7. SOY TRANSPORTADA, JUNTO A OTRAS, HACIA EL NORTE
Targo, mi amo, era un mercader de esclavas.
No le costé nada.
Poco antes de convertirme en una de sus chicas, unos dos o tres días antes, había sido atacado por tarnsmanes proscritos, a unos cuatro días de camino desde la ciudad de Ko-ro-ba, que se extiende en la parte superior de las moderadas latitudes del planeta Gor, que es como se llama este mundo. Sufrió el asalto mientras viajaba a través de las colinas y los prados que hay al este y al norte de Ko-ro-ba, hacia la ciudad de Laura, asentada a orillas del río Laurius, a unos doscientos pasangs hacia el interior desde la costa del mar llamado Thassa. Laura es una pequeña ciudad comercial, puerto fluvial, cuyos edificios son en gran medida de madera y en su mayor parte, almacenes y tabernas. Es una cámara de compensación para muchas mercancías: madera, sal, pescado, piedras, pieles y esclavas. En la desembocadura del Laurius, en el Thassa, se encuentra el puerto franco de Lydius, administrado por los mercaderes, una importante casta goreana. Desde Lydius, las mercancías pueden ser embarcadas para las islas de Thassa, como por ejemplo Teletus, Hulneth y Asperiche, incluso para Cos y Tyros y las ciudades costeras, como Puerto Kar y Helmutsport y, más al sur, Schendi y Bazi. Y desde Lydius, por supuesto, mercancías de muchas clases en bruto, tales como herramientas, metales y tejidos traídos en barcazas, transportados por tharlariones siguiendo el río, llegan hasta Laura, para ser vendidas y distribuidas en el interior. El Laurius es un río tortuoso, largo, suave y lento. No tiene la amplitud ni la corriente que son los terrores del titánico Vosk, más al Sur, bastante más abajo de Ko-ro-ba, aunque mucho más arriba de Ar, que es considerada la mayor ciudad de todo Gor. El Laurius, como el Vosk, corre generalmente en dirección Oeste, aunque el Laurius se inclina más hacia el Suroeste que el gran Vosk.
Teniendo en cuenta la naturaleza de las mercancías usuales encontradas en Laura, en su mayor parte materias primas, podría parecer extraño que Targo se dirigiese a aquella ciudad. No lo era, sin embargo, puesto que era primavera y ésa es la gran estación para las batidas de esclavas. En realidad, el otoño anterior, en la feria de Se’Kara, cerca de las Montañas Sardar, había contratado con Haakon de Skjern la entrega de cien bellezas del norte, que serían llevadas desde los pueblos al norte del Laurius y los de la costa hacia arriba, incluso hasta los límites de Torvaldsland. Era para recoger aquella mercancía por lo que se aventuraba Targo a salir hacia Laura. Durante aquella feria ya le había pagado a Haakon a cuenta de su adquisición, cincuenta piezas de oro. El resto de las ciento cincuenta piezas sería abonado a la entrega del encargo. Dos piezas de oro son un precio elevado por una chica sin refinar, entregada en Laura, pero si la misma chica puede llegar sana y salva al mercado de una gran ciudad, puede llegar a cotizarse en cinco o seis, incluso sin estar adiestrada. Además, al ofrecer dos monedas de oro en Laura, Targo se aseguraba para sí el derecho a ser el primero en elegir entre las mejores adquisiciones de Haakon. Junto con todo esto, Targo había tenido también presente el que ninguna ciudad hubiese sido capturada recientemente y que la casa de Cernus, una de las grandes casas de esclavas, había sido destruida en Ar. El mercado estaría sin duda en alza. Por otra parte, tenía previsto que sus chicas recibiesen alguna instrucción, probablemente en uno de los recintos para esclavas de Ko-ro-ba, antes de llevarlas hacia el Sureste, a la ciudad de Ar. Desgraciadamente para Targo, las chicas de los pueblos no son de casta alta. Por otra parte, aunque mucho menos valoradas, son adquiridas con mucha más facilidad que una mujer libre. Cuando fui apresada por Targo, tan solo tenía una muchacha de casta alta en su cadena: Inge, la chica alta, que pertenecía a la de los escribas. Ute, que iba atada junto a mí, había sido de la de los curtidores. Una esclava por supuesto no tiene casta. Al convertirse en esclava, se la despoja de ella, así como de su nombre. Pertenece a su dueño en todos los aspectos, como un animal. Puede llamarla como desee y hacer con ella lo que le plazca. No parecía descabellado que una de las chicas de pueblo de Targo, después de adiestrada y llevada a Ar, pudiese reportarle de quince a veinte piezas de oro. Su inversión, en algunos aspectos excelente, no estaba sin embargo, exenta de riesgos. No siempre es fácil llevar una chica bonita al mercado de Ar, que es donde tradicionalmente se pagan los precios más altos. No por el hecho de que la muchacha pueda escaparse, pues los mercaderes de esclavos rara vez pierden prisioneras. Es más bien porque puede serle arrebatada a uno. Una esclava es considerada casi como un botín.
