CAPÍTULO XII
Los hechos de Ashtar
El durmiente miró francamente a Einar. Pero su mirada no era la de un hijo agradecido que al fin reencuentra a su familia, ni la incredulidad que traslucía era la de quien ve llegado el fin de su desdicha: era una incredulidad crispada, como si quien le devolvía la mirada con tanto interés le hubiera causado una gran molestia.
El joven, con la voz débil y una expresión triste, bajó los ojos y murmuró airado:
—¡Déjame volver! ¿Por qué me has despertado?
Einar, sin creer lo que oía, en vez de contestar, escondió el rostro entre las manos, como si supiera lo que iba a venir y renunciase a verlo y oírlo.
—Hijo mío —dijo al fin—, estabas languideciendo, estabas arruinado… eras como un muerto en vida.
Pero sus palabras sólo consiguieron irritar aún más al joven, que habló entonces con el enorme distanciamiento de quien hubiera contemplado otros mundos, a semejanza de alguien cuya experiencia es mucho mayor, como un anciano que se dirige a los niños.
—¡Qué sabes tú! El ensueño de la Piedra Resplandeciente es una maravillosa y plena sensación. No había sentido ni sentiré una dulzura igual. Ahora me has privado de ella… ¿para qué? ¿A cambio de qué? ¿Qué me ofreces que pueda sustituir al ensueño?
En los ojos de su errada juventud había empezado a brillar la ira. Pero Einar, sordo y ciego a tan extraños argumentos, insistió:
—¡Tienes que vivir! ¿Acaso pretendías pasar así toda tu vida?
La respuesta del joven fue afirmativa y concluyente.
Einar, aún presa del desaliento, intentó hacer buen uso de las palabras, de la experiencia de su ancianidad, de su sabiduría propia de un dios.
—Escucha… Has preguntado «para qué» o «a cambio de qué»: Hesperia necesita hombres valientes. El mundo está cambiando y ya no podrá ser nunca más el país cerrado. Vinieron oleadas de hombres de bronce y seguramente seguirán viniendo. El país tiene metales que ellos codician y deberá defenderse para que no asolen y destruyan la Montaña del Cielo. Hesperia no te ofrece un ensueño semejante al de la Piedra Resplandeciente ni tampoco nada que lo sustituya. Hesperia no te ofrece nada en absoluto: sólo te pide.
El joven giró hacia Einar dos ojos como flechas encendidas y lo miró con menosprecio.
—¿Quién eres tú, que hablas de manera tan vehemente? —preguntó.
Einar dejó escapar un suspiro y contestó intentando acumular paciencia.
—Soy Crisaor, pero tú no me conoces —dijo.
Pero el hijo de Jen-Karamai estaba dispuesto a demostrar que su arrogancia no admitía consejos, ni que le señalaran el camino, porque creía haber cruzado cierto umbral de sabiduría inigualable.
—Pues bien, Crisaor —dijo con tono iracundo, incorporándose y clavando en su interlocutor dos ojos como centellas—: Efectivamente, no te conozco, ni tampoco a Hesperia. No he tenido tiempo de concebir el amor que tú imaginas en mí. La vida me ha hecho sin raíces, sin apegos, ni tierra ni padres. No me impongas, pues, tus sentimientos.
Pero Einar sabía que el buen fin de la vida del joven estaba en trance de perderse para siempre y por eso, sin reparar en las humillaciones, siguió obstinadamente, como si no lo oyera.
—Tu deber es defender a Hesperia, pues el país te crió y te protegió.
El joven, como aceptando su nuevo destino, se puso en pie. Las palabras de aquel hombre eran como dagas que se clavaban en algún punto sensible de su alma, y la irritación que despertaban en él se transformaba en una energía que acabó por instalarlo de lleno en la consciencia. Entonces, echando una ojeada al exterior, dijo:
—El país me cuidó, es cierto, pero ha sobrevivido sin mí, tiene muchos hijos y lo defenderán otros… —Se detuvo, dándose cuenta de que estaba en pie, casi gritando, de que la sangre circulaba veloz por sus venas, de que las imágenes del ensueño habían huido y se había instalado definitivamente en la vida. Entonces, aceptando la realidad, añadió—: Y ya que me has robado el ensueño, me iré… volveré a la Ciudad Blanca y lo buscaré de nuevo.
Einar bajó los ojos y la voz y, al contestar, lo hizo con la insondable tristeza de quien sabe que algo muy suyo también acababa de morir en el lejano norte.
—Ya no podrá ser así —repuso—, la Ciudad Blanca ha sido destruida.
En el joven la arrogancia dejó paso a una breve expresión de angustia, y sus ojos se abrieron como los de un búho. Si era así, el mundo se derrumbaba; su vida se vaciaba como una nube que descarga la lluvia y desaparece.
—¡Eso es mentira!… ¡Mentira! —chilló, y añadió, mirando a los alrededores como si estuviera poseído, como náufrago en búsqueda de un apoyo—. ¿Dónde está mi abuelo? Él me dirá la verdad.
Einar guardó un silencio atormentado por dudas y sentimientos contradictorios. No podía iniciar nuevas y largas explicaciones que no hubieran convencido al joven y sólo habrían conseguido aumentar su suspicacia.
—Él no está aquí —dijo, sin poder evitar algo de solemnidad—. Ya no lo verás más.
—¿Ha muerto? —preguntó el joven, dejando caer sus brazos en un gesto de impotencia y miedo.
—No —respondió Einar sombríamente y evitando su mirada—, pero se ha marchado para siempre del país.
