8. LO QUE OCURRIÓ AL NORTE DE LAURA

Llegamos a las orillas del Laurius poco después de que amaneciera, la mañana siguiente.

Había niebla y hacía frío. Tanto las otras chicas como yo, excepto la nueva recién marcada, que estaba encapuchada y amordazada, con el costado atado, nos arrastramos entre las capas de lona sobre las que viajábamos en la carreta. Junto con otras chicas alzamos la lona de un lado de los cuatro que cubría y espiamos lo que había fuera, en la niebla de las primeras horas del día.

Nos llegó el olor a peces del río.

A través de la niebla podíamos ver hombres moverse por entre unas bajas cabañas de madera. Algunos de ellos debían ser pescadores, que iban de regreso con una primera captura y que seguramente habían espiado la superficie del río con antorchas y tridentes durante la noche. Otros, con redes, caminaban en dirección al agua. Pudimos ver grupos de peces atados a palos colgando a los lados. Había también algunas carretas que circulaban en nuestra misma dirección. Vi algunos hombres que llevaban carga, sacos y haces de leña atados con cuerdas. En el umbral de la puerta de una de las pequeñas chozas de madera vi una esclava. Llevaba una breve túnica marrón y se nos quedó mirando. Donde ésta se abría, a la altura de su garganta, distinguí el brillo de un collar de acero.

De pronto, el mango de una lanza golpeó la lona por donde estábamos mirando y la dejamos caer de inmediato.

Miré a mi alrededor a las otras muchachas. Ya estaban despiertas y parecían emocionadas. Laura sería mi primera ciudad goreana. ¿Habría allí alguien que me enviase a casa? ¡Qué frustrada me sentía, encadenada en la carreta! Incluso la abertura trasera del carro había sido atada. La lona estaba húmeda y algo sucia por el rocío y la niebla y un poco de lluvia temprana. Quería chillar y gritar mi nombre y pedir ayuda. Pero apreté los puños y no lo hice.

En aquel momento la carreta comenzó a inclinarse hacia delante y supe que descendíamos por la orilla del río. Noté igualmente, que las ruedas resbalaban en el barro y reconocí el sonido del pesado freno al ser lanzado hacia delante y el del pie del conductor del carro al posarse sobre la llanta de la rueda delantera izquierda. Luego, poco a poco, tirando y soltando el freno, consiguió que la carreta, dando saltos, resbalase y se deslizase hacia abajo y hacia delante. Finalmente noté piedras bajo las ruedas y la carreta se niveló de nuevo.

Permanecimos allí durante unos minutos y luego oímos a Targo regatear con el dueño de una gabarra por nuestros pasajes hasta el otro lado del río.

La carreta rodó hacia delante, sobre un muelle de madera, los boskos bramaron. El olor de los peces y del río era muy fuerte. El aire era frío, húmedo y fresco.

—Esclavas fuera —oímos.

Alzaron el trozo de lona de la parte posterior y la puerta de madera cayó hacia abajo.

El guarda canoso y de un solo ojo abrió la barra, alzándola.

—Esclavas fuera —dijo.

Mientras nos deslizábamos hacia la parte de atrás de la carreta nos quitaron las anillas de los tobillos. Entonces, desnudas y sin cadenas, nos agruparon junto al borde del río, sobre el muelle de madera. Tenía frío. Vi un repentino movimiento en las aguas del río. Algo, con un movimiento rápido de su gran aleta dorsal, había saltado como una flecha desde las aguas de debajo del muelle para meterse en la corriente del Laurius. Vi el resplandor de una aleta dorsal negra y triangular.

Grité.

Lana miró también y lo señaló con el dedo.

—¡Un tiburón de río! —gritó, excitada.

Varias de las muchachas miraron en aquella dirección, mientras la aleta cortaba las aguas y desaparecía en la niebla de la superficie.

Me aparté del borde y me coloqué entre Inge y Ute, que me rodeó con sus brazos.

Una gabarra amplia y de lados más bien bajos comenzó a moverse hacia el muelle. Tenía dos grandes remos que gobernaban dos hombres. Tiraban de ella dos gigantescos palmípedos, dos tharlariones de río. Aquéllos eran los primeros tharlariones que veía. Me dieron miedo. Tenían escamas, eran inmensos y sus cuellos eran muy largos. Sin embargo, parecía que en el agua, a pesar de su enorme tamaño, se movían delicadamente. Uno de ellos hundió la cabeza bajo la superficie y, momentos más tarde, la volvió a sacar, goteando y abriendo y cerrando los ojos, con un pez plateado moviéndose en la pequeña mandíbula de dientes triangulares. Se tragó el pez, y volvió su pequeña cabeza para mirarnos, esta vez sin parpadear. Estaban unidos a la amplia gabarra por un arnés. Los controlaba un gabarrero instalado en una especie de cesto de cuero que era parte del arnés, suspendido entre ambos animales. Iba provisto de un largo bastón que usaba a modo de látigo. En ocasiones también les gritaba órdenes, mezcladas con floridas blasfemias y ellos respondían a sus gritos lentamente, no sin delicadeza. La gabarra crujió al rozar con el muelle.

El precio del transporte de una persona libre a través del Laurius era un tarsko de plata. El coste del transporte de un animal, sin embargo, era sólo de un discotarn de cobre. Me enteré, sorprendida, de que eso es lo que iba a costar yo. Targo tuvo que pagar veintiún discotarns de cobre por mí y las demás chicas, la nueva y los cuatro boskos. Había vendido cuatro muchachas antes de llegar a las orillas del Laurius. Los boskos fueron desenganchados de las carretas y atados en la parte delantera de la gabarra. También allí delante había una jaula de esclavas y dos guardas, con los mangos de sus lanzas, nos condujeron sobre la gabarra hasta su interior. Detrás nuestro uno de los gabarreros cerró de un golpe la pesada puerta de hierro y corrió el cerrojo, también de hierro pesado. Me volví para mirar. Cerró de golpe una cadena de seguridad. Estábamos enjauladas.

Me cogí a los barrotes y miré al otro lado del río, hacia Laura. Oí cómo, detrás mío, las dos carretas entraban rodando luego eran aseguradas en sus sitios con cadenas. Las colocaron sobre grandes círculos de madera, que podían rotar. De esta manera, la carreta podía entrar de frente en la gabarra, y al hacer girar la plataforma se la podía sacar de la misma. La niebla había comenzado a levantarse y la superficie del río, ancho de movimientos lentos, brillaba aquí y allá, por zonas. A unos metros a mi derecha un pez salió del agua y volvió a desaparecer, dejando detrás suyo una serie de círculos relucientes. Oí los gritos de dos gaviotas sobre mi cabeza.

El gabarrero, que estaba en la canasta de piel, gritó y azotó a los dos tharlariones en el cuello con el bastón que utilizaban como látigo.

Había otras gabarras en el río, unas navegando a lo largo. Otras lo hacían en dirección a Laura y otras salían de allí. Estas últimas usaban tan sólo la corriente. Las que se aproximaban eran tiradas por tharlariones de tierra, arrastrándose por largas carreteras a los lados del río. El tharlarión de tierra puede nadar y tirar de una gabarra para cruzar o recorrer el río, pero no es tan eficiente como el gran tharlarión de río. Ambas orillas son usadas para llegar hasta Laura, aunque en general se prefiere la más al norte. Los tharlariones sin arnés, que regresan a Lydius siguiendo el curso del Laurius, suelen preferir la ruta de la orilla sur, que no es tan usada por los tharlariones a remolque como la del norte.

En esas gabarras que se movían río arriba, pude ver muchos embalajes y muchas cajas que seguramente contenían productos como metal, herramientas y tejidos. Corriente abajo pude ver otras barcazas que movían otras mercancías de la parte interior del río. Llevaban barriles de pescado, tablones, barriles de sal, gran cantidad de piedras y paquetes de pieles. En algunas distinguí jaulas para esclavos vacías, que no eran diferentes de aquélla en la que yo me encontraba. Vi tan sólo una jaula de esclavos circulando río abajo. En su interior había unos cuatro o cinco esclavos desnudos. Parecían abatidos, apretujados allí dentro. Extrañamente, les habían afeitado una ancha franja de pelo de la cabeza. Lana vio esto y lanzó un grito y les llamó desde el otro lado del agua. Los hombres ni tan siquiera nos miraron, y su barcaza siguió moviéndose lentamente hacia Laura.

Miré a Ute.

—Eso significa que son hombres que fueron capturados por mujeres —dijo ella—. Mira —prosiguió, señalando hacia las colinas y los bosques al norte de Laura—. Aquéllos son los grandes bosques. Nadie sabe hasta dónde se extienden. Por el este, y por el norte llegan hasta Torvaldsland. En ellos están las gentes del bosque, pero también muchas bandas de proscritos, algunas de mujeres y otras de hombres.

—¿Mujeres? —pregunté.

—Algunos las llaman las muchachas del bosque —dijo Ute—. Otros las llaman las mujeres pantera, puesto que se visten con los dientes y las pieles de las panteras del bosque, a las que dan muerte con sus lanzas y sus arcos.

La miré.

—Viven en los bosques sin hombres —explicó—, conservando a los que capturan, y luego los venden cuando se cansan de ellos. Les afeitan la cabeza de esa manera para humillarles. Y ésa es también la manera en que los venden, para que todo el mundo sepa que fueron esclavos de mujeres, que luego los vendieron.

—¿Quiénes son esas mujeres? —pregunté—. ¿De dónde son?

—Algunas de ellas fueron sin duda esclavas antes. Otras fueron mujeres libres. Tal vez no les interesaban las uniones, las parejas elegidas para ellas por sus padres. Tal vez no estaban de acuerdo con las normas establecidas en sus ciudades para las mujeres libres. ¿Quién sabe? En muchas ciudades una mujer libre no puede ni siquiera salir de casa sin el permiso del hombre que la custodia o de algún hombre miembro de su familia. En muchas ciudades, una esclava tiene más libertad para ir o venir y para ser feliz que una mujer libre.

Miré fuera de la jaula, a través de los barrotes. Alcancé a distinguir, con bastante claridad, los edificios de madera de Laura. El agua humedecía los lomos de los dos tharlariones que tiraban de la gabarra y los hacía brillar.

—No estés tan triste y deprimida El-in-or —dijo Ute—. Cuando lleves un collar y tengas un amo, te sentirás más feliz.

La miré con rabia.

—Yo nunca llevaré un collar ni seré la esclava de nadie —siseé.

Ute sonrió.

—Quieres un collar y un amo —insistió.

¡Pobre Ute! ¡Qué estúpida! ¡Yo sería libre! ¡Regresaría a la Tierra! ¡Volvería a ser rica y poderosa! ¡Tendría sirvientes! ¡Tendría otro Maserati!

Intenté contenerme.

—¿Has sido feliz alguna vez con un amo? —le pregunté áridamente.