Antes de que yo perteneciese a Targo, él había estado recorriendo el trayecto de Ko-ro-ba a Laura. En realidad había estado haciendo una ruta en las proximidades de la ciudad de Ar, comprando y vendiendo chicas en varias ciudades. Había adquirido a Inge, Ute y Lana, a quien yo odiaba, en Ko-ro-ba. Lana era nuestra líder. La temíamos. Era la más fuerte y también la más bella. Sumisa, complaciente y dócil con los hombres, era autoritaria con nosotras. Hacíamos cuanto nos decía, pues de no ser así, nos golpeaba. Tal y como se dice, los amos no se inmiscuyen en las peleas de sus esclavas. Por supuesto que la habrían azotado muy severamente si nos hubiese desfigurado, herido o, de alguna manera, rebajado nuestro valor. Pero, aparte de esto, ella podía tiranizarnos o golpearnos cuanto quisiera. La odiábamos. Aunque por otro lado la envidiábamos. No es que fuese solamente la más hermosa de todas, sino que, además, había sido adiestrada en la casa de Cernus, la gran casa de esclavas de Ar, antes de ser capturada. Lana siempre había de colocarse la última en la cadena que formábamos para exhibirnos, para que así, la mercancía más atractiva se reservase para lo último. Esperábamos que la vendiesen, pero Targo se contenía a la espera de conseguir un precio altísimo por ella. Sin duda había recibido grandísimas ofertas en más de una ocasión, pero ella no pertenecía a una casta alta. Lana nos trataba al resto como esclavas. Targo y algunos de los guardias, le daban a veces caramelos y golosinas. Mi propio puesto en la cadena de exhibición era el cuarto, al menos al principio. Me enseñaron a arrodillarme de una cierta manera, y a pronunciar una frase determinada cuando me inspeccionasen, al tiempo que debía levantar la cabeza y sonreír. Targo y los guardias me la hicieron repetir infinidad de veces. Más tarde me enteré de que significaba «Cómprame, amo». Al poner una muchacha a disposición del público, se coloca un anillo en su tobillo izquierdo. Éste se cierra alrededor del tobillo. Hay también un aro más pequeño, que se proyecta desde el que va sujeto al tobillo, que también se cierra herméticamente. Este segundo anillo puede pasarse por el eslabón de una cadena, permitiendo por lo tanto que las muchachas se coloquen a una determinada distancia las unas de las otras, o puede cerrarse al extremo de la cadena, permitiendo así que esta corra libremente en el interior del anillo sin herir o dañar el tobillo de la muchacha. En nuestra cadena de exhibición, éramos colocadas dejando una distancia entre nosotras unidas a una cadena. Ésta se tensaba hasta quedar rígida y se ataban los extremos, en ocasiones a árboles, en otras a dos gruesos aros de metal que se hundían en la tierra, fuera del alcance de la primera y la última chica respectivamente. De esta forma, no solamente estábamos sujetas, sino que además nos era imposible agruparnos, como las chicas sin experiencia tienden a hacer si no se les impide. En la cadena de exhibición, cabe ser mencionado aunque pueda suponerse, somos expuestas desnudas. Un refrán goreano dice que solo un necio compraría una mujer vestida. Supongo que tiene razón.
Targo había iniciado su marcha con cuarenta chicas y seis carros, diez boskos, y muchos otros bienes. Sus hombres, en esos momentos, eran más de veinte. Cuando llevaban dos días fuera de Ko-ro-ba, y se hallaban cruzando los campos hacia el norte en dirección a Laura, el cielo se oscureció con una bandada de tarnsmanes proscritos. Más de cien. Bajo las órdenes del terrible Rask de Treve, uno de los guerreros más temidos de todo Gor. Afortunadamente para Targo, consiguió acercar su caravana hasta el borde de una amplia espesura de Ka-la-na justo antes de que los tarnsmanes atacasen. Yo había visto varias espesuras como aquéllas cuando deambulaba sola por los campos. Targo dividió a sus hombres expertamente. Hizo que unos tomasen todo el oro y bienes que pudiesen. Ordenó que otros soltasen a las muchachas y las condujesen a la espesura. Mandó que otros dejaran libres a los grandes que tiraban de los carros y que los llevasen también entre la maleza y los árboles. Entonces, instantes antes de que los tarnsmanes atacasen, con sus hombres llevando a las muchachas y los boskos, salió disparado hacia la espesura. Los tarnsmanes abandonaron sus monturas y saquearon las carretas, prendiéndoles fuego. Hubo una gran pelea en la espesura. Targo debió de perder unos once hombres y unas veinte de sus chicas fueron tomadas por los tarnsmanes, pero al poco rato, éstos se batieron en retirada. Los tarnsmanes, jinetes de los grandes tarns, llamados Hermanos del Viento, son los señores del cielo, bravos guerreros cuyos campos de batalla son las nubes y el cielo. No son gente del bosque; no se toman la molestia de perseguir y cazar en lugares en los que por la oscuridad de los árboles o por la espesura del follaje, podrían ser sorprendidos de pronto por las acciones de un enemigo invisible.
Rask retiró a sus hombres y, en cuestión de pocos segundos, con las chicas sujetas a sus sillas de montar y los bienes de Targo metidos en sus mochilas, alzaron el vuelo.
Targo reunió a sus hombres y sus posesiones. Antes del asalto, a diecinueve de sus chicas se les habían atado las muñecas delante o detrás del cuerpo, pero alrededor de un arbusto, en el interior de la espesura. Eran las únicas que había conseguido salvar. Lana, Ute e Inge se hallaban, por supuesto, entre éstas. Los boskos, por desgracia, o habían quedado sueltos, o se habían soltado y desaparecido por los campos llenos de hierba. Cuando emergió de la espesura solo encontró una carreta utilizable, pero dañada por el fuego y el humo. Había perdido mucho, pero salvado algunas cosas y, lo más importante, había salvado su oro. Aquella noche acampó en el bosquecillo. Por la mañana dispuso un nuevo arnés. Las chicas se miraron las unas a las otras. No sería ahora cuando viajasen con el tobillo sujeto por un anillo a una barra en el interior de un carro, indolentemente. Entonces Targo reemprendió el camino hacia Laura. Unos dos o tres días más tarde, viajando campo a través, encontraron a una joven extranjera, vestida extrañamente, a la que hicieron su esclava.