El joven, que había sido arrebatado del ensueño, sintió que en su corazón se instalaba una amargura de la que ya nunca más podría liberarse. Entonces anunció:
—Si es así, yo también me iré. No te conozco y esta conversación es absurda.
—Deberías… —quiso insistir el atribulado Einar.
Pero el joven se había criado en el lejano y brillante Prado de las Cabras, alimentado por la miel de las abejas de la Señora; las serpientes que ella envió le habían limpiado los oídos para que pudiera comprender el lenguaje de los animales y hacer suya la verdadera sabiduría. Por tanto, la elocuencia estaba en su boca y su determinación era propia de los héroes como su padre, Borr Hoja de Sauce. Y así, interrumpió a Einar con estas palabras:
—No, Hesperia debe defenderse sola. Esta tierra de gente ignorante, estos bosques sin fin, este paisaje siempre igual, no podrán ser mi hogar, porque aquí nada hay sino vulgaridad y rutina. —Buscó un horizonte, miró al cielo, como queriendo alzar su alma—. Afuera están los maestros, los imperios de los que oí hablar durante mi viaje a la Ciudad Blanca… Todo aquello que puede hacerme mejor, lo que puede hacerme feliz y sabio está lejos de aquí.
Einar, pálido y abrumado por una incomparable decepción, escuchó resignadamente estas palabras crueles. Pero no estaba totalmente sorprendido: conocía al joven desde su nacimiento y había aprendido a prevenirse de su carácter ansioso y precoz.
El joven echó una ojeada al sol, como intentando orientarse, y se giró buscando fuera de la playa el sendero más practicable.
—¿Deseas entonces ser un héroe? —añadió Einar, antes de verlo desaparecer.
El joven, al borde de su paciencia, respondió:
—No creo lo que dices sobre la destrucción de la Ciudad Blanca. Pero si fuera cierto, no me quedaré allí llorando como una vieja, sino que elegiré un destino singular y aquí, en Hesperia, no es posible. El país es demasiado pacífico y atrasado. No pasaré una vida entera a la sombra de estos árboles viendo cómo me hago viejo mientras espero una invasión fantasma, la amenaza eternamente anunciada, que me parece más bien un cuento para entretener a los niños el invierno.
—¿Por qué deseas ser un héroe? —insistió Einar, impertérrito.
—Es una pregunta absurda —respondió el joven.
—No, no lo es —añadió Einar, que por primera vez desde que salió de la acacia sentía que el coraje se apoderaba de él—, pues nunca serás un héroe si no te entregas a los demás. En otro caso, serás sólo un muñeco en manos de la vanidad. Tu vida será estéril si no tienes a quien servir.
—Comprendo lo que dices —respondió tranquilamente el hijo de Jen-Karamai—, pero eso llegará en su momento. Siempre habrá, en algún lugar, incluso aquí, en la aburrida Hesperia, causas justas, pero ante todo debo prepararme. Y sin embargo tú, Crisaor de pelo rojo, no entiendes nada de la vida de los héroes y de los procesos iniciáticos que deben éstos alcanzar, y por tanto debes abstenerte de hablar.
Entonces, impulsivo y colérico como un animal que huye, se dispuso a marcharse, pero de pronto se detuvo, pareció haber reparado en algo y se dirigió a Einar.
—Hace tiempo —dijo, con el rostro empañado por una leve melancolía— pedí a una persona muy querida que me diera un nombre, pues no tenía ninguno. Él me dijo que debía antes ser iniciado y demostrar mi carácter, y no cumplió mi deseo. —El joven miró a sus pies y luego, después de una pausa, a los ojos de Crisaor—. Quiero que ahora tú, que me has despertado, me entregues un nombre.
Instantáneamente, un destello de clarividencia atravesó a Einar, que dijo con dominio y serenidad:
—Puesto que así lo quieres, y eres un hijo arrogante, te llamarás Ashtar[78].
Él, lejos de sentirse ofendido, respondió:
—Entonces Arrogancia será mi nombre. Y espero que mis hechos lleguen a justificar mi orgullo, la herencia de mi padre y también el nombre que he recibido hoy.
A continuación corrió por la playa y, ante la atónita mirada de Halli y Barni, desapareció en la espesura. Einar sabía que se dirigiría al norte, y que no tardaría mucho en llegar, pues conocía bien el camino. Pero no quiso detenerlo o seguirlo. Únicamente conservó la humilde esperanza de que recapacitase al ver la Ciudad Blanca consumida por el fuego, la esperanza de que aquel fuego quemara también las fuertes aristas de su personalidad soberbia y ansiosa, y volviese al país sagrado.
Einar se quedó sumido en la soledad, pero sabía que aquélla era también la soledad del País. Ashtar se había perdido en busca de un sueño imposible, y su hermano menor había desaparecido a manos de los cazadores de LorKarama. Halli había perdido la razón y Jen-Karamai había muerto, ¿de qué le servía ahora saber quién era y saber que su dios protector era Enki, el que tiene su casa sobre el agua?
Se miró las manos, repentinamente surcadas de pequeñas arrugas, y se dio cuenta de que habían pasado siete años desde que salió de la Ciudad Blanca; de que el tiempo corría de nuevo y volvía a envejecer, pero ya no tenía el alimento de los dioses y la muerte se acercaba a descomunales pasos.
Los pasos de Ashtar por el oscuro sendero habían dejado de oírse. La oscuridad comenzó a caer sobre el lugar y, como para refrendar los negros pensamientos de Einar, de algún lugar al fondo del bosque vino claro y fuerte el canto de una lechuza.
