoridad, idea que garantiza la existencia de un derecho natural establecido por la Providencia divina y, por lo tanto, independiente de las decisiones arbitrarias de los hombres.
C) Una causa material: el Estado, instrumento al servicio de la comunidad.
De aquellos principios generales, los autores escolásticos sacan dos consecuencias:
1) La autoridad política —rey o república— ejerce un poder que le viene de Dios, no directamente, sino por intermedio de la comunidad; es lo que significa la fórmula Omnis potestas a Deo per populum. O sea, que la autoridad política supone la libre adhesión de los súbditos, lo que muchas veces se ha denominado pacto callado o contrato tácito, que se puede definir de la manera siguiente: «Se han de reconocer entre rey y reino, como entre monarca y monarquía, un concierto y pacto tal de que el rey se ofreció y obligó a mantener su reyno en paz y justicia […] y el reyno se obligó de sustentar su rey y cabeza[132]».
2) En estas condiciones, el reino no es del rey, sino de la comunidad; el rey no es más que un mandatario del reino; las Cortes de Ocaña (1469) expresaron aquel concepto de una manera muy clara, casi violenta, al declarar que el rey debía considerarse como un funcionario del Estado, el más alto funcionario, desde luego, pero al fin y al cabo un funcionario, fórmula que las Cortes de Valladolid (1518) recordarán al nuevo rey don Carlos: «En verdad nuestro mercenario es». En este aspecto fundamental, la tradición castellana es completamente distinta de la de la casa de Austria: de sus antepasados germánicos, don Carlos —y luego sus sucesores— heredará la tendencia a considerar los territorios en los que reina como otros tantos bienes patrimoniales de los que puede disponer a su antojo. No así en Castilla. Uno de los mejores jurisconsultos contemporáneos de Cisneros, Palacios Rubios, insiste sobre aquel aspecto: «al rey solamente le está confiada la administración del reino, pero no el dominio de las cosas, porque los bienes y derechos del Estado son públicos y no pueden ser patrimonio particular de nadie[133]». Esta era la opinión de Cisneros, quien no dejará de llamar la atención de la corte de Bruselas en varias ocasiones, cuando esta intenta repartir mercedes a costa del patrimonio real: al rey no le está permitido hacer lo que le da la gana con lo que forma parte de dicho patrimonio; son bienes que no le pertenecen en propiedad.
El pacto callado supone la existencia de un binomio: rey-reino. El problema es saber a cuál de aquellos términos le corresponde la preeminencia: ¿al rey o al reino?
Para unos, la Corona estaría obligada a colaborar con la representación del reino, las Cortes, para la elaboración de las leyes y la recaudación de impuestos nuevos. Para otros, en cambio, la dualidad se resuelve a favor del primer término: la sociedad política se define como un cuerpo místico, compuesto por una cabeza y unos miembros; como cabeza del cuerpo, el rey es superior a los miembros, que constituyen el reino[134]. A finales de la Edad Media, los reyes de Castilla han tratado con especial empeño de reforzar su autoridad y de situarla por encima de la del reino, representado en las Cortes. Juan II consideraba que estaba ejerciendo una función que le venía directamente de Dios. Los Reyes Católicos declaran que son vicarios de Dios (Cortes de Madrigal, 1476); por lo tanto afirman en todas las circunstancias la preeminencia de la institución monárquica, que puede delegar a los señores laicos o eclesiásticos o a los municipios de realengo poderes a veces importantes, pero que conserva siempre el control general de toda la administración pública. Los Reyes Católicos se sitúan en aquella línea de pensamiento, la que, en el binomio rey-reino, confiere la preeminencia al primer término, al rey, en detrimento del reino. Es lo que viene a significar la fórmula «poderío real absoluto», que se generaliza a finales de la Edad Media en los actos oficiales. En su testamento (1504), la reina doña Isabel repite varias veces aquella idea: «no obstante qualesquier leyes, fueros e derechos comunes o particulares de los dichos mis reinos, que en contrario desto sea o ser pueda».
La consecuencia de tales teorías es que la política como tal está estrictamente reservada al poder real: el clero, la nobleza y las Cortes —como representación del estamento popular— quedan apartados de las responsabilidades políticas. Aquí puede surgir una duda: ¿no están obligados los reyes a conseguir el consentimiento del reino —es decir, de las Cortes— para proceder a tal o cual medida de carácter importante, por ejemplo, para recaudar nuevos impuestos? Es lo que, un siglo más tarde, tratará de defender Mariana[135]. A finales de la Edad Media, sin embargo, es la opinión contraria —poderío real absoluto, o sea, si no absolutismo, por lo menos régimen autoritario— la que se impone. Desde luego, como admitirá Suárez (1548-1617), la soberanía pertenece a la comunidad como tal, pero esta la ha delegado para siempre en el rey y solo este es el que está capacitado para ejercerla, con una sola condición: que vele por el bien común de la comunidad; en el caso contrario —por ejemplo, si gobierna con el fin de satisfacer sus intereses particulares o familiares, o sus caprichos, sin preocuparse del bien común—, deja de ser rey legítimo y se convierte en tirano; la comunidad tiene entonces el derecho de oponerse a él[136]. Conforme a estas teorías, el poder legislativo está reservado al rey en última instancia[137]. Los Reyes Católicos, al prescindir en muchas ocasiones de las Cortes, contribuyeron a restar fuerza a la institución. En 1520-1521, los comuneros tratarán de contrarrestar aquella evolución y de conferir la autoridad suprema al reino, y no ya al rey; la Junta de Tordesillas pretenderá participar e intervenir en los grandes problemas políticos; no querrá limitarse a presentar las reformas que pueda considerar oportunas, dejándole al rey la decisión final; querrá entrometerse en el gobierno, participar directamente en él[138]. Cisneros no hubiera admitido de ninguna manera aquellas pretensiones, que eran, para la época, revolucionarias.
En el mismo sentido conviene llamar la atención sobre el empleo más y más frecuente de la locución «poderío real absoluto» a partir de los Reyes Católicos. José Antonio Maravall ha dedicado valiosos estudios a la fórmula majestad, que aparece a finales de la Edad Media y que sustituye poco a poco a la de alteza, que era la que tradicionalmente se venía usando para dirigirse a los reyes.
Cisneros comparte aquellas opiniones. De lo ocurrido en Castilla en el siglo XV y de la doctrina escolástica saca esta conclusión: la monarquía ofrece la mejor garantía para el bien común. De ahí sus esfuerzos por mantener su prestigio y su autoridad, sobre todo durante su segunda gobernación, cuando la cuestión dinástica amenazaba con generar disturbios en el reino; incluso la proclamación de don Carlos como rey, juntamente con su madre, le parece un mal menor; no es que la apruebe, pero considera que oponerse equivaldría a suscitar alborotos. En el mismo sentido es importante señalar cómo Cisneros emplea de modo habitual el término majestad, antes de que dicho término se imponga a partir del advenimiento de la casa de Austria; en su correspondencia de los años 1516-1517, el cardenal gobernador habla constantemente de asegurar «el servicio de su majestad[139]».
Cisneros llevó muy lejos el afán por defender y ensalzar la corona real. Fue el primero que pensó en la conveniencia de recoger los archivos en un lugar en el que estuvieran conservados cuidadosamente para ser utilizados en caso de necesidad. Es lo que se desprende de su carta a Diego López de Ayala, fechada en Madrid, el 12 de abril de 1516:
Procuraréis con Su Alteza que envíe un mandamiento que venga enderezado a todos los secretarios que eran de la católica majestad y a los del su Consejo y a los que tuvieren cargo de alguna embajada y camareros u otras cualesquier personas u oficiales para que nos den y entreguen cualesquier escrituras o registros o instrumentos de cualquier cualidad que sean que toquen a la corona real o al servicio del rey nuestro señor o a su estado e a sus reinos o a cosa de su hacienda o cosa que le toque en cualquier manera, porque acordamos de hacer unos archivos adonde todas las dichas escrituras se pongan y guarden, porque así conviene al servicio de Su Alteza, y que no estén derramadas, y que se pongan a recaudo porque no se pierdan[140].
