CAPÍTULO XIII
Ilene el valiente
Hacia el Noroeste, los prados se hacían más ralos y el paisaje más árido. Allí, al borde del desierto, al pie de las Montañas Shaar, se desplegaba una brillante y populosa ciudad llamada también Ispahan, la capital del imperio. Ispahan, donde se cruzaban todas las rutas de caravanas y pululante de aventureros, sabios y expertos en comercio. Allí, tras aquellas viejas piedras, seguramente se ocultaba un maestro capaz de adiestrarlo o un señor digno de tomarlo a su servicio.
Penetró tras los muros, deambuló por las calles, estrechas y serpenteantes, y finalmente se sentó, como un provocador, en la plaza del mercado, colocándose al cuello un cartel que decía en la lengua de los comerciantes «busco un hombre capaz de enseñarme». Semejante presunción despertó la curiosidad de la gente, que se arremolinó a su alrededor por ver de qué bufonada se trataba. Algunos quisieron hacer burla, pero él los dejó en ridículo. Uno que masticaba una raíz le dijo:
—¿Quieres saber acaso qué tengo dentro de mi boca? Puedo enseñarte eso si quieres.
—No lo necesito —respondió Ashtar, sin inmutarse—. Tienes todas las muelas negras e infectadas y nada más.
Otro le propuso:
—Puedo enseñarte lo que guardo en mi casa.
—No es necesario —contestó Ashtar—, en tu casa te aguarda una mujer gorda, con negra pelusa bajo la nariz, que además te azota si llegas tarde. No quiero que me enseñes algo como eso.
Cuando consideró que tenía bastante público, comenzó auténticamente a llamar la atención, asegurando que los guerreros de Ispahan eran poco viriles, sus ancianos poco sabios y su rey poco prudente.
La multitud, atónita, se sintió ofendida y los más arrojados quisieron cerrarle la boca por la fuerza: pronto cayeron en tierra. El tumulto que siguió fue interrumpido por una patrulla de la guardia que prendió a Ashtar y lo condujo a los calabozos.
Ashtar, según su costumbre, no puso inconveniente y se dejó arrastrar a los sótanos de un edificio sombrío, de muros tan espesos como la altura de un hombre.
Al ser sometido a interrogatorio, dijo que solamente hablaría en presencia del rey, pues debía revelarle el destino de la ciudad. Sus verdugos no lo oyeron y siguieron azotándolo, pero él no cambió de actitud y tampoco daba muestras de sentir debilidad o dolor, ni de sus heridas brotaba sangre, de modo que los brazos de sus torturadores se cansaron antes que él mismo. Finalmente, el rey fue informado de la manía de un obstinado extranjero inmune al dolor.
En aquellos días, el rey estaba preocupado por los movimientos del vecino y joven reino de Magoor, que le rendía tributo, y andaba, como otros señores guerreros, a la búsqueda de yacimientos de cobre y estaño que le permitieran forjar armas de calidad. Un extranjero como aquél, que parecía un brujo, y que aseguraba conocer el futuro de la ciudad, bien podía ser escuchado.
Ashtar fue por lo tanto conducido al palacio, un edificio de grandes piedras grises, con torres rematadas por cúpulas verdes y achatadas, al que se llegaba por una avenida bordeada de arbustos de flores rojas. En el centro del edificio sobresalía una enorme columna donde desde tiempo inmemorial el rey hacía inscribir sus edictos.
Cuando Ashtar apareció ante él en el gran salón de piedra, vio que era un hombre de unos sesenta años, alto y pesado, pero de carnes poco recias. Tenía la tez pálida, la cara ancha, y los ojos acuosos arrojaban una mirada algo extraviada. Parecía un hombre experto y bondadoso que sin duda era más valorado por su prudencia que por sus virtudes guerreras.
—Majestad —dijo el impetuoso Ashtar, tras las fórmulas de rigor—, he venido a Ispahan a fin de ser instruido, pues amo el conocimiento.