Tardaron muchos días en llegar a Laura.
Afortunadamente, a los dos días de haber sido agregada a la cadena de Targo, encontramos una caravana de carros de boskos, que viajaban hacia el sureste, hacia Ko-ro-ba desde Laura. Targo vendió a dos chicas y añadiendo un poco de oro, consiguió dos carros y dos grupos de boskos, así como agua y comida. También adquirió algunos artículos para el equipo de las esclavas: una cadena para exhibirlas, cadenas de distintos tipos, brazaletes para esclavas, anillas para los tobillos, argollas para el cuello, cinta para atar, hierros para marcar y látigos. Me animé algo al comprobar que también adquiría sedas, perfumes, peines, cepillos y cajas de cosméticos. También se hizo con una enorme cantidad de tejido basto. Con él, como pude comprobar más tarde, se hicieron camisks, una sencilla prenda para las esclavas. Cuando están encadenadas en una reta, cogidas a una barra por el tobillo, las muchachas suelen ir desnudas. Cuando los tarnsmanes atacaron y las chicas fueron puestas en libertad, abandonaron las carretas para dirigirse hacia el bosque. Así pues, los camisks se quemaron con muchos de los otros bienes de Targo. Un camisk es un rectángulo de tela, en el que se recorta un agujero para la cabeza, bastante parecido a un poncho. Los bordes normales se doblan y se cosen para evitar que se deshilache. Siguiendo las instrucciones de Targo, las chicas, sintiéndose felices, cosieron sus propios camisks. He oído que la prenda generalmente llega a las rodillas, pero Targo nos hizo acortar los nuestros, considerándose clemente. El mío no quedó demasiado bien. Nunca había aprendido a coser. A Targo no le satisfizo su longitud y tuve que acortarlo aún más. ¡Pero si no era más largo que el de Lana o los de las otras chicas! Me acordé de la paliza. No quería que volviese a repetirse. Sentía un miedo horroroso por las tiras de cuero. Así que finalmente fui vestida como ellas. Según me han dicho, el camisk se llevaba antiguamente atado con una cadena. Sin embargo los que he visto y los que nos dieron se anudaban con una tira larga y delgada de cuero, usada para atar cosas. Con ella se da una vuelta alrededor del cuerpo, y se vuelve a repetir la operación, y luego se ata cómodamente por encima de la cadera derecha. Cuando Targo me inspeccionó, hizo que me apretase el cinturón, para acentuar más mi figura. Por otra parte, había aprendido por primera vez en mi vida, a estar verdaderamente erguida cuando permanecía de pie. Era abofeteada o recibía una patada en cuanto me olvidaba. Al cabo de poco tiempo, me resultaba natural hacerlo. La cinta de cuero que se anuda como un cinturón, no solamente sirve para sujetar el camisk de las muchachas, sino que también es un recordatorio de su cautiverio. Pueden quitársela en cualquier momento y las muchachas pueden ser atadas con él, azotadas, o pueden atarles las manos y los pies. Me pregunté por qué nos permitía Targo llevar camisks. Creo que seguramente había dos razones. La primera es que, a su manera, es una prenda tremendamente atractiva. Pone al descubierto a la muchacha, pero de forma provocativa. Más aún, la proclama esclava, y casi pide que la mano de un amo lo retire. Los hombres se estremecen al ver una muchacha llevando un camisk. En segundo lugar creo que Targo nos los dio para hacernos aún más sus esclavas. Nosotras queríamos desesperadamente algo con que cubrirnos, aunque solo fuese un camisk. Y aquello era algo que él podía quitarnos si se irritaba, o si no estaba satisfecho con nosotras: con aquello conseguía que estuviésemos impacientes por complacerle. Ninguna quería estar desnuda entre las demás cuando estas iban vestidas, pues entonces aún parecía más esclava que el resto.
Nuestras vidas fueron mucho más fáciles después de que Targo encontrase la caravana de carros.
Los dos carros que Targo había adquirido eran de mercader, con toldos rojos para la lluvia. Las ruedas de atrás eran más grandes que las delanteras. Cada uno era tirado por dos boskos, enormes criaturas de color marrón, y grandes cuernos separados, que habían sido pulidos. Sus pezuñas también habían sido abrillantadas y sus largos pelajes estaban tan cuidados que resplandecían. Una de las carretas iba provista de una barra en la que sujetar los anillos de nuestros tobillos. En la otra se instaló la del carro de Targo, que fue finalmente abandonado y se le prendió fuego sobre la hierba. Las chicas, generalmente, viajan en ese tipo de carro, cinco en cada lado. La carreta de Lana iba en primer lugar; la mía era la segunda. Cada carro contenía nueve chicas. Targo había vendido dos. Nos habían puesto nuestros aros en los tobillos y estábamos unidas por un breve tramo de cadena. Uno de los aros se cierra alrededor del tobillo de la muchacha, la cadena pasada por la barra y después, se cierra el aro en su segundo tobillo para impedir que se mueva con libertad. Me daba igual. Ni siquiera me importaba que no nos permitiesen llevar puestos nuestros camisks en la carreta. Instantes después de echarme extendida sobre los pulidos tablones del suelo del carro, a pesar del movimiento y de los saltos y el incesante traqueteo, me quedé dormida. Ser librada de la agonía del arnés y de la de ser obligada a la fuerza a guiar la carreta, era sencillamente un placer exquisito por sí mismo.