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Cumpliendo sus palabras, Ashtar surcó de nuevo el camino que había recorrido cuando era niño, en el interior del verde y neblinoso continente, en busca de la prodigiosa colina de los enanos. Le asustaba tanto que fuera cierta la destrucción de la Ciudad Blanca, que el viaje se convirtió en una tortura para él, pero la noticia debía ser verdadera, porque en mitad de los bosques del continente, la senda sagrada de los peregrinos estaba vacía; ya no se veían aquí y allá los animados caminantes que al llegar la noche se echaban a dormir junto al camino mismo; la maleza lo había invadido y ahora era casi irreconocible. Interrogó a los pájaros, a los viajeros, a los campesinos, y todos confirmaron la noticia. Pero Ashtar aún se negaba a creer en ella.
Después de un tiempo, llegó al promontorio donde antes había estado la Ciudad Blanca. El corazón le dio un vuelco cuando vio que, tras las colinas, el cielo estaba rojo. Y, cuando se asomó por fin a la ciudad, vio las llamas, rojas y sobrenaturales, envolviendo lo que antes había sido la gran ciudad, pues los dioses no sólo habían destruido el santuario de Aradawc: para que su castigo fuera sonoro, habían dispuesto el prodigio de que el lugar nunca dejara de arder.
Su esperanza se consumió como la ceniza, la vida había terminado para él, pues ya nunca volvería a tocar la Piedra Resplandeciente, ni a alcanzar aquellas sensaciones, nunca regresaría a la plenitud que le había sido definitivamente prohibida y por eso, expulsado de aquella otra vida, ésta le parecía gris y despreciable. Un impulso inconsciente lo dirigió hacia unas rocas semejantes a personas inmóviles que se alzaban en una ladera cercana. Cuando llegó hasta ellas comprobó que eran los deteriorados restos de unas estatuas, en realidad los restos de Ilher, el alumno, Flekari, el Domador de Árboles, y otros peregrinos que perecieron por mirar al incendio. Él mismo, Ashtar, había estado allí, en los brazos del imperturbable Einar, cuando todo sucedió, pero no lo recordaba, excepto por una sutil fuerza interior que le hacía ver en aquellos hombres petrificados algo lejanamente familiar.
Se sentó en la hierba y dedicó sus últimos pensamientos a la competición mágica de la novena plaza, al asombro de los maestros y hasta del mismo monje negro en el momento de su victoria. Recordó por última vez, melancólicamente, la plenitud del instante definitivo. El momento en el que llegó a tocar la Piedra Resplandeciente había sido el centro de su vida, como una muerte y un renacimiento. Aquel momento sublime, el contacto con el talismán, fue como la concepción. Allí había crecido y se había sentido feliz en el seno de la vida, igual que un no nacido en el vientre de su madre. Y al ser despertado por aquel inoportuno Crisaor de pelo rojo, le llegó el instante del nacimiento, debió renunciar al claustro de la felicidad y entregarse en los crispados brazos de la vida.
Estos pensamientos aliviaron su amargura. Había sido arrojado de nuevo al mundo, pero como un nacido dos veces… ¿Qué pasión podría sustituir a la vida sublime del ensueño? La larga vida de un héroe, al final y como coronación, le haría merecedor de un premio comparable a aquel que él ya había degustado… ¿Qué sentido tenía ahora iniciar el camino? Para encontrar un significado digno a su vida debía asumir un destino auténticamente singular. Debía ser invencible en la guerra, incomparable en la sabiduría y único en la magia: el mejor de los hombres. Sólo de esta manera podría paladear la vida sin añorar el ensueño.
Sintió una repentina punzada de inquietud: ¿no se había movido una de las rocas? Volvió la vista y vio frente a él, entre las estatuas, a una mujer, una mujer sorprendentemente hermosa, tan perfecta que parecía escapada del ensueño del talismán o emanada del mismo incendio de la ciudad prohibida, que aún reverberaba al fondo.
Ella dijo:
—Te conozco, Ashtar.
Su voz era deliciosa, pero terrible a la vez, y sus ojos, en su belleza, eran fríos y distantes. Ashtar enmudeció y no se atrevió a moverse. Entonces ella añadió:
—Soy la Señora.
Él le creyó. Le dirigió una mirada asombrada e implorante y cayó a sus pies balbuciendo cosas sin sentido. La Señora le dirigió entonces estas palabras:
—Te ha sido otorgada una elección entre los dioses… Dime cómo quieres que sea tu vida, larga y tediosa o breve y heroica.
Ashtar no esperaba esta proposición, pero no se intimidó, ni se tambalearon sus obsesiones, y la respuesta fue propia de su carácter arrogante.
—¿Por qué he de escoger? —respondió, con un gesto casi desafiante—. Elijo el heroísmo, pero no quiero acortar por ello mi vida. Deseo que sea larga y heroica a la vez.
La mujer, sin muestra de sorpresa, entornó sus ojos glaciales, desplegó una enigmática y complaciente sonrisa y dijo así:
—Entonces busca el conocimiento y yo me entregaré a ti. Te haré sabio. Serás mi hijo y en mí renacerás. Sé fiel, Ashtar, y serás premiado.
De pronto la vista del joven se nubló y por un instante sólo vio oscuridad. Al recuperar la visión, la mujer había desaparecido y el campo se había quedado silencioso como una tumba. Su primera inclinación fue que todo había sido la pertinaz resaca del ensueño, que dejaba escapar uno de sus fantasmas. Pero delante de él, donde había estado la Señora, vio una sandalia. Una sandalia metálica, de oscuro bronce.
