Capítulo 3

En Tarifa, la gente estaba revolucionada por los recientes acontecimientos y la bandera del Ayuntamiento ondeaba al viento a media asta, en señal de duelo.

Primero fue la muerte del hijo de una de las familias más queridas del pueblo, que celebraba su recién conseguido título de Medicina cumpliendo la promesa que un día hizo de ir a pie hasta Santiago de Compostela, en agradecimiento a los favores recibidos.

Y luego el supuesto suicidio del padre del chico, que no pudo soportar el dolor de la pérdida de su único hijo y se lanzó al mar desde la muralla del castillo de Guzmán el Bueno.

Pero lo más terrible del caso es que, mientras casi todo el pueblo acudía detrás de los coches fúnebres al entierro de los dos miembros de la familia, unos desalmados reventaban con un tractor la puerta de la tienda de ultramarinos que la misma familia poseía en pleno centro urbano, y la dejaban completamente vacía. Los ladrones huyeron en una furgoneta, abandonando el tractor en la misma puerta de la tienda.

En los días siguientes, todos comentaban sobre la mala suerte que se había ensañado con aquella familia; pero gradualmente las cosas volvieron a su cauce.

Sólo habían transcurrido diez días desde el entierro de los dos hombres cuando sonó el teléfono en el dormitorio de un piso de Parque Alcosa, en Sevilla.

Sobre la mesita de noche destacaba una botella de ron añejo, media docena de latas de refrescos y dos vasos largos con restos de bebidas.

La habitación apestaba a una mezcla de sudor, alcohol y sexo. Había ropa interior esparcida por el suelo; las paredes estaban adornadas con fotos de chicas desnudas de la revista Play Boy, y, sobre una cómoda, un viejo ventilador removía el aire viciado de la habitación.

El timbre del teléfono despertó bruscamente a Manuel Lozano, propietario de la vivienda. El reloj señalaba las doce de la mañana y Lozano le dio una patada a Lucero, su perro, un cruce de caniche con bretón, que estaba durmiendo sobre sus pies, y éste saltó de la cama dando un gruñido. Lozano chasqueó la lengua, que parecía dormida; tenía la boca seca y tardó unos segundos en responder:

—Diga.

—¿La agencia de detectives Lozano?

—Sí. ¿Qué desea? —respondió, un poco cabreado consigo mismo por quedarse dormido y dejar el negocio abandonado.

—Mire usted, le llamo desde Tarifa, en la provincia de Cádiz. La semana pasada encontraron a mi hijo muerto en una carretera, dicen que a causa de un infarto. Ese día mi marido, no pudiendo soportar el dolor por su pérdida, se lanzó desde la muralla del castillo de Guzmán el Bueno y se destrozó en las rocas. El mismo día del sepelio, echaron abajo la puerta de mi tienda con un tractor y robaron toda la mercancía. Creo que los tres casos están relacionados, no puede deberse a la casualidad. Aquí hay gato encerrado, y quiero que usted lo investigue.

Lozano se incorporó de un salto en la cama y comenzó a preguntar atropelladamente:

—¿Y por qué no ha llamado a la policía?, ¿qué hacía su hijo en aquel lugar antes de su muerte?, ¿tenía novia?, ¿se había fugado de casa?, ¿tiene idea de lo que le pueden costar mis servicios?

—Quiero que venga usted enseguida. Tengo dinero suficiente para pagarle, no se preocupe —dijo la voz de mujer al otro lado del teléfono. La comunicación se cortó.

—¿Quién era? —preguntó una mujer desde el otro lado de la cama, una rusa rubia que Lozano había conocido en el pub La Cigüeña la noche anterior y que ahora, al verla, se preguntó qué demonios hacía allí.

— ¿Y a ti qué te importa?— respondió Lozano.

