Capítulo 7

Barbate ha sido siempre un pueblo de pescadores y en su puerto amarraba una cantidad considerable de barcos de pesca de altura, que han ido desapareciendo a medida que surgían los problemas con Marruecos, que les impedía faenar en sus aguas, y con la Unión Europea, que ordenaba la destrucción de los barcos y reducía las licencias de pesca sin rubor alguno ante la pérdida de empleos que esa medida ocasionaba entre los 22.000 habitantes del pueblo. Y a causa de ello, el pescado ha sido sustituido por la droga.

En la actualidad, Barbate es un nombre citado frecuentemente en los periódicos a causa de las planeadoras que dejan sus fardos de droga a lo largo de sus veinte kilómetros de playas.

Los agentes de policía, Pedro y Juan López, se presentaron a las dos de la madrugada en el puerto pesquero de Barbate. No había mucha actividad portuaria a esas horas. Solamente vieron una luz encendida en el interior de una nave industrial, cuya fachada, iluminada por una farola cercana, lucía el rótulo que indicaba el nombre de la empresa: «Conservas Martínez». A lo lejos, en el espigón, resplandecía la lumbre de una hoguera, señalando la posición de algunos pescadores que solían venir a colocar sus cañas al filo de las rocas y pasaban la noche bebiendo y contando historias al calor de las llamas. Más lejos aún, en la punta de Trafalgar, el faro giraba iluminando intermitentemente el mar y la montaña. La noche estaba tranquila, el mar en calma y en el cielo las estrellas se asomaban entre las nubes y hacían guiños a los dos agentes de policía.

Media docena de barcas, amarradas con maromas a los bornes de acero que aparecían distribuidos a lo largo del muelle, se balanceaban suavemente en el agua y chirriaban al rozar la pared de granito del muelle con los neumáticos que habían colocado en sus costados.

Delante de la gran puerta corredera de la nave se hallaba un camión, que un grupo de cuatro hombres se apresuraba a cargar de cajas de cartón. Los agentes de policía constataron que en los laterales de la caja del vehículo lucía pintadas sendas latas de atún y, sobre ella, el mismo rótulo de la fachada del edificio que estaba ante ellos.

El comisario descendió del turismo azul marino, un Renault Laguna, propiedad de su compañero, y se dirigió torpemente hacia la nave industrial, haciendo eses en el trayecto y hablando en voz alta consigo mismo. El aire impregnado de olor a pescado y salitre llenó sus pulmones y le producía una sensación agradable. Iba vestido con un polo raído —un Lacoste falsificado— y unos pantalones vaqueros, sucios y descoloridos, manchados del güisqui que él mismo se había vertido antes de salir del vehículo. El comisario se acercó al camión y le pidió un cigarrillo a uno de los cargadores de cajas. Éste lo miró con desconfianza un momento, luego sacó del bolsillo un paquete de tabaco con unos cuantos cigarrillos, cogió uno para él y otro para el borracho, los encendió y luego le preguntó:

—¿Qué haces por aquí a estas horas? Tú no eres de Barbate, ¿verdad?

— No, yo soy español y andaluz; pero me puedo pasear por donde me dé la gana, ¿sabe usted?

—Bueno, pero tampoco molestes, ¿vale? Déjanos trabajar y vete a dormir la mona a otro sitio.

El hombre se dio la vuelta y se dirigió de nuevo a recoger otro bulto al almacén. El comisario echó una mirada al interior del camión y comprobó que estaba ya casi lleno de cajas del tamaño de su televisor, un Grundig de 20 pulgadas. Las cajas llevaban pintadas en los lados una lata de atún en aceite vegetal encima del nombre de la empresa. El agente de policía anotó mentalmente la matrícula del camión y permaneció fumando en la puerta de la nave, mirando a los hombres trabajar.

—Te dije que te fueras a otra parte, y ya estás tardando mucho —le apercibió el que le había dado el cigarrillo.

—¿Y quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer? Yo hago lo que me da la gana… ¿Vale?— respondió Pedro, con voz cascada.

—Ten cuidado, no sea que termines con la cara destrozada, ¡lárgate de aquí! —gritó el otro, dándole un empujón.

El comisario trastabilló, cayó al suelo de espaldas y se quedó allí un momento sin reaccionar. Llegó otro hombre cargado con una caja y la dejó en el camión; luego miró despectivamente al comisario, se fue hacia él y le propinó una patada en los riñones.

