Capítulo 18

El ritual del silencio

Le bastó una mirada al estrado para comprobar que Diana estaba bien. Leah, Marcia y Phillis la rodeaban, y a su alrededor pululaba un desorientado enjambre de agentes de seguridad de Tharsis. La multitud seguía agolpándose en todas las puertas, pero ahora eran los propios agentes de seguridad quienes los empujaban hacia ellas, impidiéndoles retroceder. Entre los cientos de cabezas que se apelotonaban tras las puertas de la entrada principal, distinguió el rostro angustiado de Alejandra, que le hacía señales con las manos. Por un momento pensó en seguirla, pero entonces vio a Jacob tendido en el suelo y a Selene arrodillada junto a él, sacudiéndole los hombros. ¿Qué habría sucedido, también habrían disparado a su compañero? Instintivamente, sus ojos se dirigieron al palco de Hiden, pero esta vez lo encontró vacío. Un poco por debajo, en las escaleras mecánicas que ascendían por el interior de la Doble Hélice, distinguió, sin embargo, la familiar silueta de Deimos, que intentaba subir en medio de la multitud que bajaba.

Casandra, que se había puesto en pie sobre su asiento, muy cerca de Martín, miraba en la misma dirección.

—Síguele —dijo sin volverse hacia él—. Tú puedes ayudarle, yo no. Por favor…

Como una exhalación, Martín se lanzó a través de uno de los corredores laterales que conducían a las escaleras de los palcos. Una marea humana descendía entre gritos y empellones, volviendo prácticamente imposible el avance. De repente, se vio aprisionado entre dos guardias de seguridad de Tharsis.

—¡No se puede subir! —le gritaron—. Desalojo inmediato, ¡inmediato!

Casi sin saber lo que hacía, se coló simultáneamente en las ruedas neurales de los dos agentes, introduciendo en ellas la orden de que lo liberasen. Los dos hombres dejaron de agarrarle, y él pudo continuar su febril ascenso. A pesar de que las escaleras subían solas, él ascendía los peldaños de dos en dos siempre que podía, para ganar tiempo. Poco a poco, dejó de cruzarse con los aterrados espectadores que bajaban. Ya no quedaba nadie arriba… Nunca había pensado que aquella doble hélice de cristal fuese tan alta. Al mirar hacia la parte superior, ni siquiera veía ya a Deimos… Se preguntó qué era lo que había llevado a su amigo a emprender aquel ascenso enloquecido. Quizá había visto al agresor de Diana… No podía ser otra cosa. Era obvio que él había presentido el ataque un instante antes de que se produjera. Gracias a eso, había podido saltar al estrado y salvar a la joven presidenta de Uriel… Pero ¿habría llegado a reconocer al atacante? ¿Hiden, quizá? No, no podía ser Hiden. Estaba demasiado quieto cuando lo vio en su palco, después de los primeros disparos…

Deimos había presentido el ataque. Ahí estaba la clave. Su cerebro luchaba por encontrar la respuesta que subyacía bajo aquel presentimiento. Deimos lo había sabido un instante antes… porque su cerebro se había conectado con el del agresor… porque el agresor era su hermano, Aedh.

De repente, llegó al final de la escalera, a la pirámide-mirador que formaba la cúspide de la doble hélice. Algunos de los paneles de cristal que la integraban se habían retirado para ofrecer una mejor perspectiva del paisaje. La microatmósfera cálida que circulaba entre el edificio y la transparente tienda exterior entraba a ráfagas por aquellas ventanas, enredándose en sus cabellos y en su túnica blanca. Allí arriba no había nadie… Deimos parecía haberse volatilizado, y tampoco se veía ni rastro de Aedh. Solo la oscura e imponente silueta del monte Olimpo, cerniéndose sobre el edificio como una pétrea noche… y, al otro lado, el abismo, la pared vertical de roca que descendía siete mil metros en el vacío luminoso del cielo.

En ese momento, Martín oyó una voz interior, que, como antes, tenía el timbre inconfundible de la de Casandra.

«Entra en el cilindro de acero, toma el ascensor dieciséis, pulsa el botón correspondiente a la planta trescientas veinticuatro, desciende», le ordenó la voz.