CISNEROS Y LA MONARQUÍA HISPÁNICA
En el momento en que doña Isabel se convierte en reina de Castilla, a finales del año 1474, cinco reinos ocupaban el territorio de la península ibérica: el emirato de Granada, Portugal, Navarra, Castilla y Aragón. Desde el inicio de la Reconquista, Castilla tiene la ambición de reconstituir la unidad política de España, rota desde la invasión árabe de 711, meta que se puede realizar por dos vías:
1) Por conquista y absorción; es lo que ocurre con Granada, reconquistada en 1492, y con Navarra, ocupada en 1512[141].
2) Por vía de uniones matrimoniales, solución que da resultados positivos e inmediatos en el caso de Aragón. En 1479, Fernando, el marido de Isabel de Castilla, se convierte en rey de Aragón. Desde aquel momento, las dos coronas están unidas bajo la dirección de unos mismos soberanos[142]. Esta vía estuvo a punto de tener los mismos resultados positivos con Portugal, pero se frustró en 1500 al fallecer el príncipe don Miguel, fruto del matrimonio de Isabel, hija y heredera de los Reyes Católicos, y del rey don Manuel de Portugal, por lo tanto heredero de las tres coronas: Castilla, Aragón y Portugal.
Así se formó un cuerpo político que reúne a pueblos que tienen lenguas, tradiciones e historias distintas, y en el que cada componente conserva su autonomía administrativa y dispone de leyes, de una moneda y de una economía propias. El único lazo entre todos aquellos territorios es la persona del monarca: todos están regidos por el mismo soberano, que es rey en Castilla, Aragón, Portugal, Valencia, solamente conde en Cataluña, etcétera. Vista desde el extranjero, la monarquía posee una unidad que se hace patente en la existencia de una proyección exterior común y de unas fuerzas armadas unificadas; vista desde dentro, aparece compuesta por grupos que se consideran solidarios entre sí como miembros de una misma comunidad cultural —portugueses, castellanos y catalanes se sienten todos españoles—, pero en los que existe un fuerte sentimiento diferenciador en relación con los demás[143]. Lo que llamamos España, para no andar con matices jurídicos, reúne, pues, reinos y señoríos distintos en una construcción política original que les garantiza una amplia autonomía. Concretamente, la monarquía se compone de dos coronas principales: la corona de Castilla, con los antiguos reinos de Toledo, León, Granada, Murcia, Navarra y las provincias vascongadas, y la corona de Aragón, con los reinos de Aragón y Valencia, más los condados catalanes, Baleares, Sicilia y Nápoles.
A principios del siglo XVI, la monarquía hispánica, con sus dos componentes esenciales, no está todavía definitivamente asentada, ni mucho menos. En 1504, después de la muerte de la reina Isabel, aquella unión está a punto de deshacerse como consecuencia de la cuestión sucesoria. A don Fernando le importa muchísimo que las dos coronas sigan unidas, ya que él necesita de los recursos de Castilla para desarrollar una política exterior activa y expansiva en Europa y en el Mediterráneo; con las solas fuerzas de Aragón le sería muy difícil mantener su protagonismo en el mundo diplomático. Pero, para ello, es preciso que gobierne en Castilla en nombre de su hija doña Juana; ahora bien, el marido de esta, don Felipe, se lo impide con el apoyo de casi toda la aristocracia castellana. Don Fernando no tiene más remedio que retirarse a sus estados aragoneses. Para ganar auxilio cerca de Francia, se vuelve a casar con una princesa francesa, Germana de Foix; si hubiera habido una descendencia de aquel matrimonio, las dos coronas habrían sido separadas otra vez, como lo estaban antes de 1479. La muerte repentina de don Felipe le permite a don Fernando gobernar otra vez en Castilla. Así y todo, en 1506, al igual que en 1516, hubo dos gobernadores, el uno para la corona de Castilla, el otro para la corona de Aragón, lo mismo que hubo dos inquisidores generales. Aquellas medidas dan la impresión de que don Fernando no descarta la posibilidad de que las dos coronas vuelvan a separarse si las circunstancias le son otra vez desfavorables.
¿Qué opina Cisneros ante tales situaciones y perspectivas? Él no ha intervenido en la última guerra de Granada, terminada con la incorporación del emirato nazarí a la corona de Castilla; pero sí ha contribuido enérgicamente, como veremos, a la asimilación de los moros por medio de su conversión al cristianismo. Que se sepa, tampoco ha desempeñado un papel determinante en la concertación de los matrimonios portugueses ni en la invasión de Navarra, seguida inmediatamente por su integración en la corona de Castilla[144]. Sin embargo, no cabe duda de que él sigue fiel a las grandes orientaciones de la etapa anterior: realizar la unidad política, no solo cultural, de toda la Península, o sea, de España[145]. Por eso desconfía de los flamencos del séquito de don Felipe y del mismo don Felipe. Le parecen extranjeros, muy afines a Francia; ellos estarían dispuestos a favorecer a Francia en detrimento de Castilla, es decir, a juicio de Cisneros, de España. Cisneros considera a don Fernando el más indicado y capacitado para encauzar y dirigir el destino de España y realizar la unidad política de toda la Península. Por eso le da todo su apoyo en la cuestión sucesoria; debió de pesarle la separación de hecho que se produjo en 1506 con el nombramiento de dos gobernadores y dos inquisidores generales. Después de la muerte de don Fernando, Cisneros se comporta como si no hubiera otro gobernador que él. Actúa como si Castilla representara los intereses de toda la monarquía. Se comporta como castellano, aun más: como castellanista; por lo visto, para él los aragoneses no eran gente muy de fiar; formaban una nación asociada con Castilla, desde luego, pero que tenía intereses a veces distintos de los de Castilla y, por lo tanto, de España. Es lo que se desprende del problema suscitado por la representación española en Roma. En 1516, había en Roma dos embajadores, el uno flamenco, el otro castellano. Cisneros opina que sobra uno. La corte de Bruselas es del mismo parecer, pero al enterarse que esta piensa nombrar a Pedro de Urrea, que era aragonés, Cisneros protesta: «es muy necesario que [Su Alteza] envíe persona que sea castellano o flamenco», pero en ningún caso aragonés; su secretario Varacaldo lo confirma sin rodeos: nombrar a un aragonés es ponerse «debajo del poderío de Faraón, que más valdría y mejor sería para el reino encomendar los negocios al más puro francés del mundo, que no a aragonés ninguno[146]».
No sería, pues, exagerado ver en Cisneros un precursor del proceso histórico a favor de la castellanización de la monarquía: Castilla es el eje, el núcleo, la base de toda la política española, porque es el elemento más dinámico y desarrollado de toda la monarquía. En el conjunto territorial de la monarquía católica, Castilla ocupó desde el principio la preeminencia y el mayor protagonismo. Esta situación se debe primero a la mayor extensión geográfica de los territorios castellanos y a su dinamismo. Desde mediados del siglo XV, los reinos de Castilla son los que conocen el mayor crecimiento demográfico, auge que se acompaña de un gran desarrollo económico; los mercaderes burgaleses, por ejemplo, están muy presentes y activos en toda Europa; Medina del Campo es una de las primeras plazas de negocios de la época. Este crecimiento de Castilla coincide con el estancamiento de la corona de Aragón. Auge de Castilla, declive de Cataluña; así resume Pierre Vilar la coyuntura de la época de mayor protagonismo de España en la Edad Moderna[147]. No hace falta acudir a interpretaciones polémicas para explicar la castellanización progresiva de la monarquía[148]. Dicha castellanización se debió no a una voluntad política, sino a la relación de fuerzas: se acude preferentemente a Castilla para sostener la política de la monarquía porque de Castilla proceden los hombres y los recursos necesarios, hombres y recursos que los demás territorios difícilmente podrían proporcionar en cantidades suficientes. Son los tercios de Castilla los que han conquistado Nápoles a principios del siglo XVI; son los mismos tercios los que van a intervenir en todos los campos de batalla de Europa en los siglos XVI y XVII. Son castellanos, en su inmensa mayoría, los diplomáticos, los teólogos, los conquistadores, mercaderes y misioneros del Siglo de Oro. Y lo mismo cabe decir de la literatura: el castellano se convierte entonces en el español, en la lengua en la que escriben preferentemente los autores, poetas, novelistas, dramaturgos, cronistas, aunque sean portugueses, catalanes o valencianos. Este éxito del idioma castellano no se debe a ninguna presión por parte de los gobernantes; de modo espontáneo, los autores y las élites hablan y escriben en castellano porque esta lengua goza entonces del mayor prestigio y difusión.
