Capítulo 6
Cuando el coche patrulla de la policía nacional llegó a la entrada de Algeciras, el comisario cambió de opinión y le dijo al agente que conducía:
—Acércate por la playa; veamos qué ha pasado.
El vehículo salió de la carretera nacional y se adentró en la urbanización costera del Rinconcillo. Se detuvo detrás de un Land Rover de la Guardia Civil que estaba aparcado junto a una ambulancia en el paseo marítimo.
El mar parecía dichoso de recibir los cegadores y ardientes rayos de sol, y los reflejaba millares de veces produciendo rutilantes estrellas en la inmensa superficie; sentíase el acompasado y profundo rumor de las olas parduscas y contaminadas por las refinerías enclavadas en la Bahía de Algeciras, que llegaban en incesante galopar con crestas de espuma blanca a besar la amarilla y húmeda arena de la playa, que recibía pasivamente la caricia.
Un par de barcas encalladas en la arena disfrutaban del concierto de las olas, resistiendo el impulso de ceder a la invitación de irse con ellas. Al lado de las embarcaciones, estiradas sobre la arena, descansaban unas redes cubiertas de escamas y algas.
Los policías bajaron del auto y se acercaron a la orilla del mar; vieron a un grupo de curiosos alrededor de dos guardias civiles, que trataban de impedir que se agrupase mucha gente alrededor del cuerpo que yacía en el suelo. El comisario Pedro, se acercó a ellos y les saludó:
—Hola, ¿qué ha pasado? Hemos oído el aviso por la radio y como nos cogía de paso nos hemos acercado —luego, señalando al cadáver, preguntó—: ¿Se sabe quién es?
—No; no lleva documentación. Tiene un agujero de bala en medio del pecho. Estamos a la espera del juez para sacarlo de aquí —contestó el guardia.
El comisario sacó su cámara digital y fotografió el rostro del difunto. Antes de que el guardia protestase, le dijo:
—Voy a comprobar si hay algo de él en los ficheros, por si luego necesitan ustedes la información para identificarlo. ¿Le han tomado ustedes las huellas?
—No —contestó azorado el guardia, que no se esperaba esa pregunta— .Nosotros acabamos de llegar y hemos llamado al juez. Él nos dirá que debemos de hacer.
—Hombre, lo lógico es que quiera saber quién es, por qué tiene una bala, si murió ahogado o por el disparo… ¿Me deja tomarle las huellas?
El guardia parecía dudar y finalmente se encogió de hombros. Mientras tanto, y sin esperar respuesta, Eusebio ya se había ido al coche en busca de la tinta y el papel. Momentos después tomaron las huellas del muerto y se despedían de los guardias:
—Nosotros vamos adelantando los trámites. Si necesitan algo… no duden en pedirlo, ¿vale? Nos vemos.
Media hora más tarde, cuando aún no había llegado el juez para levantar el cadáver, el agente encargado de la Sección de Identificación de la Jefatura de Policía de Algeciras tenía en sus manos el informe con la foto del difunto y todos sus datos personales, entre los cuales resaltó con tinta amarilla el siguiente texto: Sujeto de nacionalidad búlgara, detenido cuatro veces por atraco a entidades bancarias y expulsado dos veces de España. El agente pasó el informe al comisario, que estaba en su despacho reunido con Eusebio, el agente más veterano de la sección, quien al leer esas líneas exclamó:
—Al fin ha pagado por sus crímenes ese tipo, ¡qué pena de Justicia española! Arriesgas tu vida para detener a sujetos como éste y antes de que vuelvas a la Comisaría ya el juez los ha puesto en libertad… Así nos va —. Luego, se volvió hacia su jefe y dijo—: Comisario, este sujeto tenía un orificio de bala, ¿vamos a investigar el caso o no?
—Por supuesto. Envía a un par de agentes al depósito de cadáveres y que pidan un informe detallado al forense: causa y hora de la muerte, calibre de la bala y sus huellas, en fin todo. Yo voy a visitar a mi antiguo compañero al hospital.
