CAPÍTULO X

Crisaor

—¿Por qué me llamas con ese nombre? ¿Me conoces? —preguntó Einar, completamente confundido, aunque ahora animado por una formidable esperanza.

El Poseedor asintió serenamente, tratando de ocultar la intensidad de sus sentimientos.

Entonces Einar suspiró, y, preparándose a escuchar la gran revelación, preguntó.

—¿Soy un brujo?

El Poseedor, asombrado de su ignorancia, aún temía decirle la verdad, y negó con la cabeza.

—¿Soy un rey?

El poseedor volvió a negar.

—¿Soy un guerrero?

—No… no… ¡Eres un dios! —exclamó al fin el Poseedor.

Einar enmudeció. Su espalda se hundió como si de pronto la hubieran forzado con una pesada carga, y miró al suelo, pero sin ver nada, completamente desalentado. Entonces, jadeante y casi sin aliento, como después de un enorme esfuerzo, susurró:

—No te burles de mí, pues ya soy anciano y estoy cercano a la muerte.

—¿Es que no recuerdas el pasado? —exclamó el Poseedor, cuyos ojos brillaban ahora intensamente.

—No —respondió Einar—, sólo sé que fui hallado en el mar. —Y entonces, con suspicacia, añadió—: Pero tú… ¿quién eres?

—Mírame bien, soy Aradawc —dijo éste.

Sobre la estancia cayó un nuevo silencio, durante el cual Einar no cambió el semblante, como si el nombre no le dijera nada. Su incomprensión era verdaderamente prodigiosa. Al fin, lenta y pesadamente, el anciano, preguntó:

—¿Soy yo acaso… Soy yo el hijo de Enki, el que tiene su casa sobre el agua?

—Te hablaré del pasado, Crisaor —dijo entonces Aradawc—, de cómo nosotros dos y el noble Roth, que éramos entonces dioses del cielo, fuimos avisados por el padre Enki de que la asamblea divina planeaba extinguir la raza humana enviando un diluvio universal. Enki apercibió a un hombre que se salvó con su familia y la semilla de todo lo viviente[66], pero nosotros tres, que nos opusimos en la asamblea de los dioses, provocamos la ira de Enlil y fuimos desterrados y dispersados, de manera que no tuvimos ninguna noticia el uno de los otros, y así ha sido hasta el día de hoy.

Einar dejó pasar un silencio. Luego, como aceptando la verdad, preguntó:

—¿Por qué me siento tan débil?

Por toda respuesta, Aradawc lo abrazó fraternalmente, y Einar casi se dejó caer en su regazo, abatido por tanta incertidumbre. Después, el Poseedor tomó de nuevo la palabra y dijo:

—Enlil no podía matarnos y sólo nos expulsó. Pero los dioses pertenecemos al cielo, y en la tierra languidecemos pronto, nos debilitamos y morimos como simples hombres. Para evitarlo viajé a las islas del océano donde crecen los manzanos de la inmortalidad, cuyos frutos son manzanas de oro que renuevan las fuerzas de los dioses… y traje una única manzana, el talismán que los hombres llaman la Piedra Resplandeciente.

Einar empezó a recordar. Su mente evocó con más y más claridad aquella asamblea, la voz de Enlil, la arrogancia de Enki, la sentencia del dios que decreta los destinos. Y evocó a Roth, el joven y alegre dios a quien amaban todas las criaturas vivas. Pero entonces reparó en su situación, en el lugar donde estaba, en la obra de Aradawc.

—La gente en la ciudad dice que has creado una Humanidad nueva, que la generación de los enanos es obra tuya —dijo débilmente.

—Es cierto —respondió Aradawc, lleno de majestad y orgullo.

—¿Y por qué has hecho una cosa así? —preguntó el anciano, con un claro tono de reproche.

Aradawc frunció el ceño y sus rasgos se endurecieron.

—¡Lo hice porque los dioses necesitamos majestad! —dijo, con aplastante contundencia, a fin de acallar la duda o la crítica.

