16. ENCADENADA BAJO LAS LUNAS DE GOR

—Que la encadenen bajo las lunas de Gor —dijo Verna.

Rask de Treve se echó a reír.

Tiré de la cadena que rodeaba mi tobillo izquierdo. Estaba atada a la argolla en la pesada piedra clavada firmemente en la hierba del montículo. Había visto aquel lugar durante mi inspección del campamento. Se hallaba en una parte algo aislada. Me encontraba sola sobre el montículo, encadenada cerca de su parte superior. Distinguí, a algunos metros de distancia, la parte posterior de las tiendas. Podía ver, igualmente, las puntas de la doble empalizada. Las lunas no habían salido aún.

Estaba enfadada, sentada desnuda sobre la hierba. Alcé el tobillo y sentí el enorme peso de la argolla que lo rodeaba.

Después de acabar las tareas que tenía asignadas para aquel día, había estado esperando, conteniendo la respiración, ser enviada de nuevo a la tienda de Rask de Treve. Había hecho bien mi trabajo y al acabar, ayudé a las demás con sus tareas. Me acordé de que había cantado mucho durante el día y de que me había sentido feliz durante las horas de trabajo. También había reído mucho y, por primera vez desde hacía semanas, participado en los juegos de mis hermanas de cautiverio. Elinor Brinton, la esclava goreana, era diferente de como había sido antes. Las demás chicas lo notaban y, encantadas, me aceptaron entre ellas, como una esclava más, ni mejor ni peor que ellas mismas. Cuando Ute y yo nos quedamos solas en un determinado momento aquella mañana, me postré ante ella y, con lágrimas en los ojos, le rogué que me perdonase por como la había tratado tiempo atrás. Ute sonrió y me ayudó a ponerme de pie.

—Corre, al trabajo, esclava —me dijo. Y luego me besó.

Corrí hacia las tareas que me esperaban, llena de afecto hacia Ute. ¡Me había perdonado! ¡La quería! Cuánto me odiaba a mí misma por haberle hecho daño… Me pareció que Inge y Rena me miraban de manera diferente.

—¡Esclava! —me llamaron.

Y yo me aproximé a ellas.

—Sí, esclava —les dije, y las besé. Luego me alejé corriendo. A mi manera las compadecía, pues eran ignorantes, aún seda blanca. ¡Yo era seda roja!

Durante el día, me las había ingeniado para pasar por delante de la tienda de Rask de Treve, para que me viese.

Me eché sobre la hierba del montículo y reí feliz. Recordé cada segundo de las horas transcurridas en su tienda y cuando me quedé tendida a su lado, abrazándole. Él durmió, pero yo no, pues quería seguir abrazándole.

Al amanecer me envió al cobertizo de las esclavas.

Pero aquella noche, Rask de Treve cenó con Verna, y fui yo la que les sirvió, igual que otras veces. Rask no me miró en ningún momento de una manera diferente a como lo había hecho antes. Era como si la noche anterior no hubiese existido. Les serví bien y con esmero.

¿Volvería a ser enviada a su tienda?

Pero él llamó a un guarda.

—Sí, Capitán —dijo el guarda.

—Esta noche envía a la esclava Talena a mi tienda.

—Sí, Capitán.

Apreté con fuerza el plato que estaba sujetando. Durante un instante se me nubló la visión y no pude respirar.

Me acerqué a uno de los lados de la baja mesa, y me arrodillé. ¡Odiaba a Talena! Hubiese querido poder arrojarme sobre ella y arañarle los ojos, arrancarle el pelo, morderla y darle patadas hasta que gritase y gritase y saliese corriendo. ¡La hija de un Ubar! ¡No era más que una esclava! ¡Yo era tan buena como ella! ¡La odiaba!

—Parece que a tu esclava le ocurre algo —dijo Verna sonriendo.

Bajé la cabeza.

—Esclava —llamó.

—Sí, ama —respondí.

—Se comenta entre las demás muchachas que les has dicho que no eres como las demás mujeres, que no tienes sus debilidades.

Recordé que una vez, enfadada, les había dicho aquello. Miré a Verna. La odiaba. Yo sabía, y ella sabía, que yo la había visto una vez en el bosque víctima de su propia necesidad. Aquello era algo que no se le olvidaría fácilmente y yo no estaba dispuesta a que eso ocurriera. Sonreí. Rask de Treve me había dado placer, por supuesto. Pero aun así, yo sabía que no era como las demás mujeres.

—No puedo evitar ser como soy —respondí, bajando los ojos, reverente.

Rask de Treve sonrió.

—Que la encadenen bajo las lunas de Gor —dijo Verna.

La miré con rabia.

Rask de Treve se echó a reír.

—¡Guarda! —llamó.

Uno de los guardas entró en la tienda.

Rask de Treve me señaló.

—Encadenadla bajo las lunas de Gor.

Hubiera preferido que el guarda no se llevase mi ropa, pero cuando una muchacha es encadenada bajo las lunas de Gor, se la encadena desnuda.