Sus ojos buscaron la entrada desde la pirámide a la barra interior metálica. Allí estaba… Corrió hacia ella, y una vez dentro recorrió jadeante el corredor circular hasta dar con la puerta del ascensor dieciséis. La encontró abierta, por fortuna… Inmediatamente se introdujo en el ascensor, pulsó el botón que le había indicado la voz y cerró los ojos. Mientras el aparato comenzaba a descender, se preguntó si Deimos habría oído la misma voz en su interior… Luego, se sumió en un repentino estado de relajación, tan profundo que casi se parecía al sueño. Sin saber por qué, sus pensamientos volaron hacia el Tapiz de las Batallas, hacia las revelaciones que le había hecho el holograma de su padre respecto a los Caballeros del Silencio. Dominar el tiempo a través de la conciencia; una idea inquietante… Maquinalmente, se llevó la mano a la empuñadura de la espada que llevaba al cinto. Una espada ritual, para combates entre caballeros. Una espada extraña, casi mágica, que no había llegado a dominar a pesar de todas sus sesiones de entrenamiento… Y muy pronto, lo supo de repente con absoluta certeza, se vería obligado a utilizarla.

Cuando el ascensor se detuvo, había perdido por completo la noción del tiempo. Antes de abrir los ojos, oyó el deslizamiento de la puerta y sintió una oleada de luz y calor sobre su rostro. Por fin se decidió a despegar los párpados. Frente a él, una esfera de gigantescas dimensiones se erigía en el centro de una imponente caverna de basalto, deslumbrante y fantasmagórica. La esfera de Dédalo. Quizá el agresor de Diana hubiese escapado por allí… Sin pensárselo dos veces, dio la vuelta a la esfera en busca de una entrada. No tenía llave del tiempo, pero si la esfera se había activado hacía poco, quizá el agujero de gusano aún siguiese abierto…

Por fin encontró la puerta, y vio la perla gigante que flotaba en el interior de la esfera, inmóvil y espectral como el fragmento de un sueño. Iba a traspasar el umbral cuando, de pronto, le llamaron la atención unas voces que venían del exterior de la cueva. Desde donde se encontraba, no podía oír lo que decían, pero era obvio que se trataba de una discusión, y tras prestar atención durante unos segundos reconoció la voz de Deimos. Procedía de una plataforma de roca que sobresalía en el exterior de la gruta, colgada directamente sobre el vacío… Avanzó cautamente a través del suelo irregular de la cueva, siguiendo la dirección de las voces. La parte más amplia de la plataforma, acristalada y brillantemente iluminada por la luz de la tarde, se encontraba vacía. A su derecha, la plataforma viraba, haciéndose más estrecha y desembocando en una especie de terraza rocosa exterior a través de una puerta de cristal. Normalmente, supuso Martín, aquella puerta estaría convenientemente sellada para mantener intacta la atmósfera presurizada del edificio, pero en aquella ocasión, gracias a la tienda exterior que se había colocado para la ceremonia, aquella puerta y otras muchas similares distribuidas por toda la torre podían permanecer abiertas sin ningún peligro. Y al otro lado, muy cerca el uno del otro, estaban Deimos y Aedh. El primero seguía llevando la blanca túnica que había vestido durante la ceremonia, pero se había despojado de su coraza, quizá para correr con mayor facilidad. Aedh, por su parte, llevaba un mono de tejido mimético negro que solo dejaba al descubierto un pequeño círculo de piel alrededor de ambos ojos. Un traje de camuflaje… Deimos debía de haberlo desactivado con un dispositivo electrónico de interferencias. Siempre llevaba uno encima desde el día en que Aedh logró introducirse en Arendel con uno de aquellos trajes, dispuesto a aprovechar la primera oportunidad que se le presentase para hablar cara a cara con su hermano.

Y ahora, en efecto, esa oportunidad por fin había llegado. Una vez desenmascarado, Aedh no parecía tener la menor intención de huir; al contrario… Le hablaba a su hermano en un tono ansioso y persuasivo, contento, al parecer, de tener una ocasión para discutir a solas con él.

Martín se pegó a la roca y observó en silencio a los dos hermanos. Ambos estaban tan enfrascados en la conversación que mantenían, que ni siquiera advirtieron su presencia.

—Tú la has oído, Aedh —decía Deimos—… La has oído… Eran las palabras de Uriel. A estas alturas, ya no puedes dudar de que es ella.

—No eran exactamente las palabras de Uriel —repuso Aedh en tono paciente—. Se parecían… Todo esto no es más que una monumental impostura. Tendrías que haberme dejado eliminarla.

