12. RECOJO BAYAS
¡Qué agradable era estar fuera de la carreta!
De pie en la hierba, a pleno sol, me desperecé y reí.
Llevaba puesto mi camisk nuevo y me sentía muy satisfecha.
Me lo había cosido en la carreta, el primer día que pasamos fuera de Ko-ro-ba. Mi viejo camisk había ardido en una hoguera cerca del campamento de Targo, hacía tiempo.
Era un día de principios de verano, el segundo día de En’Var. En la cronología de Ar, la ciudad a la que nos dirigíamos, estábamos en el año 10 121.
Notaba la hierba que rozaba mis piernas, el sol sobre mi rostro, mis brazos, mis piernas, y la tierra cálida, llena de raíces nuevas, bajo mis pies.
Levanté el rostro hacia el cielo y cerré los ojos, dejando que su calidez y su luz bañasen mi rostro y mis párpados.
Sentí el tirón de una correa en la garganta y abrí los ojos. Ute y yo estábamos unidas por una larga correa de cuero que iba de su cuello al mío. Estábamos recogiendo bayas.
Ute me daba la espalda y el guarda también. Él, adormilado, estaba apoyado en su lanza. Nos hallábamos aproximadamente a un pasang de la caravana. Con ponerme de puntillas sobre la hierba en la poco elevada colina en la que estábamos recogiendo bayas, podía ver la forma cuadrada de la parte de arriba de las carretas, con sus toldos azules y amarillos.
Hacía nueve días que habíamos salido de Ko-ro-ba.
Pasarían semanas antes de que pudiéramos llegar a Ar, donde seríamos vendidas.
Me sentía especialmente feliz con el día de verano y aquellas brisas. Subrepticiamente, cogiendo bayas aquí y allí, me acerqué más a Ute.
Ni ella ni el guarda estaban de cara a mí.
Metí la mano rápidamente en su cubo de cuero y cogí puñado de bayas que puse en el mío. Ni ella ni el guarda se dieron cuenta. Ambos eran estúpidos.
Puse una de las bayas en mi boca, teniendo cuidado de que los jugos no dejasen mancha en mis labios o en mi rostro.
Qué inteligente era yo…
¡Qué agradable resultaba tener el hedor de los recintos tan lejos!
Me agaché para frotar mis tobillos y luego estiré mis piernas. Me dolían por haber pasado demasiado tiempo dentro de la carreta. Por otra parte, tenía el cuerpo entero dolorido, pues tan sólo unos pliegues de toldo se interponen entre los cuerpos de las esclavas y las tablas que forman el fondo de los carros Pero en aquellos momentos estaba fuera y, de no haber sido porque me encontraba unida a Ute, podía moverme con entera libertad.
Recordé la mañana en que dejamos Ko-ro-ba.
Nos habían despertado en las celdas mucho antes del amanecer. Se nos había obligado a cada una a comer un buen bol del caldo que nos daban a las esclavas. No volveríamos a comer hasta la noche. En el patio, iluminadas con antorchas, nos obligaron a cepillarnos hasta hacer desaparecer el hedor de los recintos. Luego nos permitieron subir a las carretas. Nos sentamos en el interior de éstas, cinco a cada lado, de manera que nuestros pies quedaban en el centro. Entonces cerraron la barra central de seguridad de cada carreta. A continuación subió al carro un guarda con diez juegos de cadenas y anillos para los tobillos sobre el hombro. Comenzando por la parte delantera de la carreta y acabando con la posterior, muchacha a muchacha, nos ató a la barra. Luego salió de la carreta y alzó la puerta trasera, corriendo los cerrojos y asegurándola. Entonces bajaron el toldo y lo ataron. Nos encontramos solas con nosotras mismas, en la oscuridad, encadenadas en la carreta.
—¡Hi! —gritó nuestro conductor, y notamos el traqueteo al ponernos en marcha.
Éramos mercancías con destino a Ar.
La caravana, carreta a carreta, emprendió el camino lentamente hacia la calle de Ko-ro-ba de la Puerta del Campo, que la puerta más al sur de la ciudad.
Pero no conseguimos movernos tan rápidamente como era muestra intención. Las calles, incluso a aquellas horas, estaban llenas de gente. Nos dimos cuenta de que había un ambiente festivo.
—¿Qué ocurre? —le pregunté a Inge.
—No lo sé.
Oímos a los conductores jurar y gritarle a la gente, pero no avanzábamos nada.
En realidad, también las otras carretas, las de los mercaderes y las de los campesinos, estaban bloqueadas en las calles.
Paso a paso, fuimos avanzando hacia la Calle de la Puerta del Campo y, finalmente, llegamos a ella.
Dentro de la carreta, con los toldos bajados, encadenadas, oíamos a la multitud.