La tomó en sus manos con temor religioso y, mientras el sol se hundía detrás del incendio, se quedó allí, en la ladera verde, recreándose en la visión, evocando sin cesar el afable rostro de la Señora y aguardando una nueva señal, una repetición de aquel momento sublime.
Cayó la noche, las estatuas de piedra se transformaron en manchas negras y las estrellas comenzaron a girar sobre su cabeza. Ashtar las contempló agradecido, soñando y aguardando nuevas maravillas. De pronto, el cielo se iluminó y vio cómo una estrella fugaz caía y se le acercaba tanto que creyó que iba a caer fulminado. Finalmente, se estrelló con prodigioso estruendo sobre el valle contiguo.
¿Qué significaba? ¿Quizá los dioses celestes lo amenazaban con el mismo castigo que a los peregrinos? Corrió hasta el lugar y con gran agitación recordó que durante su ensueño había visto imágenes parecidas, quizá proféticas.
Cuando llegó al fondo del valle vio una gran roca negra, aún humeante, que se había desprendido del cielo para hundirse en la profundidad de la tierra. Se quedó quieto, para ver si sucedía algo nuevo, pero ya nada calmó la quietud del lugar.
Recorrió los alrededores, completamente aterrado, y vio que de la piedra negra habían saltado varias esquirlas. Una de ellas era plana y casi circular, a semejanza de una gran escudilla o un plato de barro. La tomó en sus manos: era como un escudo. Su tacto era suave y parecía muy sólida. Trató de romperla contra algo más fuerte, pero la esquirla no sólo resistió, sino que destruyó las rocas.
Los brien no empleaban escudos, pero Ashtar los conocía bien por sus correrías. Los guerreros solían usarlos para protegerse de los golpes. Miró de reojo a la gran piedra negra y supo que nada nuevo iba a suceder. Sus manos acariciaron la sandalia de bronce y por fin comprendió: era el sello de su alianza con la Diosa que quería hacerlo su hijo. Durante toda la noche, con la mente febril de proyectos y nuevas esperanzas, completamente olvidado el ensueño y entregado de nuevo al mundo, pulió la esquirla negra y cuando amaneció tenía en sus manos un impenetrable, resplandeciente y negro escudo de guerra[79].
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Ashtar miró al sol naciente con una expresión de desafío, colgó la sandalia de bronce de su cinto, como la más sagrada de las divisas, como una contraseña que quizá en el futuro le franqueara el paso en recintos secretos, y sostuvo con el brazo el pesado escudo. Su superficie pulida reflejaba el brillo del propio sol, como convenía a un arma caída del cielo.
La bendición de la Señora era el reconocimiento de su mérito y el testigo de que allá, en Hesperia, cuando un hombre pelirrojo intentó retenerlo en los aburridos bosques, el propio Ashtar había tomado las decisiones adecuadas.
El sol se elevó e hizo brillar la hierba. Pero viéndose así, como el germen de todo heroísmo, en el inicio de una vida de incomparables hazañas, le llegó sin embargo una solitaria y débil ráfaga de remordimiento, y pensó en su abuelo, extrañado para siempre del sagrado país; en su madre, a quien había abandonado en espantosa soledad y de la que nada sabía; en su hermano, con quien había peleado por la primogenitura y que había sido su compañero de juegos en el Prado de las Cabras; y hasta en el país de Hesperia y en la comarca de Tresmares, por cuyas solitarias colinas danzaban los espíritus de sus antepasados, el país del que conocía el aullido de los lobos, el vuelo de las abejas y el movimiento de las nubes, la tierra donde se escondía la Montaña del Cielo.
Pensó por un corto instante en estas cosas, pero eso fue todo. Se abrazó a la rigidez de su escudo negro y desechó estos pensamientos: no estaba dispuesto a pagar el tributo de la vida, la enseñanza y la salud, todo lo que había recibido del sagrado país. De ahora en adelante ya no sucumbiría a ideas débiles, sino que buscaría por el mundo a los maestros que pudieran iniciarlo en los grandes misterios guerreros y mágicos. Nada se le podría oponer. Ningún amor humano ocuparía el lugar de aquel amor al saber y, llegado el momento, adornado por la corona de la sabiduría, alcanzaría junto a la Señora, lejana y misteriosamente, el momento de la consumación.
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¿A dónde iría? El mundo entero se desplegaba delante de él, podía paladear su libertad, marchar a donde él sólo eligiera, sin permitir que otros fabricaran su destino. En su primer peregrinaje a la Ciudad Blanca había oído hablar de algunos sabios y cofradías guerreras; en las playas de Bork vivía Math la hechicera, que instruía a los peregrinos de las tierras de Egione en el camino a la Ciudad Blanca; pero le atraían más los berserkir de los bosques del Rhin, una especie de compañía de guerreros tan feroces que podían transformarse en animales. Todos los temían y los evitaban y sin duda eran los únicos que podían enseñarle a combatir.
A los pocos días de viaje se internó en el Bosque de los Lobos, donde se les solía ver, y comenzó a buscarlos, pero sólo consiguió vagar por las laderas tapizadas de robles, voceando sin dar con ellos, sin saber a dónde caminaba ni cruzarse con nadie. Solamente veía a veces, en lejanas peñas, grupos de lobos que oteaban el valle.