—Si cuando vuelva con otra caja no te has ido, te tiro al mar. ¿Me oyes, borracho de mierda? —le dijo, señalándole con el dedo

El comisario se levantó a duras penas y, conteniendo sus ganas de responder a la agresión como era debido, se alejó despacio, dando la vuelta al almacén. En la parte trasera atisbó una luz encendida en una ventana, situada a una altura de cinco metros, y supuso que serían las oficinas de la empresa. Observó a un hombre que estaba de pie, discutiendo y gesticulando acaloradamente con otro. Pedro se arrimó a la pared para orinar e intentar al mismo tiempo escuchar lo que decían. Las palabras le llegaban lejanas y discontinuadas; pero pudo captar la frase: «Madrid a la hora convenida». El comisario dedujo que se refería al camión, y que éste debía de llegar a la capital a la hora señalada. Continuó su labor de reconocimiento hasta darle la vuelta a la nave, apareciendo por el otro lado del camión. Dos empleados lo descubrieron y se acercaron a él muy serios y amenazadores. Pedro se disponía a seguir hacia el espigón para buscar la compañía de los pescadores, cuando uno de los trabajadores le cogió por el brazo y le preguntó:

—¿De dónde sales tú?, ¿se te ha perdido algo por aquí? Ven adentro, que nos vas a explicar unas cuantas cosas.

Los otros empleados acudieron en su ayuda y entre los cuatro le fueron empujando sin contemplaciones hacia el interior de la nave. En el primer piso, al que se accedía por una escalera de hierro, otros dos sujetos habían escuchado la reyerta y se acercaron a la baranda para indagar qué acontecía.

—¿Qué pasa? ¿Quién es ése? —gritó desde lo alto el que tenía pinta de ser el jefe.

—Un borracho que lleva ya un rato husmeando por aquí. Le dije que se marchara y en vez de eso le ha dado la vuelta al almacén y ha regresado a la puerta —informó sarcásticamente el hombre que le había arreado la tremenda patada.

—Que suba aquí —ordenó el jefe.

Los obreros empujaron a Pedro hasta la escalerilla metálica, y a éste no le quedó otra opción que subir, agarrándose a la barandilla. Cuando llegó arriba dio un traspiés e hizo como si fuera a caerse, pero lo que hizo fue plantarse bien derecho para enfrentarse a los desalmados que le esperaban. El jefe, un hombre cincuentón, bajito y grueso, que lucía un cráneo brillante y espesos y largos bigotes, que ocultaban completamente el labio superior, lo miró detenidamente durante unos segundos, y de pronto le agarró por el brazo diciendo:

—Yo te conozco… ¿De dónde eres? Juraría que te he visto hace poco, pero ahora mismo no caigo.

El comisario carraspeó; también había reconocido a su interlocutor. Lo miró a los ojos y exclamó:

—¡¿Usted?! ¿Qué hace aquí?

Mientras tanto Juan López, al ver que habían obligado a su jefe a entrar en la nave, salió del coche y se dirigió al camión, agarró una caja y se la llevó corriendo al Laguna. Con ayuda de su navaja la abrió: estaba llena de latas de atún redondas, de un kilo de peso cada una, según indicaba el envase. Levantó una y se quedó asombrado: debajo de la primera capa de latas había otra caja de cartón envuelta en plástico, que contenía morcillas cuidadosamente alineadas. Entonces fue cuando la situación de su jefe se le antojó gravísima. Corrió hacia la nave y se abalanzó hacia el grupo de empleados gritando:

—¡Alto! ¡Policía!

Los cargadores lograron escabullirse y salir a la calle. Uno de ellos se subió en el camión, lo puso en marcha y salió disparado hacia la carretera nacional; otro le dio al interruptor de la luz de la nave y todo quedó a oscuras en la planta baja.

En ese momento, a espaldas del comisario, otro sujeto aferró una palanca de hierro y le propinó un fuerte golpe en la nuca, dejándolo sin sentido en el suelo. El jefe, que había oído el grito del otro agente, entró en su oficina, abrió un cajoncito del escritorio y tomó la pistola que escondía bajo unos documentos. Juan López apareció en la puerta de la oficina y se quedó pasmado al reconocer al hombre que le apuntaba con el arma, y exclamó:

—¡El comandante de la Guardia Civil!