Para entonces ya había luz natural y comenzaba a filtrarse a través del toldo. Podíamos vernos las unas a las otras con toda claridad.
Las muchachas estaban nerviosas.
A lo lejos oímos una música de trompetas, tambores y platillos. Nos miramos unas a otras apenas capaces de contenernos.
—Ponte a un lado y detén la carreta —dijo una voz desde fuera, con autoridad.
Nos hicimos a un lado de la amplia avenida.
Se oía mucho griterío.
—¡Es la captura de Marlenus! —gritó un hombre.
Mi corazón se detuvo.
Me di la vuelta arrodillada y retorciendo la cadena de mi tobillo, y empujé con los dedos el borde del toldo.
Las trompetas, los tambores y los platillos se oían bastante cerca. Levanté un trozo del toldo y espié a través del hueco.
Un cazador mayor, a lomos de un tharlarión monstruoso, sosteniendo una vara sobre la que se había colocado un penacho de pelo de pantera, encabezaba la comitiva. Sobre su cabeza, cubriéndole parcialmente el rostro, llevaba una caperuza confeccionada con la piel de la cabeza de una pantera del bosque. Alrededor de su cuello había varios collares hechos con garras. Cruzado sobre la espalda llevaba un carcaj con flechas. Un arco sin cuerda estaba atado a su silla. Se cubría con pieles, en su mayor parte de eslín y de panteras del bosque.
Detrás suyo iban los músicos, con sus trompetas, platillos y tambores. También ellos iban vestidos con pieles y llevaban puestas las cabezas de las panteras del bosque.
A continuación, situadas sobre carros tirados por pequeños tharlariones astados, había unas jaulas y trofeos de caza. En algunas de las jaulas, hechas con gruesas ramas peladas y entrecruzadas, había algunos ejemplares de eslín del bosque, que gruñían y enseñaban los dientes amenazadoramente. En otras podían verse las temibles panteras de los bosques del norte. De los mástiles en los que estaban los trofeos de caza colgaban las pieles y las cabezas de muchas bestias, en su mayoría panteras y eslines. En una jaula, alzando su poderosa cabeza de una manera inquieta, enroscada, se hallaba una enorme hith con cuernos, la serpiente más temida de Gor. Vivía sólo en algunas áreas de los bosques. Por lo que se veía, la cacería de Marlenus había sido muy variada. De tanto en tanto, entre las carretas, atados, vestidos con cortos faldones de lana, y con pesadas bandas de hierro claveteado alrededor del cuello, vigilados por cazadores, había esclavos, proscritos capturados por Marlenus y sus cazadores en el bosque. Tenían el pelo largo y de color negro. Algunos llevaban pesados cestos con frutas y nueces sobre los hombros o calabazas; otros llevaban cestos de mimbre con flores o pájaros del bosque de bellos colores, atados con cordel a sus muñecas. Las demás muchachas observaban excitadas, y todas ellas se habían colocado en la misma parte de la carreta que yo, amontonadas y alzando el toldo para así ver mejor.
—¿No os parecen atractivos los esclavos? —preguntó una de ellas.
—¡No tienes vergüenza! —la increpé yo.
—¡Quizás te cubran con una capucha y te apareen con uno de ellos! —me replicó.
La golpeé. Me sentía furiosa. No se me había ocurrido, pero lo que había dicho era cierto. Si le parecía bien a mi amo, podía, por supuesto, ser apareada, con la misma facilidad que un bosko o un eslín doméstico.
—¡Mirad a los cazadores! —suspiró Lana, con los ojos brillantes y los labios entreabiertos.
Justo en aquel mismo instante, uno de los cazadores encapuchados, un tipo grande y moreno, miró en nuestra dirección y sonrió al vernos a todas asomadas, espiando.
—Ojalá me cazase un hombre como ése —dijo Lana.
—Y a mí… —dijo Rena excitada.
Pasaban más carretas, más cazadores y esclavos. Qué orgullosos y satisfechos parecían los cazadores con sus animales y esclavos. Con qué grandeza caminaban. Qué valientes parecían, con aquellas pieles, tocados con las cabezas de panteras de los bosques y sus lanzas de caza. No llevaban ninguna carga. Precedían o dirigían a los que sí las llevaban, esclavos vestidos con unos faldones y adornados con collares, hombres de categoría inferior. Qué erguidos andaban los cazadores, qué espaldas más anchas tenían, qué directas eran sus miradas y qué altas sus cabezas, qué anchas, sus manos y amables sus miradas… ¡Eran amos! ¡Habían hecho esclavos incluso a hombres! ¿Qué podía ser una simple mujer en sus manos? Los detestaba. ¡Los detestaba!
—Ute —dijo Inge—, ¿te gustaría un amo como éstos?