—¡Oh sí! —dijo Ute feliz. Le brillaron los ojos.

Fijé mi mirada en ella, molesta.

—¿Qué ocurrió? —le pregunté.

Ella bajó la cabeza.

—Traté de doblegarle a mi voluntad —respondió—. Me vendió.

Miré hacia otro sitio, a través de los barrotes. La niebla había desaparecido. El sol de la mañana brillaba sobre las aguas del río.

—En cada mujer —dijo Ute—, hay una Compañera Libre y una esclava. La Compañera Libre busca a su compañero, y la esclava busca a su dueño.

—Eso es absurdo —respondí yo.

—¿Acaso no eres una mujer?

—Por supuesto que sí.

—Entonces, ¿qué tipo de hombre podría poseerte a ti?

—¡Ningún hombre podría hacerlo! —le contesté.

—En tus sueños, ¿qué tipo de hombre es el que te toca, te rapta, el que te lleva a su fortaleza, el que te obliga a cumplir sus órdenes?

Recordé cómo, fuera del ático, mientras corría hacia el garaje, me había mirado un hombre y no había apartado los ojos de mí; y cómo, a pesar de ir corriendo, marcada, asustada y desvalida, me había sentido, por primera vez en mi vida, vulnerable y radicalmente mujer. Me acordé también de cómo, en el bungalow, al examinar la marca en mi muslo, con el collar puesto alrededor del cuello, me había sentido brevemente sin poderlo remediar, poseída, cautiva, propiedad de otros. Pensé también en la breve fantasía que había recorrido mi mente y en la que me había imaginado a mí misma, marcada como estaba, desnuda, y en los brazos de un bárbaro. Me había estremecido, asustada. Nunca antes había tenido yo aquel sentimiento. Recordé que había sentido curiosidad por saber cómo serían las caricias de un hombre. ¿Quizás las de un amo? No podía librar mi mente de la breve sensación que había tenido. Había vuelto a acudir a mi pensamiento de vez en cuando, particularmente por la noche en la carreta. Una vez me hizo sentirme tan sola e inquieta, que se me saltaron las lágrimas. Había oído llorar a otras chicas en la carreta en dos ocasiones. Una de las veces oí a Ute.

—Yo no tengo sueños de ésos —le dije.

—¡Oh!

—El-in-or es un pez de sangre fría —intervino rápidamente Lana.

Quise fulminarla con la mirada, pero se me llenaron los ojos de lágrimas.

—No —dijo Ute—. El-in-or sencillamente duerme.

Lana devolvió la mirada, desde el otro extremo de la jaula.

—El-in-or quiere un amo —dijo.

—¡No! —grité, llorando—. ¡No! ¡No!

Las muchachas, excepto Ute, pero incluyendo a Inge, se pusieron a reír y a gritar, haciéndome burla e imitándome, y repitieron a coro:

—¡El-in-or quiere un amo! ¡El-in-or quiere un amo!

—¡No! —grité, y les di la espalda, a la vez que apoyaba el rostro contra los barrotes.

Ute me rodeó con sus brazos.

—No hagáis llorar a El-in-or —dijo reprendiendo a las demás.

Las odiaba a todas, incluso a Ute. No eran más que esclavas, ¡eso es lo que eran!

—¡Mirad! —gritó Inge, señalando hacia arriba.

Muy a lo lejos, a través del cielo, y al este de Laura siguiendo la línea del bosque, se acercaba un grupo de tarnsmanes. Quizás fueran unos cuarenta, montados sobre los grandes y feroces pájaros ensillados de Gor. Los hombres parecían pequeños a lomos de aquellos enormes animales. Llevaban lanzas y cascos. Sus escudos colgaban del lado derecho de las sillas.

Las muchachas, aterrorizadas, se apretaron contra los barrotes de la jaula, dando gritos y señalándolos.

Estaban muy lejos, pero incluso a distancia me sentí asustada. Me pregunté qué clase de hombres serían aquellos que podían dominar semejantes monstruos alados. Estaba aterrorizada. Me eché hacia atrás y me estremecí.

Targo apareció sobre la gabarra y, protegiéndose los ojos del temprano sol de la mañana, miró hacia arriba. Se dirigió al guarda tuerto que se hallaba detrás de él, en pie.

—Es Haakon de Skjern —le dijo.

El guarda asintió.

Targo parecía satisfecho.

Los tarnsmanes habían hecho aterrizar sus enormes pájaros en algún lugar detrás de Laura.

—El campamento de Haakon está fuera de Laura, hacia el norte —comentó Targo.

A continuación, Targo y el guarda tuerto regresaron hacia la popa de la embarcación, donde dos de los gabarreros manejaban los grandes remos. La tripulación estaba formada por seis hombres. El responsable de los tharlariones, los dos timoneles, el capitán y dos gabarreros más, que se ocupaban de la embarcación y realizaban las operaciones de amarre y desembarque. Uno de ellos era el que había reforzado la cerradura de la jaula en la que nos hallábamos.

Habíamos cubierto ya más de dos tercios de la distancia que separaba las dos orillas del amplio río.

Podíamos ver la piedra, y las maderas y los barriles de pescado y sal almacenados sobre los muelles de la orilla. Detrás de éstos había unas largas rampas de madera que llevaban a los almacenes. Éstos parecían construidos con maderas lisas pesadas, barnizadas y teñidas. Muchos eran de color rojizo. Casi todos tenían techos con unos listones de madera pintados de negro. Muchos estaban ornamentados, particularmente por encima de las grandes puertas de doble hoja, con esculturas y tallas en la madera, pintadas de muchos colores. A través de las grandes puertas pude ver muchos espacios en el centro, y varios pisos a los que también se accedía por rampas. Parecían contener muchas mercancías. Vi también varios hombres que se movían por sus alrededores, en su interior y por las rampas, así como en los muelles. Se estaban cargando y descargando diversas gabarras. A excepción de los pueblos, Laura era la única civilización de aquella región. Lydius, el puerto franco en la desembocadura del Laurius, se encontraba a más de doscientos pasangs corriente abajo. La chica nueva había sido Rena de Lydius, de los Constructores, una de las cinco castas altas de Gor. Seguía atada en la carreta. Yo suponía que Targo la mantendría encapuchada y amordazada allí, en Laura, puesto que era posible que alguien la reconociese. Sonreí para mis adentros. No se escaparía de Targo. Luego, golpeé los barrotes con rabia.

Los tharlariones empezaron a girar lentamente en el amplio río y, bajo el bastón y los gritos del hombre que los dirigía, comenzaron a acercar la gabarra a su espigón. Los timoneles, con sus grandes remos, gritando y lanzando imprecaciones movieron la embarcación hacia sus amarres. Hubo una ligera sacudida cuando las pesadas amarras, húmedas y enrolladas en la parte de atrás de la embarcación, golpearon el muelle. Los otros dos tripulantes, de pie en cubierta, lanzaron unas pesadas y anudadas cuerdas por encima de unos puntos de amarre de hierro, sujetos en el muelle. Luego saltaron sobre éste y con cuerdas más pequeñas, que ataron a los mismos puntos de amarre, empezaron a ayudar a que la gabarra se aproximase al muelle. No hay ningún tipo de escalerilla en la parte de atrás de las gabarras y la altura de su cubierta iguala la del muelle. Una vez las cuerdas se han asegurado, las carretas pueden rodar directamente sobre el muelle.

Un hombre desató las cuerdas que unían los aros de los hocicos de los boskos con las anillas para estos animales que había instaladas en la cubierta. Los hizo retroceder hacia la popa de la gabarra y colocarse sobre el muelle. Los grandes círculos de madera sobre los que se habían montado las carretas comenzaron a girar, y así éstas quedaron de cara al muelle. Los boskos, que resoplaban, rugían y daban golpes con sus pezuñas sobre los tablones de madera, fueron guiados hacia atrás, hacia el arnés. Los dos miembros de la tripulación estaban desenganchando la carreta.

Algunos hombres se acercaron hasta el muelle para vernos desembarcar. Otros se detuvieron durante un rato, para mirarnos.

Los hombres llevaban túnicas de trabajo, de un tejido burdo. Parecían fuertes.

Había un penetrante olor a pescado y sal en el aire.

Hay muy poco mercado en la sencilla Laura para los exquisitos productos de Gor. Rara vez pueden encontrarse allí rollos de cable de oro Toriano, cubos de plata entrelazados de rharna, rubíes esculpidos cual ardientes panteras de Schendi, nuez moscada y especies, nardos y pimientas de las tierras al este de Bazi, brocados florales, perfumes de Tyros, los vinos escaros, las maravillosas y vistosas sedas de Ar. La vida, incluso según los criterios goreanos, es primitiva en la región del Laurius y más al norte, hacia los grandes bosques y a lo largo de la costa, hacia arriba, hacia el Torvaldsland.

Y sin embargo, no me cabía la menor duda de que aquellos hombres fuertes y de grandes manos de Laura, de aspecto rústico con sus túnicas de trabajo, que se habían detenido para mirarnos, valorarían el cuerpo de una esclava, si era vital y demostraba que apreciaba sus caricias.

—¡Tal, kajiras! —gritó uno de los hombres, moviendo los brazos.

Ute se apretó contra los barrotes y le devolvió el saludo. Los hombres gritaron complacidos.

—No le sonrías a ninguno —advirtió Lana—. No sería bueno ser vendida en Laura.

—Me da igual dónde me vendan —dijo Ute.

—Ocupas un lugar alto en la cadena —le dijo Inge a Ute—. Targo no te venderá hasta que llegue a Ar —luego Inge me miró con franqueza—. Quizás te venda a ti —me dijo—. Eres una bárbara sin entrenar.

Odié a Inge.

Pero temía que tuviese razón. De pronto comencé a tener miedo de ser vendida en aquel puerto de río para pasar el resto de mis días como esclava de un pescador o un leñador, cocinando y atendiendo su cabaña. ¡Vaya un destino para Elinor Brinton! ¡No podían venderme allí! ¡No podían!

Uno de los gabarreros vino hasta nosotras y, con una llave, abrió el cerrojo que aseguraba la puerta de nuestra jaula de esclavas. Con un rechinar se abrió de par en par.

Nuestros propios guardas estaban detrás de él.

—Esclavas fuera —dijo uno de ellos—. En fila.

Vimos que los boskos ya llevaban el arnés.

Cuando salimos de la jaula, una a una, nos dieron nuestros camisks y nos colocaron una correa alrededor del cuello, que era una larga tira de fibra de la usada para atar. La fibra se enrollaba al cuello de cada muchacha, se ataba, y luego pasaba al de la siguiente. Teníamos las manos y los pies libres. ¿A dónde podía uno correr en Laura? ¿Hacia dónde podía uno correr, fuera cual fuera el lugar?

Dejamos la gabarra descalzas y pasamos al muelle caminando junto al lado izquierdo de las carretas.

