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Lo que durante unos minutos angustiosos había creído una jugarreta del destino resultó una bendición. Gracias a aquel encuentro fortuito, César consiguió doce trirremes con los que pudo transportar a sus soldados hasta la isla de Lesbos, no sin antes hacer un alto en la costa de Asia para visitar las ruinas de Troya y ofrecer un sacrificio en honor de los héroes que habían combatido allí once siglos atrás.
Cuando llegaron a Mitilene, César descubrió que, como ya barruntaba, Pompeyo se había detenido el tiempo justo para recoger a su familia antes de continuar su viaje.
Empezaba a sentirse como el Aquiles de la célebre aporía de Zenón en que el guerrero mirmidón corría para alcanzar a una tortuga: por más veloz que viajara, cuando César llegaba a la siguiente meta, Pompeyo, igual que la tortuga, ya había escapado.
Al saber que su rival había ido al sur, César bajó con su pequeña flota por el litoral de Asia Menor. Por el camino, las ciudades eolias y jonias le enviaron embajadores para pedirle perdón por haber luchado en el bando de su enemigo. César se lo concedió.
A finales de septiembre llegó a Rodas. La cadena que cerraba el puerto estaba abierta y las tubas de bronce saludaron a César como amigo y aliado, pues los rumores de su llegada lo habían precedido. Acodado en la regala, observó con satisfacción que en el puerto había varias naves de transporte en cuyos gallardetes se leía en letras doradas el número XXVII, que correspondía a una de sus legiones.
César había enviado mensajeros a Grecia para ordenar que las tropas a las que no había enviado a Italia con Marco Antonio se presentasen en Rodas. Por lo que veía, de momento la única que había comparecido era la XXVII, formada por dos mil doscientos hombres. A algunos de ellos los había trasladado de unidades más veteranas, eligiendo siempre a los hombres más jóvenes y que llevaban menos años de servicio; la mayoría, sin embargo, eran antiguos pompeyanos. El celo que habían puesto en llegar allí con su legado Fufio Caleno le demostró que podía confiar en ellos.
—Una hermosa ciudad —comentó Claudio Nerón a su lado.
—Lo es, en verdad —asintió César.
El doble puerto estaba construido sobre dos bahías naturales en forma de U, cada una de las cuales medía unos trescientos metros de lado a lado. Desde la ensenada occidental el terreno ascendía hasta la acrópolis, situada en el oeste. Los rodios habían construido allí hilera tras hilera de casas de paredes encaladas y tejados rojos; vistas de lejos semejaban las filas de asientos de un vasto teatro.
Durante siglos, Rodas había sido la mayor potencia marítima de la zona, una república de príncipes mercaderes que había resistido incluso el prolongado asedio de Demetrio Poliorcetes. Dispuesto a expugnar las murallas de los rodios, el poderoso rey macedonio había levantado la Helépolis, la mayor torre de asedio de la historia. Cuando renunció por fin a tomar la ciudad y regresó a Macedonia, los rodios aprovecharon las piezas metálicas de las máquinas de guerra abandonadas para construir una estatua de más de veinte metros de altura en honor de su patrón Helios, el Sol.
Aquella estatua, el Coloso, no había durado demasiado tiempo en pie. Aún no habían pasado setenta años de su construcción cuando un terremoto la derribó. El rey de Egipto, el tercer Ptolomeo, se ofreció a sufragar su reparación. Pero los rodios consultaron al oráculo de Delfos y decidieron que levantar de nuevo una estatua tan grande podía interpretarse como un pecado de hybris, la soberbia de desafiar a los dioses.
Los rodios solían evocar los buenos tiempos, cuando el Coloso se alzaba sobre la ciudad y casi todas las mercancías del Mediterráneo oriental pasaban por su puerto. Ahora, según aseguraban, perdían mucho dinero por culpa de la competencia de Delos, una pequeña isla en el centro de las Cícladas que los romanos habían convertido en puerto franco. Lo cierto era que desde aquello las flotas rodias habían perdido parte de su poder. Como hasta entonces ejercían de policías de los mares, el declive de Rodas había coincidido con el auge de la piratería que César había sufrido en sus propias carnes. Piratería con la que acabó en una fulgurante campaña Pompeyo, tal vez su mayor servicio a la República. Eso, al menos, había que reconocérselo.