—Soy una esclava —dijo Ute—. Intentaría servirle bien.
—¿Qué piensas tú, El-in-or?
—Los detesto —le contesté.
—Tú servirás a uno de ésos bien. Él se encargaría de ello.
No contesté.
Inge seguía mirando hacia fuera a través de la ranura que quedaba entre el toldo y la madera.
—Quiero ser poseída —dijo—, quiero ser poseída.
—Eres de los escribas —le susurré.
Me miró.
—Soy una esclava. Y también lo eres tú. Esclava.
La golpeé, pero ella me cogió del pelo y tiró de él hasta que mi cabeza llegó a la lona que cubría el suelo. Yo no podía alcanzar el suyo ni librar mi cabello de sus puños. Estaba indefensa y tuve que soportar lo que me hizo.
—¿Quién es la más esclava de la carreta? —retó Inge.
Yo sollocé, tratando de librarme de sus puños.
—¿Quién es la más esclava de la carreta? —repitió Inge enfadada. Me retorció el pelo y lo hizo con tanta fuerza que me hizo volver la cabeza. Yo estaba echada entre las otras muchachas, encadenada. Inge estaba de rodillas—. ¿Quién es la más esclava de la carreta? —insistió, mientras retorcía una y otra vez mi cabello.
—El-in-or —susurré—. ¡El-in-or!
—Oigamos todas quién es la más esclava de la carreta —dijo Inge.
—¡El-in-or! —grité yo, llorando por el dolor—. ¡El-in-or!
Cuando me soltó me separé de ella cuanto pude. No quería luchar con ella. La miré. Vi el triunfo en sus ojos. Cada uno de los músculos de su cuerpo parecía estar vivo. Supe entonces que ella llevaba esperando mucho tiempo para tener una ocasión como aquélla. Sólo le faltaba un pretexto para luchar conmigo.
No podría volver a abusar de Inge.
—¡Lucha conmigo! —retó.
—No. No.
Me creía más fuerte que Inge, pero acababa de darme cuenta de que no lo era. Yo la había golpeado, pues creía que podía hacerlo impunemente. Pero entonces ella había demostrado ser superior a mí de una manera repentina, cruel y decisiva. La miré. Aquellos ojos brillantes, aquel cuerpo lleno de energía, aquella impaciencia por luchar… Bajé los ojos y la cabeza. Los días en que yo había despreciado y abusado de Inge tocaban a su fin. Me di cuenta de pronto de que tenía miedo de ella. Había creído siempre que estaba en superioridad de condiciones a la hora de luchar y que podría derrotarla si llegaba la ocasión, pero acababa de comprender que era Inge quien vencería si aceptaba su reto. Deseé que, al menos, ella no abusase de mí, ni me mortificase. Casi inmediatamente noté el cambio de liderazgo en la carreta, entre las muchachas. Yo ya no estaba colocada tan en lo alto como antes e Inge se había situado por encima mío. Advertí que miraban a Inge con un nuevo respeto y que, a partir de ese momento, yo, que había sido quien menospreciaba y atacaba, apenas si obtendría algo de respeto de todas ellas.
Aquello me enfureció.
Entonces oímos más música fuera, como si se acercasen más músicos hacia el final del desfile.
Una de las muchachas que estaban sentadas en el lado de la carreta se escurrió entre Ute y yo.
—Sal de aquí —le dije, al tiempo que le daba un golpe.
—Cállate —respondió ella.
—¡Mirad! —gritó Ute.
Se oyó, fuera, el restallar de un látigo.
La multitud lanzó un gran grito.
Me apreté más contra la abertura, para mirar hacia fuera. Estaban pasando más carretas con eslines y panteras, cazadores y esclavos.
Entonces volví a oír el golpe del látigo.
La gente volvió a gritar.
—¡Mirad! —gritó Inge.
Entonces lo vi.
Estaba pasando una carreta flanqueada por cazadores y esclavos, que llevaban sus cargas de fruta, flores, canastos y nueces. Sobre ella se habían instalado unos postes para sujetar los trofeos de caza. Estaba formado por varias ramas peladas dispuestas de manera que se entrecruzaban y se ataban en esos puntos. Eran como los anteriores, de los que se habían colgado pieles de eslín y de pantera. Pero, atada a los postes para los trofeos, sola en lo alto de aquella carreta, había una persona. Era una muchacha. Le habían atado las muñecas a la espalda, la habían desnudado, dejándole tan sólo algunas pieles alrededor del cuello, y atado su pelo a una de las ramas para así mantenerla en su sitio y habían dejado sus armas, rotas, a sus pies. Era una mujer pantera. La reconocí. Se trataba de una de las muchachas del grupo de Verna.
Grité de alegría.