LAS ARMAS Y LAS LETRAS
Lo mismo que los Reyes Católicos, Cisneros opina que únicamente a la institución monárquica le corresponde el ejercicio de las responsabilidades políticas; solo ella es capaz de defender el bien común y de prescindir de los intereses particulares, a diferencia de lo que suele ocurrir con las «universidades» —es decir, los municipios y otras colectividades— y con los nobles, que parecen siempre dispuestos a acrecentar sus bienes. A las Cortes, como representación del reino, les incumbe no un papel legislativo ni fiscalizador, sino una prerrogativa, diríamos, constitucional: reconocer al heredero de la corona y prestar juramento de fidelidad al nuevo soberano, y otra prerrogativa de carácter fiscal: autorizar al rey a percibir los impuestos —o servicios— a que están sometidos los pecheros.
Los privilegiados —los que, en el siglo XVI, se van a llamar hidalgos[149]— se dividen en dos grandes categorías: las pocas familias —¿unas veinticinco?— que en el siglo XV formaban el grupo de los ricos hombres y que ahora se conocen más bien como grandes, y los caballeros. Cisneros no confunde a los unos con los otros; desconfía de los grandes, pero suele apoyarse en los caballeros.
Por la década de 1570, Diego Hurtado de Mendoza, al principio de su crónica sobre la guerra de Granada, resume en una página famosa la ascensión social de los letrados: «Pusieron los Reyes Católicos el gobierno de la justicia y cosas públicas en manos de letrados, gente media entre los grandes y pequeños, sin ofensa de los unos ni de los otros; cuya profesión eran letras legales, comedimiento, secreto, verdad, vida llana y sin corrupción de costumbres, etc.»[150].
Hurtado de Mendoza da la impresión de elogiar a los letrados, pero a renglón seguido viene una crítica muy dura: la preferencia dada a los letrados sobre los caballeros ha sido un error y ha tenido «grandes inconvenientes», como se ve en el caso de la rebelión de los moriscos de Granada; el autor no duda en achacar la responsabilidad de este movimiento a los letrados de la Chancillería de Granada, incapaces de tener en cuenta otras consideraciones que la justicia abstracta en materias que, «atenta la calidad de los tiempos, manera de las gentes, diversidad de ocasiones, requerían templanza o dilación», situaciones que los caballeros —concretamente en este caso el conde de Tendilla, capitán general del reino de Granada— estaban más preparados para comprender. Este es un tema —las armas y las letras— que, antes de convertirse en un tópico y en un debate académico, plantea un problema de fondo: ¿a quién le corresponde ejercer el poder en una sociedad estamental, al togado o al caballero de capa y espada?
Para nosotros, las letras son sobre todo bellas letras, es decir literatura. No era así en el siglo XVI; las letras venían entonces a ser lo mismo que los conocimientos científicos que se aprendían en los cursos universitarios. Por letrado se entendía el graduado de la universidad, el que había alcanzado un título académico de bachiller, licenciado o doctor. Como la carrera más concurrida era entonces la de Derecho, la palabra letrado vino a calificar a los juristas y a las profesiones correspondientes. Las letras vinieron pues a entenderse como sinónimo de ciencia jurídica, cada día más necesaria para desempeñar los cargos administrativos del Estado moderno. Los letrados empiezan así a entrar en competencia con los caballeros de capa y espada, a sustituirlos en los consejos, en los puestos de mando, en la administración. La oposición entre las armas y las letras, lejos de ser un tópico para debates académicos, tiene un alcance sociológico: significa la rivalidad entre capas sociales distintas para hacerse cargo de los puestos clave del Estado.
La sociedad estamental de la Edad Media estaba fundada sobre una tripartición funcional: oradores, guerreros, labradores; a los segundos, o sea, a la aristocracia, se le conferían los medios de existencia y los privilegios fiscales para que estuviera siempre disponible para ejercer, además de la función militar, el mando político y administrativo. La evolución histórica de las sociedades occidentales ha venido a complicar aquel esquema. La necesidad de poder contar con un personal técnicamente preparado para el gobierno y la justicia ha obligado a la Corona a prescindir más y más de los caballeros y a acudir a los letrados. Fueron los Reyes Católicos los que inauguraron aquel modo de gobernar, dando la preferencia a los letrados sobre los grandes y caballeros; a partir de aquella época, la nobleza sigue disfrutando de un prestigio social indiscutido: es el primer estamento de la sociedad, pero los letrados van ocupando poco a poco el terreno en la administración y se hacen dueños de muchos resortes del poder. Desde luego, aquella evolución desagradaba a los aristócratas; Diego Hurtado de Mendoza no fue el único en criticarla. Para uno de sus familiares, el marqués de Mondéjar, la Chancillería de Granada no debía entrometerse en castigar a los comuneros: «Tenga V. Al. por cierto que las cosas desta calidad y en este tiempo, que las han de entender y determinar cavalleros y no letrados ni leyes[151]». En el mismo sentido, un texto anónimo de 1554 no duda en meterse con el Consejo Real porque esta institución tiene dos cometidos: gobernación y justicia; ahora bien, los letrados saben mucho de justicia, pero poco de gobierno[152]. Lo mismo opinaba Antonio de Guevara: «los pleitos han de ser encomendados a los letrados, mas la gobernación de la república a los hombres cuerdos, pues vemos cada día por experiencia cuánta ventaja hay del que tiene buen seso al que no sabe más de a Bártulo[153]».
De este parecer era también Cisneros: a diferencia de los Reyes Católicos, que preferían apoyarse en hombres de la clase media («obscuris hominibus[154]»), Cisneros reserva las plazas de asiento en las audiencias y chancillerías (Granada y Valladolid) a los letrados, pero en los corregimientos casi siempre nombra a caballeros o miembros de la pequeña nobleza («viros ex omni nobilitate selectos»): en Toledo, el conde de Palma; en Sevilla, el conde de Luna; en Galicia, el conde de Fuensalida; en Baeza y Úbeda, el marqués de Falces, etcétera.
En este punto, muy significativo, por cierto, ya que se trataba nada menos que de la administración del territorio, Cisneros se aparta, pues, de las directrices señaladas por los Reyes Católicos. Desconfía de los letrados y del derecho, disciplina que goza de gran prestigio en la universidad por las perspectivas de lucro que abre a los graduados —corregimientos y, de modo general, el servicio del rey, pero también la Iglesia y el sector privado: notarías, abogacías, etcétera—; sin embargo, o precisamente por esto, quizás, Cisneros prefiere prescindir de ella y favorecer las ciencias —las lenguas clásicas y, sobre todo, los estudios bíblicos y la teología— menos concurridas porque ofrecen menos posibilidades de carrera («falta de premios», se decía entonces). En el Colegio de San Ildefonso de la Universidad de Alcalá, las constituciones primitivas recomiendan no admitir ningún estudiante que quiera dedicarse al derecho o a la medicina; el Colegio no ha sido fundado para tales disciplinas, sino para fomentar las humanidades y la teología[129]. Recordemos lo que ya señalamos antes: al ingresar en la orden franciscana, Cisneros pareció arrepentirse del tiempo perdido en estudiar Derecho y dedicó desde entonces sus horas de ocio a la Biblia y a la teología.