Einar iba saliendo poco a poco de la neblina y recobrando sus recuerdos… ¿Por qué se había opuesto Aradawc en la asamblea divina al gran castigo? No, no fue por amor a la Humanidad. Si los dioses destruían a los hombres, ¿quién habría de recordarles claramente su majestad o suplicarles? La plenitud divina no era tan perfecta que no necesitara adoración, ésas eran las ideas soberbias y egoístas de Aradawc.

—¿Es ésta tu majestad? ¿Te refieres a este culto sórdido? —le espetó, reuniendo sus últimas energías.

El rostro de Aradawc se ensombreció, como si regresara a una antigua querella con Crisaor y, haciendo acopio de sus últimas reservas de paciencia, explicó:

—Escucha, Crisaor, fui expulsado del cielo y no obtuve ningún favor de la Humanidad a la que quisimos salvar. Caí y fui abandonado en las montañas hasta que me encontró un hombre llamado Ilmarinen. Le enseñé todo lo relativo a la magia de los metales, y luego lo despaché para que me trajera fieles… ¿Sabes lo que hizo? Se olvidó de mí y se presentó a sus congéneres como un dios, el dios de los metales[67].

—¿Y qué demuestra eso? —objetó amargamente Einar.

Aradawc continuó su justificación como si no hubiera escuchado.

—Después se presentó ante mí un místico y le enseñé magia negra… ¿Crees que me rindió pleitesía? No. Cuando lo dejé marchar ya no volvió a mí. Sino que se dio a conocer como el dios de la magia… Más tarde apareció una pareja de ancianos próximos a la muerte, que habían sido expulsados de su hogar. Les pregunté si querían ser padres de infinitas generaciones y aceptaron. Mediante procedimientos mágicos, los hice padres de los enanos, que son metalúrgicos y magos, y además son mis hijos.

—Pero tu magia no era igual a la del gran demiurgo, y tus enanos son pequeños y deformes —objetó Einar.

Aradawc ignoró la observación, y no interrumpió su encendido discurso:

—… Entonces les dije: viviréis debajo de las montañas, en las oscuras cuevas, y vuestro oficio será buscar oro y metales. Construiréis galerías, edificios, ciudades, y rivalizaréis en valor con los hombres. Y los enanos poblaron las Montañas de Hierro, y se dedicaron a la metalurgia con tanta habilidad que, a pesar de las cofradías de Ilmarinen, no había herreros más prestigiosos que ellos, y, con el tiempo, se llegó a atribuir la misma existencia de las Montañas de Hierro a los escombros de sus numerosas galerías subterráneas[68].

Así fue la orgullosa narración de Aradawc, pero luego de tomar un respiro volvió a tomar la palabra y, como si fuera a decir algo muy grave, habló así:

—Recordé que era un auténtico dios, que mi naturaleza no era la naturaleza de los hombres, y mis necesidades divinas incluían cierta majestad. Anduve errante con mi alimento que nunca tenía fin, hasta que, en este brumoso norte, vi una gran veta blanca. Era una especie de señal de la Señora[69]. Subí a la colina y vi que era blanco mármol, una veta purísima, y encargué a mis enanos que la tallaran hasta convertirla en una ciudad de nueve círculos y de nueve plazas, con un palacio en el centro para mí. Les dije que estaría ausente pero que volvería con gloria, y que para entonces debían haber terminado la construcción de la ciudad. Los dejé en lo alto de la colina, pululando a cientos, picando con sus pequeños martillos de cantero para cumplir los designios de su dios… Entonces te busqué y busqué a Roth por toda la tierra, y, como no encontré a ninguno, supuse que habíais muerto, y, como he dicho, peregriné hasta el jardín occidental en busca de una de las manzanas de oro. Allí hube de sostener fieras luchas con un dragón de la raza Khol. Le cortaba un miembro pero lo volvía a regenerar cada vez más fuerte, de manera que después de darle tantos tajos sólo conseguí que mi enemigo fuera más grande y vigoroso[70]. Era semejante al dragón del cuento y le disparé una flecha de oro. Pero, a diferencia de Thorkel, yo no tuve que quedarme allí, pues sólo arranqué una manzana de oro y llevé así conmigo lo que podía transportar. Lo que llaman los hombres la Piedra Resplandeciente es esa manzana de oro del jardín occidental. Regresé al cabo de muchos años, justo en el momento de la última picada de mis enanos. La Ciudad Banca había sido tallada, era perfecta y brillante, el refugio digno de un dios y seguramente la envidia de los propios dioses del cielo. Subí a ella y me instalé en el palacio central, donde ahora nos encontramos; recibí el sacerdocio de los monjes negros, la adoración de los enanos y la sumisión de los peregrinos. Se ha extendido a todos los rincones del mundo el rumor de que éste es un lugar de iniciación y sabiduría y, sobre todo, de que la manzana de oro, que ellos llaman la Piedra Resplandeciente, produce una gran felicidad.