Poco a poco la presencia de los lobos se hizo más asidua hasta que se volvió inquietante. No se le acercaban, se limitaban a tenerlo a la vista, pero tampoco podía deshacerse de ellos, de modo que, como ya llevaba varios días en esta coyuntura, decidió salir del bosque. Pero se había perdido, y mientras buscaba el camino, nunca dejaba de advertir a los lobos, siempre lejanos, con una persistente y extraña precaución, como si estuvieran interesados en él, aguardando el momento del ataque con una cautela exagerada.
Por eso, en tanto conseguía escapar del bosque, comenzó a dormir en las ramas de los árboles. Una noche despertó cayendo al suelo. Alguien de una gran fortaleza había estado agitando el tronco hasta hacerlo caer, y cuando abrió los ojos vio a ese alguien: un feroz enemigo, un hombre hirsuto, de gran estatura, con el cuerpo y la cara pintarrajeados de horribles colores. Sus ojos estaban inyectados en sangre, y su aspecto era sucio, repulsivo y amedrentador.
Ashtar pretendió levantarse, pero el hombre lo golpeó y lo comprimió contra el suelo. Intentó reptar para ganar terreno, pero fue sujetado por la espalda y fuertemente arrojado contra el árbol, donde quedó con el costado magullado. Entonces quiso pronunciar un conjuro, pero el hombre lanzó un alarido tan horroroso que apagó el sonido del hechizo.
Finalmente Ashtar cayó de rodillas y se lamentó, elevando al hombre unos ojos amedrentados:
—¿Qué quieres de mí…?
El hombre no habló. Volvió a gritar y, con modos más animales que humanos, le lanzó una patada a la boca. Ashtar quedó tendido en tierra, a punto de perder el sentido. El guerrero se aproximó para rematarlo, pero en ese momento los dedos del joven, que se contraían con espasmos nerviosos, encontraron el escudo de hierro. Ashtar lo agarró rápidamente y propinó a la cabeza de su enemigo un golpe tan prodigioso que lo hizo caer desmadejado.
Nada más se oyó. Ashtar, que aún esperaba el golpe de gracia, se atrevió a volver la mirada. El hombre estaba tendido de espaldas e inmóvil. Lentamente, Ashtar se incorporó y, aún empuñando el escudo, se acercó al yacente. Entonces, tendido como estaba, el guerrero volvió a chillar, contrayendo la cara salvajemente. Pero ya estaba moribundo. Ashtar volvió a golpearlo con el escudo de hierro y éste fue el fin del desconocido. Ahora pudo ver que llevaba un carcaj vacío y una vaina de espada también vacía. Parecía haber venido intencionadamente sin armas… ¿Por qué? ¿Y por qué lo había atacado de manera tan salvaje? ¿Por qué no había pronunciado una sola palabra?
Completamente exhausto, Ashtar intentó recuperarse de la sorpresa. Pero entonces se quedó sin aliento. Delante de él, sobre la colina y a la distancia de un tiro de flecha, había un tumulto de hombres pintados, al menos cien guerreros como el que acababa de matar, que al parecer habían estado aguardando el desenlace.
Sin duda, el muerto era una especie de novicio que cumplía una prueba. No lo había conseguido y ahora la hueste furiosa, como un solo hombre, se alzó en gritos desafiantes y se lanzó a la carrera contra él.
Ashtar tomó su escudo y huyó a todo correr. Demasiado tarde cayó en la cuenta: era la hueste quien lo perseguía, el ejército furioso, la sociedad de los berserkir, formada por guerreros o demonios, los más crueles del mundo, justamente aquéllos a los que había venido a buscar.
Sabía que si le daban alcance sería despedazado. Corrió y corrió, pero el pesado escudo aflojaba sus fuerzas. Para salvarse debía abandonarlo, y no comprendía cómo podía recibir del destino un trato tan grosero.
Elegir entre el escudo y su vida… ¿No sería una prueba? No, seguramente si conservaba el escudo, aún, de alguna manera, podría triunfar, pero si lo abandonaba, la Diosa entendería que renunciaba también al heroísmo y a una vida singular.
Esta convicción le dio fuerzas, pero cuando miró atrás, vio que los perseguidores se habían transformado en una manada de oscuros, enormes y furiosos lobos, y ya no sólo le causó horror su simple fiereza de guerreros, sino el encuentro con lo sobrenatural. Tan asustado estaba, que no vio la sima que tenía delante. Cayó en ella, tropezó y se golpeó varias veces antes de abatirse sobre el lecho de un río subterráneo. Aún semiinconsciente, pudo oír los agudos chillidos de la hueste en la boca de la sima, y durante muchas, muchas horas, apenas se atrevió a moverse, atenazado por un pánico atroz. Si se hubiera movido, si hubiera hecho algún ruido, seguramente se habrían despeñado sólo por acabar con él.
Así, sin saber cuánto tiempo había pasado, ni si era noche o día, al fin se incorporó. Tenía el cuerpo magullado y dolorido pero, por suerte, aún conservaba el escudo de hierro. Examinó las paredes de la sima. Habría podido salir sin ayuda, incluso con sus contusiones, pero, sencillamente, no tenía valor. Prefería buscar otra salida, aún en la oscuridad. El lecho de agua debía conducir a alguna parte.
Así, confiando en la claridad del exterior como guía de otras salidas, caminó siguiendo la corriente y con el corazón atenazado por el miedo, nunca supo cuánto tiempo, hasta que vio una luz. Ashtar se acercó a ella y comprobó que era una boca al exterior. Salió, y vio de nuevo el sol y la belleza de un paisaje limpio y sereno.
