Capítulo 5
Sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad. Lozano sintió una dolorosa punzada en el costado derecho y se palpó, alarmado; notó su ropa empapada por un líquido caliente y viscoso que salía del costado y chorreaba entre los dedos de su mano: era sangre. La luz se fue abriendo paso en su memoria poco a poco. Con tremendo esfuerzo, y apretando los dientes para soportar el dolor, se alzó sobre un codo y miró alrededor: estaba solo y herido gravemente en aquella enorme sala. Sacó como pudo el móvil de su bolsillo y marcó el 112, dejando completamente manchado de sangre el celular. Una voz de mujer le respondió al otro lado. El detective aspiró aire profundamente por la nariz y lo expulsó despacio por la boca tres veces para relajarse; luego reunió todas sus fuerzas y articulando lo mejor que pudo sus palabras para no tener que repetirlas, notando que todo le daba vueltas y que la vida se le escapaba a borbotones por aquel orificio de bala, dijo:
—Necesito ayuda. Me han disparado… Estoy herido en el castillo viejo de Castellar de la Frontera…
—¡Oiga, dígame su nombre, no cuelgue y le tomo sus datos!
—Castillo viejo…
Lozano perdió el conocimiento y se desplomó sobre el piso. Al otro lado, la telefonista insistía pidiendo datos y suplicando que aguantase y no abandonara el teléfono. Al ver que nadie respondía dio la alarma, y en ese momento la potente antena de la base militar, situada en el punto más alto de la Sierra del Aljibe, comenzó a transmitir ondas hertzianas en todas direcciones. Las llamadas telefónicas y mensajes de radio cruzaban el espacio y las órdenes eran recibidas y reenviadas a diversos lugares de la región. Diez minutos más tarde, un helicóptero abandonaba el Hospital Punta de Europa de Algeciras en dirección a las montañas.
Lozano, quien se hallaba tumbado de costado y recobraba lucidez a ratos, intentaba ordenar sus pensamientos. De pronto recordó que él había herido a uno de los asaltantes, pero no veía su cuerpo por ninguna parte. Tirada en el suelo vio su mochila, y eso le recordó que había encontrado la mochila de Antonio sobre la mesa. Entonces descubrió en el suelo un trozo del sándwich que se había comido. Con enorme esfuerzo se arrastró hasta alcanzarlo, luego acercó la mochila y guardó el pequeño resto de su agitada cena en ella. Hizo un esfuerzo sobrehumano para ponerse de rodillas y luego fue alzándose lentamente hasta quedar de pie. Escudriñó en torno suyo, en el suelo y sobre las mesas. No encontró nada sobre ellas, la mochila de Antonio había desaparecido. Lozano sentía vértigo y decidió tumbarse con cuidado en el suelo y esperar acontecimientos. Respiraba agitadamente y con dolor, sentía que se moría; tuvo un último pensamiento para su cliente y decidió comunicarle lo que había descubierto. Cogió el móvil y la llamó. Cuando doña Isabel se puso al teléfono, le dijo:
—Señora, su hijo no murió por infarto… Haga examinar las huellas de la mochila… Me muero…
Al escucharlo, doña Isabel sufrió un ataque de nervios y comenzó a dar vueltas de una habitación a otra sin saber qué hacer, hasta que se decidió a salir y pedir auxilio a voces en la calle, que aparecía silenciosa y desierta a esas horas de la madrugada.
***
En el castillo, Lozano escuchó el ruido del motor de un helicóptero. «Vienen a salvarme», murmuró esperanzado. Con el brazo extendido, agarró la correa de la mochila y se la enrolló en la mano. Luego cerró los ojos.
No supo cuando llegaron los auxilios, ni reaccionó mientras lo trasladaban en una camilla con el suero puesto hasta el patio del castillo, donde esperaba el helicóptero equipado para atender toda clase de emergencias. Cuando abrió los ojos estaba en la Unidad de Vigilancia Intensiva del hospital edificado en la punta sur de Europa, a menos de veinte kilómetros de África. Una enfermera avisó a los médicos cuando advirtió que el enfermo despertaba. Lozano giró la cabeza hacia la pared y observó al variopinto grupo de personas que le miraban detrás de los cristales que separaban la sala del pasillo: médicos y enfermeras, varios guardias civiles y policías nacionales, una pareja de jóvenes con una cámara de video y doña Isabel.