—¿Es eso cierto? —preguntó Einar.

—Sí, lo es —respondió Aradawc—, pero su contacto sólo otorga una intensa y eterna sensación interior de placer, que deja a los hombres en trance hasta la hora de su muerte. Eso se debe a que son simples mortales y el alimento de los dioses no es adecuado para ellos. Sin embargo, no puedo evitar que la gente venga, e intento que sólo lleguen al fin los muy sabios, pues sólo éstos pueden rechazar el alimento al saber que es como una perdición. Pero no lo hacen, y no dejan de acudir aquí cada vez en mayor número.

—Te agrada ser adorado —murmuró Einar, con la misma expresión de reproche.

Aradawc le dirigió una mirada hostil.

—Es el hombre el que gusta de rebasar sus pobres límites —respondió airado—. Siempre ha sido así. Ellos siempre tendrán héroes que se equivoquen y luchen por ser más de lo que son. Es su destino de hombres, su herencia es la ansiedad y el miedo a la muerte… Yo no puedo evitarlo.

Einar sacudió la cabeza con desilusión, se pasó una mano por la frente, como para despejar sus últimas dudas, y acabó diciendo:

—Dame a probar esa manzana dorada. Mi momento está cercano a la muerte.

Aradawc hizo un gesto y uno de los sacerdotes enlutados salió de las sombras llevando el talismán en una bandeja de plata. Aradawc la tomó y le dirigió una ansiosa mirada. Luego la entregó a Einar, que extendió febrilmente su mano, la tocó y al instante, de forma milagrosa, comenzó a sentirse más fuerte y vital. Había rejuvenecido. Tal era la virtud del alimento de los dioses que se sintió lleno de fuerza, como si toda su sangre hubiera sido renovada. Ya no era más el anciano abatido, sino que tenía la apariencia de un hombre maduro, casi tan joven como el dios que era cuando se rebeló en la asamblea. Entonces dijo:

—Y a Roth… ¿acaso no sería posible encontrarlo?

—No lo creo así —respondió Aradawc—, pues lo busqué por todas partes a fin de compartir con él la manzana de la inmortalidad. Tanto tiempo ha pasado que sospecho que debe haber muerto.

Einar, con un gesto resignado, añadió:

—Entonces volveré a Hesperia. No quiero quedarme aquí, pues el culto que has establecido me disgusta.

Aradawc se sintió ofendido. Sin duda Crisaor había vivido demasiado cercano a los hombres y se creía ya uno de ellos.

—¿Qué pretendes? —exclamó—. Somos dioses del cielo, debemos recibir adoración de los simples hombres.

A Einar, que tantos años había vivido como un hombre, no le gustaba el tono de Aradawc, y la expresión «simples hombres» le causaba algo de dolor.

—Es mejor enseñarles, para que dejen de ser simples —respondió lánguidamente.

—¿Qué quieres enseñarles? —preguntó Aradawc, conteniendo la ira.

—A despejar el velo que cubre sus ojos, a retirar los obstáculos que se interponen entre sus simples deseos y la sabiduría.