CISNEROS Y LOS GRANDES
Tratándose de los grandes, en cambio, Cisneros sí que se atiene a las orientaciones trazadas por los Reyes Católicos: no pretende humillarlos; los grandes siguen conservando su inmenso poderío económico y su prestigio social; pero se les excluye de toda responsabilidad política y se les obliga a acatar la autoridad real y la justicia. Esta es la situación que los Reyes Católicos han impuesto en 1480, después de su victoria en la guerra de sucesión. Los grandes no han tenido más remedio que conformarse con ella, mal que les pese; pero, en cuanto las circunstancias se prestan a ello, procuran volver a las andadas, aprovechándose de la crisis y del vacío de poder para tratar de recobrar posiciones perdidas y hacerse más fuertes y más ricos a costa del patrimonio real. A Cisneros le toca enfrentarse a aquel tipo de situaciones en las dos ocasiones en las que se hace cargo de la gobernación, en 1506-1507 y 1516-1517. Se comprende que a los grandes les guste poco acatar una autoridad que, a diferencia de la del rey, les parece gozar de menos legitimidad; en este caso, Cisneros no duda en imponerse por la fuerza. El cardenal era muy celoso de su autoridad[156] y, si hacía falta, era capaz de utilizar la fuerza armada para obligar a los grandes a moderar sus apetitos y acatar la justicia; hemos dado varios ejemplos de aquella disposición, pero Cisneros no abusaba del poder; desconfiaba de los grandes no porque fueran grandes, sino porque solían comportarse como revoltosos, sin escrúpulos: él sabía muy bien a qué atenerse sobre sus ambiciones y en este sentido llamaba la atención del rey: «que no se fie de grande ninguno, porque ninguno dellos tiene ojo sino cómo sacará algo a Su Majestad[157]». Sus familiares decían las cosas mucho más claras: «los grandes […] siempre quieren chupar al rey, bebelle la sangre y ponelle en necesidad[158]».
Más claro todavía lo dirán pronto los comuneros, quienes lanzarán contra los grandes una doble acusación: en el pasado, siempre han procurado restarle poder a la Corona, con referencia explícita a las guerras civiles del siglo XV, cuando los grandes tomaron las armas contra los reyes don Juan II, don Enrique IV y doña Isabel y don Fernando[159]; asimismo, siempre han tratado de enriquecerse a costa de la hacienda y del patrimonio real[160].
El cardenal Adriano, que, en 1516-1517, había sido asociado a Cisneros en el gobierno del reino, cuando a su vez le tocó actuar de regente en ausencia del rey, no pudo menos de llamarle la atención sobre el doble juego de los grandes, que aparentaban servir al monarca cuando, en realidad, procuraban ante todo sus propios intereses[161]. Cisneros resulta, pues, muy representativo de los que ven en el poder y las pretensiones de los grandes y títulos una amenaza para la Corona y el bien común. En cambio, las capas medias de la aristocracia, menos encumbradas y menos potentes, le parecen aptas para suministrar al poder real unos auxiliares eficaces, mucho más de fiar que los letrados, que, en ocasiones, no dudan en favorecer a los grandes para enriquecerse ellos también.
LAS ÓRDENES MILITARES
En las filas de la nobleza ocupan un lugar destacado los caballeros de las órdenes militares. Las órdenes —Alcántara, Calatrava y Santiago— fueron creadas en la Edad Media como instrumento de lucha contra los moros; carecían de justificación desde que la Reconquista había alcanzado su objetivo, pero eran instituciones prestigiosas, ricas y poderosas a causa de los inmensos territorios que les habían sido concedidos y de sus muchos privilegios. Conscientes de que aquel poderío podía resultar peligroso, los Reyes Católicos se habían reservado la dignidad de maestres al obtener del papa Inocencio VIII, en 1501, su integración a la corona real[162], incorporación provisional que será definitiva unos veinte años después, en 1523, en virtud de una decisión del papa Adriano VI. En su testamento, don Fernando el Católico había nombrado a su nieto don Carlos administrador de las órdenes. El capítulo de Santiago, reunido en Uclés, se dispuso, pues, a acatar la última voluntad del monarca difunto, pero entonces surgió don Pedro Portocarrero, conde de Medellín, que reclamó para sí aquella dignidad, invocando una bula que el papa León X había firmado en secreto. Cisneros se apresuró a cortar aquella pretensión de modo enérgico. Obtuvo de don Carlos plenos poderes para gobernar y administrar las órdenes y los utilizó para remediar lo que, a su juicio, merecía ser remediado, «así en lo que toca a la hacienda como en lo de la justicia y gobernación[163]»: fraudes en la hacienda, evitando pagarle al rey lo que le correspondía de las rentas, fallos en la administración de la justicia[164], etcétera. Procedió asimismo Cisneros a realizar nombramientos en el consejo de las órdenes con el fin de mejorar su composición; como secretario del mismo, Cisneros logró colocar a uno de sus más fieles colaboradores, Jorge de Varacaldo. Los caballeros, con la benevolencia de Adriano de Utrecht, se quejaron a Bruselas de que no se les guardaban sus privilegios, pero Cisneros se salió con la suya y mantuvo la confianza del rey. Pudo así situar a las órdenes militares bajo el control de la monarquía y evitar de esta manera que se convirtieran en núcleos de oposición a la política del rey.
LA GENTE DE ORDENANZA
Una anécdota muy popular dice mucho sobre la tirantez que pudo existir en varias ocasiones entre el cardenal y los grandes. No se sabe bien si en 1506 o en 1516, un grupo de grandes poco dispuestos a obedecer las órdenes de Cisneros le preguntaron con qué poderes actuaba como lo estaba haciendo; el cardenal les pidió que volvieran al día siguiente; entonces les contestaría. El día señalado, Cisneros llevó a los grandes a una ventana que daba al patio del palacio; allí estaba formada una tropa de unos 2000 hombres con algunos cañones («bellicorum tormentorum machinas»); el cardenal pronunció entonces aquellas palabras: «Estos son mis poderes».
La anécdota es probablemente falsa[165], pero confirma el interés que Cisneros siempre tuvo por las cuestiones militares. Como refiere Alvar Gómez de Castro, gustaba de informarse cerca de la gente de guerra sobre los campamentos, la manera de asediar una ciudad y temas semejantes[166]. Es más: parece que se encontraba a gusto entre los soldados y los preparativos bélicos, «como si, desde niño, se criara en la guerra», comenta un cronista. Un día, cuando se estaba preparando la expedición a Orán, el cardenal se acercó a ver los ejercicios que se hacían en la vega de Toledo; el conde Pedro Navarro, jefe de aquella tropa, le llamó la atención: «Pase Vuestra Señoría Ilustrísima por estotra parte, porque por esa le dará mucho enfado el humo de la pólvora»; a lo cual respondió Cisneros: no os dé nada, general, que el humo de la pólvora es para mí más agradable que los perfumes más raros de Arabia[167].
Señal inequívoca de aquel interés por la milicia fue la atención que dedicó Cisneros, durante su gobernación, a la restauración y al mantenimiento de las atarazanas en las ciudades marítimas del sur, así como, para luchar contra los corsarios berberiscos, su propósito de construir una armada potente en el Mediterráneo[168]. También, la destrucción de varias fortalezas del reino de Navarra, precaución destinada a garantizar la defensa de las fronteras de España[169]; el empeño por volver a crear una artillería potente, como la hubo en tiempos de los Reyes Católicos —en este sentido le pidió un informe minucioso a Diego de Vera, quien recomendó que se volvieran a labrar cañones en Medina del Campo y Málaga, y fabricar pólvora en Fuenterrabía—, o el encargo de que se enviaran desde Flandes a Castilla 1500 coseletes[170].