Cuando me desperté muchas horas después, todo mi cuerpo estaba dolorido y rígido.
Nos sacaron del carro y, una vez encadenadas fuera y arrodilladas, nos dieron de comer. En los dos días que llevaba, antes de nuestro encuentro con la caravana, solo habíamos tomado bayas, agua, y pedazos de pequeñas piezas de caza guisadas por los guardas, que nos las echaban a trocitos. En aquellos momentos, de rodillas y encadenadas en círculos, nos pasamos de la una a la otra un bol de sopa caliente. Luego dieron a cada una la sexta parte de un pan redondo y amarillo, que comimos con las manos. Finalmente los guardas dejaron caer delante de cada una, sobre la hierba, un gran cedazo de carne cocida. Estaba muerta de hambre y, quemándome los dedos, lo así y casi ahogándome, metí la mitad en mi boca, tiré con los dientes y las manos, y el jugo se escurrió por las comisuras de mis labios. Creo que pocos de mis amigos habrían reconocido a la sofisticada y delicada Elinor Brinton en aquella esclava goreana, encadenada, arrodillada en el suelo, devorando un pedazo de carne, tirando de él, con la cabeza hacia atrás en éxtasis, alimentándose, y con el jugo de la carne corriéndosele por el rostro. No era más que bosko asado y medio crudo, pero lo devoré. Ninguno de los delicados y deliciosos filet mignon que yo había saboreado en algún restaurante parisino podía compararse con aquel pedazo de bosko humeante, lleno de jugo, que había recogido del suelo, de la hierba de un campo goreano, junto al carro de un mercader de esclavas.
Después de la comida nos llevaron a un riachuelo cercano, donde nos lavamos. Me daba un poco de respeto entrar en el agua, pero a una voz de Targo me zambullí temblando y con los dientes castañeteándome en la helada corriente. Bastaron unos instantes para que me acostumbrase a la temperatura del agua, y no me apetecía salir. Siguiendo lo que hacían las demás, me lavé el pelo y también el cuerpo. Para sorpresa mía, algunas de las muchachas empezaron a jugar, a tirarse agua unas a otras. Se reían. Nadie se fijaba particularmente en mí, excepto que tanto yo como las demás estaba siempre bajo la mirada de los guardas. Me sentía sola. Me acerqué a Ute, pero me dio la espalda. No había olvidado que yo había intentado no tirar del arnés. Cuando me lo permitieron, salí del agua y me senté en la hierba, con la barbilla apoyada en las rodillas, sola.
En la orilla, Targo sonrió. Le gustaba ver felices a sus chicas. Supuse que una chica feliz era más fácil de vender. También los guardas parecían de buen humor. Gritaban cosas a las chicas que las hacían chillar y enfurecerse y éstas les gritaban cosas a su vez, no muy amables me pareció. Y ellos reían divertidos y se daban palmadas en las rodillas. Una de las chicas echó agua al hombre canoso de un solo ojo y él se tiró al agua. Ante la diversión de todos, le hundió la cabeza en el agua. Cuando ella salió, tosiendo y falta de aire, y él tembloroso y con las ropas completamente empapadas, incluso yo reí. Entonces se les ordenó a las chicas que saliesen del agua, para que se les secase el pelo. Se arrodillaron en círculo, riendo y hablando.
No se fijaron en mí. Me habían olvidado.
Cuando el hombre canoso volvió a la orilla, con ropas secas, las chicas le llamaron, le suplicaron y él finalmente, se colocó en el centro del círculo. Empezó con mucha energía a ofrecerles algún tipo de narración que requería muchos gestos. Debía de ser divertidísima, pues ellas gritaban, alborozadas. Incluso yo reí al verle cojear, moviendo los brazos, con una expresión de horror en el rostro que se transformó después de un gesto desesperado, en una de triunfal éxtasis.
Las muchachas lloraban de risa, y golpeaban su hombro izquierdo con la palma de su mano derecha. Se inclinó ante ellas y muy serio, salió del círculo. Ellas siguieron golpeando sus hombros, satisfechas. Él movió la cabeza halagado, pero no volvió a entrar en el círculo. Vi que Lana miraba en mi dirección. Luego se puso en pie de un salto y se colocó en el centro y entonces llamó a Targo. ¡Oh, con tanta gracia…! Y le tendió las manos. Él sonrió y le dijo algo a uno de sus hombres. Vi enojada que las ropas que yo llevaba puestas al encontrarles eran colocadas en el centro del círculo.
Lana, no sin ciertas dificultades, se las puso.
¡Qué hermosa estaba con mi ropa! ¡La lucía mejor que yo!
Después Targo, protestando, fue conducido hasta allí por las chicas que reían divertidas. Lana comenzó a regañarle vigorosamente. No me interesaba su actuación. Las chicas sin embargo, parecían estar disfrutando. Lana caminaba alrededor de Targo, gesticulando y gritándole. También se dirigía a las demás chicas como si se riese y burlase de ellas. Su voz era tan altiva y desdeñosa, tan fría y tan divertida, tan tajante, como la de una emperatriz. Los trataba a todos como si fuesen menos que el polvo que cubría sus pies. Alzaba la cabeza de una manera, elevando su nariz en el aire, y volvía el rostro hacia un lado, como si estuviese aburrida y, al mismo tiempo, hizo un movimiento con todo su cuerpo, pero sobre todo con la mano derecha, como si estuviese llegando al límite de su paciencia y tratase de controlarse. Las muchachas no podían más. Lana era una excelente actriz. Yo por mi parte, me sentía furiosa.