Cuando terminó de distribuir las tareas entre su personal, el comisario salió de su despacho y se dirigió al hospital Punta de Europa. Al llegar al centro sanitario, el comisario vio dos coches de la Guardia Civil aparcados en la entrada; se preguntó qué sucedía para tanta vigilancia y decidió estacionar en otro lugar y entrar por la puerta de Urgencias. En recepción preguntó si había alguna novedad sobre Lozano, el herido de bala que habían llevado de madrugada. La recepcionista le dijo que lo habían trasladado a la segunda planta, que se hallaba en estado muy grave y bajo vigilancia de la Guardia Civil.
El comisario subió hasta la segunda planta y buscó la habitación del detective. Vio a un par de guardias civiles delante de una de las puertas y dedujo que era allí dónde lo habían llevado. Les preguntó cómo se hallaba el herido y qué novedades tenían sobre el caso. Uno de los agentes de la benemérita le informó que Lozano había recuperado el conocimiento y que los médicos habían asegurado que el peligro había pasado y que sólo esperaban un rápido restablecimiento. Le dijo también que el enfermo estaba detenido por asesinato, porque la bala del cadáver de la playa pertenecía a su propia arma; que el comandante estaba investigando la relación entre ambos y que, seguramente, estaban ante un caso de ajuste de cuentas entre bandas. El comisario se echó las manos a la cabeza e intentó abrir la puerta de la habitación, pero el guardia se opuso:
—El detenido está incomunicado, la investigación está bajo secreto del sumario y el sujeto solamente podrá recibir visitas nuestras delante de su abogado. Ésas son las órdenes recibidas.
El comisario dio media vuelta, rojo por la ira. Por experiencia, sabía que la mayoría de los casos criminales se archivaban inconclusos por la injerencia y deseo de protagonismo de los diferentes cuerpos de Seguridad del Estado. ¡Y no estaba dispuesto a que este caso en particular se le fuera de las manos! Decidió continuar adelante con su investigación, sin intercambiar ninguna clase de información con la Guardia Civil.
Ahora sabía que la bala que mató al sujeto de la playa la había disparado el detective, quien también había recibido un disparo que estuvo a punto de enviarle al patio de los calladitos. El comisario se formuló la pregunta del millón: ¿Por qué el búlgaro había aparecido en el mar, si la bala le alcanzó en el castillo viejo de Castellar? La hipótesis del helicóptero fue llenando espacios en la mente del comisario Pedro.
Cuando llegó a su despacho llamó a Eusebio por el móvil y le preguntó qué había descubierto. El agente le respondió que la Guardia Civil le había impedido acceder al informe del médico forense, pero que él había mantenido una larga conversación con uno de los guardias y éste, extraoficialmente, le había confesado que no entendía muy bien los términos en que estaba redactado el informe, pero que creyó entender que la muerte del enmascarado se produjo sobre las once de la noche, y que ya estaba muerto cuando cayó al mar.
Eusebio le informó de que en ese momento él se encontraba en la sala de control aéreo del cuartel militar de la Sierra del Aljibe, intentando descubrir la identidad de las tres aeronaves que volaron desde Estepona y Marbella hasta Castellar la noche anterior. Había escuchado la grabación de los mensajes realizados entre las aeronaves y su contacto, pero estaban en un idioma desconocido para los militares del control y no alcanzaron a descifrarlos.
—Bueno, permanece ahí y apunta todos los datos: clase de aeronave, identidad del propietario y las horas en que fueron detectados los vuelos. Creo que eran los helicópteros de que hablamos. El enmascarado fue arrojado al mar desde uno de ellos, seguramente lo recogieron en el castillo y se deshicieron de él para no dejar huellas de la operación: no llevaba documentos, era ilegal y nadie iba a reclamar su cuerpo. La investigación la lleva la guardia Civil, y mientras ellos están ocupados vigilando a un herido grave en el hospital, nosotros seguiremos nuestra pista principal: los embutidos.
El comisario llamó al domicilio de Juan López, uno de los agentes que le habían acompañado la noche anterior, que disfrutaba de su turno de descanso, y le dijo que se reuniese con él para ir a visitar a doña Isabel e interrogarla.