Deimos miró a su hermano con horror.

—¿Eliminar a Diana? ¡Ella es el origen de todo! ¿Cómo es posible que no te des cuenta?

—Diana es una mujer. ¿Has oído los rumores que corren acerca de su pasado? Ha cometido muchos errores en su vida… Confundirla con Uriel es una blasfemia.

El horror del rostro de Deimos había dejado paso a una profunda expresión de lástima.

—Todos los seres humanos cometemos errores —dijo lentamente—. Pero eso no significa que no podamos hacer nada bueno… ¿Por qué te cuesta tanto admitir que toda la belleza de Arete procede del entusiasmo y la inteligencia de una persona de carne y hueso? ¿Qué tiene eso de malo?

Aedh lo miró con tristeza.

—¿Y tú me lo preguntas? No me digas que para ti ha sido fácil…

Deimos calló durante unos segundos.

—No, no lo ha sido —admitió por fin—. Era más cómodo creer que alguien cuidaba de nosotros, alguien más fuerte y perfecto que cualquier hombre… Entiéndeme, no estoy diciendo que no sea así. Quizá exista ese alguien, lo llamemos como lo llamemos: Dios, el Universo, la Suprema Conciencia… Pero ese alguien no es Uriel. Uriel es solo una persona, con todas sus imperfecciones y todas sus pequeñas virtudes. Y ella nunca ha pretendido lo contrario… Piensa en el significado profundo de sus enseñanzas: ella nunca ha dicho: «debéis obrar bien porque yo, que soy más poderosa y sabía que vosotros, os lo ordeno». Lo que dice es: «Debéis obrar bien porque es propio de los hombres libres obrar bien; y vosotros sois hombres libres, que no teméis a la libertad, que no teméis enfrentaros a los hermosos y sobrecogedores misterios del universo».

Aedh se arrancó con un gesto de fatiga el verdugo que ocultaba casi todo su rostro. Se había cortado los cabellos, y estaba muy delgado. Ya no se parecía tanto a Deimos como antes.

—Es horrible; te has vuelto como ellos —musitó, mirando a su hermano con repugnancia—. Interpretas las palabras de Uriel como podría hacerlo un hombre del siglo XXII, como si hubieses olvidado todo lo que aprendimos en nuestra infancia, en nuestra adolescencia, todo lo que nos enseñaron los perfectos…

—No es verdad, Aedh —le contradijo Deimos mirándole con gravedad—. Interpreto las palabras de Uriel como un hombre libre, nada más. Eso también nos lo enseñaron en nuestra infancia, ¿recuerdas? Crecimos entre los ictios…

Aedh escupió en el suelo.

—Los ictios… Un atajo de salvajes. No me enorgullezco de llevar su sangre, puedes creerme.

Deimos palideció.

—¿Estás renegando de nuestra madre? ¿Estás escupiendo sobre el legado de Dannan?

Aedh lanzó una desdeñosa carcajada.

—No creo que a Dannan le importe mucho que escupa sobre su legado. Nunca se ha esforzado por entenderme… Ni tampoco por entender a nuestro padre. Así que no me vengas con sentimentalismos.

Deimos parecía hondamente apesadumbrado por lo que acababa de decir su hermano.

—Parece mentira que conozcas tan poco a nuestros padres —murmuró—. Entre ellos dos hay mucha más complicidad de la que imaginas… Sus diferencias de criterio en cuanto al significado de Arete no les han impedido amarse. Eso debería hacerte reflexionar; quizá lo que tú estás viviendo como una revelación trágica no sea, en el fondo, tan terrible, ni siquiera para un perfecto como nuestro padre.

Aedh sonrió con desprecio.

—¿Y tú qué sabes? —dijo—. Ni siquiera eres un perfecto. Te empeñaste en retrasar la iniciación porque, según tú, tenías algo importante que hacer… Aún me estoy preguntando qué era eso tan importante.

—A mí también me gustaría saberlo —repuso Deimos con acento sincero—. Pero el programa de borrado…

Se interrumpió, desanimado por la mirada suspicaz de su hermano gemelo.

—Esa es otra cosa que no he entendido nunca —dijo Aedh—. ¿Por qué te introdujeron un programa de borrado distinto del mío? ¿Qué era lo que tenías que olvidar? ¿Qué habías hecho, Deimos?