Distinguí una larga rampa de madera que salía del muelle y se extendía hasta una larga calle de madera que serpenteaba por entre los numerosos almacenes. Nosotras, sujetas de esa manera, seguimos la mencionada calle. Me gustaba el olor de Laura, los frescos campos delante de los bosques, incluso el olor del río y la madera. Nos llegó olor a tarsko asado desde algún sitio. Tanto nosotras como las carretas pasamos entre trineos de madera, con ruedas de cuero, sobre los que había bloques de granito, de los yacimientos al este de Laura; y entre barriles y contenedores de pescado y sal; y entre balas de pieles de eslín y de pantera, procedentes de los bosques cercanos. Alargué la mano y toqué alguna de las pieles de eslín al pasar. No tenían un tacto desagradable. Había hombres que se acercaban al borde de la calle para vernos pasar. Tuve la impresión de que éramos una buena mercancía. Caminé muy erguida, sin mirarles. Uno de ellos alargó la mano y tomó mi pierna, justo detrás de la rodilla. Grité alarmada al tiempo que saltaba para alejarme de él. Los hombres rieron. Un guarda se colocó entre nosotros con su lanza.

—Cómprala —le indicó, no muy amablemente.

El hombre se inclinó haciendo una profunda reverencia en tono de burla para disculparse. Los demás se rieron y nosotras continuamos nuestro camino. Seguí notando su mano en mi pierna durante unos segundos. Por alguna razón, me sentía satisfecha. ¡Ninguno había alargado la mano para tocar a Lana!

El olor del tarsko asado se hacía más intenso y, para alegría nuestra, las carretas giraron y entraron en uno de los grandes almacenes. El suelo era suave. En cuanto entramos cerraron las puertas. Entonces, de rodillas, comimos tarsko asado y pan, y bebimos leche caliente de bosko.

Me di cuenta de que Targo estaba de pie delante mío.

—¿Por qué te ha tocado el hombre del muelle? —preguntó. Yo bajé la cabeza.

—No lo sé, amo —respondí.

El guarda tuerto se colocó junto a Targo.

—Ahora anda mejor que antes —le indicó.

—¿Crees que podría ser hermosa? —le preguntó Targo.

Aquélla me pareció una extraña pregunta. Ciertamente una chica es hermosa o no lo es.

—Podría —dijo el guarda—. Está más bella desde que la tenemos.

Aquello me gustó, pero no lo comprendí.

—Es difícil para una muchacha de seda blanca ser hermosa —remarcó Targo.

—Sí, pero hay un buen mercado para las de seda blanca.

Yo no conseguía entender nada. Miré de nuevo a Targo.

—Ponla sexta en la cadena.

Bajé los ojos, sonrojada por lo que en el fondo era un halago. Cuando volví a alzar la cabeza, Targo y el guarda estaban en algún otro sitio. Comencé a masticar mi tarsko y mi pan. Miré de reojo a las que hasta entonces habían sido quinta y sexta en la cadena, y que ahora eran tercera y cuarta. No parecían muy satisfechas.

—Bárbara —dijo la que era sexta.

—Quinta —le respondí yo.

Pero afortunadamente para mí, Targo no exhibió su cadena en Laura. Quería precios más elevados.

Después de comer proseguimos nuestro camino, subiendo por las calles de madera, unidas por el cuello, junto a las carretas. En cierto momento pasamos junto a una taberna de paga. Dentro, adornada con joyas y cascabeles, que por lo demás era la única ropa que llevaba, vi a una muchacha bailando en un cuadrado de arena entre las mesas. Bailaba despacio, exquisitamente, siguiendo la música de instrumentos primitivos. Me quedé paralizada. Nunca había visto una mujer tan sensual. Sobre el mediodía llegamos a un recinto para esclavas al norte de Laura. Existen varios de éstos. Targo había reservado sitio en uno de los recintos, junto a otros. El nuestro compartía una pared de barrotes con otro, el de Haakon de Skjern, para quien Targo había viajado hasta el norte para negociar. Los recintos están formados por dormitorios sin ventanas, hechos con troncos y tienen suelos de piedra sobre los que se esparce paja; el dormitorio se abre con una pequeña puerta, de un metro de alto, y da al patio de ejercicio. Este patio es como una gran jaula. Sus paredes son barrotes y también lo es el techo. Los del techo a veces se sujetan al patio por montantes de hierro. Había llovido hacía poco en Laura y el patio estaba embarrado, pero lo encontré más agradable que el mal ventilado dormitorio. No se nos permitía llevar nuestros camisks en el recinto, tal vez quizás a causa del barro del patio.

En el recinto adyacente al nuestro se apretujaban unas doscientas cincuenta o trescientas muchachas de los pueblos. Algunas de ellas lloraban mucho, aunque a mí no me importaba demasiado. Pero me alegré de que por la noche los guardas usasen sus látigos para mantenerlas calladas. De esa manera podíamos dormir todas un poco. Estaban desnudas y eran esclavas, pero cada mañana, se trenzaban la una a la otra sus largos cabellos rubios. Aquello parecía importante para ellas, y se les permitía hacerlo, por alguna razón. Las otras chicas de Targo, de las cuales yo formaba parte, llevaban todas el pelo largo, suelto y peinado liso. Yo esperaba que mi cabello creciese deprisa. Lana era la que tenía el pelo más largo de todas nosotras. Le llegaba por debajo de la cintura. A veces me daban ganas de cogerla por el pelo y sacudirla hasta que tuviese que implorar piedad. Muchas de las muchachas de los pueblos aún no habían sido marcadas. Ni llevaban collares. Generalmente tenían los ojos azules, aunque algunas los tenían grises. Eran muchachas capturadas por los hombres de Haakon de Skjern en los pueblos al norte del Laurius y de los pueblos costeros, incluso de una zona tan al norte como la frontera con el Torvaldsland. Muchas no parecían demasiado preocupadas por su esclavitud. Supuse que la vida en un pueblo tenía que ser dura para una muchacha. Targo podría elegir libremente cien de estas jóvenes. Había pagado un depósito de cincuenta discotarns, y durante nuestra primera mañana en el recinto, le había visto pagar ciento cincuenta más al enorme, barbudo y ceñudo Haakon de Skjern. También había visto cómo Targo, sin prisa, con sus ojos expertos y sus manos rápidas y delicadas, examinaba a las mujeres. Ellas intentaban apartarse de él. Cuando lo hacían eran sujetadas por dos guardas. Me di cuenta de que las muchachas que respondían así eran seleccionadas invariablemente, incluso dejando atrás a otras atadas junto a ellas que eran más hermosas. A Targo le costó más de dos días acabar de decidirse. Cuando elegía a alguien, la muchacha era enviada a nuestro recinto. Ellas no se mezclaban con nosotras, sino que, con sus acentos norteños, se reservaban para sí mismas. Se dedicó un día entero a calentar hierros y marcarlas. Al margen de todo esto, he de decir que no fueron tampoco días agradables para la nueva chica, Rena de Lydius. Se la mantenía en el dormitorio, con las muñecas atadas detrás de la espalda y el cuello encadenado a una pesada argolla instalada en la pared. Además, excepto cuando comía, se la mantenía amordazada y con la caperuza puesta. Ella solía sentarse contra la pared, con las rodillas encogidas y la cabeza gacha, de manera que la capucha y la mordaza le ocultaban el rostro. Se me asignó la tarea de alimentarla. La primera vez que le retiré la mordaza y la capucha me suplicó que la ayudase a escapar o que les contase a otros su situación. ¡Qué tonta era! A mí podían azotarme por algo como aquello, quizás me empalasen. Le respondí «Calla, esclava» y le volví a poner la mordaza y la caperuza. No la alimenté para que aprendiese la lección. Aquella mañana me comí su ración e hice lo mismo por la noche. A la mañana siguiente, cuando la solté, tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no intentó hablarme. Le di de comer en silencio, poniéndole la comida en la boca y diciéndole que comiera rápido, y le hice beber un trago de agua de la bolsa de piel. Luego volví a atarla. Ella había pertenecido a una casta alta. La odiaba. Estaba decidida a tratarla como lo que era: una esclava.

Más allá del recinto de Haakon de Skjern se veía el de sus tarns, donde, sujetos por una pata, los grandes pájaros batían sus alas, lanzaban las cabezas hacia atrás y chillaban. A veces lograban soltarse y golpeaban a sus cuidadores con sus grandes picos amarillentos. El aire producido por sus potentes alas, que formaba huracanes de polvo y pequeñas piedras, podía levantar a un hombre del suelo. Aquellos picos poderosos y aquellas garras de fuerza imponente, podían partir a un hombre en dos con la misma facilidad con que partían los muslos de bosko con que se alimentaban. Incluso separada de ellos como estaba, por tres paredes de barrotes, la pared del recinto de Haakon y la de nuestro recinto en común, aquellos pájaros me tenían aterrada. Me alegré de ver que las bellezas del norte de Haakon se alejaban cuanto podían de aquel lado de su recinto. A veces, cuando alguno de los enormes pájaros gritaba, varias de ellas lo hacían también y salían corriendo hacia nuestros barrotes o se refugiaban en el dormitorio. No sé por qué razón las mujeres temen tanto a los tarns, pero lo cierto es que es así. Aunque muchos hombres los temen también. Se dice que el tarn sabe quién es un tarnsman y quién no. Y si se le acerca uno que no lo es, puede despedazarle. No es sorprendente que los hombres no se acerquen a estas bestias. Yo había visto cuidadores de tarns, pero a excepción de Haakon de Skjern, no había visto tarnsmanes. Eran hombres salvajes de la Casta de los Guerreros, que pasaban mucho de su tiempo en las tabernas de Laura, bebiendo, peleando y jugando, mientras las esclavas, excitadas y con los ojos brillantes, les servían y les rozaban, para hacerse notar y que les ordenasen ir a las alcobas. No era de extrañar, pues, que algunos hombres, incluso guerreros, odiasen y envidiasen a los arrogantes y regios tarnsmanes, ricos una noche y pobres la siguiente, siempre en la cresta de la aventura, de la guerra y del placer, llevando su orgullo y su hombría en el andar, en el acero de su costado y en la manera de mirar.

Pero Haakon era un tarnsman y me asustaba. Era feo y no parecía de fiar. Targo estaba nervioso en sus tratos con él.

Permanecimos seis días enteros en el recinto. Cinco de esos días, por la mañana, fui llevada junto a otras cuatro muchachas a Laura, atada a ellas, para traer provisiones al recinto. Nos acompañaban dos guardas. Pero curiosamente, al llegar a un determinado edificio, uno de los guardas me separaba de las demás y juntos, el guarda y yo, entrábamos en el edificio, mientras los otros proseguían su camino hacia el mercado. Al regresar llamaban a la puerta, momento en el que mi guarda y yo salíamos de allí. Entonces me unían a las demás otra vez, se redistribuían los bultos, yo tomaba mi parte y, llevando mi carga como una esclava, sobre la cabeza con la ayuda de una mano, regresaba junto a las demás bajo vigilancia. Las dos últimas veces, ante mis repetidas súplicas, me permitieron llevar una jarra de vino sobre la cabeza. Ute me había enseñado a andar sin derramarlo. A mí me divertía ver que los hombres me contemplaban. Pronto pude llevar vino tan bien como cualquier otra de las chicas, incluso Ute.

