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Sí, la culpa de sus problemas presentes era de los putos romanos.

Todo había empezado siete semanas antes. León se hallaba en Brindisi con la Hermes y tres veleros mercantes de la flota de su padre, el respetado naviero Eufranor de Rodas.

Era el último viaje del año. Habían vendido su cargamento a un precio excelente. Todo el mundo sabía que la guerra entre los dos colosos romanos, César y Pompeyo, estaba a punto de trasladarse al este. Eso hacía barruntar que los productos de lujo de Oriente no tardarían en escasear. Los nobles de la República, muchos de los cuales todavía presumían de la austeridad de sus antepasados, se pirraban por esas sofisticadas mercancías y temían que el suministro se interrumpiera.

Gracias a esos recelos, León había duplicado sus ganancias con las perlas del mar Rojo y de Ceilán, el perfume de nardo, la mirra, la canela y el jengibre. Había conseguido vender a cien sestercios la libra de pimienta de la India, a la que los romanos se habían aficionado tanto que en sus banquetes tenían a un esclavo encargado exclusivamente de espolvorearla sobre los platos de los comensales. Y, por supuesto, había obtenido un pingüe beneficio de los retales de seda, que según los indios provenían de un país mucho más lejano conocido como Tinas o Sinas, situado en los confines orientales del mundo.

León había depositado parte de las ganancias en un banco de Brindisi. Otra la había guardado en un arcón forrado de hierro y cerrado con tres candados, y había empleado un quinto del dinero obtenido en comprar mercancías que, en cuanto regresaran a Rodas y el tiempo fuese propicio, enviaría a Alejandría. Con ello adquirió sobre todo aceite de oliva y vino italiano: los griegos y romanos que vivían en Egipto y no se acostumbraban ni a la cerveza local ni al sabor amargo del aceite de lino pagarían bien por ellos.

Todo eso se había ido a los cuervos. Y sólo podía culparse a sí mismo y a su propia indecisión. La víspera de su infortunio, Focas y los capitanes de dos de los tres cargueros le habían aconsejado zarpar. Pero León había hecho caso al tercer capitán, Hipócrates, el más timorato de todos, que no veía claras las condiciones de la mar.

—Mañana será un día mucho más propicio para navegar —insistía Hipócrates.

Por la verga de Poseidón, se maldecía ahora León, ¿para qué demonios le habría escuchado? Al día siguiente, mientras el joven rodio rellenaba un formulario ante el capitán del puerto, oyó unos pasos en la entrada de la oficina. Sonaban a clavos de metal, lo cual ya le dio mala espina.

Se volvió y confirmó sus temores al encontrarse ante un oficial romano. El penacho rojo que coronaba su yelmo de oreja a oreja lo identificaba como un centurión. Tras él venían no menos de veinte legionarios armados hasta los dientes.

—¿Quién es el capitán del puerto? —preguntó el centurión.

El aludido levantó la cabeza del manifiesto de cargo que estaba supervisando.

—Soy yo. ¿Qué se te ofrece?

—Cierra el puerto de inmediato.

—¿Por qué, si puede saberse?

—Ningún barco saldrá hasta nueva orden. Todas las naves ancladas en Brindisi quedan requisadas.

—¿Con qué autoridad?

El centurión se agarró los testículos por entre las tiras de cuero del faldar.

—Con la de mis sagradas pelotas. Y, si te parece poco, con la del cónsul Gayo Julio César.

Más tarde, León se enteró de que a esas alturas del año César no era todavía cónsul en ejercicio, sino tan sólo electo. O quizá el centurión sí había utilizado aquel adjetivo y él, atento únicamente a los soldados que lo seguían, no había llegado a escucharlo.

En cualquier caso, daba igual que fuese cónsul electo o vigente, pretor o dictador. Aquéllas eran sutilezas de la política romana que a un griego como León se le escapaban. Lo único que importaba era que había llegado César. El conquistador de la Galia. El destructor de ciudades. El único hombre que le podía hacer sombra a Pompeyo el Grande, y que estaba empeñado en una guerra contra él y contra casi todos los nobles romanos.

Por sólo un día, León y sus naves habían tenido que quedarse en el puerto esperando a la llegada de las legiones, que se habían derramado sobre Brindisi como una plaga de langostas del Nilo. César quería cruzar el Adriático y llevar a sus hombres al Epiro y Grecia para combatir contra las tropas de Pompeyo. Pero no poseía flota propia, salvo doce naves de guerra, trirremes más aptos para el combate que para transportar soldados. Por eso había confiscado todas las embarcaciones que encontró en el puerto.

Y entre ellas se hallaban las cuatro naves de León. Por supuesto, ni él ni la compañía de su padre eran los únicos damnificados, pero eso no le sirvió de gran consuelo.