—Eso es una insensatez. Deja que los hombres sigan siendo torpes para que puedan admirar nuestra gloria y nos adoren y alimenten. De otro modo, ellos mismos serán como dioses[71].

—No —objetó Einar—. No deben permanecer idiotas o esclavos de un conocimiento hueco, como la gente que espera afuera, en la plaza.

Los labios de Aradawc temblaron de modo insensible a causa de la gravedad de lo que el dios se disponía a decir.

—Veo que el destino es más fuerte que los dioses —murmuró entonces.

Einar, alzando la vista sorprendido, preguntó:

—¿Por qué dices eso?

Entonces Aradawc, como si ya no quisiera contener más un pesado secreto, liberó su ira, desató su lengua y exclamó, con voz como el trueno:

—¡Tú, Crisaor, eres la perversión de los dioses! ¡Tú eres la semilla de la destrucción, y al fin la semilla ha empezado a germinar!

Einar se quedó con la boca abierta, abrumado, abatido, sin comprender.

—¿A qué destrucción te refieres? —preguntó, temiendo nuevas revelaciones que le hicieran temblar.

—¡Tú! ¡Tú traerás el fin! Y eso será cuando conozcas la palabra que despierta al durmiente… ¡Ahora ya lo sabes! Pero no te diré nada más, pues podría ser castigado[72] —exclamó el encolerizado Aradawc.

—¿Castigado? —repitió maquinalmente Einar, como en trance.

—Sí… Los dioses tienen miedo —añadió Aradawc, como una confidencia terrible.

Einar era incapaz de comprender, y cada revelación lo confundía aún más.

—Aradawc, dime algo más sobre mi propio destino —suplicó.

—Sólo te diré esto: tres son tus revelaciones. Has consumado las dos primeras, pero para la tercera tendrás que conocer las palabras de la sabiduría anterior al diluvio.

—¿Donde encontraré esa sabiduría?

—No puedo decírtelo. Los dioses del cielo son fuertes y vengativos. He pagado el tributo de la amistad y la lealtad. Has tenido la Piedra Resplandeciente, has sabido quién eres, has rechazado quedarte conmigo en lugar de iniciar el camino de la destrucción. No puedo hacer más sin poner en peligro al mundo.

Pero Einar, más perplejo que nunca a causa de tanta revelación, desorientado por tanto misterio, ya no sabía qué debía pensar. Para él era una desgracia sumirse en esta nueva incertidumbre, en este oscuro misterio, ahora que por fin había recuperado la memoria.

—Creo —dijo— que todo lo que dices es absurdo. Me marcharé de aquí, pero no buscaré ninguna destrucción.

—La Piedra Resplandeciente siempre estará a tu disposición. Cuando te sientas débil, vuelve —dijo Aradawc hoscamente y sin mirarlo.

Einar se puso en pie con una agilidad que le sorprendió y salió sin despedirse del oscuro dios Aradawc, que, sumido en sus turbulentos pensamientos, ni siquiera alzó la mirada. Pero cuando atravesó de nuevo los pasillos de mármol, vio que entre los cuerpos en trance de los peregrinos había un joven, un joven que, al igual que los demás, había sido arrojado como la basura y yacía víctima del encanto de la Piedra Resplandeciente… ¡Era Simpleza! Sin duda había vencido en el combate de la sabiduría. Sin duda había mantenido la entrevista con el Poseedor y había probado de la manzana de oro, y allí, en aquel sórdido lugar, habían terminado su vida y su prisa por saber. Einar ahora era joven y fuerte. Lo tomó en sus brazos y lo sacó afuera. Debía curarlo, debía encontrar la forma de volverlo a la consciencia, aunque estaba como muerto y no obedecía a sus llamadas.

Salió al exterior espantado de todo lo que le rodeaba, de su propio destino, de la muerte de Roth, del joven cadáver en vida que llevaba en las manos, y sobre todo, del estrafalario santuario que Aradawc había tenido la soberbia de instalar, de la devoción hacia él, de la imperfecta humanidad que había alumbrado en los enanos y de las proporciones que iba ganando su culto, que amenazaba con hacer olvidar a los hombres a los mismos dioses del cielo.