Apenas había bajado César por la pasarela cuando una comitiva de autoridades y dignatarios se presentó ante él. Entre ellos se encontraba León, el joven capitán que había intentado llevarlo en su liburnia al otro lado del Adriático, acompañado de su padre, Eufranor. Éste, que no se parecía en nada a su apuesto hijo, era un hombre de corpachón desproporcionado para sus piernas cortas y flacas, barba espesa y plagada de canas, ojos muy vivos y una boca enorme que sonreía con facilidad. Con aquella caja torácica y aquella boca, no era extraño que su vozarrón sonara como si estuviera hablando a través de una bocina de capitán.
—¡Es un honor tenerte en Rodas, noble César! ¡Mi hijo me ha hablado maravillas de ti!
Considerando que Eufranor había perdido varios barcos por culpa indirecta de César, a éste le sorprendió su afabilidad. Que acudieran a saludarlo no era tan extraño: mientras rodeaba la costa del Egeo, primero a pie y luego en la flota de Casio, César no había dejado de recibir homenajes de magistrados y publicanos romanos, y también de nobles locales que acudían en auxilio del vencedor. Pero lo que le agradó en el caso de León y de su padre fue comprobar que cuando lo felicitaron por su victoria de Farsalia lo hicieron con alegría sincera. Sin duda había influido en ello que León había cobrado sin ningún problema el dinero prometido por César tras la travesía frustrada del Adriático.
El jefe de los prítanos, magistrados electos de la ciudad, informó a César de que Pompeyo no había llegado a pasar por la isla. Mientras intentaba obtener pistas sobre el paradero de su rival, César decidió conceder unos días de permiso a sus hombres.
Para él mismo resultaba agradable regresar a aquella hermosa isla donde había pasado unos meses estudiando cuando era una vida entera más joven. Paseando por el puerto y contemplando los restos broncíneos del gran Coloso, que incluso tumbado y roto en el suelo junto a la bocana seguía ofreciendo una visión impresionante, no pudo evitar acordarse de Pompeyo, otro gigante caído.
«¿Llegará algún día alguien más joven que me derribe a mí como he hecho yo con Pompeyo?», se preguntó. La verdad era que no se le ocurría ningún rival de su altura entre los romanos de las generaciones siguientes a la suya. ¿Marco Antonio? Un gran guerrero, capaz de inspirar lealtad y valor a sus hombres, pero demasiado entregado a sus vicios y placeres como para pensar en el futuro. Era un táctico como mucho, no un estratega. Los tácticos vencen batallas, los estrategas ganan guerras.
Pero ¿y si se equivocaba? ¿Y si subestimaba a Antonio? «Pompeyo pensaba lo mismo de mí», se dijo mientras deslizaba los dedos por la rugosa superficie de bronce de aquella cabeza que antaño se levantó a más de veinte metros de altura.
Ya que estaba allí no podía irse sin ver a Posidonio, a quien los rodios consideraban la mayor gloria viva de su isla aunque hubiese nacido en Siria. Fue la única vez durante aquellos días en que César se desplazó sin sus lictores, pues se trataba de una visita privada en la que sólo lo acompañaron León y Eufranor, aparte de cuatro germanos que se quedaron custodiando la puerta de la casa.
Posidonio había cumplido ya ochenta y siete años. De vista no andaba mal, pero el oído lo tenía tan duro que había que conversar con él declamando como en una reunión del senado; algo que para su hijastro Eufranor, con aquel chorro de voz, no resultaba difícil. Por otra parte, Posidonio estaba extremadamente delgado y muy pálido, lo que hizo pensar a César que algún mal interno lo estaba devorando en silencio.
—¡Qué alegría volver a verte, César! —dijo el anciano, estrechándole ambas manos y besándole en las mejillas con labios secos y quebradizos como papiro.