El edificio en el que me detuve aquellos días era la casa de un médico. Me llevaron por un pasillo hasta una habitación en la que se recibía a las esclavas. Me quitaron el camisk. El primer día, el médico, un hombre tranquilo que llevaba las ropas verdes propias de su casta, me examinó concienzudamente Los instrumentos que usaba, las pruebas a las que me sometió y las muestras que tomó, no eran diferentes de las de la Tierra. Me llamó poderosamente la atención el hecho de que aquella habitación, por más primitiva que fuese, estaba iluminada por lo que en goreano se llama una lámpara de energía, una invención de los Constructores. No pude ver ni cables, ni pilas. Sin embargo, el lugar estaba lleno de una luz suave y blanca que el médico podía regular haciendo rotar la base de la bombilla. Además, algunos de los instrumentos que formaban su equipo distaban mucho de ser primitivos. Por ejemplo, había una pequeña máquina con indicadores y diminutas repisas sobre las que colocaban las muestras de sangre y orina, tejido o cabello. Con un bolígrafo anotaba las lecturas de la máquina. En la pantalla, colocadas sobre la máquina, vi claramente aumentado algo que me recordó una imagen visualizada en un microscopio. Él estudiaba brevemente la imagen y luego hacía más anotaciones. El guarda me había prohibido terminantemente hablar con el médico, como no fuese para contestar sus preguntas, algo que debía de hacer con prontitud y rigor, sin importarme su naturaleza. Aunque el médico era amable, noté que me trataba y consideraba como un animal. Cuando no estaba examinándome, permanecía abandonada en un lado de la habitación, donde me arrodillaba sola, sobre los tablones, hasta que me necesitaba de nuevo. Hablaban de mí como si yo no estuviera presente.

Cuando terminó, mezcló varios polvos de diferentes tipos en tres o cuatro frascos, añadiéndoles agua. Se me ordenó beberlos. El último fue realmente nauseabundo.

—Necesita los Sueros Estabilizadores —dijo el médico.

El guarda asintió con un gesto de cabeza.

—Hay que administrarlos en cuatro veces —añadió.

Señaló con la cabeza una plataforma pesada situada en diagonal en una de las esquinas de la habitación. El guarda me ató y me echó, boca abajo sobre ella, y ató mis manos por encima de mi cabeza, muy separadas, con tiras de cuero. Hizo lo mismo con mis tobillos. El médico estaba ocupado con fluidos y una jeringuilla frente a un estante, en una parte de la estancia donde había varios viales.

Grité. El pinchazo fue doloroso. Lo clavó por debajo de mi cintura, sobre la cadera izquierda.

Me dejaron sujeta sobre la mesa durante unos segundos y luego el médico regresó para darle un vistazo al pinchazo. Al parecer, no había habido ninguna reacción inusual.

Me soltaron.

—Vístete —me dijo el médico.

Agradecí poder ponerme el camisk y lo sujeté fuertemente a la altura de mi cintura, con un doble cordel de la fibra usada para atar.

Yo quería y necesitaba hablar con el médico desesperadamente. En su casa, en aquella habitación, había visto instrumentos que me hablaban de una tecnología avanzada, completamente diferente de lo que había encontrado hasta el momento en lo que me parecía un mundo primitivo, hermoso y rudo. El guarda apretó el mango de su lanza contra mi espalda, y me sacó de la habitación. Miré hacia el médico por encima del hombro. Él me miró sorprendido.

Fuera, las otras cuatro chicas y el guarda estaban esperando. Me ataron, me dieron parte de la carga y juntos, regresamos todos al recinto de Targo.

Me pareció ver un hombre pequeño, vestido de negro, que nos vigilaba, pero no estaba segura.

Volvimos, de manera parecida, a casa del médico los siguientes cuatro días. El primer día él se había limitado a examinarme, darme algunos medicamentos de poca importancia y leves consecuencias, y la primera dosis de la Serie de Estabilización. El segundo, tercer y cuarto días recibí las dosis que concluían la Serie. El quinto día, el médico tomó más muestras.

—Los sueros están haciendo efecto —le dijo al guarda.

—Bien —respondió éste.

El segundo día, después de la dosis, intenté hablar con él, a pesar del guarda, para rogarle que me diese información.

El guarda no me azotó, pero me abofeteó dos veces, haciendo que se me llenase la boca de sangre. Luego me amordazó.

Más tarde, una vez fuera, el guarda me miró, divertido.

Yo me quedé de pie frente a él, con la cabeza baja, amordazada.

—¿Quieres llevar la mordaza hasta el recinto? —me preguntó.

Sacudí la cabeza con fuerza. No, si la llevaba puesta al llegar Targo preguntaría con toda seguridad acerca de ella y no cabía la menor duda de que me haría azotar. Le había visto, una o dos veces, obligar a una chica a pedirle a un guarda que la azotase. Entonces, la muchacha era colgada por las muñecas. En estos casos el guarda no utiliza el manojo de tiras de cuero con el que Lana, sólo con su fuerza de mujer, me había golpeado, sino el látigo goreano de cinco tiras, pero empleado con la terrible fuerza de un hombre. No me apetecía en absoluto sentirlo. Me mostraría sumisa, dispuesta a obedecer y a ser complaciente con todo. ¡No! Moví fuertemente la cabeza, ¡no!

—¿Me suplicarás que te perdone? —preguntó el guarda medio en broma, medio torturándome.

Asentí vigorosamente. Sí. Es duro ser esclava. Los hombres se ríen de ti, eres objeto de sus burlas, pero pueden cambiar en un instante y su mirada puede volverse muy dura. Has de tener cuidado con lo que dices y lo que haces. Es la ley del más fuerte y son ellos los que utilizan el látigo. Así que me arrodillé ante él y agaché la cabeza, hasta ponerla a sus pies. Luego, tal y como había visto hacer a Lana en una ocasión, tomé cuidadosamente su pierna entre mis manos y apoyé la mejilla contra ella.

—De acuerdo —dijo él.

Soltó la mordaza. Lo miré agradecida, y puse mis manos en sus caderas como había visto hacer a Lana.

De pronto me tomó por los brazos y me alzó hasta quedar a la altura de sus ojos.

Comprendí repentinamente, llena de espanto, que iba a ser violada.

—¡Hey! —dijo una voz, la del otro guarda—. Es hora de volver al recinto.

Me soltó de mala gana y, vacilante, se apartó.

—¡Es seda blanca! —dijo el otro guarda, riendo escandalosamente.

Las otras chicas, atadas las unas a las otras, también reían.

Mi guarda sin embargo, soltando una carcajada, me sujetó como si yo hubiese sido una niña mala, me colocó sobre sus rodillas. Entonces, me azotó enérgicamente con la palma de la mano, hasta que grité y le pedí perdón entre sollozos.

No puedo explicar lo feliz que me sentí al volver a estar atada de nuevo y llevando una carga.

Las chicas, incluso Ute, reían.

Yo me sentía incómoda, humillada.

—Es una belleza, ¿verdad? —dijo el guarda que había intervenido.

—Está aprendiendo los trucos de las esclavas —repuso mi guarda, sonriendo y respirando pesadamente.

El otro me miró.

—Ponte más erguida —me dijo. Así lo hice—. Sí, es una chica preciosa. No me importaría poseerla.

Emprendí mi camino de regreso al recinto, orgullosa, con la deliberada e insolente gracia de las esclavas. Sabía entonces que los hombres me deseaban a mí, a aquel animal que acarreaba su carga, a Elinor Brinton.

Por supuesto, no volví a intentar hablar con el médico.

El cuarto día recibí la última dosis de la Serie de Estabilización. El quinto, el médico, que ya había tomado sus muestras para analizarlas, determinó que los sueros estaban resultando eficaces.

Cuando abandoné su casa el quinto día, le oí hablar con el guarda.

—Un espécimen excelente —le dijo.

Es cierto que nunca antes en mi vida me había sentido tan sana y tan fuerte como entonces, ni me había parecido el aire tan claro y puro, el cielo tan azul, las nubes tan limpias y blancas. Repentinamente me di cuenta de que era feliz. Aunque descalza, aunque sujeta por la garganta, aunque marcada, aunque vistiendo un simple camisk, aunque rebajada a esclava, a merced de los hombres, me sentía acaso por primera vez en mi vida vital y animadamente feliz. Me di cuenta de que pensaba en los hombres más a menudo. Sabía entonces que ellos me encontraban atractiva. Y, sorprendentemente, también yo comencé a encontrarles a ellos más atractivos, profunda y sensualmente atractivos, incluso excitantes. El uno ladeaba la cabeza de una cierta manera; el otro tenía una risa bonita, fuerte y franca; uno tenía las piernas robustas; otro poseía unos brazos largos y bien formados y unas manos fuertes o un torso y una cabeza hermosos. Reparé en que quería mirarles, estar cerca de ellos, como por casualidad, tocarles como si no me diese cuenta, tal vez rozarles al pasar. En ocasiones me descubrían espiándoles y yo, respondiendo a su sonrisa, miraba al suelo deprisa, tímidamente. A veces me sentía satisfecha cuando entre las otras chicas, me arrojaban a mí su cuero o sus sandalias para que las limpiase. Y así lo hacía yo, a la perfección. No me negaba a lavar sus ropas en el riachuelo cerca del campamento. Me gustaba tenerlas entre las manos, notar el recio tejido que se había empapado del dulce sudor de su fuerza. Una vez, Ute me pilló sosteniendo la túnica del guarda que me había acompañado al médico contra mi mejilla y los ojos cerrados. Se echó a reír con todas sus fuerzas y se puso de pie en las rocas planas que había en el agua, mientras me señalaba. Las otras muchachas me miraron también, riéndose y dándose palmadas sobre las rodillas.

—¡El-in-or quiere un amo! —gritó Ute—. ¡El-in-or quiere un amo!

La perseguí hasta la corriente echándole agua y ella se escapó tropezando por entre las piedras, para finalmente volver sobre sus pasos y llegarse de nuevo a la orilla del agua. Ute y las demás se quedaron de pie allí, riendo y señalándome. Yo seguía en medio del riachuelo, con el agua hasta la rodilla.

—¡El-in-or quiere un amo! —gritaron riéndose.

Sin moverme de donde estaba, alcé los puños, furiosa.

—¡Sí! —grité—. ¡Quiero un amo!