Fue la primera de cinco carretas. En cada una de ellas, dispuestas de idéntica manera había una muchacha pantera, cada una más bella que la anterior.
Los hombres gritaban. Las mujeres lanzaban improperios y gritaban su odio por las mujeres pantera. Los niños también chillaban y les lanzaban guijarros. Había esclavas entre la multitud que se abrían paso hasta las carretas para golpearlas con palos o para escupirles. Aquella gente odiaba a las mujeres pantera. Yo también deseaba golpearlas y escupirles. De vez en cuando los guardas hacían restallar el látigo aterrorizando a las esclavas, que conocían bien aquel sonido, para apartarlas de las carretas y así poder avanzar, pero ellas se reunían de nuevo y se apretujaban alrededor de la siguiente carreta, para acabar siendo apartadas del mismo modo. Finalmente se quedaron fuera del alcance del látigo, pero escupían hacia las carretas y gritaban su odio por las mujeres pantera.
—Las esclavas son tan crueles —dijo Ute.
—¡Mirad! —gritó Inge.
Volvimos a oír el restallar de látigos, pero esta vez las tiras de cuero dieron sobre la espalda de unas muchachas.
—¡Mirad! —gritó Lana complacida.
Vimos llegar a un cazador que llevaba en la mano cinco tiras largas de cuero, arrastrando detrás suyo a cinco muchachas pantera. Llevaban las muñecas atadas delante de sus cuerpos. La misma correa que ataba fuertemente sus muñecas, era la que quedaba sujeta en el puño del cazador. Al igual que las muchachas que iban sobre las carretas con el pelo sujeto a las ramas, éstas estaban desnudas y habían atado las pieles con las que habitualmente se cubrían a sus cuellos.
Tras ellas iba otro cazador con un látigo. En ocasiones las azotaba para que anduviesen más aprisa.
Vi caer el látigo sobre la espalda de la chica rubia, la que sostuvo mi correa en el bosque, la que había sido tan cruel conmigo. La oí llorar y la vi tropezar y casi caer hacia delante, sufriendo, maniatada. Me reí.
Detrás de este primer grupo de cinco esclavas llegaba otro, con su correspondiente cazador arrastrando a sus bellas cautivas, y otro que las azotaba de vez en cuando.
Me sentí muy complacida. ¡Toda la banda de Verna había sido capturada!
Luego se produjo un gran chillido, y me eché aún más hacia delante en la carreta para conseguir ver alguna cosa.
De pronto, la multitud quedó en silencio.
Se acercaba una carreta. Podía oír el sonido de sus ruedas sobre las piedras aunque no la veía.
Era Verna.
¡La bella y bárbara Verna!
No le habían quitado nada a excepción de las armas. Todavía llevaba puestas sus cortas pieles, y sobre los brazos y alrededor del cuello adornos dorados.
Pero iba en una jaula.
Su jaula, montada sobre la carreta, no era de ramas, sino de acero. Era de forma circular, la parte inferior era plana y la superior algo abovedada. No mediría más de un metro de diámetro.
Llevaba las manos esposadas a la espalda y de ellas salía una cadena que llegaba hasta una pesada argolla colocada en el suelo de la jaula.
Llevaba el cabello suelto.
La habían maniatado tan fuertemente como a un hombre. Aquello me molestó. ¡Deberían haberle colocado brazaletes de esclava, como a cualquier otra mujer!
¡Qué bella y arrogante parecía!
¡Cuánto la odiaba!
Me di cuenta de que la parte de arriba de su jaula contaba con un enorme aro, para que así, si se deseaba, pudiera ser colgada de la rama de un árbol o ser suspendida de algunos barrotes y todo el mundo pudiese verla. Sin duda, Marlenus había dado orden de que Verna fuese exhibida en varios pueblos y ciudades en el camino hacia Ar, para que así la pieza más valiosa cobrada por él en la cacería, la bella cautiva sobradamente conocida en Gor como una proscrita, contribuyese a engrandecer y prestigiar su nombre y su fama. Supuse que no harían de ella una esclava hasta que llegasen a Ar. Imaginé que allí sería convertida en esclava públicamente, y quizás a manos del propio Marlenus.
Las esclavas se arremolinaban alrededor de la jaula, golpeándola con sus palos y varas, escupiendo y jurando. Verna aguantaba todo aquello dando la impresión de que había decidido ignorarlas. Pero su actitud enfurecía más a las esclavas y redoblaron sus esfuerzos. Verna se tambaleó por el dolor, pues su cuerpo se iba cubriendo con cortes y golpes, pero no bajó ni un segundo la cabeza ni tampoco se dignó a hablar o a reconocer de ninguna manera a sus enemigas.