Deimos sostuvo su mirada con firmeza.

—Si lo supiera, en este momento creo que no te lo diría —dijo—. Pero, por desgracia, no lo sé.

En ese instante, un ruido a sus espaldas le hizo volver la cabeza y descubrir la presencia de Martín. Los dos intercambiaron una breve mirada. Aedh también se volvió imperceptiblemente hacia el recién llegado. Su expresión no delataba ninguna sorpresa. Probablemente había detectado su presencia mucho antes.

—Tu amigo ha venido a ayudarte —dijo con ironía—. O, a lo mejor, es que tiene miedo de que logre convencerte para que vengas conmigo… Eso no te gustaría, ¿verdad, Martín? Daría al traste con tu bonita misión heroica… Y tú te has metido en tu papel hasta tal punto, que no puedes soportar la idea de tener que seguir viviendo como una persona normal, sin pena ni gloria.

—Estás completamente equivocado —dijo Martín tranquilamente.

—Deja en paz al chico —le interrumpió Deimos—. Él no te ha hecho nada… Ninguno de ellos te ha hecho nada. ¿Por qué te empeñas en perseguirlos? Vi cómo le disparabas también a él… ¿Qué crees que vas a conseguir si ellos mueren?

Aedh miró sombríamente a su hermano.

—Ellos te han corrompido —siseó—. Sobre todo esa mocosa medio loca… ¿Es que has olvidado quiénes son? ¡Hay que acabar con ellos, Deimos, son nuestros enemigos!

Deimos lo miró escandalizado.

—Pero ¿qué estás diciendo? —preguntó con voz trémula—. Nuestra misión consistía en vigilarlos, no en acabar con ellos. Y yo no los veo como enemigos… En cambio, tú los odias, los odiaste desde el primer momento, aunque nunca he conseguido comprender por qué.

Aedh dio unos pasos hacia su hermano, impaciente.

—Yo no los odio, Deimos. Pero he comprendido que pueden convertirse en un peligro para nuestro mundo, para todo aquello que hemos logrado construir… Mi deber como perfecto es proteger ese mundo, y por eso haré cualquier cosa con tal de impedir que ellos regresen con los ictios.

Deimos seguía mirándolo con fijeza.

—No es eso, Aedh —murmuró despacio—. Tú quieres eliminarlos… Por su culpa has tenido que enfrentarte con una verdad que habrías preferido ignorar. Y eso no puedes perdonárselo.

Aedh sonrió de un modo ambiguo.

—Te equivocas, te equivocas por completo —repuso en tono persuasivo—. Yo solo quiero cumplir con mi deber, y tú deberías hacer lo mismo. Estamos juntos en esto, ¿es que lo has olvidado? A mí ellos no me interesan en absoluto, hermano, solo quiero impedir que regresen. Y ahora puedo lograrlo sin hacerles daño. Mira, tengo su llave… Te ofrezco un trato, Deimos. Sé que te has encaprichado con la chica, y que no quieres que sufra. Yo no tengo nada contra ellos, de verdad. Solo quiero que dejen de enredarlo todo. Hace un momento me dio por mirar la llave esa, la llave de los ictios… Ha empezado a cambiar. Recuerda lo que nos dijo el príncipe Ashura. Él estaba convencido de que los ictios habían programado tres misiones, y de que la última era la más importante… Iremos los dos. Ellos podrán volver con sus padres y reanudar la vida que llevaban antes de que Dédalo los cogiera. Hiden ha hecho un pacto con Diana, no los molestará… Y yo, mientras no tengan la llave del tiempo, tampoco. Lo único que quiero es que no regresen a nuestra época y siembren el miedo y la confusión. Lo que hagan aquí me trae sin cuidado… Ven conmigo a cumplir la tercera misión, y olvidémonos de ellos. La chica no correrá ningún peligro, te lo prometo. Es una solución razonable para todos.

Deimos pareció meditar un momento la propuesta de su hermano antes de responder.

—Es una solución razonable, Aedh; pero no es la mejor lijo por fin. La misión es de ellos, no nuestra. No tenemos derecho a impedirles que lleguen hasta el final. Lo más que podemos hacer es ayudarles… Estás equivocado con respecto a ellos, hermano. No suponen ningún peligro para Areté, al contrario. «La verdad nunca hace tanto daño como la mentira», ¿recuerdas? Lo dice el Libro de Uriel.