Entonces, las dos muchachas que habían llevado a Targo hasta el centro del círculo, saltaron sobre Lana y la desnudaron. La echaron sobre la hierba, frente a Targo. Otra muchacha se puso de pie y simuló que golpeaba a Lana, mientras ésta se retorcía, se quejaba y gemía haciendo ver que sentía el dolor. Finalmente, cuando la soltaron, se arrastró corriendo hacia Targo. Temblorosa, echo la cabeza sobre sus pies, cogió uno de ellos y comenzó a cubrir su sandalia de besos.
Las muchachas disfrutaron de la representación.
Algunas me miraron para ver mi reacción, pero apartaron los ojos.
Targo dio dos palmadas y una vez más, fueron amos y esclavas.
Trajeron una caja con peines y cepillos. Las muchachas se distribuyeron por parejas y comenzaron a peinarse la una a la otra. Varias quisieron peinar y cepillar el cabello de Lana. A mí me dieron un peine.
Tímidamente, me acerque a Ute. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Ni siquiera podía hablar su idioma. No podía decirle que sentía no haber tirado del arnés y haber dejado que otras lo hicieran por mí. No podía decirle que me sentía desesperadamente desgraciada, que estaba sola. No podía decirle que quería más que ninguna otra cosa, que fuese mi amiga.
En el agua me había rechazado, dándome la espalda.
Me dirigí a ella, y se volvió a mirarme. Tímidamente, temiendo que fuese a darme la espalda de nuevo, le indiqué que me permitiera peinarle el pelo, si le placía que yo lo hiciera.
Me miró fríamente.
Sollozando me puse de rodillas ante ella, incapaz de hablarle, y coloqué mi cabeza sobre sus pies.
Entonces se arrodilló frente a mí y alzó mi cabeza. También había lágrimas en sus ojos.
—El-in-or —dijo y me besó.
Lloré y a mi vez, la besé.
Después se volvió y aún arrodillada permitió que peinase su cabello. Cuando acabé, tomó el peine e hizo lo mismo conmigo.
Mis preferidas entre las chicas eran Ute e Inge, la de los escribas. Estos dos nombres son, al menos por su sonido, alemanes. Ninguna de ellas, sin embargo, hablaba alemán, idioma del que yo había aprendido unas pocas palabras, o francés, que hablo con bastante fluidez. Las dos eran goreanas por completo. Ninguna de ellas, por supuesto, hablaba inglés. Aparentemente, muchos nombres goreanos tienen su origen en la Tierra.
Casi inmediatamente Ute y también Inge comenzaron a enseñarme goreano.
Se tardaban bastantes días en llegar a las orillas del Laurius.
Encontramos cuatro caravanas más y en cada una, Targo exhibió su cadena de esclavas. Yo era la cuarta en ella. Deseaba que vendiesen a Lana. Y esperaba que no ocurriese eso con Ute o Inge.
En aquellas caravanas había esclavas, que a veces venían a vernos con sus amos. ¡Cuánto les enviaba yo su libertad, sin cadenas, para ir y reír y caminar cuanto quisiesen! ¡Qué bellas estaban con sus breves túnicas de esclavas con una cinta en el hombro izquierdo, sus collares alrededor del cuello, en los brazos de sus amos, mirándonos! ¡Con qué desprecio nos miraban a nosotras, arrodilladas en la hierba, atadas en la cadena, desnudas, sin que nos hubiesen comprado!
Sorprendentemente, no acababa de creerme la posibilidad de que me comprase alguien. Sin embargo, una vez, después de haber alzado el rostro, dedicado la mejor de mis sonrisas y haber repetido la frase ritual «Cómprame, Amo», se me paró el corazón. Aquel hombre no había pasado de largo. Seguía mirándome. Además, descubrí con horror que me observaba con interés. Lo decían sus ojos. Tuve la sensación de venirme abajo. Me quedé lívida. Hubiese querido ponerme en pie y gritar y salir corriendo desesperada, con la cadena a rastras. Pero entonces, no puedo explicarme cómo sucedió, dejó de estar delante mío, e inspeccionó a la siguiente muchacha. Cuando oí su «Cómprame, Amo» comencé a estremecerme. También se detuvo delante de otra, la novena de la hilera. Cuando nos hubo visto a todas, regresó y se puso delante mío. Fue como si estuviera hecha de piedra. No podía sostener su mirada. Estaba aterrorizada. Ni siquiera podía repetir «Cómprame, Amo». Finalmente, volvió a recorrer la hilera y se detuvo frente a la novena chica. La adquirió. Targo vendió dos muchachas aquella tarde. Vi cómo cambiaba el dinero de mano. Vi cómo la novena muchacha era sacada de la fila. La vi arrodillarse ante su comprador, sentada sobre los talones, la cabeza baja, los brazos extendidos y las muñecas cruzadas, dispuesta a que se las atasen. Era la sumisión de la muchacha a su nuevo dueño. Él le puso brazaletes de esclava, uniéndole las muñecas, y colocó una correa alrededor de su cuello. Vi luego cómo él ataba la correa a una anilla situada a un lado de su carro. Ella quiso tocarle, pero él la apartó de una bofetada. Parecía tímida, pero Feliz. Hacía mucho tiempo que no tenía dueño. Me pregunté cómo sería pertenecerle a un amo. Me estremecí. La muchacha se sentó a la sombra de la carreta hasta que la caravana se puso en marcha y entonces, levantándose, atada a la carreta, comenzó a caminar. Se volvió una vez, alzando sus muñecas esposadas. La saludamos con la mano. Parecía feliz.