La hueste no estaba allí; en las peñas, por fin, no se veían lobos. Se encontraba en el linde del bosque y aún conservaba al cinto su sandalia de bronce y también su escudo, al que se aferró dulce y confiadamente al mismo tiempo que dedicaba a la Señora una oración agradeciendo aquella primera aventura, que le había permitido matar a un berserkir y conservar la vida.
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Huyó del bosque, y caminó durante semanas en busca de quimeras, primero en el interior del continente verde y brumoso, más tarde por las cordilleras orientales hasta las comarcas llamadas los Prados de Egione, siempre con la mente fija en someterse al aprendizaje, en ser iniciado en supremos misterios que aún desconocía. No se daba cuenta de que había dejado atrás, en Hesperia, al mejor maestro, de que estaba secuestrado por su propia soberbia y cada uno de sus pasos lo alejaba más de la verdadera fuente de la virtud y el conocimiento.
Hesperia debía esperar. Quienes le reclamaban el cumplimiento de obligaciones debían esperar. No debían someterlo a tantos deberes cuando aún era joven. No debían convencerlo de que su vida estaba hipotecada desde el nacimiento, de que no le pertenecía a sí mismo, sino al país, a los antepasados, a los sacerdotes, a quien quiera que pudiera reclamarle el cumplimiento de algún deber evocando una vieja leyenda.
Pero si tenía una misión que cumplir, si había un destino que debía asumir, tampoco podía confiarse: el destino sólo no gana batallas. Y finalmente, en su primer viaje a la Ciudad Blanca había tenido ocasión de hablar con muchos peregrinos, de los que había escuchado maravillas. Triunfar en las pruebas le resultó fácil, pues las enseñanzas de la Diosa lo habían dotado de sabiduría. Pero había más. Abrazar la Piedra Resplandeciente fue un error, un simple error: ahora se daba cuenta de que no era bastante sabio aún.
En los prados de Egione comenzó a preguntar por la región de Bork y por Math, la vieja hechicera que vivía en la Playa Pálida e instruía a los peregrinos sobre el camino sagrado a la Ciudad Blanca.
Llegó junto a un monolito de piedra de la altura de dos hombres. Estaba tallado toscamente con la forma de una cara de fauces abiertas, y largos colmillos. Un monstruo amenazante que guardaba las fronteras del país. Ninguna inscripción, ningún nombre, ninguna advertencia: los viajeros sabían de sobra que las fronteras del imperio guerrero de Ispahan estaban delimitadas por monolitos como aquél.
Ashtar cruzó la frontera sin dejarse intimidar y se introdujo en una comarca de amplios prados y suaves ondulaciones, batida a veces por un viento suave que arrastraba nubes blancas como de algodón. No podía pasar desapercibido con su gran escudo negro, hecho de metal del cielo, y aguardaba ardientemente que alguno de los fieros guerreros de Ispahan viniera a desafiarlo.
Poco tiempo transcurrió hasta que vio en lontananza dos siluetas armadas que, al verlo a su vez, corrieron a su encuentro. Parecían soldados de patrulla.
Cuando se le acercaron vio que eran militares hirsutos y cubiertos con turbantes.
—¿A dónde te diriges, extranjero? —le preguntaron hoscamente.
Ashtar creía que no necesitaba ser cauto y no escondió nada. Con ojos divertidos contestó:
—Busco a Math la hechicera.
Ellos se rieron, como si hubiera dicho una impertinencia.
—¿Para qué? ¿Acaso ignoras que ya no puede iniciar a los peregrinos? ¿No sabes que la Ciudad Blanca fue destruida y la Piedra Resplandeciente se ha consumido? —respondió el más joven.
Ashtar, molesto por el tono de superioridad, respondió airadamente:
—Sí, la ciudad fue destruida. Yo estaba allí cuando sucedió.
Los soldados intercambiaron gestos de diversión y, con un fondo de sarcasmo, el más viejo contestó:
—¿Es posible? Entonces te llevaremos ante nuestro capitán. Estará interesado en conocerte, puesto que eres un joven ilustre.
Ashtar escogió la prudencia y no se rebeló. Caminó delante de los dos hombres, que lo tocaban a veces con la punta de sus lanzas, riéndose de su charlatanería, y lo animaban para que siguiera contando historias. Ashtar no tuvo inconveniente en acompañarlos, sólo esperaba el momento más oportuno para hacerles tragar sus palabras altaneras.
Pronto llegaron a un puesto fronterizo, con algunas tiendas de campaña y una guarnición pequeña, de unos quince hombres. Las tiendas eran azules y blancas y, en mitad de la pradera verde, eran suavemente inflamadas por el viento, lo mismo que los estandartes del imperio.
Cuando se acercaron, Ashtar se admiró del corral de caballos. En su peregrinaje había oído hablar de estos animales llamados caballos. Se aseguraba que los bárbaros de las estepas los poseían y los utilizaban como montura, pero nunca había visto ninguno. Se fijó en uno en particular, completamente negro. Se acercó a él y, entre gestos de maravilla, le dio a comer un manojo de hierba que arrancó del suelo. Pero Ashtar ya era un brujo y susurró a la hierba un hechizo, otorgándole propiedades mágicas.
Fue conducido entonces a la gran tienda del jefe del destacamento, un hombre joven y recio, que escuchó con atención la experiencia de Ashtar en la Ciudad Blanca.