Después, todavía enfadada, regresé a mi colada y lo mismo hicieron las demás. Pero sentí que había cambiado algo. Las oía charlar alegremente juntas, mientras golpeaban y aclaraban los trozos de tela bajo el sol, al borde de aquella rápida corriente. Y yo, Elinor Brinton, estaba trabajando con ellas. ¿Qué había de diferente? Yo llevaba puesto mi camisk, sujeto con fibra de la usada para atar, nada más. Estaba arrodillada como ellas. Trabajaba como ellas. Allí no había ni ático, ni Maserati, ni opulencia, ni edificios enormes, ni rugidos de coches, ni estampidos de aviones, ni nubes de gases asfixiantes. Tan sólo las risas de las chicas, el borboteo de la corriente, el trabajo, el cielo azul, y las nubes blancas, el viento y la hierba ondulándose, aire puro y, en alguna parte, la llamada de un gim de cuernos diminutos, el pequeño pájaro morado parecido a un búho.

Dejé de trabajar un momento y respiré profundamente. Ya no me sentía enfadada. Noté la fibra de atar apretada contra mi cuerpo. Me desperecé. Sentí que todo mi cuerpo se rebelaba contra el burdo tejido del camisk. Me pregunté qué hombre me lo quitaría.

—¡Sí! ¡Sí! —grité—. ¡Soy una mujer! ¡Quiero un amo! ¡Quiero un amo!

—Vuelve a tu trabajo —me dijo el guarda.

Ute, al tiempo que golpeaba la ropa sobre la roca y la aclaraba en el agua fría, se puso a cantar.

De manera harto interesante, por primera vez en mi vida, me di cuenta de que no me disgustaba ser una mujer. Estaba satisfecha y fascinada de que ellos fuesen hombres. Es agradable ser una mujer en Gor, incluso siendo esclava, con tales hombres.

Aquella tarde, Targo me llamó aparte.

—Esclava —yo, asustada, sin saber qué podía haber hecho, corrí hacia él, me arrodillé a sus pies y bajé la cabeza. Comencé a temblar—. Levanta tu cabeza.

Cumplí sus deseos.

—La próxima vez que se forme la cadena de exhibición —me dijo—, tú serás la undécima.

No daba crédito a mis oídos.

—Gracias, amo —susurré.

En aquellos momentos había dieciséis chicas en la cadena, pues Targo había vendido cuatro antes de llegar a Laura. Las cien muchachas de los pueblos no estaban incluidas en la cadena de exhibición. Iban a ser vendidas en Ar.

—Ahora estás en la parte alta de la cadena.

Bajé la cabeza.

—Casi eres hermosa —añadió.

Cuando levanté la cabeza, él se había ido. Me sentía dichosa.

Corrí a la puerta de barrotes del recinto y el guarda la abrió para dejarme pasar. Luego volvió a cerrarla con llave.

No me hizo quitar el camisk antes de entrar. Se nos permitía llevarlos dentro del recinto. Incluso las chicas de los pueblos habían cortado y cosido camisks para ellas. Los llevaban alegremente. Era la primera prenda que les estaba permitido ponerse desde que fueron apresadas por los hombres de Haakon de Skjern. A decir verdad, no acabo de entender por qué nos permitían estar vestidas en el recinto. Podía ser, por supuesto, porque el tiempo había cambiado y en el recinto ya no había barro, pero no lo creo. Creo más bien que era porque Targo se sentía, sencillamente, bastante contento de nosotras. Sus chicas más antiguas, entre las que me encontraba, eran género muy bueno. Su chica nueva, la que fuera Rena de Lydius, podría darle un beneficio neto de cincuenta y cinco monedas de oro si conseguía entregarla en el mercado de Ar al capitán de Tyros. Y sus cien chicas de pueblo, compradas a dos monedas de oro cada una, podían ayudarle a hacerse rico, si las llevaba antes de la Fiesta del Amor. Targo estaba de buen humor.

Corrí a contarles a Ute y a Inge que ahora era la undécima. Nos abrazamos y nos besamos.

Lana ocupaba, por supuesto, un lugar alto en la cadena, el dieciséis. Inge era decimoquinta y Ute la número catorce.

No es que resulte sólo prestigioso estar en la parte alta de la cadena, sino que además, por supuesto, también aumentas rápidamente la cotización de la esclava y en consecuencia hay más posibilidades de que el futuro amo disponga de una buena posición. Me paseé frente a Inge y Ute con aire afectado y bromeando.

—No me importa —les dije con tono arrogante— si mi amo prefiere que lleve vestidos de seda…

Y nosotras, que sólo llevábamos nuestros camisks, nos echamos a reír.

—Esperemos —dijo Inge— que no te adquiera el dueño de una taberna de paga.

La miré irritada.

—Pueden permitirse comprar las mejores chicas —prosiguió—, pagando más que muchos amos particulares.

Tragué saliva.

—De todas las muchachas vendidas aquí, sin embargo —observó Inge—, muy pocas son adquiridas para tabernas.

La miré agradecida.

—Quizá seas adquirida para sirviente o para trabajar en una torre —concluyó Inge.

—No —dije perezosamente—, creo que me adquirirán para ser una esclava de placer.

Ute aplaudió llena de contento.

—Pero no has recibido instrucción —resaltó Inge.

—Puedo aprender —apostillé.

—He oído que todas recibiremos instrucción en los recintos de Ko-ro-ba —dijo Ute.

Yo también lo había oído.

—Sin duda me entrenaré estupendamente.

—¡Qué diferente estás de cuando te encontramos!

—El-in-or, ¿crees que, aun siendo de la casta de los escribas, podría darle placer a un hombre? —preguntó Inge.

—Quítate el camisk y te lo diré con más seguridad.

Se echó a reír.

—¿Y yo, qué? —dijo con tono lastimero Ute.

Nos reímos de ella. Ninguna de nosotras tenía la menor duda de que Ute sería un tesoro para cualquier hombre.

—Estarás magnífica —le dije.

—Sí —dijo Inge afectuosamente—, ¡magnífica!

—Pero ¿qué pasaría —se lamentó Ute—, si fuésemos todas compradas por el mismo amo?

Me eché hacia delante con aire amenazador.

—¡Os sacaría los ojos! —les grité.

Nos reímos, nos abrazamos y nos besamos de nuevo.

Aquella tarde, algo después, hubo un poco de diversión en el recinto. Un saltimbanqui, con un sombrero puntiagudo y una pluma en el extremo, vistiendo ropas disparatadas y tirando de un extraño animal, llegó al campamento. Por un discotarn de cobre se ofreció a dar una representación. Todas le suplicamos a Targo, incluso las muchachas de los pueblos, que le permitiera hacerlo así. Para alegría nuestra, Targo accedió y el saltimbanqui creó un espacio cerca de los barrotes del lado más alejado del recinto, a cierta distancia de la pared que había en común con el lugar de Haakon de Skjern. Tanto nosotras como las cien muchachas del pueblo, encantadas, nos apretamos contra los barrotes para mirar. Vagamente, el pequeño saltimbanqui, con sus raras vestimentas y su cara pintada, me resultaba familiar, pero creí que no podía ser él. ¡Qué absurdo sería! Bailó y saltó y cantó tontas canciones, delante de los barrotes. Era un hombre menudo, delgado y ágil. Tenía unos ojos y unas manos rápidos. Nos contó historias divertidas y chistes. También hizo juegos de magia, con trozos de seda y pañuelos, y malabarismos con unas anillas de colores que llevaba sujetas a su cinturón. Luego metió las manos por entre los barrotes y simuló que encontraba monedas en el cabello de las muchachas. Del mío, para mi satisfacción, hizo como que sacaba un tarsko de plata. Las muchachas gritaron de envidia. Fue la moneda más cara que encontró. Me sonrojé de gozo. Lana no parecía muy complacida. Me reí. Todas reímos y aplaudimos satisfechas. Mientras tanto, su bestia dormía, o parecía dormida detrás de él, enroscada sobre la hierba y con un guarda sujetando su cadena.

Entonces el saltimbanqui, con una reverencia, se volvió hacia el animal y, tomando la cadena de manos del guarda, se irguió a él, hablándole un tanto abrupta y autoritariamente:

—¡Despierta, Dormilón! ¡Ponte de pie!

Poco a poco la bestia se alzó sobre sus patas traseras, levantó las delanteras y abrió la boca.

Era una cosa increíblemente horrible, de grandes ojos y peluda. Tenía unas orejas puntiagudas y anchas. Debía de medir unos tres metros de alto. Pesaría unos trescientos kilos. Tenía un hocico ancho en el que brillaba la piel de sus orificios nasales. Su boca era enorme, lo suficientemente grande como para albergar la cabeza de un hombre y estaba cercada por dos hileras de fuertes colmillos. En lugar de caninos, tenía cuatro colmillos más grandes, largos y curvados, para agarrar mejor. Los dos superiores sobresalían junto a la mandíbula cuando tenía la boca cerrada. Su lengua era larga y oscura. Las patas delanteras eran más largas que las traseras; le había visto moverse arrastrando las patas de atrás, y sobre los nudillos de las delanteras, pero luego me di cuenta de que lo que yo había mirado por patas delanteras no se parecía ni a unos brazos o unas piernas. En realidad, tenían seis dedos, algunos unidos, casi como tentáculos, que acababan en unas protuberancias que parecían garras y que habían sido despuntadas y limadas. No tenía garras en sus patas de atrás o pies, que eran retráctiles, como demostró el saltimbanqui con las ásperas órdenes que le dio al animal. Las patas traseras o pies, al igual que las delanteras, o manos, si se pueden usar estos términos, también tenían seis dedos, múltiplemente unidos. Eran anchos y abiertos. Las garras, como pude ver cuando se nos mostraron, siguiendo la orden del saltimbanqui, eran curvadas y afiladas. No estaba segura de si podía calificar aquello de animal de cuatro patas, con unas patas traseras inusualmente prensiles, o como algo más humano, con dos brazos y dos piernas, con manos. No tenía cola.

Quizás lo más horripilante fuesen los ojos. Eran grandes y de pupilas negras. Por un momento tuve la impresión de que se habían fijado en mí y me miraban, pero no como un animal ve, sino como algo que pudiera ver sin ser un animal. Luego volvieron a ser unos simples ojos que vagaban vacíos. Los de la bestia de un saltimbanqui.

Aparté aquella sensación incómoda de mi mente.

Con las otras muchachas aplaudí, golpeándome el hombro izquierdo al estilo goreano mientras el saltimbanqui le hacía realizar diferentes ejercicios.

Ahora se encontraba echado sobre su grupa, y agitaba las patas en el aire. Luego rodaba sobre sí mismo una y otra vez o bien lloriqueaba suplicando lastimosamente.