Más significativa todavía fue la voluntad de Cisneros de dotar la institución monárquica de los medios necesarios para imponer su autoridad en cualquier circunstancia, sin que dicha institución se viera obligada a acudir a las huestes señoriales o a las milicias urbanas; de la fuerza militar dependía en última instancia el orden público[171]. A esta preocupación se debe el proyecto de formar la que él llamó una «gente de ordenanza» que estuviera exclusivamente a disposición del monarca. La idea ya le había interesado a Fernando el Católico, pero este no quiso o no pudo llevarla adelante. Su autor, el comendador Gil Rengifo, natural de Ávila y veterano de las guerras de Italia y Navarra[172], proponía formar una fuerza de intervención, poco numerosa pero bien equipada y mejor entrenada, inspirándose en las compañías de ordenanza creadas en 1445, durante la guerra de los Cien Años, por el rey de Francia Carlos VII. Al iniciar su segunda gobernación, Cisneros recogió el proyecto y decidió llevarlo a la práctica. Como lo explica al rey, «es cosa tan necesaria y tan provechosa […] para que la justicia y el estado de la corona real sea acatado y obedecido como conviene[173]». Procura el gobernador quitarle al proyecto el aspecto de una innovación: «todos los reyes pasados siempre tuvieron dos mil de caballo de sus guardas, con los quales eran reyes y mandaban y hacían lo que querían, hasta el rey don Enrique el Cuarto, el qual, luego que despidió y deshizo las dichas guardas, fue desobedecido y perdido»; con aquella tropa «no habrá ninguno que en el reyno se ose mover[174]». Cisneros le volvió a pedir un informe a Rengifo, quien, en pocas semanas, trazó las grandes líneas de la futura «gente de infantería» o «gente de ordenanza», como se la llamó.
La milicia y, en general, la gente de guerra tenía mala fama porque estaba compuesta principalmente por hombres malvados, sin vergüenza, propensos a toda clase de desafueros y abusos contra las personas y los bienes en los pueblos por donde pasaban. El mismo Cisneros compartía aquella opinión[175]. ¿Fue él o Rengifo quien pensó en precaverse contra posibles desmanes? Ambos probablemente estarían de acuerdo, pero debió de prevalecer el dictamen del cardenal, que, en este caso, procedía más como político prudente que como moralista: se trataba de tranquilizar a los municipios y de garantizarles que la ordenanza no iba a representar un peligro, sino lo contrario: sería el medio más eficaz para mantener el orden público y la justicia. Se decidió, pues, no reclutar vagabundos, como se solía hacer, ni gente que solo pensara en robar y cometer delitos[176], sino todo lo contrario: hombres del vecindario cuya preocupación principal fuera defender a sus hijos, sus mujeres, su hogar[177]. Serían, pues, soldados «todos escogidos y muy bien armados, y personas conocidas y dispuestas […] y no como la otra gente que en Castilla se suele hacer, de desorejados y ladrones, y otros fugitivos[178]». Estaba además previsto que, antes de salir para una expedición o acción bélica, los soldados deberían confesarse, comulgar y jurar respetar las iglesias y la honra de las mujeres… Cada ciudad tendría que aportar un número de hombres conforme a su población: Ávila y Segovia, 2000; Medina del Campo, León y Toledo, 3500, etcétera. En conjunto, serían 30 000 los soldados que habría que reclutar de esta manera, pero, en vez de concentrarlos en un punto central, como estaba previsto en el primer esquema de Rengifo, Cisneros prefirió repartirlos en diferentes lugares, desde los cuales, en caso de necesidad, sería fácil agruparlos. Los reclutamientos serían voluntarios; solo si no se llegaba al cupo previsto en cada lugar se recurriría al alistamiento forzoso para completar los efectivos. Aquellos soldados no recibirían soldada, sino que se beneficiarían de una serie de exenciones fiscales (pechos reales y concejiles) que los asimilarían a los hidalgos. Cada vez que fuesen llamados para servir se daría a cada uno de ellos de sueldo treinta maravedís por día y se les pagaría un mes adelantado. Las ciudades tendrían que comprar las armas necesarias con sus propios fondos o mediante impuestos excepcionales (sisas o repartimientos). Las ventajas del proyecto eran indudables: el poder real tendría así una fuerza militar que no le costaría nada, salvo en el caso de que tuviera que intervenir en algún conflicto.
Desde los primeros días del mes de junio de 1516 comenzaron a actuar los capitanes encargados de los reclutamientos. Cisneros envió instrucciones precisas a los corregidores a fin de que facilitaran su labor. Vemos así cómo Antonio de Espinosa, que había llegado a Córdoba el 5 de junio, se presentó al día siguiente a los regidores, que le dispensaron una buena acogida; añade el capitán: «fuimos luego por todas las calles y plazas acostumbradas desta cibdad y con toda solenidad de trompetas y atabales se pregonó la provisión e instrucción»; los regidores mostraron algunas reservas: no les gustaba ver a los soldados pasearse armados por la ciudad; no aceptaban de buen grado el coste que todo ello representaba; a pesar de todo, Antonio de Espinosa se mostraba optimista: «creo que se hallará buena copia de gente», escribía el 10 de junio[179]. En Zamora, tampoco hubo problemas mayores; solo se notaba cierto escepticismo porque, en un primer momento, los soldados no se tomaron muy en serio la cosa: al primer alarde, solo acudieron cuarenta de los trescientos reclutados; el corregidor amenazó con castigar a los ausentes y, en la siguiente convocatoria, todos acudieron a la cita[180]. En la Rioja, el capitán Juan Bravo —el futuro comunero— no encontró mucho entusiasmo; como le escribió a Cisneros: «yo vine a la cibdad de Logroño y Alfaro y Calahorra y Santo Domingo […] y paréceme que en esta tierra quieren más dineros que libertades[181]». Lo mismo decían en Salamanca: allí había ya muchos hidalgos y los privilegios prometidos atraían poco[182].
A juicio de Alvar Gómez de Castro, al sur del Guadarrama («in cismontana regione»), o sea, en Castilla la Nueva y en Andalucía («Bética»), todo se hizo conforme a la voluntad de Cisneros («omnia ex ejus voluntate gerebantur»). En cambio, surgieron problemas más o menos graves y se plantearon objeciones de peso en Castilla la Vieja. En Ávila, por ejemplo, el regimiento invocó tres motivos principales contra la Gente de Ordenanza[183]:
1) La ciudad contaba con muchos caballeros y escuderos; a ellos —y a nadie más que a ellos— les correspondía llevar armas y mantener el orden; los «hombres de poco tener e baja suerte» que se podrían reclutar no serían más que ruines soldados, solo aptos para crear desórdenes.
2) Eximir de impuestos a los soldados de la ordenanza implicaba acrecentar los impuestos de los demás contribuyentes; por otra parte, atraer a la nueva milicia campesinos asalariados y artesanos perjudicaría los intereses de los caballeros y terratenientes, que se verían privados de parte de su mano de obra[184].
3) La ciudad estaría obligada a comprar las armas necesarias, lo cual significaría nuevos gastos para ella.
Estos argumentos son los que se esgrimen también en León, Salamanca, Toro, Medina del Campo, Zamora, Arévalo, Madrigal, Olmedo y otras ciudades.