Recordó que la noche anterior había ido a dar una vuelta por el centro de la ciudad, como cada viernes. Había entrado en el pub y se había tomado unos cubatas, no sabía cuántos; pero hasta ahí llegaba, no recordaba nada más. La rusa era una rubia despampanante de un metro noventa de estatura; mostraba unos pechos firmes y blancos, que lucían unas aureolas rosadas de tres centímetros de diámetro en cuyo centro destacaban unos pezones erectos de un centímetro de largo. Tenía una cintura estrecha, caderas anchas, un culito respingón y unas piernas largas, fuertes y muy bien torneadas, preciosas, toda ella recubierta con una piel muy fina y suave, dorada, fruto de largas exposiciones al sol en alguna terraza. Un cuerpo que para sí quisieran muchas de las celebridades que aparecían en el cine y en los platós de televisión.

El detective miró en su cartera y descubrió veinte euros; el resto, hasta los trescientos que llevaba encima cuando salió de casa, había desaparecido. Se quedó mirando a la chica, mostrándole la cartera vacía, y le preguntó:

—¿Qué ha pasado con mi dinero?

— ¡¿Tu dinero?! Tú sabrás, a mí sólo me has dado cien euros; pero en el bar no cesabas de beber, invitabas a todo el mundo… Parecía que te habían tocado los cupones, o algo así.

—Los cupones no, la Primitiva —dijo él.

Recordó, con amargura, lo que le había sucedido cuatro meses antes, cuando era agente de la Policía Nacional y perseguía a unos delincuentes que habían cometido un atraco en el Puerto de Santa María, la ciudad donde vivía.

Aquel nefasto día, los atracadores habían robado un coche a punta de pistola y se habían dado a la fuga. Él iba lanzado tras ellos, sentado en el lado derecho del coche patrulla, cuando vio que uno de los atracadores sacaba un revolver por la ventanilla del coche, un Renault Clío, y les disparaba. Lozano respondió con su arma reglamentaria, causando la muerte de uno de ellos. Los otros se estrellaron contra otro coche que había aparcado, y resultaron heridos levemente. Las asociaciones de Derechos Humanos, algunos partidos políticos de izquierdas y asociaciones de vecinos pusieron el grito en el cielo, criticando la violencia de la policía y exigiendo responsabilidades por el «asesinato» de un joven indefenso y por la espalda.

Luego resultó que la pistola que llevaba el delincuente muerto era de fogueo. Debido a eso se armó un gran escándalo, atizado por la prensa nacional, que acusaba a la policía de «dar una respuesta desproporcionada». Lozano movió negativamente la cabeza y sonrió al pensarlo: «¿Respuesta desproporcionada? ¿Para qué coño lleva un policía una pistola?, ¿cuándo debe usarla?, ¿para qué realiza prácticas de tiro todos los meses?», preguntó entonces a sus jefes. Y la Jefatura, acosada por los medios, les concedió su cabeza suspendiéndole de empleo y sueldo hasta que se celebrase el juicio y que hubiera una sentencia firme.

Y él presentó la baja en el Cuerpo Superior de Policía tras veinte años de servicio, la mitad de su vida, asqueado al ver cómo los delincuentes que eran detenidos y presentados ante el juez salían en libertad la mayoría de las veces. Decepcionado porque sus jefes defendieran mejor a los ladrones y asesinos que a sus propios agentes, que en este caso actuaron en defensa propia.

Más tarde montó su propia agencia de detectives, algo en lo que siempre había soñado. Cuando era niño se lo dijo a sus padres y éstos se echaron a reír. Ellos se lo imaginaron con un sombrero, un abrigo viejo y fumando en pipa, tal como salían los detectives en las películas.