—¿De veras te acuerdas de mí? —preguntó César, incrédulo—. ¿De ese jovenzuelo engreído que perdía el tiempo componiendo discursos pomposos sobre cuestiones que no le interesaban a nadie?
El anciano se rió de buena gana.
—¡Engreído sí que eras, y muy presumido con esas túnicas de manga larga y el cinturón tan suelto que parecía que se te iba a caer a los pies!
—Frivolidades de juventud —se disculpó César, encogiéndose de hombros.
—Pero también es verdad que hacías preguntas inteligentes —prosiguió Posidonio—. Las personas interesantes se distinguen por las preguntas que hacen y las dudas que albergan, mientras que cualquier necio puede estar seguro de todo y ofrecer respuestas que nadie le pide.
—Magnífico uso de un quiasmo disimulado, ilustre Posidonio —dijo César.
—¡Ah, veo que tú también te acuerdas de cuánto parodiaba las figuras retóricas! —respondió el anciano—. ¿No era eso lo que habías venido a estudiar con el pedante de Apolonio?
César asintió, mientras bebía de su ancho cáliz de barro para disimular una sonrisa. La rivalidad entre Apolonio y Posidonio era proverbial y fuente de muchos chascarrillos en la isla. Posidonio, aunque sabía expresarse de forma tan florida como el mejor orador, solamente lo hacía por mofarse de la retórica, que consideraba pura farfolla, una pompa vacía de sustancia que no servía más que para enriquecer a los que decían dominarla.
Con el tiempo, César había llegado a opinar algo parecido. A él, que de joven había escrito un tratado sumamente abstruso sobre el uso de la analogía, le aburrían cada vez más los artificios teóricos que se hacían pasar por sabiduría, mientras crecía su admiración por los saberes prácticos como la ingeniería, la geografía o la medicina. Ese gusto suyo por las disciplinas concretas, materiales, había provocado numerosas discusiones con Cicerón, quien sólo consideraba verdaderamente valioso el conocimiento que no tuviera ninguna utilidad ni conexión con la realidad.
Durante horas disfrutaron de la conversación, de una cena sencilla y del vino de Rodas, un caldo de categoría media que exportaban a todo el Mediterráneo y que Eufranor definía como «digno» y «eficaz». A César se le antojaba un poco áspero, pero no puso pega alguna: lo agradable de la compañía compensaba lo astringente del vino. Conforme avanzó la tarde, la brisa fue refrescando. La casa de Posidonio estaba construida casi en el extremo del promontorio que cerraba el puerto de Rodas por el oeste. Desde su jardín se disfrutaba de una vista muy amplia y variada: el ajetreo de los muelles al este y al oeste la relajante visión del sol descendiendo poco a poco hacia el mar.
El anciano, cuyo ingenio y curiosidad seguían tan aguzados como siempre, asaeteó a César con cientos de preguntas sobre los lugares de sus campañas; en particular sobre Britania, que no había llegado a visitar en sus viajes.
—Eres un gran informador, joven César —dijo al final Posidonio.
César soltó una carcajada al oír que el anciano se refería a él como joven. Después pensó que Posidonio le sacaba treinta y cinco años y que si aún demostraba tantas ganas de vivir era porque debía de haber aprovechado bien ese tiempo.
«A lo mejor no soy tan viejo aún —se dijo—. Tal vez me queden muchas cosas por hacer».
Posidonio le tendió una mano a León y añadió:
—Mi nieto también tiene el don de fijarse en lo importante y saber narrar lo que ve. Deberías aprovechar su talento, César.
—Abuelo, me vas a abochornar.
—¡No seas modesto! Gracias a sus informaciones, he revisado mi tratado Sobre las mareas y he ampliado mi Geografía con una descripción de la India.
—¿Has estado en la India, León? ¿De verdad se encuentra tan lejos como dicen? —preguntó César. Su interés por aquel país tan remoto no se debía a simple curiosidad. El comercio marítimo de los productos orientales era un monopolio de Egipto que rendía inmensas ganancias a sus reyes. A César le interesaba que Roma dejara de limitarse a gastar en esas mercancías de lujo y empezara a obtener sus propios beneficios.