Teniendo en cuenta lo que afirmaban de César sus enemigos —entre otras lindezas, lo llamaban revolucionario, asesino, ladrón, adúltero y sodomita—, el gran hombre se había comportado mejor de lo esperado. Para embarcar a sus legionarios requisó los cargamentos de las naves, pero tuvo la decencia de pagar por ellos una suma casi justa. A cambio, se negó a entregar ni un cobre por el servicio de transporte, como si fuese algo que se le debiera por ser él.

Durante los días que aguardaron en Brindisi, León, que poseía un dominio más que aceptable del latín, había escuchado los comentarios de la soldadesca mientras miraba para otra parte y fingía ser un griego lerdo que no entendía nada. Cuando no había mandos presentes, muchos de los legionarios de César soltaban la lengua contra su general. Tampoco era como para hacerles demasiado caso, pues algunas de las críticas se contradecían: unos soldados lo tildaban de borrachuzo sin remedio mientras que, según otros, era más seco y estirado que una tira de mojama porque jamás probaba el vino. También lo acusaban de manirroto y mujeriego o de tacaño y maricón, y muchas veces esos términos opuestos brotaban de las mismas bocas.

No obstante, todos parecían coincidir en dos rasgos de su carácter. El primero, que César era más clemente que otros generales a la hora de tratar al enemigo vencido. A sus soldados les desquiciaba en particular que fuese tan reacio a darles rienda suelta para saquear las ciudades que tomaban: la esperanza del botín era uno de los anzuelos que atraía a tantos jóvenes a alistarse en las legiones, ya que la paga en sí era inferior a lo que podía ganar un trabajador manual sin jugarse la vida ni soportar las penalidades ni la dura disciplina del ejército.

—No os quejéis tanto de él —alegaban los defensores de César—. Nos ha doblado el sueldo a diez ases.

—¡Como si nos lo cuadruplica! —contestaban los críticos—. ¿Qué más da lo que diga que nos va a pagar si nos debe atrasos desde hace meses?

Discusiones aparte sobre clemencia y generosidad, el segundo rasgo de la personalidad de César era el que le conquistaba la devoción de sus hombres, que pese a sus insultos parecían dispuestos a seguir a su general al mismísimo infierno. César, aseguraban, tenía una suerte increíble, y todo le salía bien. «Flosculum habet in ano», decían. Por eso, la divinidad a la que más veneraba el cónsul era Tique, a la que los romanos llamaban Fortuna.

Apostando, así pues, por Fortuna, César había decidido hacerse a la mar el 4 de enero. No era todavía invierno, ya que los romanos, enfrascados en sus guerras, no habían puesto al día su calendario y lo llevaban adelantado más de dos meses. Pero el otoño a menudo resultaba más traidor: en cuestión de horas podía levantarse una tormenta y echar a pique media flota.

Para colmo, habían zarpado de noche, lo que incrementaba el peligro. Por lo que supo León, se trataba de un riesgo calculado. Se decía que Pompeyo disponía de más de quinientos barcos que patrullaban el Adriático, mientras que la improvisada flota de César constaba de doce trirremes y varias decenas de cargueros abarrotados hasta las regalas. Mejor cruzar al amparo de la oscuridad, cuando las naves enemigas estuviesen amarradas o cobijadas en los cobertizos.

La jugada le había salido bien a César. El único contratiempo fue que el viento los arrastró más al sur de lo esperado, pero durante la travesía no avistaron a una sola nave enemiga.

Por desgracia para León, la buena suerte debía de sonreír sólo a César personalmente, no a quienes lo servían. Tras el desembarco, la flota zarpó de nuevo hacia Italia para cargar al resto de las tropas del cónsul.

Pero esta vez los enemigos los sorprendieron en alta mar.

Treinta naves habían sido apresadas, más de las que lograron escapar. Entre los afortunados supervivientes se hallaban León y los hombres de la Hermes, que pese al viento en contra habían escapado de regreso al Epiro a golpe de remo.

Todavía le temblaban las piernas al recordar la huida. Mientras se alejaban de la flota de Pompeyo y de los ruidos de la batalla, León había escuchado un zumbido y creído vislumbrar algo brillante parecido a un relámpago que cruzaba sobre la cubierta. Un segundo después, un proyectil surgido de la nada atravesó a Coto, uno de los tripulantes, y lo clavó contra el mástil. Era una flecha de más de metro y medio, lanzada por una catapulta. De haberse movido León un palmo a estribor, lo habría ensartado a él.

León ignoraba si alguno de sus tres cargueros se había salvado. Le constaba que al menos el Marfil se había hundido, porque había visto las llamas y oído los gritos de agonía de los tripulantes. Al parecer, los pompeyanos no compartían la filosofía de la clemencia de César.

¡Hasta en eso el azar los había hecho caer en el bando equivocado!