Con cierta frecuencia, el saltimbanqui tomaba pequeños trozos de carne de bosko de uno de sus grandes bolsillos y se los daba al animal si había hecho algo bien. En algún momento le riñó o no le dio la carne, y la bestia agachaba la cabeza y miraba hacia otro lado como un niño cuando lo regañan. Entonces el saltimbanqui le daba su trozo de carne. Los guardas disfrutaron tanto de la actuación como las chicas. Vi que incluso Targo reía, sujetándose el vientre por encima de sus ropas azules y amarillas de mercader de esclavas. En ocasiones, el saltimbanqui entregaba trozos de carne a las muchachas para que se los diesen al animal. Lana fue la que más lo solicitó y por tanto, la que más trozos dio a la bestia. Me dirigió una mirada de triunfo. Yo sólo le eché un trozo de carne y lo hice todo lo aprisa que pude. La bestia me daba miedo. Lana no parecía asustada en absoluto. El trozo de carne desapareció en aquel orificio enorme y lleno de colmillos, y los ojos redondos parpadearon adormilados y satisfechos. Las muchachas rieron. Y yo volví a sentir que aquellos ojos me miraban. Me llevé la mano delante de la boca, aterrorizada. Pero luego vi que vagaban estúpidamente, que no eran más que los de una bestia. Me dije lo tonta que había sido, y poco después estaba riendo como las demás chicas otra vez.

Al final de la actuación el saltimbanqui se inclinó con una gran reverencia ante nosotras y trazó un arco a modo de saludo con su sombrero. ¡Como si hubiésemos sido mujeres libres! ¡Qué contentas estábamos! Saltamos de alegría, aplaudimos satisfechas, golpeamos nuestros hombros, gritamos, alargamos las manos fuera de los barrotes y, para sorpresa nuestra, a pesar de que no éramos más que esclavas, se acercó a los barrotes y besó y tocó nuestras manos. Después, se apartó y nos saludó con la mano.

Comprendimos, algo entristecidas, que la representación había terminado.

Dio un paso atrás.

Se hizo un silencio.

La bestia, entonces, se alzó sobre sus patas traseras, adormilada, y nos miró. De pronto, lanzó un horrible alarido y saltó sobre los barrotes, tendió sus tentáculos hacia nosotras y abrió su enorme boca llena de colmillos y de hileras de dientes, gruñendo y siseando. Golpeó los barrotes, alargó sus extremidades por entre ellos e intentó morderlos; su cadena resonó contra los barrotes y sus garras trataron de atraparnos. Nosotras nos echamos hacia atrás, aterrorizadas y gritando, intentando salir de allí lo antes posible, pero obstaculizándonos unas a otras, cayendo en un confuso montón. Luego nos dimos cuenta de que los guardas y Targo estaban riéndose. Lo sabían, estaban avisados. Aquello también había formado parte de la representación, pero no puede decirse que fuera de nuestro agrado. ¡Qué cómicas debimos de resultarles a los guardas, a Targo y al saltimbanqui, caídas en aquel ridículo montón, chillando, atropellándonos, histéricas, aterrorizadas, desvalidas e indefensas! El monstruo estaba sentado tranquilamente junto al saltimbanqui, lamiendo sus patas, medio dormido, con una mirada vacía y errante, parpadeando. Los guardas aún se reían. Targo seguía sonriendo. Cuerpo a cuerpo, la maraña de esclavas se liberó. Creo que nos sentimos todas humilladas e incómodas, por lo tontas que habíamos sido, por lo precipitado y desgraciado de nuestra huida. Algunas de nosotras nos quedamos junto a la pequeña puerta de madera del dormitorio, dispuestas a meternos dentro corriendo si hacía falta.

Otras se hallaban cerca de los barrotes, pero a algunos pasos de distancia de ellos. Enfadada, pero todavía asustada, estiré mi camisk como si fuese un vestido. Miré a los guardas que aún se reían. No eran más que bestias, ¡todos ellos! Supongo que se sentían muy fuertes y valientes, con sus espadas y sus lanzas, y si la fiera atacaba no tenían más que ponerse en pie y matarla. Entonces me sonrojé. Todo mi cuerpo se tiñó de carmín. Habíamos salido corriendo y gritando como niños. ¡Habíamos corrido como mujeres! ¡Éramos mujeres! Todavía sentía miedo de la fiera, aun separada de ella por los barrotes. ¿Qué esperaban? Me traía sin cuidado su lección. Pero nunca la he olvidado. La aprendimos bien. ¡Nosotras éramos diferentes! Recordé una ocasión en que un guarda me dio su lanza y pesaba tanto que yo no pude arrojarla a más de unos pocos metros de distancia. Entonces él la cogió y la clavó en un bloque de madera, con la cabeza hundida profundamente, a más de treinta metros de distancia. Me envió a buscársela y a duras penas conseguí liberarla de la madera. En la Tierra no había pensado demasiado acerca de la fuerza de los hombres. La fuerza no me había parecido importante, sino más bien algo irrelevante. Pero comprendí que en Gor era algo importante, muy importante. Y que nosotras éramos más débiles que ellos, muchísimo más, y que en aquel mundo ellos elegían y nosotras les pertenecíamos. Recordé también que aquella noche limpié su cuero y sus sandalias como una esclava, arrodillada junto a él, que conversaba con otros hombres. Cuando acabé, permanecí de rodillas a su lado, esperándole. Al acabar, se levantó y, sin darme las gracias, se puso el cuero y las sandalias; luego me indicó con un gesto que debía precederle hasta el recinto. Tomó la llave de la puerta de barrotes y la abrió. En el umbral me volví para mirarle.

—Yo también soy un ser humano —le dije.

Él sonrió.

—No —afirmó—. Eres una kajira.

Luego me hizo girar y, dándome una palmada de propietario, me lanzó dentro. A continuación cerró con llave.

Me apreté contra los barrotes, tendiendo las manos hacia fuera, tratando de tocarle.

Él se acercó de nuevo y me cogió las manos.

—¿Cuándo me usarás? —le pregunté.

—Eres seda blanca —respondió él y, dando media vuelta, se alejó. Me cogí con fuerza a los barrotes, apreté la mejilla contra ellos y lloré.

Ute y algunas de las chicas estaban riéndose de sí mismas y de nosotras en general. Nos habían gastado una buena broma con la carga del animal. Una buena moraleja para la actuación del saltimbanqui. No podía reír, pero al menos, sonreí. Las muchachas estaban diciéndole adiós con la mano y él, sonriéndonos e inclinándose, agradeció nuestra atención y, luego, con su enorme y extraño animal sujeto de la cadena, se dio la vuelta y se marchó.

¡Qué preciosa y encantadora era Ute!

Al poco rato estábamos todas riendo con ella. Algunas comenzaron a cantar. Mi buen talante retornó a mí. Reté a una carrera a Inge por el recinto y la gané. Otras comenzaron a jugar a perseguirse y a diversos juegos. Incluso algunas de las chicas del norte se unieron a nosotras. Teníamos una pelota de tela hecha con retales y riéndonos, comenzamos a lanzarla al aire. Otras se sentaron en círculo y contaban historias. Unas cuantas se acomodaron unas frente a otras y con las manos y un trozo de cordel, se pusieron a jugar a un complicado juego. Probé el juego del cordel, pero no se me dio bien. Solía confundirme y hacerme un lío al intentar reproducir con las manos los complicados modelos, que me parecían preciosos. Las demás chicas se rieron de mi torpeza. Las norteñas, por cierto, tenían una gran habilidad para este juego. Podían derrotarnos a todas.

—Hay que practicar mucho —dijo Ute.

—No hay muchas más cosas que hacer en los pueblos —comentó Lana, que se negaba a jugar.

Vi llegar una carreta cargada con jarras de paga al recinto. Fue recibida con gritos de júbilo por los guardas. Aquélla era noche de celebraciones. Al día siguiente dejaríamos el campamento y comenzaríamos el viaje por tierra hacia el otro lado del río y hacia el sudeste, a Ko-ro-ba, y desde allí hasta Ar.

Las carretas de Targo, que ahora eran dieciséis, se hallaban diseminadas formando, en grupos de dos o tres, pequeños campamentos aislados para los guardas. Además de los nueve guardas que ya estaban con él cuando me capturó, tenía otros dieciocho hombres más. Los había reclutado en Laura, eran hombres de confianza cuya lealtad le había sido garantizada, y no simples mercenarios. Targo, a su manera, podía ser un jugador, pero no era tonto.

Ute vino a mi encuentro, feliz, y me cogió por el brazo.

—Esta noche —rió—, cuando sirvan la comida, tú y yo y Lana no iremos a la fila.

—¿Por qué no? —pregunté desanimada.

En la Tierra yo había sido una persona muy exigente para la comida. Allí en Gor, sin embargo, había desarrollado un apetito excelente. No me satisfacía nada la perspectiva de perder una comida. ¿Qué había hecho yo?

Ute señaló a través de los barrotes a uno de los grupos de carretas, donde cinco guardas acampaban.

—Le han pedido a Targo que nos permita servirles —añadió.

Me sonrojé de placer. Me gustaba estar fuera del recinto, y disfrutaba estando cerca de los hombres. Nunca había servido a un grupo tan pequeño e íntimo. Además, conocía a los guardas pues llevaban con Targo desde que me capturaron. Me gustaban.

Aquella tarde, cuando comenzó a oscurecer, Uta, Lana y yo no fuimos a la cola de la comida. Sin embargo le dieron a una chica una cacerola para que yo alimentase a la nueva, encadenada en el dormitorio. Tomé la comida y un pellejo con agua y entré en el oscuro aposento de madera.

Cuando hubo acabado, Rena me miró.

—¿Puedo hablar? —preguntó.

Vi que la caperuza, la mordaza y el estar atada le habían enseñado lo que era ser una esclava.

—Sí —respondí.

—Gracias —añadió.

La besé, y luego volví a amordazarla y colocarle la caperuza.

Cuando salí fuera, colgué el pellejo de agua en su gancho, fuera de la puerta del dormitorio, y le di la cacerola a la chica que me la había entregado. Tenía servicio de cocina aquella noche. Era una de las muchachas de los pueblos. La cocina era un cobertizo abierto, pero techado, adosado al dormitorio, fuera de los barrotes. Estaba reuniendo cacerolas fuera del recinto. Luego se le permitió pasar a la cocina donde, junto a otras norteñas, se pondría a fregarlas, con los brazos metidos en agua caliente hasta los codos en unos cubos de madera. Targo no había sometido a sus antiguas chicas a trabajos de cocina, lo cual nos alegraba. Sin duda era algo más apropiado para las rubias del norte.

Me arrodillé con Ute y Lana en la parte de la puerta que permitía la salida de la jaula en la que nos hallábamos confinadas.

Sentía hambre y la noche había empezado a caer.

—¿Cuándo comemos? —le pregunté a Ute.

—Después de los amos —dijo ella, refiriéndose a los guardas— si les complacemos.

—¿Si les complacemos? —pregunté.

—A mí siempre me dan comida —comentó Lana.

—No temas —dijo Ute, riéndose de mí— tú eres seda blanca…

Bajé los ojos.