—¿Te haces idea de a cuánta distancia nos hallamos de las columnas de Heracles? —preguntó León.
César asintió. Había estado en Gades como cuestor. Allí, al ver un busto de Alejandro en el templo de Hércules, se había lamentado de que el macedonio a su edad ya había conquistado medio mundo, mientras que él todavía no había hecho nada digno de relieve. No fue algo improvisado, sino una frase destinada a ser grabada en mármol: por aquel entonces César ya se trabajaba su candidatura para ser edil y recorrer el resto del cursus honorum.
—Pues la India está al doble de distancia —dijo León—. Una vez que se sale del mar Rojo y se entra en el Índico, es un viaje sin escalas. Con vientos propicios se pasan cuarenta días en alta mar sin ver tierra. Llegas a pensar que unos dioses malignos han hecho desaparecer el resto del mundo y que todo lo que queda en el universo sois tu barco y tú.
Según el joven marino, los árabes controlaban esa ruta desde tiempo inmemorial. Pero durante el reinado de Ptolomeo Fiscón sucedió algo que lo cambió todo.
—Los barcos del rey —relató León— encontraron en la costa oeste del mar Rojo los restos de una nave que se había estrellado contra las rocas. El pecio estaba rodeado de cadáveres. Entre ellos encontraron a un hombre que todavía respiraba, un marinero de piel muy oscura en estado de inanición.
»Le dieron de comer y se lo llevaron a Alejandría. Cuando los eruditos de la Biblioteca le enseñaron griego, el hombre les contó que se llamaba Agniprava y que procedía de una ciudad de la India llamada Barigaza.
»Agniprava dijo también que si el rey Ptolomeo lo enviaba de regreso a su país, le haría un gran favor a cambio: le revelaría el secreto que utilizaban los navegantes de su país para atravesar el Índico.
»Por aquella época, se encontraba en Alejandría un explorador llamado Eudoxo de Cízico, que se ofreció para llevar a Agniprava. Gracias a sus indicaciones, Eudoxo logró atravesar el Índico sin tocar los puertos de los árabes.
—¿Cuál era ese secreto? —preguntó César.
—El monzón, un viento estacional del Índico que en verano sopla de forma continua hacia el nordeste. Impulsado por él, Eudoxo llegó a Barigaza, donde dejó a su pasajero. De paso, cambió sus mercancías por especias, seda y otros productos de gran valor, y cuando llegó el otoño zarpó de nuevo. En esa época del viento el sentido del monzón se invierte y sopla hacia el suroeste llevando a los barcos de regreso a África y al mar Rojo.
—Es como si los dioses hubieran creado ese viento para los mercaderes.
—Así es, César.
—Supongo que el tal Eudoxo se hizo rico.
—No demasiado. Los inspectores de aduanas de Ptolomeo Fiscón le confiscaron el cargamento en Alejandría, pagándoselo por una cantidad irrisoria. Sin embargo, Eudoxo no se desanimó y volvió a hacer el mismo viaje, esta vez sin piloto indio. Así comprobó que los vientos eran fiables y que podía establecerse una ruta regular, partiendo entre primavera y verano y regresando en otoño.
—¿Es la misma ruta que seguiste tú?
—Sólo he hecho ese viaje una vez, hace ya tres años. Al menos, debo reconocer que la reina Cleopatra nos pagó un precio justo por la mercancía. No tiene nada que ver con su antepasado.
César se quedó sorprendido. Era el primer comentario favorable que oía sobre Cleopatra y, a decir verdad, sobre cualquiera de los Ptolomeos.
Mientras conversaban, la oscuridad había caído sobre el jardín. Un sirviente encendió unas lámparas para iluminar el cenador. En ese momento, Saxnot entró en la casa.
—¡Ah, qué magnífico ejemplar humano! —comentó Posidonio, admirado de su estatura y corpulencia. Después añadió una frase en germano a la que el guardaespaldas contestó, sorprendido y feliz de hablar su idioma en aquella isla para él tan remota.