El rey le dirigió una mirada algo boba y al fin, como tras un largo proceso mental que no le llevó a ninguna solución con sentido, frunció el ceño y le habló así:
—No logro comprender el significado de tus palabras. Haz el favor de explicarte o te devolveré al calabozo… Vamos a ver, ¿no decías que conoces el destino de la ciudad?
—Así es: Ispahan debe rendirme el tributo de sus hombres sabios. En caso contrario destruiré la ciudad: éste es su destino.
El rey se pasó repetidamente la mano por la barbilla. ¿Acaso se trataba de un nuevo bufón que hacía una presentación original? Pero la mirada acerada del joven desmintió esta impresión y al rey, no como un insulto, sino como si pensara en voz alta, se le escapó ruidosamente esta exclamación:
—¡Estás loco…!
Ashtar le lanzó una mirada de condescendencia y respondió:
—No, no estoy loco. Tráeme aquí a un hombre verdaderamente sabio o la ciudad perecerá.
Tanta arrogancia era demasiado. Al rey se le inflamaron los carrillos, los ojos se le inyectaron en sangre y, ya sin mirar al extranjero, acabó gritando a la guardia:
—¡Llevadlo de aquí y matadlo!
Los soldados lo sujetaron fuertemente y lo sacaron del salón de piedra, pero Ashtar no dejaba de gritar:
—¡Tu ciudad está siendo destruida! ¡Tu ciudad va a perecer!
El prisionero desapareció del salón, camino a las mazmorras. El rey se calmó, en sus ojos se fue diluyendo el tono enrojecido y todo su semblante recobró su palidez usual. Esperaba que no trascendiera el ridículo en que había caído al recibir a aquel agorero chalado, y para olvidar pronto el episodio intentó concentrarse de nuevo en sus planes militares.
Pero pronto algo volvió a turbar su calma. Del exterior comenzaron a venir fuertes murmullos y algunos gritos. Le pareció que había mucha gente que corría de aquí para allá. Gente ansiosa y asustada.
En el instante en que se levantaba para asomarse, entró en la sala un funcionario de palacio con la cara descompuesta.
—Majestad —dijo el hombre—, la guardia informa que la muralla oeste se está resquebrajando y dos de sus torres se han desmoronado solas, como por un maleficio.
El hombre permaneció parado, con los ojos asustados clavados en el rey, esperando órdenes.
El monarca, volvió a reclinarse en el sillón. Ya no podía asomarse al ventanal, como si se hubiera quedado sin fuerzas. ¿Sería posible que aquel loco…? Su rostro se surcó de arrugas. Un brujo hostil en el corazón del imperio era lo que menos necesitaba. Finalmente chilló:
—¡Por el rostro de Shelon! ¡Que traigan aquí al extranjero!
Cuando Ashtar se volvió a presentar ante el rey, éste, animado por una repentina fe, suplicó más que ordenó:
—Detén la destrucción.
—Aún aguardo a tus sabios —respondió Ashtar de modo ostensiblemente arrogante—. Por el momento este país sólo me ha proporcionado sinsabores. He sido golpeado en tus mazmorras, atacado por tu guardia de fronteras, insultado de mil formas y en todo momento maltratado. He soportado este trato con resignación a causa de mi humildad, pero mi paciencia no es infinita y deseo ver ahora a los hombres honestos y sabios de tu reino y saciarme de su saber, para que esta mercancía pueda compensar los insultos que he recibido. En otro caso, no tendrás con qué pagarme, y podré fin a esta ciudad y a tu propia vida y la de tu familia.
El rey clavó en Ashtar unos ojos incrédulos y bovinos y convocó por fin a sus consejeros, a los maestros en filosofía y a los brujos que se ocultaban en las callejas más sombrías de Ispahan.
Éstos, creyendo que el rey necesitaba tomar consejo para adoptar alguna decisión de importancia, llegaron con rostro grave y se congregaron a su alrededor.