Entonces hubo como un murmullo de indignación en la multitud y, llena de rabia, vi que unos hombres comenzaban a subir a la carreta, pero para apartar a las esclavas que martirizaban a Verna. También los cazadores se acercaron a la jaula, enfadados, dando latigazos a su alrededor. Las esclavas gritaron y huyeron. Los hombres las cogieron y les quitaron los palos y las varas y luego las arrojaron sobre las piedras, a sus pies, donde ellas se encogieron ante las sandalias de los hombres libres, que les ordenaron que se alejasen. Las muchachas se pusieron en pie y llorando, aterrorizadas, se fueron corriendo, como esclavas humilladas y escarmentadas.
Yo estaba enfadada. Me hubiese gustado tener un palo o una vara. ¡Cómo hubiese pegado a Verna! ¡No me daba ningún miedo! ¡Le habría pegado bien, como se merecía!
Su carreta comenzó a alejarse, movida por los pequeños tharlariones con cuernos. El mango de una lanza golpeó la madera de la carreta, cerca de donde yo espiaba. Nos retiramos, asustadas. Alguien bajó el toldo. Volvimos a estar solas dentro de la carreta, encerradas.
—De ahora en adelante —dijo Inge—, El-in-or se dirigirá a todas las de esta carreta con el tratamiento de Señora.
La miré, llena de odio.
—No —le dijo Ute a Inge.
—Sí —dijo Inge.
—Eso es ser cruel con ella.
—Trataremos a El-in-or exactamente como se merece.
Las demás muchachas, excepto Ute y Lana, que quizás temía que la tratase como a mí, estuvieron de acuerdo.
—Te trataremos exactamente como te mereces, ¿verdad? —preguntó Inge, mirándome.
No le respondí.
—¿No es así, El-in-or?
Me mordí el labio.
—¿No es así?
—Sí —respondí en un susurro.
—Sí, ¿qué?
—Sí… Señora.
Las demás muchachas, incluso Lana, rieron.
—Mueve los pies —dijo la muchacha sentada frente a mí.
Miré a Inge. Su mirada tenía una expresión dura.
—Sí, Señora —respondí. Moví mis tobillos encadenados. Odiaba a Inge, a Lana, a Ute, ¡a todas ellas!
Notamos que la carreta se movía de nuevo, continuando su camino hacia la Puerta del Campo. Volvíamos a ser bienes, esclavas, que serían vendidas en Ar.
Pero a mí me habían obligado a reconocer que era la más esclava de la carreta, ¡yo era más esclava que ella! Me sentía furiosa.
Ute siguió recogiendo bayas. Ni ella ni el guarda me miraban, así que robé algunas más de su cubo para el mío. Introduje dos en mi boca con todo cuidado de que no se notase.
Durante los últimos años, los mercaderes habían acordado construir a lo largo de ciertas rutas comerciales, entre Ar y Ko-ro-ba y entre Tor y Ar, unos recintos protegidos con empalizadas. No los hay a lo largo de toda la ruta, por desgracia, pero en principio, fueron construidos para que la separación entre unos y otros fuera de un día de marcha de caravana. En la práctica, muchas veces hay que acampar al aire libre. De todas maneras, estos recintos, cuando se encuentran, son recibidos con alegría no sólo por los mercaderes normales y los de esclavas, sino por cualquier persona que se halle realizando un viaje. Varias ciudades, a través de su propia Casta de Mercaderes, ceden terrenos para la construcción de estos recintos y, con lo que obtienen por su alquiler, pueden mantener una guarnición generalmente formada por hombres de sus propias ciudades. Estos locales se rigen por las leyes del Comercio, que se revisan se aprueban y se promulgan cada año en la Feria de las Sardar. Las paredes son dobles, la muralla interior es más alta y todo el recinto está cubierto con cable para tarn. Estos fuertes no se diferencian mucho de los fuertes fronterizos normales más que por su tamaño y en muchas ocasiones las ciudades los mantienen en la periferia de sus propiedades. En los fuertes fronterizos, sin embargo, hay pocas provisiones y poco espacio para alojar los bienes de los mercaderes, y sus carretas. Normalmente hay sitio para sus guarniciones y sus esclavas. Pensé que no me gustaría ser una esclava en un lejano puesto de frontera. Yo quería residir en una ciudad lujosa, en la que se pudiesen comprar muchas cosas, con sitios importantes y placeres. Quería llevar mi collar en la propia gran Ar.
A los cinco días de salir de Ko-ro-ba nos detuvimos en una de estas Fortalezas para Mercaderes.
En su interior se permite en ocasiones a las muchachas andar con libertad. No pueden escaparse y ello les gusta.