Sin embargo, a principios del mes de diciembre, parece que aquellos municipios habían acabado por acatar las órdenes de Cisneros[185]. Solo Valladolid resistía. Allí, el capitán Tapia no pudo cumplir su cometido y tuvo que retirarse ante una oposición que pronto presentó las características de un verdadero motín. ¿Qué es lo que motivó los alborotos de Valladolid? Desde luego intervinieron los argumentos que ya habían presentado otras ciudades: la novedad del hecho, el temor de ver a gente armada discurrir por las calles y cometer atropellos, los gastos extraordinarios que ello iba a suponer para el erario municipal…, pero la causa principal fue otra: la decidida oposición de los nobles y caballeros: «como estos [la Gente de Ordenanza] se han hecho para favor de la justicia, para hazer al rey poderoso […] hales pesado a muchos Grandes porque en los lugares adonde pensavan tener parte y estavan apoderados, no se haze caso dellos y no hay otra memoria syno del rey y de la justicia[186]». A los grandes no les gusta la ordenanza: con ella el rey tendrá los medios necesarios para hacerse obedecer[187]. Lo mismo dirá Quintanilla en el siglo XVII: «los cavalleros que deseavan beber la sangre del rey, les pesó tanto haverles atado las manos para no poder hacer de las suias que solicitaron a los de Valladolid porque contradixesen esta». Ya a mediados de la centuria anterior, Alvar Gómez lo había señalado: los grandes establecidos más allá de la sierra de Guadarrama («ultramontanis regulis»), es decir, en Castilla la Vieja, no quisieron admitir que la autoridad del rey se impusiera en territorios en los que ellos mandaban hasta entonces («in qua paulo ante regnabant») y les quitara el poder. Como lo escribe Varacaldo el 11 de diciembre de 1516: «Esta gente es la que hace al rey rey y a la justicia justicia». Esto, Cisneros lo sabía muy bien, como lo expuso en carta a Diego López de Ayala en fecha tan temprana como el 11 de junio de 1516: «Con esta gente de cavallo y de pie que se ha hecho en el reino, siéntenlo los Grandes sobremanera en ver al rey poderoso y que no terná dellos necesidad». En efecto, con aquella gente, el rey podría prescindir de las mesnadas señoriales e incluso enfrentarse con ellas, en caso de necesidad. Este es el motivo principal que impulsó a los grandes a oponerse al proyecto de Cisneros.
Entre los revoltosos entraban algunos resentidos, como el condestable Íñigo de Velasco, quien, descontento por no haber sido nombrado virrey de Navarra, procuró estorbar la leva de gente en Burgos y en la Bureba, donde consiguió que no se asentase nadie; Antonio de Osorio, obispo de Astorga, que había sido apartado de la casa del infante don Fernando por orden de Cisneros, y el conde de Benavente, que protestaba contra la gente que reclutaba el poder real pero que él mismo compraba cañones en Flandes para su uso personal[188]. Los más determinados a combatir los proyectos del cardenal Cisneros fueron el almirante de Castilla, don Fadrique Enríquez, y sus parientes, entre ellos el obispo de Osma —don Alonso Enríquez, hijo bastardo del almirante—. Ellos fueron los que alborotaron Valladolid: «hiciéronles entender a todos que el cardenal los quería destruir, robar sus haciendas y quemarlos a todos y andaban de casa en casa a predicar estos sermones. Y ansy se alteró el pueblo[189]». Los mismos trataron de provocar la oposición de los conversos, dándoles a entender que Cisneros, como inquisidor general, estaba dispuesto a acabar con ellos. A semejantes insinuaciones se refiere Varacaldo cuando le escribe a Diego López de Ayala: «¿Parécele bien a y. m. que la Costanilla y la Frenería de Valladolid [es decir: los barrios ricos de la villa, donde vivían los mercaderes, muchas veces conversos] inducidos por las personas que tengo dicho, quieren poner escándalo y atreverse a tanto desacato?»[190].
Cisneros, apoyado por la Chancillería[191], se mostró dispuesto a hacer frente a aquel desafío y sus colaboradores le animaban para que no cediera en su propósito. A mediados del mes de diciembre, Varacaldo le escribe a Diego López de Ayala que «lo de Valladolid está en muy buenos términos[192]», o sea, que se puede esperar una rápida victoria del cardenal. Fue la corte de Bruselas la que lo echó todo a perder. Desde luego, Cisneros había informado al rey —¿en el mes de abril?— de su proyecto, pero, como estaba ansioso por llevarlo a cabo, no debió de esperar la respuesta[193]; puso en marcha el alistamiento de la gente. Naturalmente, llegaron a la corte de Bruselas noticias de las oposiciones que surgían en varias partes, lo cual causó una legítima preocupación; se empezó a pensar que tal vez sería preferible esperar la venida del rey a España para seguir adelante con el proyecto. Cuando, el 13 de agosto de 1516, se firmó con Francia el tratado de Noyon, se consideró que el asunto no era prioritario: ningún enemigo exterior amenazaba a España; ya no era menester reclutar soldados. Cuando la situación se volvió grave a raíz de los sucesos de Valladolid, la presión de los nobles sobre Bruselas se hizo más fuerte para que el rey mandara sobreseer en la iniciativa. Cisneros amenazó con renunciar a su cargo de gobernador si el rey no le apoyaba en aquel trance[194]. Pero la suerte estaba echada. Los representantes personales del rey en Castilla —La Chaux, que llegó en enero de 1517, y Adriano de Utrecht— informaron a la villa de Valladolid que se iba a suspender el alistamiento y que se concedería un perdón por los sucesos pasados. En Valladolid, no las tenían todas consigo al ver que Cisneros no había firmado la carta de perdón. Fue necesario que lo hiciera, a finales del mes de febrero de 1517, para que volviera la calma en la villa.
Fue, pues, la oposición de Valladolid la que hizo fracasar el intento de crear una fuerza armada al servicio de la monarquía. Pero el fracaso de Valladolid no debe hacernos olvidar que la Gente de Ordenanza fue algo más que un proyecto; se llevó a cabo en muchas partes del reino; sirvió para sofocar el levantamiento de Málaga, para poner fin a los desórdenes iniciados a raíz del conflicto surgido en torno al priorato de San Juan. La tropa no fue disuelta hasta que las Cortes de 1518 decidieran anular los privilegios otorgados a los «caballeros pardos». En cuanto a las armas, quedaron en propiedad de los regimientos y sirvieron, a partir del verano de 1520, en la revuelta comunera. Cisneros no solo suministró indirectamente armas a los futuros comuneros, sino, además, jefes; por ejemplo, Juan Bravo, uno de los capitanes encargados del reclutamiento, Francisco de Mercado, Gonzalo de Ayora y otros que habían apoyado al cardenal y que conservaron la amargura de ver como los grandes engañaron a las ciudades y se opusieron al servicio superior del Estado y del bien común.
REFORMAR EL ESTADO
Como se ha visto, Cisneros se presenta a sí mismo como continuador de la política inaugurada por los Reyes Católicos, pero ello no le impide apartarse de ella si hace falta e, incluso, en aspectos significativos, censurarla a partir de principios basados no en la ética —aunque Cisneros no deje de preocuparse por la ética—, sino en la defensa del bien común y de la república, lo que hoy llamaríamos los intereses superiores del Estado.