—¡Pero la verdad no puede ser comprendida por aquellos que no han sido iniciados en la «Senda de la Perfección»! ¿Es que no te das cuenta? Debemos ser nosotros los que llevemos esa verdad al Maestro de Perfectos. El sabrá cómo debemos actuar.

Deimos clavó en su hermano una mirada llena de desánimo. Se daba cuenta de que ninguno de sus argumentos le haría renunciar al plan que se había trazado.

Lentamente, desenvainó su espada y la sopesó entre sus manos. Luego, sin previo aviso, la arrojó a los pies de Aedh.

—Te desafío a un combate ritual —dijo con voz firme—. La espada de nuestro padre a cambio de la llave del tiempo. Si la verdad está de tu lado, me vencerás y te quedarás con la espada y con la llave. Pero, si venzo yo, sabrás que te has dejado cegar por el error, y me entregarás la llave de los ictios. La espada no miente, dejemos que ella decida. ¿Qué te parece?

Aedh miraba fascinado la espada que yacía a sus pies.

—Acepto —murmuró.

Sin pensar en lo que hacía, Martín se interpuso entre los dos hermanos.

—Pero ¿qué vais a hacer? —gritó—. ¿Os habéis vuelto locos? ¿Vais a pelear a muerte por una diferencia de opiniones? No lo permitiré, es un disparate…

—Tranquilízate, Martín —le interrumpió Deimos en tono severo—. No sabes de qué estás hablando… No se trata de un combate a muerte, sino del «ritual del silencio». Quienes se mienten a sí mismos no pueden dominar la espada como aquellos que se atreven a enfrentarse con la verdad, de modo que la victoria será para quien la merezca.

—Pero, Aedh… ¿Aceptará el resultado?

—Soy un perfecto —replicó el aludido, indignado—. Siempre he combatido con honor.

—Déjame tu espada, Martín —dijo Deimos, sin apartar la vista de Aedh—. Yo combatiré con ella.

—Pero, si Aedh combate con la espada de tu padre, llevará ventaja… Él conoce su nombre y puede dominarla, mientras que tú no puedes dominar la mía. No sería justo…

—Yo cuento con una ventaja mucho más decisiva: la verdad. La verdad es más poderosa que ninguna espada, puede atravesar el acero y quebrar la resistencia de la más recia armadura. Recuérdalo siempre, Martín… Ocurra lo que ocurra, recuerda esto: todo tiene un sentido, y antes o después la verdad siempre triunfa. Ahora lo sé, y en ese conocimiento está mi fuerza.

Martín miró a su amigo a los ojos y sintió que la piel se le erizaba. La emoción de su tono parecía contradecir el optimismo de sus palabras. Pero su determinación era inquebrantable…

Martín desenvainó su espada y se la tendió. Los dos hermanos se colocaron en posición de ataque, Deimos con su túnica blanca de Caballero del Silencio, Aedh con su traje mimético desactivado, completamente negro. Lentamente, alzaron las espadas… Ambos descargaron a la vez su primer ataque sobre el adversario, sin llegar siquiera a rozarse. Después, todo sucedió muy deprisa. Los dos hermanos se movían con una rapidez asombrosa, esquivando los golpes del rival mediante saltos y movimientos extrañamente acrobáticos.

Aedh cambiaba su espada continuamente de mano, atacando tan pronto desde arriba como desde abajo, desde la derecha o desde la izquierda. Deimos, por su parte, no se limitaba a rechazar los golpes, sino que descargaba continuas estocadas sobre la espada de su adversario. Las dos hojas chocaban continuamente, soltando una nube de chispas. En algunos momentos, los caracteres grabados en su acero adquirían un brillo incandescente, como si fuesen de fuego… Sin embargo, ambos jóvenes desaprovechaban una tras otra las oportunidades que se les presentaban de herir a su rival. Martín tardó un buen rato en comprender que lo hacían deliberadamente, pues el objetivo del combate ritual no era matar al enemigo, sino desarmarle. Pese a todo, la fuerza de los golpes era tal, que tanto Deimos como Aedh caían a veces, desequilibrados por la violencia del ataque recibido. Sin embargo, siempre lograban levantarse a tiempo para evitar el golpe definitivo, y ninguna de aquellas caídas parecía restarles agilidad. La concentración de los dos hermanos era tan intensa que ambos se movían como en un sueño, completamente ajenos a lo que les rodeaba. Ambos habían olvidado la presencia de Martín, que asistía al combate con el alma en vilo, observando aterrado cómo los dos contrincantes peleaban cada vez más cerca del borde de la plataforma, sin darse cuenta, al parecer, del peligro que corrían.