Targo nos lo permitió, durante un tiempo determinado y divididas en grupos. Los grupos los formaban las muchachas que ocupaban una determinada carreta. Lo hicimos por turnos. Recuerdo cómo corrí en el interior de la fortaleza…
De pronto me detuve.
—¡Lana! ¡Lana! —grité.
—¿Qué pasa?
—¡Mira!
Junto a uno de los largos muros de la fortaleza, al otro lado de donde nos hallábamos nosotros, se encontraba el campamento de los cazadores de Marlenus. Habían salido de Ko-ro-ba después, pero habían viajado más rápidamente.
Tanto Lana como yo y algunas muchachas más corrimos hacia las jaulas para ver los eslines y las panteras y los trofeos de caza. Lana se rió ante las jaulas de los esclavos.
Fuimos juntas, con otras muchachas, a provocarles.
Nos acercábamos a las jaulas y cuando ellos alargaban las manos para cogernos, dábamos un salto hacia atrás.
—¡Compradme! —les dije riendo.
—¡Compradme! ¡Compradme! —repitieron las demás, también riendo.
Uno de los hombres tendió la mano hacia Lana.
—Déjame tocarte —suplicó.
Ella le miró con desprecio.
—No permito que me toquen esclavos —le respondió. Y se rió burlonamente—. Le perteneceré a un hombre libre, no a un esclavo.
Luego se alejó de él, como una esclava, provocándole.
Él sacudió los barrotes con rabia.
Las quince muchachas de Verna estaban encerradas en pequeñas jaulas de metal. Estaban agachadas, acurrucadas y desnudas. Les tiramos porquería y les escupimos.
Me alegró particularmente poder molestar a la que me había tenido sujeta con una correa en el bosque. Encontré un palo y me dediqué a hostigarla con él por entre las barras. Ella intentaba librarse de los golpes como un animal; quiso atrapar el palo y coger mi brazo, pero yo era más rápida.
La golpeé una y otra vez, le tiré porquería y me reí.
—¡Mira! —dijo Lana.
Abandoné a la muchacha rubia y me coloqué frente a la jaula de Verna.
Los cazadores estaban a su alrededor, pero ni Lana ni yo les temíamos demasiado. Tampoco estaban particularmente interesados en lo que hacíamos, lo cual nos animó.
—Saludos, Verna —le dije.
Ya no llevaba las esposas puestas, pero estaba atada al interior de la jaula, la cual estaba ahora suspendida de unos mástiles, como si fuese un gran trofeo.
Me hubiese gustado poder mirarla por encima del hombro, pero ella era una mujer más alta que yo y, además, la jaula colgaba a cierta distancia del suelo.
—¿Te acuerdas de mí? —le pregunté.
Me miró sin decir nada.
—Fui yo la que en Ko-ro-ba gritó la primera para que las esclavas te pegasen. Aquella paliza me la debes a mí.
Su rostro no expresaba nada.
Metí el palo entre los barrotes de su jaula y volqué el recipiente para el agua que había en el interior. El agua corrió por el suelo y un poco se escurrió hacia fuera.
Di la vuelta a la jaula. No podía mirarnos a Lana y a mí a la vez.
No se volvió para vigilarme. Cuando llegué a la parte de atrás, metí la mano en el interior y le robé la comida.
Verna seguía mirándonos, pero sin moverse.
De pronto la golpeé con el bastón, y ella retrocedió, pero no gritó.
Lana le tiró porquería encima.
Entonces así la jaula y la hice girar sobre su cadena. Ésta se retorció y la jaula giró. Lana y yo, riéndonos, la hicimos girar adelante y atrás, y cuando me era posible golpeaba a Verna a través de los barrotes. La golpeábamos y le escupíamos, y le echábamos porquería.
Luego dejamos la jaula quieta. Verna tenía los ojos cerrados. Estaba cogida a las barras y tragó saliva.
Al cabo de unos minutos abrió los ojos.
Seguimos metiéndonos con ella durante unos minutos más, escupiendo, dando golpes e insultándola. Ella no respondió.
Luego oímos que uno de los guardas de Targo nos llamaba. Era hora de regresar a la carreta, para que otro grupo de esclavas pudiera salir a disfrutar la libertad en el recinto.
Le di a Verna otro golpe con el palo.
—¿No puedes decir nada? —le grité. Estaba furiosa porque no había gritado, ni había protestado o llorado implorando piedad.
El guarda volvió a llamarnos.
—Corre —dijo Lana—, o nos azotarán.
Le di a Verna un último golpe, un empujón seco sobre el hombro, con el palo.
—¿No puedes decir nada? —le chillé.
—Tienes agujeros en las orejas —dijo ella.
Grité de rabia, y me volví. Tiré el palo y corrí hacia la carreta.
Eché otra baya en el cubo.
—Ute —dije—. Habla con Inge. Dile que no sea cruel conmigo.