El monarca sólo tuvo fuerzas para pedir a los recién llegados que escucharan al extranjero. Ashtar, paladeando el protagonismo, se dirigió a ellos de esta manera:
—¡Hombres justos y sabios! Yo, Ashtar Escudo de Hierro, deseo ser vuestro discípulo, ¿me aceptaréis?
Un anciano se adelantó y clamó al rey:
—Majestad… ¿Qué significa esto? ¿Se trata de una broma?
—No lo es —respondió Ashtar y añadió burlonamente—: El rey está demasiado asustado para responder.
El geógrafo real se adelantó y dijo gravemente:
—¿Aceptarás acaso someterte a las humillaciones de todo alumno?
—¿Te someterás a la parte tenebrosa de la iniciación? —añadió un oscuro mago.
—¡Alto…! Quiero aprender, pero no convertirme en vuestro juguete ni vuestro esclavo. Ya he sido discípulo de Math, en la playa de Bork, y debéis saber que el único tributo que me ha pedido es…
—Tu hombría —le interrumpió el geógrafo, y todos rieron.
—¡Silencio…! —clamó Ashtar, viéndose en mal lugar—. ¡Mirad, vuestra muralla se está deshaciendo…! ¿Quién de entre vosotros puede detener el conjuro?
Ninguno de los hombres honestos y sabios se movió ni habló. Ashtar bajó la cabeza, dejó que sus brazos cayeran flojamente y se lamentó:
—¡Se acabó…! No hay saber. Sólo queda el agravio.
Súbitamente, un general irrumpió en la sala y se dirigió al rey.
—Majestad —dijo, visiblemente encolerizado—, este hombre con sus maleficios no sólo es culpable de injurias. También atacó un puesto fronterizo, mutiló al comandante de la guarnición, destruyó todo el material militar y volvió locos a los soldados… ¡Debe comparecer ante la justicia y ser condenado!
Ashtar escuchó la retahíla de acusaciones muy complacido, pero sin mover un músculo de la cara.
—¿Estás seguro? —preguntó tímidamente el rey.
—Señor, afuera aguarda el capitán. Si lo ordenas haré que entre.
El rey hizo una seña y el general, con voz muy seca ordenó que el capitán con un solo brazo penetrase en la estancia. Al verlo entrar, a Ashtar le brillaron los ojos.
—¿Es éste el hombre? —preguntó el general al hombre manco.
—Sí, respondió el militar, éste es.
—¿Lo ves, majestad? Debe comparecer…
—No… no comparecerá. Capitán, dame tu espada —dijo resueltamente el rey, en un arranque de cólera.
El capitán obedeció y el rey, presa de una especie de locura, se levantó dispuesto a decapitar a Ashtar. Pero éste lo miró con ojos fijos y muy abiertos, y murmuró unas palabras en voz baja.
La espada cayó de las manos del rey y se hizo pedazos contra el suelo, como si fuera de cristal. Todos quedaron horrorizados.
—La ciudad no será tocada —exclamó Ashtar—, pero perecerán todos sus habitantes y esto sucederá dentro de tres meses. Acuérdate de mí y del viento del sur.
A continuación un misterioso golpe de viento rompió los cristales de un ventanal. Con una fuerte sacudida, Ashtar se liberó de sus captores y aún encadenado, de un salto se encaramó en la ventana. Desde el alfeizar repitió mirando al rey:
—¡Acuérdate de mí y huye de Ispahan si quieres salvarte! ¡Nada será perdonado!
Pero de pronto pareció dudar. Desde su posición pudo ver que la destrucción de la muralla se había detenido, que, en la masa anónima de los magos del rey, alguien tenía más poder que él, alguien que había callado, que no había respondido a sus provocaciones. Alguien que no quería enseñarle.
Visiblemente turbado, y ante la perplejidad de la concurrencia, escrutó con ojos curiosos a cada uno de los presentes hasta que se encontró con la turbia mirada de una anciana cuyos ojos eran como cavernas… ¿No la había visto antes?