—¡Cuidado! —gritó—. ¡Alejaos del precipicio, os vais a caer!

Pero ni Aedh ni Deimos reaccionaron a su advertencia. Parecían combatir en otro mundo donde solo existían ellos dos y sus espadas. En sus cerebros no había sitio para nada más… Sus ataques eran cada vez más furiosos, sus expresiones más coléricas. Se acercaban más y más al borde del abismo.

Deimos avanzando hacia delante, Aedh retrocediendo, de espaldas… De pronto, Aedh dio un paso en falso y cayó hacia atrás. Deimos, al darse cuenta, arrojó instantáneamente su espada al suelo y se precipitó en ayuda de su hermano, tendiéndole ambas manos… El joven se aferró a una de ellas con la única mano que le quedaba libre, ya que en su derecha seguía sosteniendo la espada de su padre. Un instante más y habría caído… Agradecido y furioso al mismo tiempo, permaneció unos segundos colgado del precipicio, mirando a Deimos. Este tiró de él con todas sus fuerzas, y, después de un par de intentos fallidos, consiguió izarlo de nuevo hasta la plataforma. Pero en cuanto estuvo arriba, Aedh se desasió con violencia, avergonzado. No calculó la fuerza de su rechazo… Deimos, agotado por el esfuerzo que acababa de hacer para salvar a su hermano, rodó aturdido por el suelo y cayó al abismo. Martín corrió hacia el borde de la plataforma, horrorizado. En sus oídos resonó un largo grito inarticulado, cada vez más débil y lejano… Luego, nada. Aedh, que se había sentado en el suelo para recuperarse, miraba a Martín sin comprender. No había visto caer a su hermano… La mirada desencajada de Martín le hizo volverse con brusquedad hacia el abismo. Deimos no estaba, no volvería a estar nunca. Los dos se asomaron al borde de la plataforma, suspendida a seis mil quinientos metros de altura sobre la llanura de Daedalia, en aquel momento oculta bajo una espesa capa de nubes amarillentas. Nadie podía sobrevivir a una caída como aquella… Deimos, tan joven, tan noble, tan vivo hacía apenas unos instantes, tan seguro de su verdad, había muerto. Aedh se volvió lentamente hacia Martín, y él no rehuyó su terrible mirada: era la mirada más desesperada que había visto jamás, y también la más venenosa. Estaba llena de odio, de un odio salvaje e irracional…

Martín se forzó a enfrentarse con aquella mirada sin desviar la suya. Era lo menos que podía hacer. Al fin y al cabo, Aedh tenía buenas razones para odiarle. Su hermano había muerto por su culpa… Había muerto defendiendo su causa.

Aedh se inclinó a coger la espada de Martín, y por un momento este creyó que iba a atacarle con ella. Sin embargo, lo que hizo el joven fue arrojársela a sus pies, mientras una enloquecida sonrisa de desprecio afloraba a sus labios.

—Una verdad por otra verdad, y una vida por otra vida —dijo con una calma sobrecogedora—. Si sabes lo que es la dignidad, lucha… Al menos, demuestra que mi hermano no murió por defender a un cobarde.

Martín se agachó a recoger su espada, sintiendo cómo todos sus músculos se ponían en tensión. Aedh quería luchar por Deimos… Él también. La verdad de Deimos era la misma en la que él creía, y Deimos había dicho que la verdad terminaría venciendo. Así pues, tenía que luchar. Tenía que demostrarle a Aedh que estaba equivocado. Era lo que Deimos habría querido… Y no había otra forma de conseguirlo, aparte de la espada.

Sin esperar a que adoptara la posición de ataque, Aedh descargó un primer golpe furioso contra él. Martín lo esquivó como pudo y atacó a su vez, empleando uno de los lances que había practicado con Erec en los últimos días de su adiestramiento. Pero Aedh era un combatiente muy diestro, casi tanto como su hermano. A pesar de que el golpe había sido ejecutado a la perfección, lo rechazó sin ninguna dificultad, y luego, adivinando la intención de Martín de cambiar la espada de mano, atajó el nuevo ataque antes incluso de que se produjera, inmovilizando el brazo de Martín con la hoja de su propia espada.