—¿Por qué no hablas con ella tú misma? —preguntó.
—No le caigo bien. Me pegaría.
Ute se encogió de hombros.
—Tú le gustas —insistí—. Habla con ella por mí. Pídele que no me haga llamar a las demás Señora. No quiero hacerlo. ¡Sólo son esclavas!
—Todas lo somos.
—Por favor.
—Está bien. Se lo pediré.
Se dio media vuelta y siguió recogiendo bayas. Pronto sería la hora de la comida de la tarde.
Miré a mi alrededor para ver si el guarda estaba mirando. Pero no.
Mi cubo estaba tan sólo medio lleno.
Ute llevaba el cubo tras ella y recogía bayas a un metro de distancia de donde yo me hallaba. Me daba la espalda. En el fondo, era una pobre tonta. Puse un dedo bajo la amplia tira de cuero que rodeaba mi garganta y nos unía. Luego me acerqué a ella y tomé dos puñados de bayas de su cubo y las puse en el mío.
Me quedé unas cuantas para ponérmelas en la boca.
Entonces, cuando estaba poniéndome las bayas en la boca, me pareció oír algo. También Ute y el guarda lo oyeron al mismo tiempo. Di un grito y, enfadada, comencé a correr hacia las carretas.
Ute los vio antes que yo, a lo lejos.
—¡Mira! —dijo—: ¡Tarns!
A lo lejos, en formación de V, se acercaban tarnsmanes.
—¡Salteadores! —gritó Ute—. ¡Deben ser más de cien!
Me quedé paralizada. Lo más incomprensible era que nuestro guarda nos había abandonado. Había regresado corriendo hacia las carretas. ¡Estábamos solas!
—¡Al suelo! —gritó ella, y me cogió de los brazos para que me pusiese de rodillas sobre la hierba.
Les vimos atacar la caravana a oleadas, alzar el vuelo y volver a atacar hasta descargar todas sus saetas.
Los de la caravana soltaron a los boskos y provocaron su estampida. No se hizo ningún esfuerzo por colocar las carretas en un solo perímetro defensivo. Tal idea tiene poco sentido cuando el enemigo puede atacar desde arriba. Los hombres se esforzaban en colocarlas en un denso cuadrado defensivo empujando y tirando de ellas con sus propios cuerpos. Dejaron algo de espacio. De esta manera, podían ocultarse debajo de ellas, puesto que los suelos les proporcionaban alguna protección. Los espacios entre las carretas permitían a los defensores poder disparar sus ballestas hacia los atacantes, al tiempo que ayudaban a prevenir que el fuego, en caso de producirse, se esparciese de carreta a carreta. En muchas todavía había muchachas encadenadas que gritaban. Los hombres rasgaron el toldo azul y amarillo, para que las muchachas pudieran ser vistas.
—¡Soltadlas! —gritaba Ute, como si alguien pudiese oírla—. ¡Soltadlas!
Pero no serían soltadas, a menos de que las cosas se pusieran muy mal para la caravana, en cuyo caso sí las dejarían ir, como habían hecho con los boskos.
Mientras tanto, sus cuerpos servían para proteger parcialmente los de los defensores situados debajo y entre las carretas.
Los salteadores querían a las muchachas; en realidad, aquél era el motivo de su ataque.
Por lo tanto, a menos que deseasen destruir los preciados bienes que anhelaban, su ataque tenía que ser muy comedido y cuidadosamente calculado.
Entonces se produjo una lluvia de saetas ardientes. Las puntas de las flechas llevaban trozos de tela prendidos con brea.
Las carretas se incendiaron.
Vi a varios defensores desencadenando a las muchachas que gritaban. El cabello de una de ellas estaba ardiendo.
Las muchachas se apretujaron bajo las carretas, muchas de las cuales ardían.
Un defensor obligó a la muchacha cuyo cabello ardía a revolcarse en la porquería para apagar el fuego. Dos chicas cruzaron la hierba corriendo para alejarse de las carretas.
Los tarnsmanes descendieron, saltaron de sus pájaros al este del cuadrado formado por las carretas y, con las espadas desenvainadas, corrieron por entre las carretas que ardían.
El sonido del acero de las espadas llegó débilmente hasta la colina en que nos encontrábamos Ute y yo.
—¡Suéltame! —gritó Ute.
Las cintas que llevábamos alrededor del cuello eran bastante anchas, como lo era también la que nos unía. Pero la que llevábamos alrededor del cuello estaba perforada en dos sitios por los que el guarda había hecho pasar varias veces algunas vueltas de fibra para atar y la había anudado.
Mis dedos lucharon con el nudo inútilmente. Me sentí desesperada. No podía soltarlo. Ute me apartó y comenzó a morder la tira de cuero desesperadamente, sosteniéndola con las manos.