Por supuesto que estaba furiosa con él por lo que me había hecho, pero la verdad es que yo no hubiera podido responder entre sus brazos de una manera diferente a como lo había hecho. De una manera cruel, injusta, no me había dado otra opción, consiguiendo arrancar de mi cuerpo unas sensaciones de las que nunca me había imaginado ser capaz. Sus manos, su cuerpo, como el de un amo, habían dirigido el mío totalmente, y había nadado en un mar de sensaciones, aferrada a él, temiendo ahogarme de placer en sus brazos. Sabía que aunque pudiera resultar ridículo yo no podría llamarle otra cosa más que «amo».

Las lunas comenzaban a brillar detrás de la empalizada, en la noche.

¿Por qué no enviaba a alguien a buscarme?

¿Acaso no le había complacido? ¡Podía hacer más por conseguirlo, más!

—¡Envía a alguien a buscarme, Rask de Treve! —sollocé—. ¡Envía a alguien! ¡Quiero servirte!

Las luces del campamento se habían ido apagando en su mayor parte. Alcanzaba a distinguir, en algunos puntos, las brasas de los fuegos de las cocinas. En algunas tiendas aún se veía brillar una luz rojiza a través de los toldos laterales, que era reflejo de los fuegos de los pequeños braseros del interior. Era una noche calurosa. Podía, oír los zumbidos de algunos insectos nocturnos. Estaba sola. Lejos, en la distancia, se oyó gritar a un tarn desde su cobertizo, y luego se hizo el silencio.

¡De poder soltarme, hubiera corrido hacia Rask de Treve! ¡Le rogaría que me acariciase! Tiré de la pesada cadena que rodeaba mi tobillo. No era posible escurrir el pie por la argolla, así que no podía librarme de la cadena.

Golpeé el suelo con mis puños, con todas mis fuerzas.

Di un grito y me puse de pie. Comencé a danzar la locura de mi deseo, sollozando bajo las tres lunas de Gor, alzando mis puños hacia ellas, girando, golpeando el suelo con los pies, girando y gritando.

Cuando no pude bailar más, caí sobre la hierba gimiendo, arañando la tierra con las manos y sollozando.

Y mientras gemía y lloraba vi, de pronto, en las sombras, a Verna contemplándome.

—Parece que tu cuerpo se mueve como lo haría el de una kajira.

—Soy una kajira —susurré—, Señora.

—Tú no eres como las demás mujeres. Tú eres fuerte, no tienes sus debilidades.

—Soy como las otras mujeres. No soy fuerte —tragué saliva—. Tengo las debilidades propias de mi sexo. En realidad, seguramente soy la más débil de todas.

—Ahora hablas sinceramente, El-in-or —dijo Verna. Su tono de voz no era descortés—. En ocasiones hace falta un hombre como Rask de Treve para que una mujer adquiera conciencia de sus debilidades.

—He adquirido plena conciencia de ellas.

—Yo misma he luchado contra esa debilidad.

—Yo no voy a hacerlo. Estoy dispuesta a doblegarme a ella.

—Rask de Treve no te ha dado otra opción.

—Es verdad.

—Te ha conquistado —dijo Verna.

—Sí, me ha conquistado.

—Salgo del campamento esta noche.

La miré sorprendida.

Me señaló una figura arrodillada a varios metros de distancia, inclinada hacia delante, mirando en otra dirección. Llevaba brazaletes alrededor de los tobillos que la sujetaban y no le permitían ponerse en pie. Tenía las muñecas sujetas detrás de la espalda. Una ligera correa de esclava rodeaba su cuello.

—Me llevo a Talena conmigo. Rask de Treve me la ha dado. Me la llevo a los bosques del norte como esclava.

—Pero es su favorita.

—No.

—¿No vas a quedarte en el campamento como la camarada de Rask de Treve?

—No. Mi puesto está en los bosques del norte.

No repliqué.

—¿Es agradable entregarse a un hombre? —preguntó.

Bajé la cabeza, algo avergonzada.

—Una vez —me contó suavemente—, hace tiempo, en la ciudad de Ar, vi a un hombre y sólo al verle, por primera vez en mi vida, tuve miedo, porque sentí que, si yo quería, podría hacerme lo que Rask de Treve te ha hecho a ti.

La miré.

—Y así, decidí odiarle, y decidí a la vez que con el tiempo veríamos quién conquistaba a quién.

—¿Cómo se llamaba?

—Marlenus de Ar.

Me quedé sin habla, por lo impresionante de su confesión.

Miró hacia el campamento y luego a mí.

—Adiós, esclava —me dijo.

Extendí las manos hacia ella, con reverencia.

—Si veo a Rask de Treve —dijo—, le diré que hay una muchacha encadenada que, bajo las lunas de Gor, le suplica sus caricias.