Apoyándose en el arma de su contrincante, Martín se impulsó hacia atrás y trató de pensar rápidamente. No quería herir a Aedh, únicamente desarmarle; sin embargo, desde el primer momento Aedh había dejado claro que, para él, aquello no era ya un combate ritual, sino una pelea a vida o muerte. Quería matarle, y él tenía que impedírselo sin hacerle daño, tenía que hacerle comprender que se había equivocado con él, que Deimos no había muerto en vano…

Todos aquellos pensamientos atravesaron su mente a la velocidad del rayo. Un nuevo ataque de Aedh le hizo perder el equilibrio y tambalearse; tuvo que retroceder unos pasos para no caer… Alentado por aquella muestra de debilidad, Aedh descargó una rápida estocada sobre su costado, que estuvo a punto de rozarle. Inmediatamente, otro golpe le obligó a desviar el brazo para protegerse, dejando su pecho al descubierto. Tenía que hacer algo en seguida, Aedh estaba cobrando demasiada ventaja… Concentrándose al máximo en la mirada de su rival, trató de introducirse en sus implantes neurales para poder anticiparse a sus ataques, pero se sintió rechazado por una especie de muralla de oscuridad, espesa e infranqueable. Al mismo tiempo, notó que Aedh intentaba colarse en su propio cerebro, y tuvo que emplear toda su energía para impedírselo. El esfuerzo le dejó agotado, tanto que, por un momento, pensó que no sería capaz de detener el siguiente golpe. Cuando, pese a todo, logró esquivar la espada de su adversario, él mismo se sorprendió. Por un momento, tuvo la impresión de que la espada de Aedh iba a volatilizarse en el aire, e instintivamente giró la suya hacia la izquierda y hacia arriba, intuyendo que aquel era el mejor movimiento. Sin embargo, contra lo que había imaginado, la espada rival no se desvaneció ni se movió en la dirección que él esperaba, de modo que su propia hoja, al no encontrar el obstáculo que había anticipado, pasó rozando el hombro de su enemigo. Este saltó hacia atrás, furioso. El desgarro de su traje dejaba al descubierto un largo arañazo ensangrentado… Lleno de rabia, Aedh cargó contra Martín con la evidente intención de alcanzarle directamente en el corazón. Su espada desapareció unos instantes, y luego se materializó muy cerca del joven, con la punta prácticamente sobre su pecho. El muchacho dio un par de pasos atrás, acercándose de modo peligroso al borde del precipicio. De pronto, el cielo se oscureció bruscamente, como si algo estuviese obstaculizando los rayos del sol. Martín miró hacia arriba, desconcertado. Un eclipse… Aquel instante de distracción fue suficiente para que Aedh le sorprendiese con un violento golpe en la muñeca que le hizo soltar la espada. Esta rebotó en una piedra, justo al borde de la plataforma, y luego cayó al abismo, mientras su dueño, desequilibrado, se desplomaba en el suelo.

Era el final. Martín alzó la mirada hacia su adversario, consciente de que no se conformaría con aquella victoria formal y de que seguiría atacándole hasta matarle. A Aedh le sorprendió la ausencia total de miedo que se leía en aquella mirada. La sonrisa triunfal que iluminaba su rostro se fue borrando poco a poco. Con lenta deliberación, alzó su espada para el golpe definitivo. Martín reconoció en su ademán el «Lance de la Hiena», una maniobra que había practicado varias veces con el holograma de Erec. Pero ahora no tenía un arma para defenderse, y el ataque era real… En un instante, la puntiaguda hoja de Aedh le atravesaría el cuello y todo habría terminado.

Entonces sucedió algo incomprensible. Justo en el momento en que estaba a punto de alcanzarle, la espada de Aedh desapareció, dejando una estela de signos de fuego flotando en el aire. Ante la mirada atónita de su adversario, aquellos símbolos incandescentes atravesaron el cuello de Martín sin hacerle el menor daño.