Me eché a llorar.
No todos los tarnsmanes habían desmontado. Algunos seguían sentados sobre sus monturas, aunque los pájaros estaban ahora sobre la hierba.
Uno de ellos, que estaba sentado sobre su pájaro, se quitó el casco, secó el sudor de su frente y se lo volvió a poner. Era su jefe. Le reconocí perfectamente, incluso desde lejos.
—¡Es Haakon! —grité—. ¡Es Haakon de Skjern!
—¡Pues claro que es Haakon de Skjern! —dijo Ute, que seguía mordiendo la tira de cuero y desgarrándola con los dedos.
Haakon se puso de pie sobre los estribos de su tarn y agitó la espada hacia las carretas. Desmontaron más guerreros que corrieron entre las carretas.
Sus hombres eran considerablemente superiores en número a los de Targo.
Repentinamente, de debajo de los carros salieron docenas de muchachas corriendo en todas direcciones.
—Ha hecho salir a las chicas —chilló Ute furiosa. Tiró de la correa. No había podido romperla con los dientes. Me miró enloquecida—. No nos han visto. Tenemos que escapar.
Sacudí la cabeza negativamente. Tenía miedo. ¿Qué haría? ¿A dónde iría?
—¡Vendrás conmigo o te mato! —gritó.
—¡Voy contigo! ¡Voy contigo!
Vi regresar a los tarnsmanes para subirse de nuevo a sus pájaros. No les interesaban, o no lo suficiente, las carretas o las provisiones. Podía interesarles el oro de Targo, pero para obtenerlo tendrían que arriesgar unos cuantos hombres. Mientras, el verdadero tesoro se les estaba escapando.
Targo, un hombre racional y un brillante mercader de esclavas, había decidido conservar su propia vida y la de sus hombres, y la seguridad de su oro, haciendo huir a las esclavas.
Es una medida desesperada, que un mercader de esclavas no toma alegremente. Aquello evidenciaba que Targo había reconocido la seriedad de su situación y el margen por el que su enemigo le superaba en número y el probable resultado de seguir con todo aquello.
—¡Ven, El-in-or! —gritó Ute—. ¡Ven!
Tiró con las dos manos de la correa que nos mantenía unidas y la seguí dando tumbos.
Nos volvimos en una ocasión.
Vimos tarnsmanes que volaban persiguiendo a muchachas que corrían. Con frecuencia un tarn tomaba a una entre sus garras y alzaba el vuelo. Entonces el tarnsman le hacía regresar a tierra, saltaba de su silla, obligaba al animal a soltar a la histérica muchacha, a la que ataba las muñecas y sujetaba en una argolla de su silla, para luego remontar el vuelo de nuevo y cazar otra. Un hombre llevaba cuatro muchachas atadas a su silla. Otros tenían distintas tácticas. Hacían volar al tarn bajo y a corta distancia de la muchacha que iba corriendo. En un determinado momento, el batir de alas del tarn la golpeaba y la hacía caer rodando sobre la hierba. Antes de que ella pudiera ponerse en pie, el tarnsman se hallaba encima suyo, atándola. Otros las golpeaban con el mango de sus lanzas y las hacían caer para así poder atarlas. Otros ni siquiera se dignaban desmontar. Cazaban a lazo a las fugitivas, utilizando para ello delgadas tiras de cuero trenzado que son conocidas por todos los tarnsmanes. Ni se preocupaban de atar a sus prisioneras. Las colocaban sobre la silla, sin detener el vuelo, las desvestían y entonces sí, las ataban y aseguraban a la argolla de su silla.
Vi a Rena de Lydius correr, desesperada, para alejarse de las carretas. Llevaba su camisk puesto.
Un tarnsman dirigió su tarn tras ella, que corrió con todas sus fuerzas.
El amplio lazo de cuero trenzado cayó rápidamente sobre su cuerpo. El tarn pasó por delante suyo a sólo unos centímetros de su cabeza. La cuerda se tensó. Gritó. Fue alzada en el aire, gritando, y colocada sobre la silla. La vi cogerse al tarnsman, aterrorizada. Con un pequeño cuchillo, él cortó la fibra de atar que era el cinturón del camisk. Guardó entonces el cuchillo y le quitó la prenda del todo. Le hizo gestos a Rena para que se echara boca arriba sobre la silla delante suyo, cruzando las muñecas y las piernas. Ella, aterrorizada, le obedeció al instante y él la ató.
Grité.
La tira que rodeaba mi cuello y me unía a Ute tiró de mí y caí.
—¡Rápido! —gritaba Ute—. ¡Rápido!
Conseguí ponerme en pie y, siguiéndola, corrí cuanto pude.