Cuando Ashtar concluyó, el capitán, que parecía admirado, exclamó:
—¡No es posible que te hayas salvado! Ninguno de los que consiguieron entrar en la Casa del Tiempo salió jamás con vida, hasta que, según dicen, lo hizo un hombre con el pelo rojo que llevaba en sus brazos un niño medio muerto.
—¿Un hombre con el pelo rojo? —pensó en voz alta Ashtar… ¿Sería cierto que Crisaor de Pelo Rojo lo había sacado de la ciudad en el último momento? ¿Le debía entonces la vida? Si así era, en su prisa, en su mal despertar, en su profunda ignorancia, había ofendido a su salvador.
Entonces contestó:
—El niño medio muerto era yo. Yo gané la competición mágica y penetré en la Casa del Tiempo. Yo toqué la Piedra Resplandeciente y pasé siete años en brazos del ensueño.
El hombre hizo un gesto despectivo para mostrar sus dudas, y Ashtar, herida su vanidad, insistió.
—Yo regresé. Soy un iniciado, un nacido dos veces. Mi experiencia es única[80], mi sabiduría es profunda.
El capitán le dirigió una mirada burlona y pareció muy interesado al preguntar:
—¿Y qué es lo que buscas en Egione?
—No mucho —respondió Ashtar—, sólo el camino a Bork.
El capitán se acercó a él de modo desafiante y añadió:
—Un nacido dos veces debe ganarse la información.
—¿Cómo? —preguntó Ashtar.
—¡Luchando, imbécil! —rugió el capitán.
Y, agarrándolo por el cabello, le puso la espada en la garganta. Él no se movió y el capitán sonrió y aflojó la presa. Pero le gritó, con ojos coléricos:
—¡Ahora me dirás quién eres y qué buscas! ¡Se acabó de contar bobadas y cuentos!
Ashtar asintió, pero de pronto se revolvió, rodó por el suelo y alcanzó un hacha. El capitán se abalanzó sobre él, pero Ashtar, con movimientos escalofriantes, esquivó, descargó el hacha sobre su enemigo y le cercenó un brazo. El hombre cayó en tierra con el rostro atónito y Ashtar repitió triunfante:
—¡Soy un nacido dos veces!
Y salió furiosamente de la tienda, pero antes de escapar, dijo a los soldados:
—Acudid, pues vuestro capitán siente dolor en un brazo.
—¿Qué tiene? —preguntó un soldado.
—Un extraño vacío —contestó él, y corrió al corral.
Saltó al caballo negro, se agarró a su cuello como mejor pudo y huyó. Al poco, la guarnición entera se movilizó para perseguirlo, pero fue inútil. El caballo había probado un compuesto que lo hacía volar.
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Cuando se vio libre de sus perseguidores se deshizo de aquel animal. No sabía nada de equitación y no podía hacer que obedeciera su voluntad, por lo que desmontó con gran alivio y lo dejó correteando por la pradera.
Por suerte, había visto gaviotas. La costa debía estar cerca. Caminó en la dirección de las aves, sintiendo cada vez más la humedad y el frío del mar. Esa tarde, cruzando una garganta, llegó a un acantilado y por fin entró en la Playa Pálida. Allí, al fondo, alzada sobre pilotes de madera, vio la choza de Math. Ella lo vio venir y adoptó la forma de una anciana horrible que le salió al paso en las rocas.
La repentina aparición de la anciana lo dejó desconcertado.
—Dime extranjero, ¿a dónde te diriges?
—¿Eres tú Math, acaso? —dijo Ashtar.
—No, Math es una joven muy bella —dijo la vieja—. Yo vengo de pedirle algo. Tú vendrás también a pedirle alguna cosa, ¿verdad? Pero la Ciudad Blanca ha desaparecido.
—Ya lo sé, allí recibí la muerte y he renacido. Por eso soy un nacido dos veces, y mi escudo es una estrella —dijo Ashtar orgullosamente.
—¿Y qué pretendes? ¿Eres un mago? —insistió la mujer.
—No preguntes tanto, vieja. Si sólo eres una pedigüeña ya puedes marcharte.
La anciana obedeció, bajó la cabeza y siguió su camino. Él anduvo por la arena hasta la choza, pero cuando volvió los ojos a las rocas, la mujer ya no estaba.
Entonces llegó ante la cabaña y se quedó de pie e inmóvil. Gritó el nombre de la hechicera, pero nada sucedió. En el silencio reverberó el rugido del mar.
Como no obtuvo respuesta, subió los nueve escalones y penetró en la cabaña apartando la negra cortina. El interior estaba adornado con objetos mágicos, muñecos de arcilla, cráneos y dientes de animales; del techo colgaban hierbas de todas clases.
Pero cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra vio que en un catre de algas desecadas yacía una joven, una hermosa joven desnuda.
Ella se volvió y lo vio, plantado en mitad de la estancia, sin saber qué decir, pues no era aquello lo que esperaba. Entonces, adoptando gestos voluptuosos y una voz dulzona, le dijo:
—Ven aquí, viajero, y acompáñame, pues en esta playa me siento sola.
Él se sintió atraído más allá de toda razón. Sin mediar palabra, como hechizado, se desnudó y se metió con ella en el lecho, pero antes de tocarla le advirtió severamente:
—He venido en busca de conocimiento y no te daré ningún placer si no me tomas como pupilo.
Ella susurró algo incomprensible pero dulce, al tiempo que lo atraía suavemente hacia su pecho. Era muy hermosa, completamente seductora, pero Ashtar no se movió.