A las tres de la tarde, cuando el pueblo de Tarifa mostraba sus calles desiertas y cerradas sus tiendas, y sus habitantes se disponían a comer y a disfrutar de la siesta, los dos agentes de policía llamaron a la puerta de la casa de Isabel, la viuda. Ésta les invitó a entrar en la casa. Antes de cerrar la puerta, Isabel miró hacia ambos lados de la calle, intuyendo alguna mirada curiosa tras las persianas y visillos que cubrían las puertas y ventanas de las casas vecinas, preocupada por las habladurías que podrían producirse a causa de esa visita. Muy alterada, se volvió hacia los policías y, ansiosa por oír lo que los visitantes venían a decirle, les preguntó:
—¿A qué se debe su visita? ¿Han averiguado algo sobre mi hijo o sobre el detective?
—No, señora; pero esperamos aclararlo todo muy pronto. Necesitamos que nos facilite información sobre el equipo de su hijo. La mochila no aparece por ninguna parte y pensamos que había algo de mucho valor escondido en ella para que se haya esfumado en el aire. Debe ser algo que también había en su tienda: por eso la atracaron. Sentémonos un momento y responda a nuestras preguntas.
Isabel les condujo a la sala de estar de la vivienda y les invitó a sentarse en el sofá, enfrente del sillón que ocupaba ella. El comisario la miró a los ojos y preguntó:
—¿Usted no vio nada raro? ¿Dónde compran ustedes los artículos que venden? ¿Quién se los trae? Cuéntenos todo lo que sepa sobre eso, quizás encontremos ahí alguna respuesta a esas preguntas
Doña Isabel parecía sorprendida ante el interrogatorio y contestó muy secamente:
—¿Insinúa usted que mi hijo ocultaba algo en su equipaje y que por eso ha muerto? La mochila se la preparé yo personalmente, y les puedo jurar que sólo llevaba efectos personales y alimentos.
—Y esos alimentos, ¿de dónde provienen?, ¿quién se los trae a su tienda? No tema, estamos investigándolo todo. Si los alimentos estaban caducados o en mal estado, pueden hacer mucho daño entre los consumidores. Hemos analizado un resto de morcilla y parece ser que no estaba en buen estado. Debemos saber en dónde los han fabricado para analizar toda la producción y ver si se cumplen las normas de Sanidad.
—Los embutidos son de El Bosque, la mejor calidad que se pueda encontrar en la provincia y, quizás, en toda Andalucía. Me los trae un repartidor de Barbate, que viene en una furgoneta que lleva pintado un anuncio de jamón y embutidos con el letrero: Cooperativa La Hacienda, Productos ibéricos. Hace más de cinco años que nos sirve esa misma casa. Mi marido se encargaba de recibir la mercancía y guardarla. Colocaba una parte de ella en el mostrador, a la vista del público, y el resto lo colgaba en la habitación-secadero que tenemos dentro.
El día que se fue mi hijo no me quedaban morcillas en el mostrador y entré en el almacén para coger unas cuantas de las que estaban colgadas. Por cierto, mi marido me lo tenía absolutamente prohibido y se enfadó muchísimo cuando se lo dije. Casi me mata… Estaba como desconocido últimamente, como si presintiese alguna tragedia. Aquel día se puso muy violento y me insultaba, fuera de sí. Decía que yo debía de habérselas pedido a él, que era quien llevaba el control de entrada y salida de las mercancías.
El comisario tomó nota de esos detalles y se despidió de la mujer, no sin antes reiterarle su consejo de no compartir con nadie lo que hablaba con él. Luego cogió a su compañero del brazo y lo empujó hasta la puerta de la calle. Antes de entrar en el patrullero, el comisario estiró los brazos y, en medio de un largo bostezo, le dijo a su acompañante:
—Regresemos a casa, nos hemos merecido unas horas de reposo. Esta noche la pasaremos juntos en Barbate; vigilaremos esa furgoneta desde un coche camuflado.
El agente Juan López, un hombre moreno, de aspecto árabe, que lucía mediana estatura y triste semblante, consciente de la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros por ser casado y padre de tres hijos; un agente del servicio de la Aduana de La Línea, a quien el comisario había rescatado para su equipo, alzó los hombros y, sin mirar a su jefe, le contestó con voz apagada:
—Lo que usted mande, señor comisario, para eso estamos.