LA HORA DE CISNEROS
… il y a tant d’hommes en vous!, le franciscain, le cardinal, le lettré, l’homme d’Etat, le capitaine.
HENRY DE MONTHERLANT,
Le Cardinal d’Espagne
Esta no es una nueva biografía de Cisneros. La que publicó García Oro hace veinte años, completada luego por varios trabajos del mismo autor y de otros investigadores, no ha sido superada; suministra las noticias esenciales sobre la vida y obra del cardenal, vida y obra que, por cierto, se dividen en dos partes muy desiguales: desde 1436 hasta 1492 —¡poco menos de sesenta años!— casi no se sabe nada de él; a partir de 1492, en cambio, Cisneros es uno de los actores principales de la sociedad y de la política de Castilla; forma parte de la corte e incluso de los medios de gobierno; nada de lo que hace queda oculto, ya que ocupa puestos que lo sitúan muy por encima de sus compatriotas. En estas condiciones, parece difícil para un biógrafo aportar algo inédito, como no sea alguna que otra anécdota más o menos auténtica y digna de fe.
Más que la vida de Cisneros, en efecto, interesa su obra y el papel que desempeñó en la historia de Castilla —o el que pudo desempeñar de haber tenido tiempo para ello—. Por sus dotes y su personalidad, Cisneros representa un momento decisivo en el destino histórico de su patria. Así se vio cuando le tocó intervenir en los negocios del reino. Así lo estimaron los contemporáneos de los primeros Austrias. Así también lo entendieron, en el siglo XVII, los historiadores franceses, quienes, al esbozar un paralelo entre dos cardenales estadistas —Richelieu y Cisneros—, no dudaron en admitir la superioridad del castellano, y eso que, aparentemente, Richelieu logró lo que se proponía: encaminar a Francia en la vía de un Estado-nación centralizado y eficaz, tal como acabarán forjándolo Luis XIV, los ilustrados del siglo XVIII, los jacobinos y Napoleón… Cisneros, en cambio, dio la impresión de fracasar: no logró convencer al joven monarca don Carlos de la necesidad de reformar el Estado, dotarlo de fuerza frente a los nobles y los disidentes, sanear la hacienda y la economía, mejorando el funcionamiento de la administración y de la justicia, crear un verdadero servicio público y una monarquía nacional en la que los intereses dinásticos y patrimoniales no prevaleciesen sobre el bien común de todos.
Cisneros no logró imponer sus criterios, es cierto, pero dejó por lo menos un ideal de gobierno, el recuerdo de un estadista de excepción. Por eso nos parece todavía importante que se conozcan sus ideas y sus ambiciones. El momento en el que le tocó intervenir en política se prestaba a una reforma de altos vuelos, y él se sentía capaz de llevarla a cabo. Para explicar un acontecimiento histórico, habría que tener en cuenta por lo menos tres factores:
1) los condicionamientos sociales y económicos de la época y de la nación consideradas que permiten o excluyen tal o cual posibilidad[1].
2) la casualidad, o sea, la presencia simultánea de series causales independientes: la nariz de Cleopatra de la que hablaba Pascal o la coyuntura histórica[2].
3) la intervención de un héroe que aprovecha las circunstancias para actuar en tal o cual dirección[3].
Estos tres factores permiten aclarar el papel del cardenal Cisneros en un momento clave de la historia de España.
En 1497 muere el príncipe don Juan, heredero de los Reyes Católicos. En 1517 llega a España el rey don Carlos de Gante, que será más conocido como Carlos V a partir de 1519. Los años que transcurren entre aquellas dos fechas son años de crisis para España, crisis no en el sentido que le dan los economistas para referirse a momentos de dificultades más o menos duraderas, sino en la acepción primera de la palabra, que pertenece al vocabulario de la medicina: una crisis es una mutación que sobreviene en el curso de una enfermedad, sea para bien o para mal. Es, pues, un momento decisivo que implica la idea de una ruptura después de la cual nada será como antes; se trata de un cambio irreversible. Esto es precisamente lo que ocurre en España entre 1497 y 1517. Estamos ante una encrucijada decisiva; el rumbo de la historia puede orientarse hacia varias direcciones; una vez tomada una de estas direcciones, las demás quedarán definitivamente cerradas y entrarán en la categoría de los futuribles, de lo que pudo ocurrir y no ocurrió. La desaparición del príncipe don Juan trastorna las esperanzas que sus padres habían puesto en él como un futuro monarca que hubiera continuado la obra iniciada en 1474. Ya en 1497 se puede adivinar que la monarquía de Fernando e Isabel no seguirá el curso que se preveía. La sucesión al trono recae en doña Juana, casada con el borgoñón Felipe el Hermoso. Ahora bien, doña Juana no está en condiciones para asumir el poder con plena autoridad. Esto se ve claramente en 1504, cuando muere la reina Isabel. La doble monarquía está a punto de deshacerse. Fernando queda relegado a la posición de simple rey de Aragón. Los bandos nobiliarios, los grupos sociales, los intereses económicos procuran aprovechar el debilitamiento del poder real para recuperar posiciones perdidas u ocupar otras. La muerte repentina de Felipe el Hermoso, en 1506, permite a don Fernando hacerse otra vez cargo del mando en nombre de su hija doña Juana, pero ya está claro entonces que la corona de los Reyes Católicos va a pasar a la dinastía de los Austrias, a don Carlos, el futuro emperador. La llegada de este a la Península, en el otoño de 1517, abre una era nueva para España, cuyo destino histórico se tuerce para tres siglos, quizás más.