Nos detuvimos dos veces en pueblos empalizados, los de simples pastores de boskos. Me gustaban esas paradas, pues allí teníamos leche fresca de bosko, aún caliente, y dispondríamos de un techo sobre nuestras cabezas para la noche, aunque sólo fuera de hierba. Aquellos aldeanos esparcían paja fresca en la cabaña en la que estaríamos encadenadas por la noche. Olía a limpio, y estaba seca. Me encantaba echarme sobre ella después de la lona desplegada por encima de los duros tablones de las carretas.
Tanto Ute como Inge, tal vez Ute en particular, eran pacientes e infatigables maestras. Me enseñaban goreano prácticamente durante casi todo el día y por supuesto, yo no oía otra cosa en todo el día tampoco. Al poco tiempo me encontré diciendo cosas en goreano sin pensar en ello. Aprendí el idioma como lo aprende un niño, que no cuenta con ningún idioma para comunicarse. Consiguientemente, lo aprendí de forma directa e inmediata, con fluidez, no como una construcción de casos gramaticales y listas interminables de vocabulario, en las que los términos extranjeros tenían siempre al lado su correspondiente significado en inglés. Al no saber inglés ellas mismas, no tenían más remedio que enseñarme una lengua viva, en la que yo estaba inmersa, tan práctica y concreta como una herramienta, tan expresiva y hermosa como las flores y las nubes. No tardé mucho en sorprenderme a mí misma, en una ocasión, pensando en goreano. Y tan sólo unos diez días después de que mis lecciones de goreano hubiesen comenzado, tuve el primer sueño en que se me hablaba goreano inteligible y en el que yo respondía espontáneamente, sin pensar, en la misma lengua. Curiosamente, era un sueño en el que yo había conseguido robar una golosina y echarle las culpas a Lana, y la azotaban por ello. Me pareció un sueño divertido hasta que en él apareció Targo. Venía a por mí y llevaba colgando las tres tiras de cuero de la mano. Me desperté empapada por el sudor, pero a salvo, encadenada en el carro, sobre la lona. Fuera estaba lloviendo y oí el agua golpear sobre el techo que formaba la lona roja extendida sobre nuestras cabezas para protegernos. Escuché la respiración de las otras chicas en la carreta. Me dejé ir de nuevo sobre la lona doblada bajo mi cuerpo y, oyendo la lluvia y el rechinar de la cadena, me quedé dormida otra vez. Al principio, mi gramática no era particularmente buena, pero Inge me ayudó a mejorarla. Al cabo de cierto tiempo podía incluso detectar algunas diferencias regionales en los dialectos de las chicas y los guardas. Mi vocabulario todavía tenía que ser mucho más extenso, pero yo me sentía orgullosa de mí misma. En sólo unos cuantos días, para deleite y sorpresa míos, Había aprendido a hablar un goreano decente, bajo la intensa ayuda de Ute e Inge. Había una razón especial, claro está, por la cual yo me sentía ansiosa por aprender aquel idioma. Deseaba establecer contacto con hombres que pudiesen devolverme a la Tierra. Estaba segura de que podría, con mis recursos de la Tierra, conseguir rápidamente un pasaje de regreso al planeta que había sido mi hogar.
En cierta ocasión comenté, hablando con Inge, que Ute cometía de forma regular ciertos errores gramaticales.
—Sí —dijo Inge, flemáticamente—, es de los curtidores.
En aquel momento me sentí superior a Ute. Yo no cometería esos errores. Yo era Elinor Brinton.
—Yo hablaré goreano como los de casta alta —le anuncié a Inge.
—Pero tú eres una extraña, una bárbara.
La odié en aquel momento.
Me dije a mí misma que Inge, con todas sus pretensiones, todavía sería una esclava encadenada, pendiente de los deseos y la voz de su amo, cuando yo, Elinor Brinton, estuviera ya a salvo en la Tierra, una vez más en mi agradable ático. ¡Y Ute, también! ¡La tonta y estúpida pequeña Ute, que ni siquiera era capaz de hablar su lengua correctamente! ¿Qué otra cosa podía hacer aquella insignificante, pequeña y linda joven que ser el juguete de un hombre? ¡Era una esclava por naturaleza! Estaba abocada a vivir para las cadenas. Y también Inge, pues era arrogante. ¡Se quedarían en Gor, poseídas por alguien, mientras yo, Elinor Brinton, rica e inteligente, sana y salva, me reiría en mi casa, a un mundo de distancia! ¡Qué divertido sería!
—¿Por qué ríe El-in-or? —preguntó Ute alzando la vista.
—Elinor —la corregí.
—Elinor —sonrió Ute.
—No es nada.
Oí a uno de los guardas gritar fuera. También oímos, en la distancia, cencerros de bosko.
—¡Una comitiva! —gritó uno de los guardas.
—¡Hay una mujer libre en la comitiva! —gritó otro.
Targo también daba voces.
—¡Las esclavas fuera!