Tras esa brevísima conversación, Saxnot se volvió hacia César y dijo:
—Perdona interrupción. Hay mensajero que trae noticia sobre Pompeyo.
César enarcó las cejas. Por primera vez en mucho tiempo había llegado a olvidarse durante unas horas de su rival y de la guerra civil que ambos libraban.
—Si me disculpas, Posidonio…
—No hay disculpas que pedir, César —respondió el anciano—. Puedes hablar con ese hombre en el androceo, si te parece oportuno. Nadie te molestará.
El mensajero era un ciudadano romano, un tal Cayo Peticio Marso, que se dedicaba a exportar vino italiano y a cambio importaba trigo de Egipto a Roma. Según explicó a César, había recogido en su barco a Pompeyo cuando éste llegó a Anfípolis y lo había acompañado a Mitilene, donde embarcó también a su familia. Por último, lo había llevado a Chipre, donde Pompeyo pasó algunos días deliberando dónde ir a continuación.
—Pompeyo ha considerado incluso la opción de viajar a la corte del rey de Partia para reclutar allí un ejército y enfrentarse de nuevo a ti —le informó Peticio.
—¿Con un ejército parto? —preguntó César, asombrado e indignado en proporciones iguales—. ¿Se le ha ocurrido que puede seguir presentándose como campeón de la República contra mí al frente de los mismos bárbaros que masacraron al ejército de Craso y que todavía guardan en su poder siete de nuestras águilas?
—Eso mismo le dijeron sus amigos, y lograron disuadirlo con argumentos parecidos.
—¿Entonces no ha ido a Partia?
—No, César.
—Amigo Peticio, no me interesa tanto lo que Pompeyo ha decidido no hacer, sino lo que ha hecho. ¿Puedes decírmelo o no?
—¡Oh, sí, César! Finalmente, Pompeyo decidió dirigirse a Egipto y pedir asilo en la corte del rey Ptolomeo.
César entrecerró los ojos, pensativo. Tenía lógica, mucha lógica. El testamento de Auletes designaba protectores de sus hijos a Pompeyo y a César en representación de la República. Una de sus copias debería estar en Roma, pero por alguna razón Pompeyo se la había llevado consigo. Aunque en teoría debía de ser importante para él, había dejado aquella copia abandonada en su tienda junto con cientos de documentos más. Ahora el testamento estaba en poder de César.
Existían más motivos para interesarse en Egipto. Los herederos de Auletes, Cleopatra y el joven Ptolomeo, todavía le debían dinero a César, nada menos que setenta millones de sestercios. Sospechaba que a Pompeyo también le adeudaban una buena suma.
«El viejo zorro querrá cobrar lo suyo. Y, a poco que me descuide, también lo mío», pensó. Egipto era el país más rico del Mediterráneo, tanto por la fertilidad de su valle como por los inmensos tesoros que habían acumulado sus reyes desde el origen de los tiempos; pues los egipcios se jactaban de ser, y quizá con razón, el pueblo más antiguo del mundo.
En Egipto, Pompeyo podría reclutar tropas entre los gabinianos y conseguir dinero para su causa. Desde ahí le sería fácil costear el norte de África hasta la región de Cartago, donde sus partidarios estaban reagrupando fuerzas para proseguir con la guerra.
«No puedo permitir que se junten», se dijo.
—Una pregunta, Cayo Peticio. Parece que durante estas semanas has trabado amistad con Pompeyo. ¿Por qué acudes a contarme esto?
—Pompeyo es un hombre admirable, sin duda. Pero supongo que conocerás la historia de cómo el rey persa Darío le ofreció a Alejandro el macedonio la mano de su hija y la mitad de su imperio a cambio de la paz…
—… y Alejandro respondió que no podía haber dos reyes en Asia del mismo modo que no pueden lucir dos soles en el cielo —completó César, impaciente—. Así que tú has decidido que el sol que más calienta soy yo.
—Ni la política ni la guerra son lo mío, César —respondió Peticio, encogiéndose de hombros—. Soy un hombre de negocios. Mi talento consiste en calcular costes y beneficios. Además, habiendo oído hablar de tu acreditada clemencia, sé que no los tratarás ni a él ni a su familia con crueldad.