Entonces la bruja estalló de rabia, dio un espantoso chillido y se transformó de nuevo en la vieja del acantilado. Ashtar saltó hacia atrás, asqueado, y la vieja intento violarlo con irresistible fuerza, sin dejar de chillar y gemir, como un monstruo de lascivia. Finalmente lo atrapó entre sus piernas, como un animal. Ni con toda su fuerza pudo zafarse.
—¡Pórtate como un hombre o muere ahora mismo! —chilló la hechicera.
El soberbio Ashtar hubo de volverse humilde y ella volvió a su aspecto anterior y gozó de él hasta donde llegaron las fuerzas del joven. Pero después, se levantó del catre, preparó para Ashtar un tazón de un líquido espeso y caliente y le dijo:
—Te enseñaré el conjuro del viento.
Y en los días siguientes, supo ser agradecida y enseñó a Ashtar sus cantos mágicos. Y aunque él debía pagar por la noche cuanto aprendiera durante el día, era un pago muy dulce, y estaba consiguiendo exactamente lo que había venido a buscar. Creía que, sin duda, tan buena fortuna era obra de la Señora.
Y cuando había aprendido bastante se separó de Math y volvió a Egione, en busca de aventuras y nuevos maestros.
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Y allí, en Egione, buscó de nuevo el puesto fronterizo y se dejó prender. Los soldados que lo detuvieron gritaron con alborozo:
—¡Es el extranjero del escudo de hierro!
No esperaba volver a ver a su enemigo, el capitán, pero allí estaba, dando órdenes, con un único brazo pero lleno de vigor y carácter, bendecido por el limpio sol de Ispahan. Ashtar, a su pesar, sintió por él un chispazo de admiración.
Escoltado por sus captores, llegó serenamente al centro del campamento y permaneció en silencio. El capitán se fijó en él y le dirigió una mirada sorprendida.
—¡Tú…! —Y añadió, con un rápido movimiento de ojos—: ¡Sujetadlo bien!
Ashtar no opuso resistencia. En su cara había pintada una sonrisa de ironía y arrogancia, como si atesorase un oculto poder.
—¿Quién eres? —preguntó cautamente el capitán.
—Soy un brujo —respondió Ashtar, esperando impresionarlo, y sin dejar de sostener su mirada.
—¿Cuál es tu nombre? —insistió el militar.
—No te lo diré.
—¿Para qué has venido? —añadió entonces—. ¿Para provocarme?
Ashtar contestó con solemnidad.
—No. Para destruirte.
Ashtar recibió un fuerte golpe de la guardia, pero no dejó de sonreír. Parecía un loco.
—He de lavar cierto deshonor —continuó, con la respiración jadeante—. En mi vida sólo tengo que avergonzarme de una mancha: haber huido una vez de ti. Ahora he vuelto para que tú huyas de mí, y así te perdonaré la vida.
El capitán no podía entender aquella actitud… ¿Qué arrogancia era aquélla en un hombre cautivo? ¿Qué gran poder ocultaba si se sentía tan seguro?
—¡Hablas como un demente! —acabó gritándole.
Pero entonces, mientras Ashtar quería taladrar al capitán con su mirada y sin que abandonara su sonrisa, se movió un agitado e inesperado viento, que pronto se transformó en un temporal. Las tiendas fueron desarraigadas, las armas se esparcieron por la estepa, las provisiones volaron lejos. Toda criatura viva, tanto hombres como caballos, fue arrojada a tierra, excepto Ashtar y el propio capitán, que respondía al cautivo con una mirada de cólera.
Entonces, inesperadamente, el militar lanzó un grito que echó a Ashtar al suelo.
—¡Eres un mago! —dijo Ashtar desde tierra, completamente estupefacto, mientras trataba de incorporarse.
Otro grito volvió a derrumbarlo. Ahora el valiente capitán era lo único que quedaba en pie en la llanura, como una torre de granito alrededor de la cual girasen los vientos en espiral. Su rostro oscuro e hirsuto estaba transformado por la cólera y causaba terror. Ashtar advirtió entonces que los caballos habían huido y los soldados estaban desmayados o muertos. En la inmensidad de los prados, estaban solos y el capitán le pareció un dios, el héroe de alguna leyenda, inmóvil entre los vientos, invencible ante la voluntad de la Diosa, un enemigo auténticamente digno.
Hizo un gran esfuerzo y se incorporó. Después, muy despacio, se puso en pie. Se quedaron como dos murallas frente a frente, mientras el universo entero parecía ser levantado por los aires, y veloces nubes negras ocultaban el sol. La luz decreció, los dos hombres se miraron en la súbita penumbra y sostuvieron la competición mágica durante unos momentos, pero Ashtar fue más fuerte.
El huracán tomó un definitivo impulso y el capitán cayó sobre la hierba, sin fuerzas. Aún gritó, pero el viento se llevaba lejos su voz y el conjuro no llegó a los oídos de Ashtar.
Cuando éste se retiró, dejó tras de sí la destrucción más completa. No sabía si el capitán había muerto, pero deseó que no fuera así, pues era un hombre valiente y su valentía no le había permitido consumar la venganza que él, Ashtar, había concebido en la Playa Pálida, viéndolo huir o suplicando perdón. Por eso no le abandonaba aún la crispación. Extraños y valientes guerreros eran aquellos del Imperio de Ispahan. Quizá pudiera aprender cosas valiosas de ellos, aunque no lo creía probable. Él, sólo él, era el mayor iniciado de todos, el hijo de Borr Hoja de Sauce, el preferido de la Diosa, el amante de Math; había nacido dos veces y su escudo era una estrella; ellos, en cambio, eran simples hombres.