—¿Qué te ocurre, hombre poderoso? —preguntó uno de los consejeros del rey.
Ashtar no respondió. Saltó al vacío en el preciso instante en que en su memoria se hizo la luz. Aquellos ojos encendidos de odio eran como los de la vieja que encontró en la playa pálida, como las de la horrible bruja en que se había transformado Math, la hechicera, cuando la encontró en el catre de su choza… ¿Sería posible que ella en persona estuviera en la sala, que fuera aquella mujer que lo miraba? ¿Sería posible que tuviera tanto poder, que jugara con él de aquella forma?
Cuando el atemorizado monarca se asomó al ventanal, ya no lo vio, pero sí a un halcón que volaba velozmente al norte, hacia las montañas Shaar. En el gran patio yacía la cadena que había atrapado al cautivo.
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Ashtar abandonó los prados de Egione y se internó en el valle de Sakyla para cruzar la imponente cordillera que dividía los dos reinos. Aún fue atacado por nuevas partidas fronterizas, pero en esta ocasión no estaba de humor y dejo el camino sembrado de muerte. Y cuando llegó a la cumbre que dividía las dos tierras y le azotó el viento de Magoor, el reino del norte, miró a Egione por última vez y murmuró para sí:
—Maldita tierra, sólo encontré aquí hostilidad y lucha estéril.
Entonces tornó sus ojos a la tierra nueva que se desplegaba delante de él, un inmenso bosque surcado de lagos bajo cielos azules. La tierra era hermosa, en algún sentido le recordaba a la propia Hesperia, pero no sentía la misma excitación que cuando cruzó la frontera de Egione.
—¿Qué encontraré aquí? —se dijo, con algo de fatiga—. ¿Hombres toscos enamorados de la guerra o algún reyezuelo ansioso de poder?
En Ispahan, un reino viejo y organizado, no había podido encontrar un maestro. Tampoco lo encontraría en las tribus que vegetaban allá abajo, en la llanura. Poco a poco se convencía de que había pasado el momento de aprender y comenzaba el de actuar, conquistar y luchar.
Como iniciando una nueva aventura, se dispuso a descender la cordillera y penetró en un mundo distinto, con gente que miraba de otro modo, con menos orgullo, cazadores, campesinos y pescadores de los lagos que no lo veían como un rival y sin que ninguna patrulla acudiera para molestarlo con preguntas impertinentes.
Esa tarde se cruzó con una procesión de mujeres que acarreaban cestos sobre la cabeza, rumbo al lago, a recoger el pescado que habían capturado los hombres. Más tarde pasó cerca de algunas chozas de pescadores de los lagos, donde las redes se secaban, y pudo probar el producto de la pesca, pues la gente era hospitalaria y la comarca parecía en paz.
Así llegó a una pobre aldea llamada Eesti, defendida por una grosera muralla de piedra de apenas la altura de un hombre corpulento, construida con piedras labradas toscamente y unidas sin argamasa, donde, a intervalos de un tiro de flecha, se alzaba una delgada torre vigía de dos pisos, atravesada por estrechas oquedades. Sólo esta muralla militar era indicio de que el país estuvo o estaba aún en guerra.
Ashtar entró en la ciudad sin ser molestado y preguntó a un campesino:
—¿Quién es el jefe de esta aldea?
El campesino, a quien no había pasado desapercibido el afectado tono de Ashtar, respondió orgullosamente:
—No es un jefe, sino un rey. Es Ilene, un hombre cuyo antepasado es un dios.
Ashtar sonrió benévolamente. Sin duda se trataba de un reyezuelo, un venerable canalla que ejercía la tiranía sobre hordas sucias, guerreros ignorantes y hombres infames.
—¿Dónde podré verlo? —preguntó.
—No es difícil —respondió el hombre—. Se sienta todos los días para impartir justicia junto al cementerio de los poetas, debajo de un tilo.