—Ciertamente. Cayo Peticio, te debo un favor, y te será recompensado. César siempre paga sus deudas, aunque a veces pueda tardar.
—En tu tono intuyo un «pero».
—No esperes nunca que te confíe nada importante ni te entregue mi amistad. Quien traiciona una vez traiciona ciento.
Otro hombre quizá se habría ofendido por esas palabras, pero Peticio sonrió.
—Soy mercader, noble César, y el taimado y embustero Mercurio es mi patrón. Lo llevo en la sangre.
Tras despachar a Peticio, César volvió al jardín, donde León y Eufranor seguían platicando con Posidonio.
—He traído doce barcos a Rodas. Necesito como mínimo otros diez.
León y su padre se incorporaron en el triclinio. Posidonio seguía sentado en una silla de brazos y respaldo; le resultaba más cómodo reposar así por sus dolores de espalda.
—Puedo conseguirte diez naves de transporte en dos días —respondió Eufranor.
César se acarició el mentón, pensativo. León sabía que el cónsul andaba como un sabueso detrás de su enemigo Pompeyo. Aquel hombre con el que se había reunido en el androceo debía de haberle informado sobre el paradero de su enemigo. ¿Cuál podría ser?
Salieron de dudas enseguida.
—¿Cuánto se tarda en llegar de Rodas a Alejandría? —preguntó César.
—En esta época del año, con los vientos etesios se puede conseguir en tres días —respondió León.
—Por lo que sé, son precisamente los que Pompeyo me lleva de ventaja. —César se volvió hacia Eufranor y le dijo—: Quiero naves de guerra mejor que transportes. ¿Las puedes conseguir?
Eufranor vaciló algunos segundos antes de contestar.
—Sí. Hablaré con los demás miembros del consejo.
—Tendrás que sacarlos de la cama. Los necesito ya.
León advirtió que César se había transformado de repente en otro hombre. El afable conversador con quien tan relajados se sentían hasta hacía un momento volvía a ser el general romano práctico y directo, a veces brutal en su franqueza.
—¿«Ya» significa esta misma noche? —preguntó Eufranor.
—Así es. Os dejo encargados de los preparativos. Sé que conocéis bien el puerto de Alejandría y sus alrededores, así que confío en que me acompañéis.
Padre e hijo se miraron un momento. Eufranor frunció el ceño y luego, de repente, soltó una gran carcajada.
—¡Por la verga de Poseidón, qué demonios! —exclamó—. Un viaje a Alejandría con el gran Julio César. No me lo perdería por nada del mundo. ¡Tendrás tus naves listas para zarpar antes del amanecer!
Antes de irse, César se despidió de Posidonio. El abuelo de León se empeñó en levantarse y estrechó las manos de su antiguo discípulo.
—Ya que vas a Alejandría, no dejes de visitar el Faro. La vista desde arriba es asombrosa. Y, por supuesto, no pases por alto la Biblioteca. Allí tengo muchos amigos a los que espero que transmitas saludos de mi parte.
León notó que el cónsul tenía mucha prisa por marcharse, pero no quería herir los sentimientos de Posidonio. Por suerte, el anciano era muy perceptivo.
—No te entretendré más, mi querido César. Pero, ya que me has mencionado que te preocupa el desfase de vuestro calendario, te recomiendo que aproveches también tu visita para conocer a un jovencísimo astrónomo que estudió conmigo hace unos años. Es muy brillante, aunque su carácter resulte insoportable a veces.
—¿Cómo se llama?
—Sosígenes.
—Lo tendré en cuenta. —César besó en ambas mejillas al anciano, le apretó los hombros y le dijo—: Larga vida, noble Posidonio.
El anciano sonrió con picardía.
—Me deseas lo que ya he tenido, noble César. ¡Deséame mejor una dulce muerte!
César salió por fin, seguido por sus germanos y tan acelerado como una tromba de verano. Eufranor volvió a mirar a León y ambos suspiraron a la vez. Sin saber cómo, el dios de la guerra acababa de absorberlos en su insaciable estela.