—Les gustarás —me dijo Ute, dándome ánimos—. Les gustaremos todas. ¿Por qué crees que nos han pedido?

—Quizás hubiéramos tenido que comer aquí —dije yo.

—¿Y ser azotadas? —preguntó Lana.

—No —contesté, confusa.

—Una esclava hambrienta suele servir mejor —dijo Ute. Luego se rió de mí—. No tengas miedo. Si les gustas, te echarán comida.

Me sentía contrariada. A Elinor Brinton, de Park Avenue, la Tierra, no le importaba que le echasen la comida como a un animal, mientras complaciese a sus amos.

—¡Chicas! —gritó una voz.

Nos pusimos en pie de un salto. Me sonrojé de placer. ¡Nuestros guardas habían venido a buscarnos!

Abrieron la puerta con la llave.

—¡Salid!

Corrimos hacia fuera y nos arrodillamos en la hierba. ¡Qué agradable resultaba no encontrarse detrás de los barrotes de la jaula para las esclavas!

Tres guardas habían venido a buscarnos. Los conocía, y a los otros dos con quienes acampaban. Se encontraba entre mis favoritos. Me sentía excitada. A veces, antes de quedarme dormida o incluso en mis sueños, me había imaginado en sus brazos. Podía imaginarme el placer de sentirse abandonada en sus fuertes brazos, pero aparte de eso yo tenía idea de los cambios que ellos podrían producir en mi cuerpo. Sólo la vaga sensación instintiva, arraigada profundamente en mi femineidad, de los fantásticos placeres a los que una esclava puede ser sometida por su amos. Placeres a través de los que él la domina completa y totalmente, haciéndola total e irremisiblemente suya. Nada más que una esclava rendida y sometida.

Los hombres estaban de buen humor.

Uno de ellos señaló hacia un punto algo lejano en la hierba, a la hoguera que había entre las carretas brillando en la oscuridad, lejos del recinto.

Se quitaron los cinturones de sus espadas, sosteniendo éstas y sus vainas en la mano izquierda y los cinturones en la derecha.

—¡No! —rió Ute—. ¡No!

—¡Corred! —gritó el guarda.

Ute y Lana saltaron sobre sus pies y salieron corriendo en dirección a la hoguera. Yo fui más lenta que ellas. Y de pronto sentí el golpe, el fiero azote de un cinturón de espada. Lancé un grito de dolor y me puse en pie de inmediato. Corrí dando tumbos hasta llegar al fuego. Ellos eran más rápidos que nosotras, por supuesto. Ute, Lana y yo corrimos, riendo y tropezando descalzas, gritando en son de protesta y a veces de dolor, a través de la oscuridad por la hierba hacia la hoguera.

Ute fue la primera en llegar, riendo, y cayó sobre sus manos y sus rodillas. Puso la cabeza sobre la hierba, mientras sus cabellos caían sobre la sandalia de uno de los dos guardas que esperaban allí.

—¡Suplico poder serviros, amos! —dijo sin aliento, riendo.

Lana llegó apenas un instante después y también cayó sobre sus manos y rodillas, con la cabeza agachada.

—¡Suplico poder serviros, amos! —exclamó.

Me golpearon una vez más y entonces, al igual que Ute y Lana, caí sobre manos y rodillas, con la cabeza inclinada hacia abajo, tocando la hierba.

—¡Su-suplico poder serviros, amos! —grité.

—¡Entonces, servid! —gritó uno de los hombres que estaban junto al fuego, aquel que tenía la sandalia enterrada en el pelo de Ute.

De pronto, recibimos tres azotes más fuertes y, gritando, protestando, suplicando que nos dejasen, riendo, nos pusimos en pie para ocuparnos de ellos.

Las tres nos arrodillamos en una línea, frente a los jugadores. Teníamos las manos atadas detrás de la espalda.

Los hombres, apostando, nos arrojaban pedazos de carne.

Nosotras los cogíamos a luz del fuego. Recogerlo suponía dos puntos. Si se caía un trozo era punto para quien lo atrapara. Se le cayó un trozo a Ute y nos lo disputamos Lana y yo. Cada una tiraba de un extremo, rodando y desgarrándolo. Intenté ponerme otra vez de rodillas, inclinando la cabeza hacia un lado.

—¡Mío! —grité, tragando la carne, casi ahogándome y riendo.

—¡Mío! —gritó Lana, engullendo la otra mitad de la carne.

—¡Punto para cada una! —adjudicó uno de los guardas.

Estábamos excitadas y queríamos jugar más.

—Estamos cansados —dijo uno de los guardas. Vimos cómo se intercambiaban discotarns de cobre.

Elinor Brinton lo había hecho bien para su amo. Él estaba contento con ella. Se sintió llena de placer cuando él chasqueó los dedos para que se acercase.

Ella se puso en pie y corrió hacia él, que le acarició la cabeza y le soltó las manos.

—Tráeme paga.

—Sí, amo.

Me dirigí a la carreta a coger una gran bota de paga, que había sido llenada con una de las jarras.

Lana y Ute también fueron a la carreta a buscar otras botas enviadas por sus guardas.

Regresé enseguida al lado del fuego con la pesada bota de paga colgando de su correa, pasada por mi hombro izquierdo; Ute y Lana, con las suyas, me seguían.

Me resultaba agradable sentir la hierba bajo mis pies descalzos. Notaba el tejido burdo de mi camisk sobre el cuerpo al moverme, el leve tirón de la correa sobre mi hombro, el pesado suave balanceo de la bota que, siguiendo el ritmo de mis pasos, rozaba mi costado.

Por detrás del fuego, a lo lejos, como un margen irregular, como un límite oscuro, suave y quebrado que ocultaba las rutilantes estrellas de Gor, pude distinguir la elevada y erguida oscuridad de los bosques del norte. Lejos, pude oír el grito de un eslín que cazaba. Me estremecí.

Luego oí las risas de los hombres, y regresé hacia la hoguera.

—Dejad que Lana baile —suplicó Lana.

El guarda me alargó un pedazo de carne y lo cogí con los dientes. Me arrodillé en el suelo junto a él. Alcé y apreté la bota de paga guiando la corriente de líquido hacia el interior de su boca. Mordí la carne, desde el exterior carbonizado, hasta el interior rojo, caliente, jugoso y medio crudo.

El guarda me señaló con un gesto de la mano que ya había tenido suficiente. Dejé la bota en la hierba, a un lado.

Cerré los ojos, recorrí con la lengua el interior de mi boca, así como mis dientes y mis labios, saboreando el gusto y el jugo de la carne quemada por fuera, caliente y medio cruda.

Abrí los ojos.

El fuego era muy hermoso, y las sombras que proyectaban sobre la lona de las carretas.

Ute cantaba bajito.

—Quiero bailar —dijo Lana. Estaba echada junto a uno de los guardas, apoyando la cabeza en su cintura y dándole golpecitos en el cuerpo, a través del tejido de la túnica—. Quiero bailar.

—Tal vez —le dijo él dándole ánimos.

Tomé la mano del guarda junto al que estaba arrodillada y la coloqué en mi cintura, haciendo pasar sus dedos por debajo del doble nudo de fibra que ceñía mi camisk, para que así pudiese sujetarme.

Su puño apretó el nudo repentinamente, y casi cortó mi respiración, a la vez que me atraía hacia sí.

Nos miramos el uno al otro.

—¿Qué vas a hacer conmigo, amo? —le pregunté.

Él rió.

—Pequeño eslín de seda… —contestó. Apartó la mano del nudo que ceñía mi camisk y echó un gran pedazo de pan amarillo de Sa-Tarna en mis manos—. Come.

Mirándole y sin dejar de sonreírle, sosteniendo el pan con las dos manos, comencé a comer.

—Eres un eslín —sonrió él.

—Sí, amo.

—Targo me arrancaría la piel de los huesos —musitó.

—Sí, amo —sonreí.

—Sólo es seda blanca —dijo Lana—. Lana es seda roja. Deja que Lana te complazca.

—Lana —le dije con rabia— no complacería ni a un urt.

Ella lanzó un grito de rabia mientras Ute y los hombres se reían, y saltó hacia mí. El guarda por encima del que pasó la cogió por el tobillo y la hizo caer a poca distancia de mí, llorando de rabia. Él tiró de ella hacia atrás, la puso en pie y la sujetó mientras daba patadas y chillaba.

Otro de los guardas, riendo, tiró del doble nudo que sujetaba el camisk de Lana y se lo quitó. Luego le arrancó la prenda. Entonces el que la sujetaba la tiró sobre la hierba a sus pies. Ella levantó los ojos para mirarles, asustada. ¿La azotarían?

—Si tienes tanta energía —dijo el guarda que le había arrancado el camisk—, puedes bailar para nosotros.

Lana les miró con los ojos brillantes por la satisfacción.

—Sí —gritó—, dejad que Lana baile —luego me lanzó una mirada llena de odio—. Ahora veremos quién puede complacer a los hombres.

Otro de los guardas había ido a una de las carretas y cuando regresó pude oír el tintineo de los cascabeles de esclava.

Lana se colocó en pie junto al fuego, orgullosamente, con la cabeza echada hacia atrás y los brazos caídos, mientras le ataban las tiras dobles de cascabeles a las muñecas y los tobillos.

Mientras tanto, la botella de Ka-la-na pasó de mano en mano otra vez. Un guarda la sostuvo para que Lana pudiera beber y luego nos la pasó a Ute y a mí. Sobraba un poco y se la devolví al guarda, quien la volvió a ofrecer a Lana. Ella, con un estruendoso tintineo de cascabeles, echó la cabeza hacia atrás y vació la botella.

La arrojó a un lado y bajó la cabeza; la volvió a levantar y la dejó caer hacia atrás, sacudiéndola adelante y atrás mientras su cabello volaba; finalmente, dio un golpe en el suelo con la pierna derecha.

Ute y los hombres comenzaron a cantar y dar palmadas, uno de ellos golpeaba el cuero de su escudo. Me pareció notar un movimiento en la oscuridad, por detrás de las carretas. Lana se detuvo un momento, con las manos alzadas por encima de su cabeza.

—¿Quién es hermosa? —preguntó—. ¿Quién complace a los hombres?

—¡Lana! —grité, a pesar mío—. ¡Lana es hermosa! ¡Lana complace a los hombres!

No podía contenerme. Me sentía paralizada, cautivada. No hubiera imaginado que alguien de mi propio sexo pudiera ser capaz de tanta belleza. Lana resultaba increíblemente bella.

Casi no podía hablar de lo excitada que me encontraba.

Entonces, sacudiendo rápidamente los cascabeles, se puso a bailar de nuevo a la luz del fuego, frente a los hombres.

De repente advertí que el puño del guarda junto al que estaba arrodillada se apretaba sobre la fibra que ataba mi camisk.

Sentí un movimiento furtivo, hacia un lado.

—¿Amo? —pregunté.