No le dio tiempo a digerir la noticia: el jefe de aquella banda disparó su pistola y Juan López cayó herido, dando tumbos por las escaleras. Luego, el comandante se volvió hacia el comisario, lo vio sin conocimiento, sangrando por la cabeza, y les dijo a sus compinches:

—A éste le habéis dado bien, aseguraos de que desaparezcan los dos y limpiad la nave. ¡Que no quede rastro de ellos! Yo me voy a la Comandancia a dar las órdenes oportunas para que el camión llegue sin contratiempos a su destino. Es lo único que importa ahora.

Dicho esto, el comandante bajó por las escaleras, saltó por encima del cuerpo de Juan López sin detenerse a echarle una mirada y se encaminó a la salida.

La puerta corredera de la nave industrial estaba completamente abierta y una silueta alta de mujer, cuyos cabellos y vestido ondeaban al viento, se perfiló en el centro de la puerta, iluminada por detrás por las luces del alumbrado público.

El comandante de la Guardia Civil la reconoció y al llegar a ella exclamó, enfurecido:

—¿Qué haces aquí? ¡Estás loca! ¡Te dije que nunca te mostraras junto a mí, que nadie debía relacionarnos! ¿Qué demonios quieres?

—Sí; es cierto. Me lo repetiste cien veces; pero entonces no había muerto nadie, y a lo único que me arriesgaba era que mi marido descubriera nuestra relación y se divorciara sin darme un céntimo; pero yo entonces no sabía nada de vuestros sucios negocios de drogas, ni se me podía ocurrir que era yo misma, inconscientemente, quién las guardaba en mi tienda disfrazadas de embutidos… ¡Qué maquiavélica idea tuviste! Y más maquiavélico aún que fuera yo, ¡su propia madre!, quien introdujera las morcillas mortales en la mochila de mi hijo ¡Lo maté yo misma por tu culpa! Y también maté a mi marido, que no pudo sobrevivir a tal tragedia. ¡Hijo de puta! ¡Asesino!

De pronto, Isabel sacó un cuchillo de cocina de debajo de su chaqueta y se lanzó chillando hacia el comandante con el arma bien sujeta, clavándosela en el vientre.

Mientras tanto el comisario, que había recuperado el conocimiento, se dirigía hacia la puerta. Estaba algo mareado, pero podía escuchar todo lo que Isabel decía. Vio brillar fugazmente la hoja de un cuchillo y cómo el comandante se doblaba, llevando una mano a su vientre. De súbito, un disparo retumbó en la nave, y la mujer se desplomó sin un quejido. El asesino la apuntó de nuevo para rematarla, pero no lo consiguió: Pedro, que caminaba medio mareado con la pistola en la mano, se adelantó y efectuó un disparó que alcanzó al comandante en el brazo, impidiéndole eliminar a su principal testigo. Un par de minutos después, con sus últimas fuerzas, el comisario alejaba de un puntapié el arma de su enemigo y, sin dejar de apuntar al comandante, sacó el teléfono móvil y llamó a la Jefatura de Policía de Algeciras.

De pronto aparecieron los vehículos de la policía local del pueblo, que acordonaron la zona dejando libre un espacio para el aterrizaje del helicóptero que acudía a la llamada del comisario.

Dos médicos descendieron del aparato y recogieron a Juan López, que estaba inconsciente. Pedro esposó a Isabel y su amante, el jefe de la banda de traficantes. Luego, agachados para protegerse de las aspas subieron a bordo del helicóptero, que se elevó y partió inmediatamente hacia el hospital Punta de Europa.

El comandante fue intervenido de su herida y, al salir del quirófano en una camilla hacia las habitaciones, se encontró con los guardias que montaban vigilancia en la habitación de Lozano. Al ver sus miradas de odio y desprecio les dijo:

— Qué queríais que hiciera, ¿eh? ¿Continuar deteniendo a delincuentes y asesinos para llevarlos ante el juez y que éste los ponga en libertad a los dos días? ¡Venga ya! ¡Al carajo con todos! Aquí en España, todo el mundo está pringado, y el que no roba es un idiota.

A los pocos días, Manuel Lozano salió del hospital por su propio pie.

Las informaciones de éste, contrastadas con los resultados del análisis del trozo de pan untado con pasta de cocaína, y las declaraciones del comisario y de Isabel, terminaron con la detención de varias personas y la clausura de una fábrica de embutidos y otra de envasado de conservas.

Se comprobó que la cocaína salía de una fábrica de embutidos convertida en morcillas y chorizos, y que desde ésta era transportada al almacén de Barbate, de donde salían en camiones para ser distribuida por toda España.

Lozano fue rehabilitado e invitado a volver a su puesto, y continúa prestando sus servicios en un lugar de España.