Ashtar se fijó en el tumulto de las audiencias, donde el rey estaba atendiendo quejas, resolviendo agravios y —según decían— curando por imposición de manos.
Consiguió encontrar un hueco entre la gente y al fin lo vio de cerca, pero no le pareció un reyezuelo, sino un varón de magnífico aspecto, alto, joven, de rubios cabellos y de ojos fieros como los de un guerrero. No se vestía con especial riqueza, pero en él todo decía que era diferente.
Entretanto, un funcionario anciano abordó a Ashtar y le ofreció agua para lavarse las manos antes de presentarse al rey. Ashtar cumplió con el rito y guardó el turno de los solicitantes.
Cuando llegó hasta el rey, se presentó con gesto implorante y el rey le dijo:
—Tú, ¿qué mal tienes? Pareces sano.
—Padezco, señor, del mal de la ignorancia —contestó él de modo enigmático.
Ilene sonrió con algo de desconcierto.
—¿Y esperas que el rey te cure esa enfermedad? —dijo.
—El rey me curará y entonces lo serviré. Sólo serviré a un señor digno —respondió Ashtar.
«Extraño mercenario es este hombre de rasgos exóticos», pensó el rey Ilene, y le preguntó sarcásticamente:
—¿Qué puedes ofrecer? ¿Acaso tu belleza como mancebo?
Ashtar ignoró el menosprecio y respondió:
—No, pero seré un buen servidor. Será así si tú, oh rey, te dignas nombrar un sabio, un mago o un guerrero capaz de instruirme. ¿Hay en tu reino alguien así? Déjame, si así es, conocerlo, pues he de dejar ya el aprendizaje para servir y ser útil.
El rey calló unos instantes, madurando la respuesta.
—Sí —dijo finalmente—, hay aquí un hombre que seguramente podrá poner fin a tu búsqueda… Yo mismo soy ese hombre y aquí, si es tu deseo, y ahora, te batiré en cualquier campo.
Ashtar quedó perplejo. Tal arrogancia en efecto era la que convenía a un loco o al descendiente de un dios.
—Entonces… —comenzó a murmurar.
Pero el rey no le dio tiempo a terminar: se puso en pie y desenvainó la espada. Ashtar retrocedió unos pasos, espantado de su estatura. También desenvainó la suya y atacó, pero el rey Ilene pronto se la arrancó de las manos de un fuerte mandoble, y Ashtar tuvo que protegerse de los enérgicos golpes con su escudo de hierro hasta que la furia y la fuerza de Ilene le hicieron perder el equilibrio y caer.
El rey lo tenía finalmente a su merced, y descargó sobre el extraño escudo un último y descomunal golpe, tratando de quebrantar el brazo de Ashtar. Pero entonces su espada se partió en dos. Ashtar, desde el suelo, desplegó un canto mágico que hizo convulsionarse a Ilene. Pero éste consiguió controlarse y contestó con un grito tan terrible que perforó los oídos de Ashtar además de destruir algunos de los cenotafios de piedra de las tumbas cercanas y derribar de espanto a todos los presentes. Finalmente, un abrumado Ashtar se arrastró hasta los pies de Ilene e imploró:
—Señor, ¿qué he de hacer para que me tomes como discípulo?
Pero Ilene también estaba impresionado, porque el extranjero ciertamente lo había hecho sufrir. Por eso no se portó con jactancia, sino con inesperada cordialidad.
—Sé mi servidor, como dijiste —respondió, mientras se limpiaba, jadeante, el polvo de su vestido—. En todo el país no hay un solo hombre como tú.
Ashtar se arrodilló ante el rey.
—Señor, te ruego que me consideres tu criado. Vengo de una tierra muy lejana, pero haré de este lugar mi casa hasta que tú me permitas retirarme. En prueba de lealtad, te haré un regalo.
Ilene se había vuelto a sentar e hizo una seña a Ashtar para que se pusiera en pie.
—¿Cuál…?
La respuesta de Ashtar fue rotunda.