La reordenación llevada a cabo por los Reyes Católicos implica un régimen en el que el monarca, en virtud de la teoría del poderío real absoluto, asume solo la dirección de toda la política del reino. Se trata de un régimen no precisamente absolutista, sino más exactamente autoritario, en el que los cuerpos intermedios —Cortes, municipios, nobleza, clero, etcétera— se ven marginados. No existe ninguna institución para fiscalizar o limitar el poder del monarca, que se convierte en un personaje casi divino; ya no se le llama alteza, como en la Edad Media, sino majestad, tratamiento que expresa el carácter sagrado que está revistiendo la persona del rey. Aquella reorganización tiene un sentido muy claro: la política es cosa de la Corona; en los municipios se institucionaliza el sistema de regimientos cerrados confiados a una oligarquía local; a nivel nacional, se nota la misma voluntad de reservar a la Corona la resolución de los problemas políticos; la nobleza, el clero y las Cortes quedan apartados de estos negocios. Completa el dispositivo un sistema de consejos especializados que tienen solo una función técnica: asesorar al monarca; esta es la función del Consejo Real y de los consejos que empiezan a crearse con los Reyes Católicos: Inquisición, órdenes militares… Entre el soberano y los consejos, el enlace se hace por medio de los secretarios, que son depositarios de las intenciones y pensamientos del rey; lo ven cada día; lo acompañan a todas partes. Es lo que más tarde se llamará el «despacho a boca», es decir, conversaciones cotidianas en las que los secretarios dan cuenta al rey de la marcha de los asuntos y reciben instrucciones que transmiten luego a los consejos. De esta forma los secretarios acaban fiscalizando los problemas más importantes del gobierno; están al tanto de todos los resortes de la maquinaria administrativa y estatal. También intervienen en cuestiones menudas como pueden ser nombramientos o concesión de mercedes a particulares. Estos secretarios, por lo general hombres de extracción social mediana o baja —letrados— que gozan de la confianza del soberano, desempeñan un papel de primer plano en la vida política y se convierten en personajes muy poderosos; por su presencia continua cerca del monarca, tienen gran influencia en las altas esferas del poder. Por lo mismo, pueden tener la tentación muy fuerte de abusar de esa confianza y de esa influencia.
A principios del siglo XVI, tres documentos ponen de relieve los inconvenientes de aquel sistema:
1) El primero no lleva fecha, pero por las referencias que hace a la rebelión de las Alpujarras de 1502[195], se puede pensar que fue escrito poco después. Tampoco se conoce a su autor; se supone que podría ser un miembro del Consejo Real, tal vez Galíndez de Carvajal, por la defensa que hace de las prerrogativas del Consejo[196]. A decir verdad, el texto no habla de abusos, sino de algún desorden que se debería remediar. La crítica principal va enderezada contra el excesivo poder de los secretarios reales, concretamente de uno de ellos: Gaspar de Gricio[197]. Este concentra todas las peticiones que llegan a la corte —«así en lo de la justicia como mercedes»— y es él solo el que las reparte entre el Consejo y los contadores y otros oficiales. Galíndez de Carvajal —o quien quiera que fuese el autor del documento— sugiere que estas peticiones vayan directamente al Consejo, «porque los del Consejo saben mejor la cualidad de cualquier negocio o cuáles personas tienen cargo de cada género de negocio»; así se evitaría, por ejemplo, que «las cosas de mera justicia se provean fuera del Consejo y por personas que ni saben lo que proveen ni menos se proveen bien».
Una segunda crítica también apunta a los secretarios —especialmente a Hernando de Zafra, al tesorero Morales y a Diego de la Muela—, «los cuales despachan muchas cosas con el rey nuestro señor y sacan cédulas sin ser señaladas de ningún letrado y con estas cédulas se hacen muchos desafueros», como al parecer ocurrió en la reciente rebelión de las Alpujarras: en ella los secretarios habrían enviado ejecutores «que han destruido todo el Andalucía, escuderos rotos con plenos poderes que en su mano está robar todo lo que quieren sin que se pueda saber». La solución sería, según el autor, que este tipo de negocio se decidiera por los del Consejo para que se remediasen «conforme a justicia y a las leyes destos reinos».
El documento viene pues a ser una denuncia contra el personalismo del poder: un grupo restringido de altos funcionarios tienen en sus manos la dirección efectiva de los asuntos de gobierno. El poder que se les ha otorgado, y que ellos ejercen sin ningún control, hace posible toda clase de abusos y corrupciones. Ahora bien, estos secretarios los nombra el rey, de modo que la crítica se dirige en realidad al mismo sistema de gobierno inaugurado por los Reyes Católicos.
2) El segundo documento es nada menos que el testamento de la reina Isabel la Católica, fechado en Medina del Campo a 12 de octubre de 1504. En él pide la soberana que se enmienden varios errores cometidos durante el reinado, entre ellos el acrecentamiento indebido de oficios y mercedes. Dice así el testamento:
Otrosí, por cuanto por algunas necesidades y causas dí lugar y consentí que en estos mis reinos hubiere algunos oficiales acrecentados en algunos oficios, de lo cual redemando perdón de ello a nuestro Señor y a los dichos mis reinos; y aunque algunos dellos ya están consumidos, si algunos quedan por consumir, quiero y mando que luego sean consumidos y reducidos los oficiales de ellos al número y estado en que estuvieren y debieron estar, según la buena y antigua costumbre de los dichos mis reinos, y que de aquí adelante no se puedan acrecentar ni acrecienten de nuevo los dichos oficios ni algunos de ellos.
3) El tercer documento es el más interesante porque cala más hondo en la crítica. Se trata de un memorial que se remitió de parte de Cisneros al joven Carlos I pocos días después que este llegara a España[198]. El memorial atribuye a «descuido de los Reyes [Católicos]» algunos errores de peso en el sistema de gobierno. El primero de estos errores sería haber consentido una gran acumulación de riqueza territorial en unas pocas familias nobiliarias por vía matrimonial. Ello habría dado lugar «a que se juntasen en una persona dos o tres casas o más, aunque fuesen parientes los que se casaban». Opinaba Cisneros que semejante concentración ocasionaba gran peligro para el Estado y que «por ninguna manera se había de dar lugar a esto, por muchos respectos, ni se había de permitir que, a efecto de juntar sus casas, se case ninguno dentro del cuarto grado que el derecho prohíbe, porque, si no se tuviese consideración a proveer en esto, se podrían hacer algunas casas tan grandes que fuese […] de mucho inconveniente».
Continúa el memorial exponiendo las reflexiones de Cisneros en un aspecto relacionado con las alianzas matrimoniales, las que contraen miembros del Consejo Real con la alta nobleza:
Tenía [Cisneros] asimismo por gran daño del reino que persona del Consejo casase sus hijos con hijos o parientes de grandes, porque decía que los grandes no hacían estos casamientos sino para los tener por sus procuradores y abogados en sus negocios y que lo había experimentado en el tiempo que tuvo la gobernación y estaba en que en casando alguno del Consejo sus hijos de esta manera le habían de enviar a su casa.
La tercera crítica gira en torno al multiempleo:
Estaba en que ninguno tuviese más de un oficio o una tenencia, porque el príncipe sería muy mejor servido y excusaría mucha costa, que podría satisfacer y contentar a muchos con los oficios y tenencias que tenía uno, y decía que no se había de consentir que llevase uno trecientos o cuatrocientos mil maravedís de una tenencia y que nunca la viese ni supiese si estaba caida y pusiese en ella un escudero a quien daba muy poca cosa.
A continuación viene lo más grave, la corrupción:
Decía [Cisneros] que, aunque los Reyes Católicos habían sido tan excelentes y tan grandes príncipes, habían tenido descuido y que estos reinos no habían tenido dueño que mirase por ellos, porque él sabía que muchos habían venido a la Casa real con muy poca hacienda y que, puestos en oficios, desde a cuatro o cinco años, labraban grandes casas, compraban haciendas, hacían mayorazgos, y demás de esto, el gasto ordinario que traían era tanto que, hecha cuenta de los acostamientos que tenían en los libros reales y de las mercedes que les había hecho, era más su gasto ordinario, según era excesivo, que montaba el acostamiento y mercedes, de manera que lo que compraban y los mayorazgos que hacían y lo que daban en casamientos o lo robaban al rey o al reino, y que era gran cargo de conciencia del príncipe consentirlo, demás del daño que venía a su hacienda.
[…] A los oficiales que sirviesen e hiciesen bien sus oficios […] era justo que el príncipe tuviese cuidado de ellos para que tuviesen competentemente[199] y no tanto que se descuidasen y presumiesen de señores, que lo tenía [Cisneros] por gran inconveniente.