Aedh se inclinó sobre él, fascinado por el sobrecogedor espectáculo. En ese instante, Martín sintió un cosquilleo en los dedos, y un momento después estos se curvaron de modo instintivo sobre la sólida empuñadura de una espada que parecía haber surgido de la nada. No; de la nada no; era la espada de su padre, y había regresado del abismo…

Un grito ahogado le hizo mirar hacia arriba. La hoja de la espada que acababa de materializarse ante sus ojos estaba clavada en el vientre de Aedh. Este lo miraba con ojos vidriosos. Su boca se abrió levemente, imprimiendo a todo su semblante una ingenua expresión de asombro.

Martín soltó la espada, aturdido. De los labios de Aedh brotó un murmullo ininteligible mientras caía hacia delante. Martín, incorporándose con esfuerzo, se arrodilló a su lado. Aedh había conseguido darse la vuelta. Con las pocas fuerzas que le quedaban, tiró con las dos manos de la empuñadura de la espada y logró sacársela del abdomen.

Los ojos de los dos rivales se encontraron.

—La espada de tu padre está rota —murmuró Aedh, respirando con dificultad—. Se ha roto lo irrompible.

Martín siguió la dirección de la mirada de su enemigo. Era cierto; a la cruz de su espada le faltaba un fragmento.

—Eso no importa ahora, Aedh —repuso en un susurro—. Resiste un poco, voy a buscar ayuda… Te traeré un médico, todo se arreglará.

Aedh alzó la mano, indicándole que se callara.

—Ya es tarde para eso. Tienes que huir —le exigió—… En cuanto yo muera, mi llave lo detectará y hará saltar la esfera en pedazos. Vete, antes de que sea demasiado tarde…

—No pienso dejarte aquí —dijo Martín con firmeza—. No vas a morir…

—Toma… tu llave —murmuró Aedh con voz entrecortada.

Se sacó trabajosamente de un bolsillo interno del traje el pequeño objeto que le había robado a Alejandra durante su visita nocturna a Arendel.

—«La verdad… nunca hace tanto daño como la mentira». Deimos tenía razón —dijo, sonriendo.

Una mueca de dolor contrajo su rostro.

—No te he sentido entrar en mi mente —dijo, asiendo a Martín por la muñeca—. ¿Cómo has conseguido dominar mi espada?

Martín sintió una oleada de calor en el rostro. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para retener las lágrimas.

—No lo he hecho —contestó—. Ni siquiera sé cómo ha aparecido la mía…

Aedh le miró de un modo muy extraño. En sus ojos había una incomprensible mezcla de amargura e ironía. También había asombro, un asombro dolido, según le pareció a Martín. Pero el joven estaba cada vez más débil, y pronto ni siquiera tuvo fuerzas para sostener por más tiempo aquella mirada.

—«Le atravesará el fuego de la espada, pero su hoja no le dañará…», pronunció en un tono cavernoso, como si se tratase de un delirio.

Martín pasó un brazo por debajo de su cabeza e intentó incorporarlo. Sus ojos volvieron a encontrarse.

—Siempre creí que el destino me tenía reservadas grandes cosas —continuó Aedh, pronunciando cada palabra con gran dificultad—. Que sería un gran héroe… Quizás el mayor de todos, aquel llamado a contemplar a Uriel más allá de la Puerta de Caronte. Pero estaba equivocado… Ahora sé que solo he sido un loco y un asesino.

—Tienes que dejarme que llame a un médico —murmuró Martín, ahogando un sollozo.

—¿Para qué? Ya es tarde. Deberías huir, todo estallará media hora después de que yo…

Dejó de hablar y cerró los ojos, tratando de sobreponerse al dolor.

—Protege la llave —dijo, con una voz casi ininteligible—. Ahora sé que debes tenerla. No dejes que Hiden la toque.

—No te preocupes —repuso Martín con firmeza, a pesar de las lágrimas—. No la tocará.

En ese instante, el sol salió de detrás del mayor de los satélites marcianos, devolviendo al cielo la luminosidad dorada de la tarde.

—Vuelve para ti el carro del sol —dijo Aedh, tratando de sonreír—. Así es como debe ser…

La presión de su mano sobre la muñeca de Martín se aflojó hasta extinguirse por completo. Martín tomó aquella mano exangüe entre la suyas y la depositó delicadamente sobre el pecho del joven moribundo.

Antes de cerrar los ojos por última vez, Aedh volvió a clavarlos en los de su rival. Esta vez ya no había asombro en ellos, sino una desconcertante calma.

—Adiós, Martín —dijo, dedicándole una postrera sonrisa—. Al fin he comprendido… Yo te saludo, Auriga del Viento.