—La ruina de Ispahan.
A estas palabras sucedió un murmullo de admiración. El rey pareció no menos sorprendido y pestañeó un par de veces antes de pedir una explicación.
—Señor —dijo Ashtar—, vengo de aquel reino, de aquel imperio de guerreros maleducados donde sólo he encontrado soberbia y malos tratos hacia mí. Por ello he concebido un conjuro para causar el fin de su país.
—¿Cómo lo harás? —preguntó Ilene con algo de suspicacia.
—Al Sureste de Egione hay un gran desierto donde se acaba el mundo. Le llaman la Muerte Blanca. Iré allí —dijo Ashtar, con aplastante convicción.
—Morirás si haces eso, contestó el rey, bajando los ojos al comprobar la valentía del hombre.
—No, no moriré. Iré al desierto e invocaré la ayuda de la Señora. Desde allí enviaré continuos vientos sobre la capital, y la ciudad será sepultada.
—No te creo —es lo único que alcanzó a decir Ilene.
Pero Ashtar parecía convencido no sólo de su capacidad, sino de la necesidad de su misión, de que el destino del país de los lagos exigía de él aquel esfuerzo.
—No te pido que me creas. Dame provisiones y te lo demostraré.
El rey ordenó que Ashtar fuera provisto de comida y agua en abundancia, y le dio también una montura, uno de aquellos animales llamados «caballos». Cuando salió de Eesti, la gente murmuraba que Ashtar era un vagabundo muy perspicaz que había conseguido una buena porción de comida por nada.
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Pero Ashtar era sincero y se dirigió a la Muerte Blanca. Lo último vivo que vio fue a los que cultivaban sal al borde del desierto, en recuadros inundados de agua que pronto se evaporaba. Y allí, en el corazón de las arenas, se purificó, ayunando durante siete días. Entonces subió a una colina de piedra. El aire estaba inmóvil, el paisaje estaba muerto. Ni un reptil se movía en la extensión blanca, y el calor dificultaba la respiración. Dejó la sandalia de bronce delante de él y el escudo a un lado, pronunció el nombre de la Señora y formuló un conjuro para despertar al viento. Sintió al cabo de poco tiempo una elevación de la temperatura y el aire se empezó a mover. Al instante se había formado una grandiosa tormenta de arena y Ashtar fue precipitado de la roca donde se encontraba, se golpeó la cabeza, perdió el conocimiento y fue sepultado.
Cuando despertó, se encontraba aplastado y necesitó un gran esfuerzo para salir al exterior. El desierto volvía a estar en calma, pero se fijó en el paisaje y lo encontró distinto. Las grandes dunas habían cambiado de lugar.
Entonces emprendió trabajosamente la marcha en dirección a Ispahan. Tenía la impresión de que el desierto había avanzado, de que había ganado terreno a los prados… Y la ciudad no aparecía.
Al poco llegó a una grandísima duna. De sus alrededores se alejaban ejércitos de gente gimiendo, sumidos en la más espantosa miseria. Era la orgullosa Ispahan, cubierta para siempre de arena, doblegada por un solo hombre, por él mismo, el fiero y vengativo Ashtar.
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Ashtar e Ilene se convirtieron en grandes amigos, y juntos fueron al combate y engrandecieron las fronteras del reino de Magoor. Así Ashtar llevó durante años una vida heroica, de hombre famoso y envidiado, y recordó muchas veces su decisión en Hertedaun, su encuentro con la Señora y lo acertado y brillante de sus propios hechos. Al paso de los años, todo lo que en otro tiempo le había causado inquietud ahora estaba muerto, y era como si nunca hubiera tenido un hermano, una madre, una cuna donde fue criado y educado. Vivía entregado a un eterno presente sin hacerse preguntas ni ceder a los recuerdos.