Aquellos años no son solamente críticos para España; lo son para Europa, una Europa que todavía no se llamaba así, que seguía siendo —por poco tiempo— la cristiandad, es decir, la comunidad de naciones que compartían el mismo credo religioso. El avance de los otomanos amenaza la integridad territorial y el prestigio internacional de la cristiandad, mientras los descubrimientos abren a estas perspectivas nuevas al otro lado del Atlántico. Por otra parte, las inquietudes religiosas obligan a revisar el ordenamiento tradicional; cada día se hace más evidente que la Iglesia católica y su misma cabeza —Roma— necesitan una seria reforma; las gentes ya no se contentan con una religión rutinaria y formalista, y anhelan encontrar formas de espiritualidad acordes con sus exigencias; las universidades no siempre responden a lo que esperan de ellas sus oyentes, también necesitan una renovación. Estamos en una época de transición entre lo que se denominará posteriormente la Edad Media y la Moderna.
Esta es la hora de Cisneros. A Cisneros le tocó vivir en esta época de tránsito. Confesor de la reina Isabel desde 1492, arzobispo de Toledo en 1495, inquisidor general para Castilla y cardenal en 1507, ocupa la regencia del reino en 1506-1517 y en 1516-1517. Durante más de veinte años, Cisneros es el hombre fuerte de su tiempo. Su personalidad es muy representativa de la época: eclesiástico, está convencido de que urge reformar la disciplina, las costumbres y la formación del clero; muchos en España, y el mismo rey don Fernando, por los años 1511-1512, desearían que llegase a ser papa para llevar a cabo la reforma de la Iglesia desde arriba. Gasta parte de las rentas inmensas del arzobispado de Toledo para fundar en su villa de Alcalá de Henares la universidad que exigen los tiempos nuevos: una universidad abierta a todas las teorías y a las nuevas tendencias de las ciencias: lenguas clásicas y orientales, por ejemplo. Inquisidor general, no muestra ningún fanatismo en la defensa de la ortodoxia: acaba con los abusos y excesos de Lucero, el inquisidor de Córdoba; no duda en pedir la colaboración de conversos para preparar una versión políglota de la Biblia e invita al mismo Erasmo a participar en la empresa; favorece las nuevas vías de espiritualidad, traduciendo y publicando libros, protegiendo a algunas beatas, como la de Piedrahíta, que, unos diez años después, habrían sido severamente castigadas; le rodea un ambiente milenarista y profético del cual participa: la expedición a Orán sería el preludio de la conquista de la Casa Santa de Jerusalén y la transformación del Mediterráneo en un mar cristiano.
Junto con estas perspectivas misioneras y visionarias que podrían parecernos un legado del pasado y de la tradición medieval, Cisneros presenta otras facetas que lo sitúan como un estadista de la modernidad, quizás el más perspicaz y progresista[4] que tuvo Europa en aquel tiempo.
Zurita dirá de él: «Tenía un ánimo que se remontaba en tan grandes pensamientos que eran más de rey que de fraile[5]». Es que, en los años que nos ocupan, Cisneros aspira a ser más que un fraile metido en política. Nada de lo que atañe a la constitución de un Estado moderno le deja indiferente. Le vemos interesarse por temas económicos. Con esto, Cisneros prefigura el intervencionismo del Estado moderno en el ámbito de la economía. Para él, el Estado debe velar por el bien común y situarse por encima de las facciones y de los partidos.
Todas aquellas ideas de Cisneros sugieren un concepto nuevo del Estado. A aquel admirador de la obra realizada por los Reyes Católicos no se le ocultaban los fallos que presentaba su labor y que con el paso del tiempo se iban acusando cada vez más. En su ideario, aparece una referencia explícita no solo al servicio del rey, sino al bien del reino, lo cual sugiere que en algunas ocasiones pueda haber contradicción entre el rey y el reino. El cardenal tenía, pues, un concepto del Estado que se asemejaba al que tenemos ahora: el servicio del Estado como función pública. Cisneros es un precursor, se adelanta a su tiempo. Desgraciadamente para España, su hora llegó tarde.