Él no estaba mirando a Lana. Echado sobre su espalda, miraba hacia arriba, hacia mí.

Me llegaba el sonido de los cascabeles, la canción de Ute y los hombres, sus palmadas, que marcaban el ritmo sobre el cuero de los escudos.

—Bésame —dijo el hombre.

—Soy seda blanca —susurré.

—Bésame.

Me incliné sobre él, como una kajira goreana obedeciendo a su amo. Mi cabello cayó sobre su cabeza. Mis labios, delicadamente, obedeciendo, se acercaron a él. Temblé.

Con los labios entreabiertos me detuve a menos de un centímetro de él.

¡No! Algo en mí gritaba ¡no! ¡Yo soy Elinor Brinton! ¡No soy una esclava! ¡No soy una esclava!

Traté de apartarme, pero sus manos sujetaron mis brazos y me detuvieron.

Luché, aterrorizada, intentando soltarme.

Pero él me sujetaba, era su prisionera.

Parecía confundido por mi resistencia, mi terror. Pero entonces, también, me sentí desvalida y furiosa. Los odiaba. Odiaba a todos los hombres y su fuerza. Nos explotaban, nos dominaban, nos forzaban a servirles y a doblegarnos ante su voluntad. ¡Eran crueles con nosotras! ¡No tenían en cuenta que éramos seres humanos! Y mezclados con mi enojo y mi terror, se encontraban los temores instintivos de una muchacha que era seda blanca, que temía ser hecha mujer. Y, tal vez, todavía estuviesen más mezclados la furia y el terror, la frustración, de la mimada Elinor Brinton, la joven rica de la Tierra, que repudiaba el papel que le había sido asignado en aquel mundo bárbaro, sin que ella hubiera hecho nada por merecerlo. ¡Yo soy Elinor Brinton, grité para mí! ¡Ella no es una esclava! ¡Ella no obedece a ningún hombre! ¡Es libre! ¡Libre!

—No me toques —le dije entre dientes.

Él me dio la vuelta, fácilmente, y me colocó de espaldas sobre la hierba.

—¡Te odio! ¡Te odio! —sollocé.

Vi cómo la ira asomaba a sus ojos. Me sujetó con fuerza, luego, consternada, comprendí que me miraba de otra manera. Algo que incluso una esclava seda blanca adivinaría. Aquel moreno me usaría simplemente y luego me ignoraría. Lo había irritado. Protesté. Aquel hombre iba a usarme con paciencia y con cuidado; con delicadeza y minuciosidad, y con maestría hasta que yo me rindiese, bajo sus condiciones, no las mías, hasta que yo, orgullosa, enfadada y libre, quedase reducida a una esclava entregada.

Traté de soltarme. Oí los cascabeles de Lana, las canciones de Ute y los hombres y sus palmadas, los golpes sobre el cuero de los escudos, que marcaban el ritmo de la danza.

Su enorme cabeza se inclinó sobre mi garganta. Yo volví la mía hacia un lado, llorando.

De pronto hubo una confusión de cuerpos a nuestro alrededor Y el sonido de golpes. Lana empezó a gritar, pero su grito fue sofocado. Ute también gritó, pero de igual forma su grito cesó bruscamente. Los hombres trataron de ponerse en pie, gritando enfadados. Se oyeron golpes, golpes fuertes que surgían desde la oscuridad. El hombre que me sujetaba trató de incorporarse, chillando, cuando algo grande y pesado le golpeó un lado de la cabeza. Cayó sobre la hierba. Quise saltar sobre mis pies para salir corriendo, pero dos cuerpos, los de dos muchachas, se abalanzaron sobre mí. Otra chica pasó un lazo alrededor de mi garganta y lo retorció, con lo que casi me estrangula. Cuando intenté abrir la boca para tomar un poco de aire, una joven me metió dentro un trozo de tela. Me amordazaron. En ese momento, la presión sobre mi garganta disminuyó un poco y, con fibra de atar, me sujetaron las manos detrás de la espalda. Me habían echado sobre la hierba boca abajo. Después de atarme, tiraron del lazo que me rodeaba la garganta hacia atrás, casi estrangulándome, para ponerme de pie.

—Avivad el fuego —dijo la líder de las muchachas, una joven alta y rubia. Tenía un aspecto muy llamativo. Llevaba una lanza ligera, y estaba cubierta de pieles. En sus brazos y alrededor de su cuello había adornos bárbaros de oro.

Otra de las chicas echó más leña al fuego.

Miré a mi alrededor.

Había unas muchachas arrodilladas detrás de los guardas, maniatándolos.

Luego se incorporaron.

Vi que Lana y Ute ya habían sido atadas y amordazadas.

—¿Tomamos a los hombres como esclavos? —preguntó una de las chicas.

—No —respondió la alta y rubia.

La que había hecho la pregunta, señaló hacia Ute y Lana.

—¿Qué hacemos con ellas?

—Ya las habéis visto —dijo la joven alta y rubia—. Dejadlas aquí. Son kajiras.

Mi corazón dio un salto. Aquéllas eran muchachas del bosque, a veces también llamadas mujeres pantera, que vivían salvajemente y en libertad en los bosques del norte. Mujeres proscritas, que en ocasiones tomaban a hombres como esclavos, cuando les parecía bien hacerlo.

¡Sin duda me habían visto resistirme, luchar! ¡Yo no era una kajira! ¡Sin duda querían que me uniera a ellas! ¡Podría ser libre! Quizás de alguna manera ellas pudieran ayudarme a regresar a la Tierra. En ese caso, me liberarían, ¡sería libre!

Pero yo seguía de pie en la hierba, amordazada, con las manos atadas en la espalda, y un lazo alrededor de mi cuello, sujeto por una de las chicas.

No parecía que fuese libre.

—Llevad a los hombres cerca del fuego —dijo la chica alta.

—Sí, Verna —respondió una de las muchachas.

Unidas en parejas, las chicas llevaron a los hombres de nuevo junto a la hoguera. Éstos también habían sido amordazados. Sólo uno de ellos había recuperado el conocimiento. Una de las muchachas vestidas con pieles se arrodilló ante él, le sujetó el pelo con la mano y le colocó la punta de un cuchillo junto a la garganta.

Algunas de las muchachas lanzaron sus palos. Miraron a los hombres, con las manos apoyadas en las caderas, riendo.

La muchacha alta llamada Verna, ágil como las propias panteras del bosque, con cuyas pieles se cubría, con sus adornos dorados y su lanza, se encaminó hacia donde estaba Lana tirada sobre la hierba, de lado, atada y amordazada. Ayudándose de su lanza, la hizo girar para que quedase boca arriba. Lana miró hacia ella atemorizada. La lanza de Verna estaba sobre su garganta.

—Bailabas bien.

Lana se puso a temblar.

Verna la miró con satisfacción y soltó la lanza. Le dio una patada salvaje en el costado.

—¡Kajira! —masculló.

Lana gimió de dolor.

La muchacha alta se dirigió a Ute e hizo lo mismo, repitiendo «kajira».

Ute no dijo nada, pero vi asomar lágrimas en sus ojos, por encima de la mordaza.

—Colocad a los hombres como si estuviesen sentados alrededor del fuego —ordenó Verna.

Sus muchachas, unas quince, obedecieron. Para ello utilizaron un pesado baúl y el eje de una carreta.

Desde lejos daría la impresión de que estaban sentados alrededor del fuego.

Verna se me acercó.

Me daba miedo. Parecía alta y fuerte. Había una arrogancia felina en aquella belleza bárbara. Parecía espléndida y orgullosa en las pieles cortas que llevaba y sus adornos de oro. Puso la punta de su lanza debajo de mi barbilla y alzó mi cabeza.

—¿Qué hacemos con las esclavas? —preguntó una de las chicas.

Verna se dio la vuelta para mirar a Lana y Ute. Señaló a Ute.

—Quitadle el camisk a ésa —dijo. Luego añadió—: Atadlas a los pies de sus amos.

Volví a notar la punta de la lanza de Verna bajo mi barbilla, forzándome a alzar la cabeza.

Me observó durante bastante tiempo.

—Kajira —dijo finalmente.

Lo negué sacudiendo con fuerza la cabeza. ¡No!, ¡no!

Algunas de las chicas estaban revolviendo las carretas buscando comida, monedas, bebida, tejidos, cuchillos o cualquier otra cosa que quisieran llevarse con ellas.

Los hombres estaban conscientes y se revolvían, pero no podían hacer nada.

Desde lejos no parecería sino que estaban sentados alrededor de la hoguera, de celebración, con dos kajiras a sus pies.

Miré hacia las otras hogueras, los otros grupos de carretas diseminadas por la llanura. De una de ellas llegaba el sonido de una canción.

Los hombres tiraban de sus ataduras.

Pensé que no los descubrirían hasta la mañana siguiente.

—Desnudadla —dijo Verna a una de las chicas. Moví la cabeza. ¡No! Me quitaron el camisk. Allí, de pie, yo no era más que una esclava maniatada, entre ellas.

—Quemad el camisk y la cuerda con que lo ataba —ordenó Verna.

Vi como arrojaban la prenda y el nudo a las llamas. No podrían ser usados para que los eslines adiestrados en encontrar esclavas pudiesen olerlos y seguir mi rastro.

—Poned más leña en el fuego —ordenó Verna.

Las muchachas arrojaron más leña a la hoguera.

Entonces Verna se alejó de mí y se colocó frente a los hombres.

Qué hermosa era, y orgullosa, y salvaje, con aquellas breves pieles y los adornos de oro. Tenía una bonita figura y se comportó de manera arrogante frente a ellos, desafiándoles con su belleza y su lanza.

—Soy Verna —les dijo—, una Mujer Pantera de los Altos Bosques. Esclavizo a los hombres cuando me place. Cuando me canso de ellos, los vendo. Os hemos capturado. Si quisiéramos, os llevaríamos a los bosques y os enseñaríamos lo que significa ser un esclavo —mientras hablaba, les pinchaba con la lanza y más de una mancha de sangre salió sobre el tejido de sus túnicas—. ¡Hombres! —rió satisfecha, y les dio la espalda.

Les vi revolverse, pero no podían soltarse. Habían sido atados por Mujeres Pantera.

Luego Verna se colocó frente a mí. Me observó y estuvo mirándome, como lo hubiera hecho un mercader de esclavos.

—Kajira —dijo con tono de desprecio.

Yo volví a negarlo con la cabeza. ¡No!

Sin mirar atrás salió del campamento, con la lanza en la mano, hacia los oscuros bosques que se distinguían en la lejanía.

Sus muchachas la siguieron, dejando el fuego y los hombres atados y a Ute y Lana, a quienes habían sujetado a los pies de los guardas.

El lazo que habían colocado alrededor de mi garganta resbaló, se estrechó y, casi estrangulada, tropezando, desnuda y amordazada, con las manos atadas detrás, a mi espalda, tiraron de mí hacia la oscuridad del bosque.