Una noche, en la tienda de campaña, Ilene preguntó:
—Ashtar, a pesar de tu juventud eres un hombre portentoso. Sin un solo soldado, Magoor ha hecho morder el polvo a su enemigo tradicional, al que rendía tributo. Has hecho desaparecer Ispahan y has hecho más grande a Magoor. En adelante, el sur será un desierto y su soberbia quedará aplastada por toda la historia. Siempre te lo agradeceré… Y ahora debemos construir un templo, un gran templo, donde se rinda culto a Roth el antiguo, cuya semilla es la cuna de mi linaje y el origen de la grandeza de Magoor… Para ello necesitaremos la mejor madera, la madera que existe en un bosque único… Y tú dirigirás la empresa.
—Majestad…
—No digas nada, Ashtar… aguarda a mi geógrafo.
El rey hizo una seña y en la tienda entró un dignatario barbudo. Ilene se dirigió a él muy cortésmente y el hombre se explicó con maneras pausadas, dirigiéndose al joven Ashtar.
—He vivido mucho y he viajado mucho. En mis viajes he mantenido los ojos abiertos y más aún los oídos, y me he formado una idea del mundo en que vivimos hasta sus propios límites: al sur se extiende el mar, con sus islas de reyes poderosos, y el mar está rodeado de tesoros. A su extremo oriental hay una gran llanura de aluvión con dos ríos que descienden caudalosos de las montañas. Sus habitantes son hombres calvos que llaman a su país Kalam[81]. No lejos de este país se abre una cordillera que esconde los árboles más prodigiosos que puedan verse. Son cedros. Su madera es aromática y resistente. Sus troncos son robustos. Si el rey Ilene busca una madera especial, sólo puede ser madera de ese bosque de cedros.
—He oído hablar de ese lugar. Parece que está guardado por un gigante y que pertenece a los dioses —replicó Ashtar, inquieto.
—En efecto —siguió el viejo—, pero no es de mi incumbencia intervenir en la decisión del rey.
Como para responder, Ilene sentenció:
—Los dioses habrán de ser humillados. El mismo santuario de Roth será humillante para ellos.
—¿Por qué quieres tener ese gesto con los inmortales? —preguntó Ashtar.
—Porque ellos expulsaron del cielo a Roth el Antiguo. —Y le contó la larga historia del diluvio, de los hechos que sucedieron en la Asamblea Divina y del castigo.
Después, Ashtar preguntó:
—¿Cómo transportaremos la madera hasta Eesti?
—Construiremos barcos y navegaremos por el curso de los ríos.
—¿Y cómo vamos a talar tan grandes árboles? Se necesitará una herramienta muy dura, un ejército de hombres trabajando.
—Un ejército de mil hombres —completó el rey—. Necesitamos forjar mil hachas de bronce y también armas en abundancia para combatir al gigante. Es preciso encontrar yacimientos de estaño para mezclar con nuestro cobre.
—Las armas de bronce también serán necesarias para aplastar el resurgir de Ispahan —terció el anciano geógrafo.
—¿Dónde encontraremos el estaño? —preguntó Ashtar.
—Es una empresa larga y difícil, pero necesaria. El estaño, ese raro metal, es abundante sólo en los recogidos parajes del borde del mundo, junto al océano —respondió el geógrafo, y añadió—: Especialmente en un lugar mítico llamado la Montaña del Cielo, custodiada por hombres salvajes que se dan a sí mismos el nombre de brien ondai… Creo que podremos establecer un trato con un caudillo llamado Perk, un hombre de las islas del mar.
Ashtar no oyó lo que se dijo después. Allí, en aquella tienda de campaña, entre compañeros de armas y gente noble y admirable, en una estepa perdida, había sido atrapado. Hasta aquel rincón, hasta aquel punto blanco en la pradera bajo la luz de las estrellas, lo había rastreado el destino como un lobo y lo había hecho suyo. Su mano se crispó sobre la empuñadura de su espada temblando ante la elección que una terrible suerte ponía ante él: la de alzar sus armas contra los brien o perder la gloria de la que tan orgulloso se sentía.