Pero si sus padres vivieran ahora comprobarían que los detectives también habían evolucionado: ahora él poseía un ordenador en el que archivaba las notas que escribía en un cuaderno que llevaba siempre en su bolsillo. Llevaba también un teléfono móvil, y una cámara de fotos digital, cuyas imágenes pasaba luego al disco duro del ordenador. Las copias las hacía él mismo con su impresora, así nadie las podía ver ni trucar. No llevaba nada más. Bueno, sí: al igual que Sherlock Holmes tenía una «pipa»; pero ésta se diferenciaba con aquélla en que no se podía fumar con ella y, en cambio, disparaba nueve balas en un santiamén. Ser detective no es tan complicado, cualquiera puede hacerlo. Su trabajo siempre ha sido el mismo: averiguar cosas, seguir a la gente. Los delitos tampoco han variado: robar, fugarse de casa, huir de la Justicia. Los más corrientes son aquéllos que tienen que ver con el adulterio. Los más corrientes y los más antiguos, tanto como la prostitución, que es, según dicen, el oficio más viejo del mundo. El cura de su pueblo decía que el oficio de pastor estaba antes, pues Abel, el primer hijo de Adán, era pastor; aunque tal vez lo dijese para ganarse la amistad de los vecinos, muchos de los cuales se dedicaban a criar ovejas y había que ganárselos con cien mil trucos.

Aunque el negocio no daba para mucho, le permitía capear el temporal persiguiendo a maridos y mujeres adúlteras, sacando fotos comprometidas y buscando personas desaparecidas. La mayoría de las veces, los desaparecidos eran jóvenes que discutían con sus padres y abandonaban el hogar para irse a vivir con su pareja.

Esta llamada telefónica significaba para el detective Lozano el primer caso de investigación de un atraco, pues las causas de las muertes del padre y su hijo parecían aclaradas.

Lozano vio a la rusa levantarse y enfundarse rápidamente el vestido. Le dijo que le enseñara su bolso y el monedero, pues quería ver cuánto dinero llevaba. Ella movió la cabeza negativamente, decepcionada, y, abriendo el bolso, dijo:

—No te fías de mí, ¿verdad? Compruébalo tú mismo, solamente llevo los cien euros que me diste en el club.

Lozano lo examinó, así como el monedero. Efectivamente, sólo había ciento nueve euros en total, que se guardó en su bolsillo descaradamente. Devolvió a la rusa el bolso y le dijo:

—Túmbate en la cama, quítate el tanga y separa las piernas.

—¡¿Qué…?! No, cariño; ya hemos acabado. El trato fue cien euros por toda la noche, y son las doce del día.

—Ya me has oído. Haz lo que te digo si no quieres que te desfigure esa cara tan bonita.

Y la chica le obedeció, asustada. Se tumbó en la cama con las piernas juntas y temblorosas. Lozano observó a la chica que horas antes le había enloquecido y había cubierto de besos y caricias; le separó un poco las piernas y le introdujo los dedos en la vagina. Tiró luego hacia fuera y sacó un condón relleno de billetes de banco enrollados: allí estaba el dinero que él había dejado en su cartera después de pagarle su tarifa de puta.

—Y esto qué es, ¿eh? ¿Qué hago ahora contigo? —dijo, levantando la mano en gesto amenazador.

Finalmente, al verla tan asustada la despidió, diciéndole que informaría de todo al dueño del pub donde ella trabajaba.

Una hora más tarde, Lozano se contemplaba en el espejo doble del armario, orgulloso de su imagen: era un hombre alto y esbelto, moreno, de ojos azules protegidos por las viejas gafas de sol Rayban, que le había regalado un amigo, empleado de la base americana de Rota; lucía el cabello rizado y brillante por la gomina, peinado hacia atrás. Iba vestido con su único traje, un Emilio Tucci de color gris marengo, comprado en las rebajas del Corte Inglés, conjuntado con una camisa celeste y corbata azul sembrada de pequeños lunares rojos. Lozano aferró la maleta y abandonó su casa, se montó en su coche y salió en busca de la autopista para dirigirse a Tarifa, su nuevo destino.

Mientras conducía, iba pensando en la respuesta de la mujer que lo había contratado: «No he ido a poner una denuncia en la Comisaría porque presiento que para la policía la muerte de mi hijo sólo significa un caso más, un nuevo expediente; pero a mí me va la vida en ello, y no cesaré hasta ver resultados.»