Volvió a la plaza y se presentó de nuevo ante los peregrinos, pero entonces lo saludó un clamor. Los mendigos y reyes, los filósofos y sabios, los mismos monjes negros de la novena plaza no lo creían: un peregrino salía vivo de la Casa del Tiempo. ¡Qué felicidad en su rostro! ¡Qué juventud en su cuerpo!

—Yo lo vi entrar —dijo uno—. ¡Era un viejo sombrío, y ahora es joven!

—Yo lo vi también —añadió otro—. ¡Tenía la cara más triste del mundo y ahora está alegre!

Einar, indiferente a todo, cruzó por entre una multitud que no osó rozarlo, y muchos le siguieron gritando:

—¡He aquí al hombre feliz! ¡He aquí al inmortal!

Cuando pasó cerca de donde estaban Thaler e Ilher, el maestro le dirigió la mirada más asombrada del mundo y, usando ahora de una voz dulce y humilde, le dijo:

—Señor, déjame que participe de tu sabiduría. Permíteme ser tu discípulo.

Einar le dijo mansamente:

—Si quieres ser sabio abandona este lugar. Ahí dentro no encontrarás más que esta muerte en vida.

—¡No! —chilló Thaler—. ¿Cómo puedes ser tan egoísta? ¿No eres tú la prueba viva de que la Piedra Resplandeciente rejuvenece y hace feliz?

—Haz lo que quieres, y si deseas morir, quédate y muere entonces.

En ese momento, Ilher, el atontado discípulo, fijándose en el niño como muerto que Einar llevaba en brazos, sintió miedo y dijo:

—Sabio Thaler, yo no me quedaré. Creo que, ejem…, ha llegado el momento de cambiar de maestro.

—Yo también me voy de aquí —se apresuró a proclamar el Domador de Árboles, que había llegado trabajosamente a donde estaban los demás—. Si Einar dice que es mejor marcharse, tendrá razón.

—¡Marchaos entonces, hijos de la mediocridad! ¡Si tenéis miedo nunca seréis sabios! —chilló el fanático Thaler, maestro en Filosofía Natural.

Thaler se quedó solo, viendo como una parte de la turba seguía calles abajo al viejo transformado en joven. Era tan arrogante como el propio Aradawc, y por eso aquél era su sitio, y allí debía asumir su propio destino.

Así, con esta comparsa, abandonó Einar el Tranquilo la Ciudad Blanca. También el hombre que gritaba a la puerta, el hombre profecía, le siguió, asombrado y gritando ahora un nuevo mensaje.

—¡Es el dios de la destrucción, la semilla del movimiento!

Einar, disgustado, le dirigió una mirada de reprobación. Pero cuando iba a hablar, un gran estruendo acompañado de un fogonazo estalló en sus espaldas.

—¡No miréis! ¡No miréis al sol! —gritó el hombreprofecía.

Einar obedeció, pero al instante notó una gigantesca ola de calor y notó que a sus espaldas se extendía un incendio. Donde antes estaba la Ciudad Blanca, sólo había una llama descomunal y rugiente. Donde se había guardado celosamente la Piedra Resplandeciente sólo quedaban fuego y muerte. De pronto, todo había sido destruido, como profetizaba el hombre pintado. Y los seguidores de Einar, que miraron todos atrás, quedaron convertidos en peñascos y allí quedaron, como testigos de la venganza final de los dioses del cielo[73].

También Ilher, el discípulo, y Flekari, el Domador de Árboles, presas uno de sus esperanzas y el otro de su vanidad, se quedaron para siempre en la ladera, como dos peñascos más.

Por un breve momento Einar había creído que aquellos hombres romperían su aislamiento, que Ilher y Flekari le ayudarían y serían amigos suyos, que al fin iniciaría una vida dotada de sentido; pero de pronto ya no tenía nada, nada más que un hombre vociferando a sus espaldas.

Entonces preguntó al hombre pintado:

—¿Por qué me seguiste?