El herido reconoció entre los agentes de policía a uno de sus antiguos compañeros de servicio en la Aduana: el comisario Pedro, un buen agente y buen amigo. Lo miró fijamente y le hizo señas para que entrase. El policía se acercó a la puerta, pero tuvo que discutir mucho para convencer al médico de que era muy importante que Lozano le dijese lo que tenía que decirle antes de que la situación empeorase y no pudiese hacerlo. El galeno no atendía a razones y el comisario le amenazó con llevárselo detenido, acusado de obstrucción a la Justicia. El médico se le quedó mirando, estupefacto. Tenía ante sí a un agente de policía de unos treinta y seis años, alto, delgado y pelirrojo, con el cuello y manos llenos de pecas, y unos ojos marrones que le miraban intensamente, esperando a que él se decidiera a franquearle el paso. El médico, indeciso, buscó la mirada de Lozano y éste asintió con la cabeza. Entonces lo dejó entrar. Todas las personas que esperaban en el pasillo a poder hablar con el enfermo protestaron, porque consideraban discriminatorio que se le permitiese la entrada solamente al agente de policía. Éste se acercó a la cama del herido y se inclinó sobre él para que le hablase al oído. Se colocó de tal forma que nadie lograse leer en los labios del enfermo la información que comunicaba. Apenas habían pasado dos minutos, cuando el aparato que Lozano tenía conectado comenzó a sonar y el médico obligó a salir de la habitación al comisario.
—¿Qué le ha dicho? —preguntaron varias voces al unísono, rodeando al comisario en el pasillo.
—Me ha encargado que cuide de su perro y que avise a unos familiares. Y me ha pedido que acompañe a doña Isabel hasta su casa, porque no quiere que ella lo vea en estas circunstancias. Dice que ya nos informará y dará una rueda de prensa cuando la salud se lo permita— concluyó, colocando una mano suavemente sobre la espalda de Isabel e invitándola a salir. Antes de entrar en el ascensor, Pedro quedó con sus compañeros en verse en la Comisaría una hora más tarde. Ya dentro del elevador, el agente se volvió hacia Isabel y le dijo:
—No hable con nadie de lo que Lozano le dijo por teléfono.
—¡Pero si ya lo he dicho todo! Grité que a mi hijo lo habían matado y que ese hombre estaba muriéndose en alguna parte…
—Bueno, pero no diga nada más, no diga nada; yo me encargo del caso. Él me lo ha pedido. ¿Le han entregado alguna cosa de su hijo? En ese caso, ¡no la toque!, tendremos que buscar huellas.
—Los del Servicio de Salvamento no me han dado nada, ni tampoco los guardias civiles que vinieron a buscarme para traerme al hospital. El detective solamente me dijo que buscasen huellas en la mochila, pero yo no la tengo. —contestó Isabel.
—Bueno, yo investigaré qué objetos había junto al herido cuando lo encontraron y qué hicieron con ellos. Usted tranquila, y no hable con nadie. Con nadie, ¿entiende? Para cualquier cosa o duda que surja, llámeme usted a este número. Me llamo Pedro Doval— dijo el agente, entregándole una tarjeta de visita.
Apenas habían pasado dos horas de la salida del hospital, cuando un coche de la Policía Nacional con cuatro agentes a bordo llegaba al castillo donde sucedieron los hechos. El comisario Pedro subió a la sala del primer piso con un agente, mientras que los otros dos rastrearon huellas por los alrededores. Los primeros encontraron dos ventanas arrancadas de cuajo y cristales rotos por el suelo; vieron un rastro de sangre que subía hasta la torre y lo siguieron. Allí arriba solamente encontraron una mochila vacía, la de Lozano. De uno de los bolsillos que tenía adosados sacaron un trozo de pan mordisqueado, que tenía adherido un trocito de embutido amarillento y gelatinoso. Los agentes cogieron la mochila con el resto del bocadillo, fotografiaron las manchas de sangre por el suelo y cogieron muestras de ella, que introdujeron en un sobrecito. Había huellas en la arena transportada por los vientos y acumulada en las esquinas y en el suelo de la habitación. Eran pisadas de botas de la talla 44, según midió uno de los agentes.
En el patio del castillo los otros agentes hallaron otras huellas, que se dirigían hacia un agujero abierto en la muralla. Unas eran de unas zapatillas deportivas; otras eran de botas del 44. Los agentes atravesaron el agujero del muro y siguieron las huellas hasta la pequeña explanada de la puerta de entrada a la fortaleza. Allí, apartadas unos metros del coche policial, descubrieron señales profundas y anchas de neumáticos, que indicaban que pertenecía a un vehículo pesado y corto, como las de un todo terreno. Observaron que partían desde allí y se perdían por el camino que unía la fortaleza con la carretera de Jimena, el mismo que habían tomado ellos para llegar al castillo. Los agentes tomaron fotos de las marcas de su propio vehículo y de las otras.