Estaba asustada. Nunca había visto una mujer goreana libre. Un guarda abrió apresuradamente el extremo de la barra en la que se sujetaban los anillos de los tobillos y la levantó. Una por una, los hicimos resbalar por la barra y nos colocamos en la parte de atrás de la carreta, donde habían bajado la puerta. Mis tobillos y los de las demás muchachas estaban todavía unidos, por supuesto, por más o menos un pie de cadena y dos anillas, una en cada tobillo. Cuando dejamos la carreta, se nos puso a todas, una a una, en fila, unidas por una correa formada por tiras como las que usaban para atarnos, cogidas por la garganta. Luego, estirando el cuello para ver algo, nos alineamos junto a la carreta. Las muchachas del otro carro, frente a nosotras, con Lana entre ellas, ya estaban sobre la hierba, mirando.
Vimos una gran carreta, algo apaisada, tirada por cuatro enormes boskos negros, bellamente adornados.
Sobre el carro, bajo un dosel de seda plisada, en una silla curul, iba sentada una mujer.
La carreta estaba flanqueada por tal vez unos cuarenta guerreros, que llevaban lanzas, veinte a cada lado.
Oímos los cencerros de los boskos, sobre sus arneses, con bastante claridad. La comitiva pasaría muy cerca de nosotras. Targo había salido a medio camino para recibirla.
—Arrodillaos —dijo uno de los guardas. Obedecimos, colocándonos como en las cadenas de exhibición.
Una esclava goreana siempre se arrodilla en presencia de un hombre o una mujer libres, a menos que sea excusada de hacerlo. Yo había incluso aprendido a arrodillarme cuando se me dirigía un guarda y, por supuesto, cuando se me acercaba Targo, mi amo. Una esclava goreana siempre se dirige a los hombres libres como Amo o Señor, o a toda mujer libre como Señora.
Vi cómo se acercaba la carreta.
La mujer iba sentada en la silla curul, llena de dignidad, y envuelta en sedas multicolores. Sus vestidos podían haber costado más de lo que podíamos valer dos o tres de nosotras juntas. Además, llevaba un velo.
—¿Acaso te atreves a mirar a una mujer libre? —preguntó un guarda.
No solo me atrevía, sino que deseaba hacerlo. Pero obligada por su pie, incliné la cabeza a medida que el carro avanzaba, como hicieron las otras chicas.
La carreta y la comitiva se detuvieron a tan solo unos cuantos metros de donde nos hallábamos nosotras.
No me atreví a levantar la cabeza.
De pronto me di cuenta de que yo no era como ella. Por primera vez en mi vida comprendí, arrodillada en la hierba de un campo goreano, las contundentes y devastadoras realidades de las instituciones sociales. Comprendí cómo en la Tierra mi posición y la abundancia de que disfrutaba habían creado un aura en torno a mí, que hacía que las gentes de categoría inferior me respetasen y se apartasen cuando yo quería pasar, que les hacía tratarme con deferencia, apresurarse a complacerme y temer no poder conseguirlo. Con qué naturalidad me había comportado de modo distinto al de ellos, mejor, mucho más arrogantemente… ¡Yo era mejor! ¡Era su superior! Pero en aquellos momentos yo no me encontraba ya en mi mundo.
—Levanta la cabeza, niña —dijo una voz de mujer.
Así lo hice.
No era mayor que yo, estoy segura, pero se dirigía a mí como si yo fuese una niña.
El pie del guarda me golpeo de nuevo.
—¡Cómprame, Señora! —dije mecánicamente.
—Una extranjera —sonrió la mujer—. Qué gracia…
—La recogí en el campo —intervino Targo. Le preocupaba que mi presencia en su cadena pudiese ser tomada como evidencia de su poco criterio. Deseaba asegurarle a la mujer que me había adquirido a cambio de nada, que no habría invertido para comprar una chica de tan poca calidad para su cadena.
Miré a los ojos de la mujer. Me miraba directamente por encima del velo y sus ojos parecían divertidos. Daba la impresión de ser muy bella. ¡Qué espléndida y delicada! No podía soportar más la presión de su mirada.
—Puedes bajar la cabeza, muchacha —dijo, no sin amabilidad.
Agradecida dirigí la cabeza de nuevo hacia el suelo.
Estaba enfurecida por mi comportamiento, por cómo me sentía, pero al mismo tiempo no podía evitar aquellas reacciones en mí.
Ella tenía un aspecto esplendoroso, era magnífica. Yo no era nada. Las otras chicas tenían también las cabezas inclinadas hacia la hierba y estaban arrodilladas delante de la mujer libre. Ellas, como yo, no eran más que esclavas, estaban desnudas, tenían los tobillos encadenados, sus gargantas estaban unidas por la misma correa y estaban marcadas: no eran nada ante una mujer libre.
Me eché a llorar. Yo era una esclava.
Se oyó el tintineo de los cencerros de los boskos y el restallar de los látigos. Targo retrocedió, inclinándose ostentosamente, y la carreta paso lentamente frente a nosotras, comenzando a moverse. Los pies de la escolta de guardas pasaron a menos de dos metros de donde estábamos.
Cuando la carreta y la comitiva hubieron acabado de pasar por delante nuestro, Targo se irguió. Tenía una extraña expresión en el rostro. Estaba contento por algo.
—A las carretas —dijo.
—¡A las carretas! —gritaron los guardas.
Volvimos a los carros.
—¿Quién era? —preguntó el guarda canoso.
—Rena de Lydius —dijo Targo— de la Casta de los Constructores.
Una vez más me encontré como las otras chicas, encadenada en nuestra carreta, avanzando lentamente por los campos, camino de Laura.