Verna se separó de mi lado y no se volvió. Llegó junto a la muchacha, soltó sus tobillos, la puso en pie y se alejó por entre las tiendas. No tenía la menor duda de que haría llegar sana y salva a su cautiva hasta los bosques del norte.

Me arrodillé sola, en lo más alto del pequeño montículo, bajo las enormes lunas.

Reparé en que había alguien cerca de mí. Grité y extendí los brazos hacia él.

Rask de Treve no se molestó en quitarme la cadena, sino que me usó tal y como yo estaba, impaciente y suplicante, bajo las lunas de Gor.

Rask tomó mi cabeza entre sus manos.

Era cerca del amanecer.

Estábamos echados cerca de la parte más alta del montículo, cubiertos con su capa. Sintiendo que me lo permitiría, besé tímidamente sus labios. Me volvió de pronto y me tumbó de espaldas en el suelo. Con los ojos llenos de lágrimas de placer, aferrada a él, me entregué al gozo de tenerle.

Estábamos juntos y en silencio.

Había rocío sobre la hierba y la capa que nos envolvía estaba húmeda por fuera. La luz que anunciaba el comienzo de la mañana era tierna, salpicaba los tallos de la hierba y le daba al promontorio un aire dulce y suave.

Levanté la cabeza para mirarle a los ojos. Él también me miró

—¿Cómo puede ser que me sienta tan atraído por ti? —preguntó.

—Te amo —susurré—. ¡Te amo!

—Te desprecio —me dijo.

Le sonreí con lágrimas en los ojos.

—Y sin embargo —prosiguió—, desde la primera vez que te vi en los recintos de Ko-ro-ba, no pude olvidarte y supe que habrías de ser mía.

—Soy tuya —susurré—. Soy tuya, amo mío. Por completo. Incondicionalmente tuya. Tu esclava.

—¿Puede ser que yo, Rask de Treve, quiera a una simple esclava?

—Te quiero, amo. ¡Te quiero! ¡Te quiero!

No dejó que besara sus labios. Miró hacia mí sonriendo.

—¿Quieres saber por qué antes nunca te había dejado servir a los hombres cuando otras muchachas lo hacían? —preguntó.

—Sí, me gustaría saberlo.

—Te estaba guardando para mí.

Me eché a reír.

—Intenté mantener las distancias tanto como pude —prosiguió—, pero cuando te vi bailar, supe que había de tenerte.

Le besé y le besé, llorando.

Sus manos me sujetaron repentinamente con fuerza. Sonrió.

—Bailaste tu insolencia —me dijo—. Bailaste tu orgullo, tu desafío, tu menosprecio.

—Ahora no soy insolente, amo —le dije—. Ahora no soy orgullosa —le miré con lágrimas en los ojos—. Ni desafiante, ni desprecio a nadie. Me han enseñado a ser humilde, muy humilde, amo.

—¿Qué eres ahora?

—Sólo tu esclava, sólo tu humilde esclava, amo.

Él colocó suavemente su mano sobre el lado derecho de mi cabeza.

—Es hora de que te reincorpores al trabajo, esclava.

—Sí, amo.

Sacó de su bolsa una llave con la que abrió el anillo que había ceñido tan ajustadamente mi tobillo.

Colocó su capa sobre mis hombros.

—Ve al cobertizo —me dijo—, y que te den una túnica de trabajo.

—¡Te quiero! —exclamé, y arrojé mi cuerpo a sus pies. Comencé a llorar—. ¡No me vendas! ¡No me vendas! ¡Guárdame para ti para siempre! —Entendí en aquellos momentos, como no lo había entendido hasta entonces, la tragedia, la crueldad de ser una esclava—. ¡Te complaceré más! ¡Te lo entregaré todo! ¡No me vendas! ¡Te quiero! ¡Te quiero!

—¿Acaso la orgullosa El-in-or me está suplicando ser aceptada como mi esclava?

—Sí. Eso es lo que suplica.

—¡A trabajar! —rió.

Me puse de pie rápidamente. Me tomó entre sus manos y allí, en lo alto del montículo, me abrazó tierna y largamente. Miré hacia arriba para ver sus ojos.

—Te quiero —susurré. Luego grité y reí.

Di media vuelta y fui corriendo hacia el cobertizo. Estaba muerta de hambre. Pero seguramente Ute habría rescatado un panecillo para mí de la canasta del pan. Sin embargo, también me habría guardado un buen montón de trabajo para hacer. No tenía favoritismos. Yo era una de las muchachas, me trataría exactamente como a las demás.

Antes de entrar me detuve y, en secreto, apreté las yemas de mis dedos contra mis labios y luego sobre la inscripción de mi collar que me proclamaba esclava de un guerrero goreano. ¡Le quería! Me eché a reír.

No estaba disgustada por haber sido encadenada bajo las lunas de Gor. Corrí hacia el cobertizo.

—Te he guardado un panecillo.

—Gracias, Ute.

—Cómetelo rápidamente. Tienes mucho que hacer hoy.

—Sí, Ute —exclamé y la besé—, ya voy, ya voy.