Estaban aún tomando muestras cuando aparecieron los dos compañeros que habían inspeccionado la sala donde encontraron a Lozano herido. Colocaron la mochila de Lozano sobre el capó del coche y miraron el contenido del sándwich. Uno de los agentes lo probó, untándose el dedo. Al cabo de unos segundos, declaró: «No hay duda: la morcilla que tiene pegada el pan es una pasta de cocaína». El comisario observaba la importante prueba descubierta mientras movía la cabeza, asintiendo. Luego miró al agente especializado en drogas y le encargó de llevarla al laboratorio para asegurarse completamente y obtener el resultado de los análisis en un documento escrito y firmado por el Jefe de Laboratorio de la Policía Judicial.
—Necesitamos esos análisis para poder abrir de nuevo el expediente de la muerte de Antonio —les explicó Pedro. Luego les ordenó que guardasen el secreto; nadie debía enterarse del descubrimiento—. Sólo lo sabemos nosotros. Si se produce alguna fuga de datos y fracasa la investigación, entre nosotros estará el responsable.
Mientras regresaban a la Jefatura Superior de Policía de Algeciras, hacían conjeturas y construían una hipótesis de los hechos. Eusebio, un hombre de metro setenta, grueso y completamente calvo, que a sus 48 años era el agente más viejo de los cuatro, lo entendía así:
a) Antonio se va de peregrinación a Santiago, y su madre le provee de alimentos para unos días. Entre éstos van unas morcillas, que luego no son morcillas clásicas, sino cocaína embutida y camuflada, lista para su distribución.
b) La madre del chico ignora el contenido de los embutidos; ella no hubiera puesto en peligro la vida de su único hijo.
c) El chico come un trozo de ella, y sufre una sobredosis, alucinaciones y locura; sale corriendo y cae muerto por la reacción del narcótico.
d) El padre ha comprendido que su mujer ha confundido las morcillas y ha cogido aquellas especiales que él distribuye desde su tienda de alimentación y, asumiendo que ese error ha ocasionado la muerte de su hijo, corre al acantilado y se suicida.
e) La madre, extrañada al ver la reacción de su marido en el momento de notificarle lo que había puesto en la mochila del hijo, busca a un detective privado para que investigue lo sucedido.
f) Entra en escena Lozano, que llega hasta el castillo siguiendo la pista del chaval; le sorprende la noche y decide quedarse allí. Efectúa un reconocimiento del interior del castillo y llega hasta la sala, donde encuentra la mochila de Antonio y se come un bocadillo de la misma morcilla. Siente los efectos de la droga y tiene alucinaciones: cree que es atacado por seres monstruosos y saca su pistola, disparando contra los supuestos asaltantes.
—¡Alto, alto! —dijo Pedro—. No lo cree, es atacado y está herido de muerte; será un milagro si se salva. Y, además, están las huellas de sangre en la torre y las escaleras.
—Aún no sabemos si esa sangre es suya o de otra persona. Quizás él pudo investigar algo antes de solicitar ayuda y caer sin conocimiento donde le hallaron. —dijo otro—. Las huellas de neumáticos pueden ser de otro día y no tienen nada que ver con el caso. Hay que averiguar si la bala que le han sacado es de su propia arma: se puede haber herido él solito.
—Bueno —concluyó el comisario—, lo que debemos hacer entonces es: 1º Averiguar de dónde proceden estas morcillas, quién las fabrica y quién se las proveía a doña Isabel. 2º Analizar las pruebas que llevamos y ver a quién pertenecía la sangre y las huellas de calzados que llevamos aquí. Nadie, absolutamente nadie, debe enterarse de lo que hemos visto y comentado, ¿vale?
—Falta otra cosa —comentó otro agente—: alguien ha llegado antes de que se llevasen a Lozano y subió con las mochilas a la torre. Allí dejó solamente una, la otra con los embutidos ha desaparecido. ¿Quién sube herido a una torre sin salida y cargado con la mercancía? ¿Para qué ha subido? ¿Cómo ha sacado la mochila?, ¿arrojándola por la torre? No; se podían romper, y la mercancía era muy valiosa… La podía haber llevado con él por las escaleras…
—Un helicóptero ha podido venir a recogerlos, seis kilos de morcilla de cocaína eran un buen motivo para eso —dijo el comisario—. Debemos investigar los vuelos de aeronaves por esta zona durante la pasada noche. Nos repartiremos el trabajo: una pareja buscará la fábrica de embutidos; la otra irá a la torre de control del aeropuerto de Jerez, para investigar los vuelos.
—De acuerdo —respondieron los otros agentes.
Aún no habían llegado al cruce con la carretera cuando a través de la emisora del vehículo, entre pitidos y carraspeos, recibían el siguiente aviso:
«Coche número diez, acudan a la playa del Rinconcillo. Un pescador ha encontrado el cadáver de un hombre enmascarado flotando en el agua. Confirmen el recibo de la llamada. Corto.»
—Eso no es para nosotros—dijo el comisario—, la vigilancia de las costas y playas, así como el tráfico de carreteras, le corresponde a la Guardia Civil.