Aquella noche nos detuvimos temprano junto a una corriente para acampar. A última hora de la tarde las muchachas, vigiladas por los guardas, realizan algunas tareas. Atienden a los boskos, limpian las carretas, van a buscar agua y preparan el fuego. A veces también se les permite cocinar. Ute y yo, atadas juntas por la garganta, pero aparte de eso con libertad de movimientos, vestidas con nuestros camisks como las demás, salimos con dos cubos para recoger bayas, acompañadas por un guarda. No había muchas bayas y no resultaba fácil llenar nuestros cubos. Robé unas cuantas del cubo de Ute y conseguí así llenar el mío primero. Se suponía que no podíamos comerlas y no creo que Ute hiciese lo contrario, pero yo me metía unas cuantas en la boca en cuanto el guarda no miraba. Si una tenía cuidado de que el jugo se mantuviese dentro de la boca, no quedaban manchas delatadoras en los labios o las mejillas. Ute era una tonta encantadora.
Cuando regresamos al campamento, casi había anochecido.
Me sorprendió ver brillando cerca de nuestra carreta, una pequeña hoguera circundada por piedras. De ella sobresalían los mangos de dos hierros.
Después de alimentarnos, se nos permitió sentarnos cerca de las carretas. Llevábamos los camisks puestos. Lo único que nos impedía movernos libremente, era una larga tira que nos mantenía a todas juntas, a intervalos de un metro. Estaba atada al tobillo izquierdo de cada una de nosotras.
Por alguna razón las muchachas no hablaban demasiado.
De pronto, los guardas se pusieron en pie de un salto y tomaron sus lanzas.
Dos hombres salieron de la oscuridad. Eran guerreros. Entre ellos, con el rostro descubierto, había una mujer que andaba dando tumbos. Sus brazos extendidos sobre sus resplandecientes vestidos estaban atados a sus costados por una ancha tira de cuero. La arrojaron a los pies de Targo. Todas las chicas nos arremolinamos a su alrededor, pero los guardas nos hicieron retroceder con sus lanzas. La mujer intentó ponerse de rodillas, pero no le permitieron levantarse. Sus ojos tenían una mirada enloquecida. Movió la cabeza para decir que no. Entonces Targo alargó cuarenta y cinco piezas de oro, que tomó una a una del saco de piel que llevaba sujeto al cinto, a aquel de los dos hombres que parecía el jefe. Las muchachas gritaron sorprendidas. Era un precio fantástico. ¡Y ni siquiera la había tasado! Comprendimos entonces que aquella muchacha había sido contratada con antelación. Los dos hombres tomaron el oro de Targo y se retiraron hacia la oscuridad.
—Fuiste tonta al contratar mercenarios para que te guardasen —dijo Targo.
—¡Por favor! —gritó ella.
Entonces la reconocí. Era la mujer de la comitiva.
Me sentí complacida.
—¡Por favor! —sollozó la mujer. Tuve que admitir para mis adentros que era hermosa.
—Tienes un admirador —le dijo Targo—, un capitán de Tyros que se fijó en ti el otoño pasado. Me ha encargado que te compre privadamente en Ar, para ser llevada a sus jardines de placer en Tyros. Pagará cien monedas de oro.
Varias de las chicas dejaron escapar exclamaciones de admiración.
—¿Quién? —preguntó la cautiva, con voz lastimera.
—Lo sabrás cuando seas vendida a él —dijo Targo—. La curiosidad está reñida con la kajira. Podrías ser golpeada por ello.
La mujer, terriblemente desconcertada, sacudió la cabeza.
—¡Piensa! —urgió Targo—. ¿Fuiste cruel con alguien? ¿Ofendiste a alguien? ¿Le negaste a alguien la cortesía que le era debida?
La mujer pareció aterrorizada.
—¡Desnudadla! —ordenó Targo.
—¡No, no! —lloró ella.
La liberaron de la tira de cuero con que la habían atado y cortaron sus vestidos para quitárselos.
La ataron fuertemente a la enorme rueda trasera de nuestro carro. En particular, su muslo derecho fue asegurado con varias tiras de cuero. Yo misma llevaba la marca en el muslo izquierdo.
Vi como la marcaban.
Gritó terriblemente, echando la cabeza hacia atrás. Luego se puso a llorar con la mejilla apretada fuertemente contra la llanta.
Todas nos arremolinamos en torno a ella.
—¡Levanta la cabeza, niña! —le dije.
Levantó la cabeza y me miró, con los ojos brillantes. Estaba desnuda. ¡Yo llevaba un camisk! Llena de rabia. La golpeé en el rostro.
—¡Esclava! —grité—. ¡Esclava! —la golpeé de nuevo.
Uno de los guardas me apartó. Ute fue hacia la muchacha y le rodeó los hombros con sus brazos para consolarla. Yo estaba furiosa.
—A las carretas —dijo Targo.
—¡A las carretas! —repitieron los guardas.
Nos quitaron la correa de los tobillos y pronto volvimos a estar encadenadas en las carretas.
La nueva chica fue colocada en nuestra carreta, cerca de la parte delantera. La ataron de pies y manos y le reforzaron la protección del costado para que no pudiera hacerse nada en la marca. También le pusieron una caperuza de esclava, con una mordaza, para que sus lloros y gritos no molestasen a ninguna de nosotras.
Me sorprendió ver que los guardas habían enganchado los boskos y a la luz de las tres lunas, volvimos a ponernos lentamente en marcha a través de los campos.
Targo no quería permanecer demasiado tiempo en aquel sitio.
—Mañana —le oí decir— llegaremos a Laura.