El diagnóstico de Cisneros pone de manifiesto los efectos de la reordenación política realizada por los Reyes Católicos, efectos que el propio Cisneros había podido comprobar a la vista de las fortunas colosales que edificaron en su tiempo los Fonseca, Conchillos, Alonso Gutiérrez de Madrid, los hermanos Vozmediano, el licenciado Vargas, etcétera, fortunas que se habían constituido sobre la base del cohecho, de la prevaricación y del abuso de influencia. No son, pues, solo los flamencos del séquito de Carlos I los que se aprovechan de la situación; a mayor o menor escala, todos los altos mandos de la administración española, con contadas excepciones, ponen el mismo empeño en acumular sinecuras, mercedes, rentas, señoríos, y en beneficiar a sus parientes o amigos. El caso de Francisco de los Cobos ilustra perfectamente estos abusos[200]. De origen muy modesto, —ni siquiera era letrado—, Cobos obtuvo primero un empleo sin importancia gracias a la recomendación de una de sus tías, casada con un secretario de la reina Isabel. Tuvo la suerte de llamar la atención de Hernando de Zafra, secretario real, quien le hizo nombrar escribano. Tras la muerte de Zafra, Cobos pasó al servicio de Conchillos, también secretario. A partir de entonces, comenzó a acumular diversos cargos. En 1508, sucedió a Zafra como contador mayor de Granada. En 1511 lo vemos como veinticuatro de Granada. Apenas nombrado escribano de cámara en 1515, vende el cargo con la esperanza de recibir otro más lucrativo. Cobos gozaba además, desde 1510, de una serie de atribuciones de primera importancia. Estaba a cargo del registro de todas las subvenciones, prebendas, gratificaciones y reconocimientos de deuda firmadas por el rey. Era el primero en ser informado de las vacantes que se producían y, por tanto, podía indicar a sus amigos los puestos más lucrativos y arreglárselas para que los obtuvieran. Naturalmente, este tipo de servicios no quedaba sin retribución. Una de las quejas de Las Casas contra Conchillos será precisamente que él y su adjunto, Cobos, eran los únicos que se ocupaban de las decisiones y nombramientos para los territorios del Nuevo Mundo, y que Conchillos había obtenido de ello ganancias muy considerables. Nadie mejor que Cobos ilustra la observación de Cisneros sobre los oficiales que se aliaban con los grandes, operación en la cual salían beneficiadas ambas partes, los oficiales por la fortuna y la influencia que acumulaban, los grandes porque disponían en la corte de valederos poderosos, todo ello en perjuicio del patrimonio real, o sea, del interés común y del Estado.
La evolución posterior no hará sino agravar aquella situación. Se advierten escrúpulos por parte de la reina Isabel: ella piensa que tal vez haya ido demasiado lejos en otorgar oficios, favores y mercedes, pero no parece poner en tela de juicio el derecho del monarca a disponer libremente de ellos; lo que repudia la reina es la mengua de autoridad que supone su concesión; en la voluntad real queda la fuente suprema del poder estatal: Isabel actúa usando explícitamente su «poderío real absoluto». La crítica de Galíndez de Carvajal tampoco implica una subversión del sistema vigente. Trata de evitar algunos abusos. Lo que le irrita a Galíndez de Carvajal es ver como los secretarios concentran en sus manos la realidad del poder en perjuicio del Consejo Real; él opina que los del Consejo entienden más de asuntos de gobierno, de justicia y de mercedes que los secretarios; la excesiva confianza que se deposita en estos últimos les lleva a cometer «desafueros», es decir, a proceder en algunos casos como si ellos mismos, y no el monarca, dispusieran de la plena facultad para otorgar mercedes, todo ello en detrimento de las prerrogativas del Consejo; pero este Consejo, no lo olvidemos, lo nombra también el mismo monarca.
Mucho más alcance tiene el memorial atribuido a Cisneros. En él aparece una referencia explícita, no solo al «servicio» del rey, sino al «bien del reino», lo cual puede sugerir que en algunas ocasiones pueda haber contradicción entre el rey y el reino; no estamos muy lejos de las Comunidades de Castilla. El memorial de Cisneros lleva implícita una teoría del Estado muy diferente de las anteriores: para Cisneros, el oficio ya es una función pública; debe servir no para recompensar al que lo ocupa, sino para desempeñar un determinado papel; por eso conviene buscar a los más capacitados e impedir que un solo individuo tenga varios oficios, porque está claro que no puede atender sino a uno solo. También es conveniente que los miembros del Consejo no sean parientes de grandes: no están allí para satisfacer ambiciones particulares, sino para velar por el bien público. En fin, basta con que los oficiales tengan un salario «competente», es decir, que les permita vivir conforme a sus responsabilidades y cargo sin que puedan presumir de señores. Cisneros se escandalizaba de lo que estaba pasando. Pero es que Cisneros tenía un concepto del Estado muy moderno, muy parecido al que tenemos ahora: el servicio del Estado como función pública. Para su tiempo, Cisneros es un precursor, pero muy aislado. En la España del Antiguo Régimen, los agentes del Estado están ante todo al servicio del soberano, más que del Estado. Es improcedente hablar en aquella época de función pública y de funcionarios en el sentido que damos ahora a estos vocablos. Lo que había eran oficiales y oficios; el oficio representaba una parcela de la autoridad real; era una merced que el rey hacía a determinadas personas, un beneficio más que un oficio; por ello era tan codiciado, por el prestigio que confería y también por los provechos que proporcionaba a los que lo ejercían. Esta es la razón de que se pudiera comprar, vender, trastocar, cosa que para nuestras mentes parece escandalosa. Lo que llamamos corrupción era, en aquella época, algo normal, no una aberración ni una desviación del sistema, sino una exageración de la esencia misma de un sistema político en el cual la figura del rey seguía siendo la primera en el Estado, la fuente no solo de toda autoridad, sino de toda riqueza y de todo prestigio.
Cisneros es un estadista que se anticipa a las concepciones modernas del ejercicio del poder, un progresista, como sugería Pierre Vilar. En la tradición occidental, dos corrientes ideológicas dominan el ideario político: la que procede de la Roma antigua y la que viene del mundo germánico. En la segunda, prevalecen los valores privados y familiares; es la esfera del liberalismo económico y del individualismo; no se le da mucha relevancia al Estado, ya que se considera que es preferible dejarse guiar por las leyes del mercado; se piensa que el interés general es la suma de los intereses particulares. En la concepción romana, al contrario, lo importante es el bien común, concepto tomista que recoge el de res publica y que se continúa en el siglo XVI por las teorías políticas de Jean Bodin (Los seis libros de la política, 1576); conforme a esta concepción, el bien común, por ser un bien, es superior al interés; al Estado —a la república— le corresponde velar por el bien común y, para ello, crear una administración competente y unos servicios públicos eficaces. Esta corriente es la que va a constituir el modelo republicano francés, modelo que no es incompatible con la monarquía como forma de gobierno: lo iniciaron los reyes Francisco I, Enrique IV, Luis XIV, servidos por ministros como Richelieu, Colbert, los intendentes del siglo XVIII; lo continuaron los republicanos de 1789, los prefectos de Napoleón, la función pública de los siglos XIX y XX; es un modelo que se caracteriza por el papel moderador y regulador que se le da al Estado y la importancia que se otorga a los servicios públicos. Desde hace treinta años, este modelo está de capa caída bajo la influencia de la tecnocracia de Bruselas y de la ideología europeísta; se ve paulatinamente sustituido por el modelo alemán, que desconfía del bien común, del Estado, de los servicios públicos, en aras del liberalismo, de la competitividad, de los intereses privados y de los mercados financieros. Cisneros sería más bien partidario del modelo republicano así esbozado. Como veremos, la Francia de los siglos XVII y XVIII, al equiparar a Cisneros con Richelieu, no se equivocó: vio en él un adepto del bien común y de la res publica, como buen continuador que era de la tradición romana y tomista.