—Porque tu destino es brillante —respondió el hombre.

—¿Acaso puedes revelarme mi destino?

—Sólo sé una cosa: cuando perezcan los dioses, tú sobrevivirás.

A Einar le pareció que todo aquello era una locura, que todos se habían vuelto dementes y proclamaban cosas absurdas sobre él y su futuro. Horrorizado por el contacto con lo sobrenatural, con la compañía de tanto agorero, despidió al hombreprofecía y se arrastró por los montes desnudos hasta internarse de nuevo en la desolada tierra de los hombres mortales, en cuyo seno intentaría olvidar y esquivar aquel oculto destino que al parecer le estaba reservado.

oooOooo

Aradawc había sido cruelmente destruido, y aunque su soberbia le pareció desde el principio digna de castigo, pensó que su locuacidad lo había perdido, pues, ¿acaso no había dicho que tenía que callar, que había dicho demasiado? ¿Es que el fuego era el testimonio del miedo de los dioses?

Y en cuanto a él, había rejuvenecido y sabía quién era. Debía sentirse feliz y lleno de energía, pero ahora que había conocido su identidad, le abrumaba una nueva incertidumbre, pues otra vez volvía a ignorar quién era él en realidad… ¿Qué significaban aquellas insinuaciones sobre un dios que trae la destrucción, alguien al que temen los dioses? ¿Qué criatura oscura ocultaba dentro de sí el pobre, cándido y bondadoso Einar?

Oyendo aún el crepitar de las llamas se dio cuenta de que los dioses del cielo lo habían respetado, de que habían destruido la Ciudad Blanca sólo después que él ya la había abandonado. Pero al mismo tiempo, querían que conociera su poder y su ira, querían que fuera testigo de su autoridad. Sí, pudiera ser cierto que los dioses del cielo lo respetasen, incluso que lo temiesen. Pero no importaba. Había perdido la Piedra Resplandeciente y volvería a envejecer y a debilitarse hasta morir como uno más de los simples hombres.

Al poco rato llegó a un paraje donde había un estanque. Se detuvo y se inclinó para beber de sus aguas, pero entonces vio su imagen reflejada y un escalofrío le recorrió la espalda. Se reconoció al fin, pero algo que venía de su consciencia dormida le llevó una punzada trágica, porque, ahora que había rejuvenecido, por fin vio que tenía el pelo rojo.

Entonces, cuando se reconoció, y conforme el negro humo brotaba de la Ciudad Blanca, y se elevaba como un espíritu del mal sobre las colinas cercanas, sus recuerdos brotaron también, como un tropel de imágenes, nombres y sensaciones. Recordó a Enki, el que tiene su casa sobre el agua, su padre y mentor; recordó la cólera de Enlil en la asamblea divina, y el castigo referido por Aradawc. La Humanidad se había salvado gracias a la audacia de Enki, pero él había sido condenado a vagar eternamente en la superficie del mar, encerrado en un tronco de acacia.

Y en medio de estos atribulados recuerdos también vino a él un nombre: ¡Ninshubur! Ahora sabía quién era… ¡El visir de la Diosa! Así pues, Atli el chamán, que tan oportunamente se había cruzado en su camino, era en realidad el enviado de la Señora. Por eso la lechuza los espiaba[74]. La Diosa vigilaba. Ella lo había puesto en el camino hacia su hermana, la negra Ereshkigal. Ella había precipitado los acontecimientos para que sucedieran de aquella forma, había propiciado el nacimiento de Idar Dorainn y su desgraciado hermano, cuyo cuerpo inerte ahora le estaba confiado.

¿Cuáles eran sus planes? La Señora era caprichosa y voluble. Era rebelde y le gustaba intrigar para que todos acabasen haciendo su voluntad. Tendría desde entonces que acechar su presencia en cada acontecimiento nuevo y desconfiar de las apariencias… Pero en primer término debía dejar de pensar en sí mismo para hacer algo en favor de aquel joven desmadejado que dormía el ensueño.