27
Aunque no llevaba encima la clepsidra, César calculó que debía de ser la hora séptima.
—Es buen momento para bajar, caballeros —dijo, dirigiéndose a la escala de madera por la que se descendía al patio del fuerte—. Todavía podemos visitar dos o tres fuertes más antes de la cena.
Una cena, pensó para sí, que no satisfaría el hambre de sus soldados. Si el principal problema de los pompeyanos era la carencia de pasto para sus caballos, entre los hombres de César escaseaban el cereal y las legumbres. Aunque carne y queso no les faltaban, los soldados se quejaban de que comer sin pan no era comer. Y no les faltaba razón. César había comprobado que alimentarse únicamente de cabrito y cordero no producía la misma sensación de saciedad. Los hombres que seguían esa dieta empezaban a perder peso y se quejaban de que se sentían débiles y tenían sed a todas horas. Él mismo notaba una extraña sequedad de boca que no se le quitaba por más agua que bebiera.
Salieron del fuerte por la puerta decumana, ya que la pretoria daba al interior del vallado y era más seguro regresar por el exterior del perímetro. Al llegar al lugar donde la empalizada estaba a punto de empalmar con la que construían los hombres del fuerte contiguo, César tiró de las riendas para detener a su caballo.
—Miradlos —dijo, observando a los soldados que clavaban las estacas en el terraplén. Cuando levantaban los troncos, cada fibra y cada vena se les marcaban en los antebrazos, tan definidas como si se las hubieran grabado a buril—. Tienen los pómulos tan afilados que parece que se les van a salir de la piel, ¡pero aguantan!
—No es que tú estés mucho más gordo que ellos, César —dijo Claudio Nerón.
César se tocó las mejillas. Nunca las había tenido carnosas, pero ahora las notó más chupadas que de costumbre. Otros mandos no sentían ningún rubor por alimentarse mejor que sus hombres; le constaba, por ejemplo, que Claudio Nerón comía pan blanco y crujiente todos los días, y poner a dieta a Marco Antonio, con su apetito digno de Hércules, resultaba inconcebible.
Él no era así. No podía exigir a sus soldados lo que no se reclamaba a sí mismo, de modo que hasta la víspera se había limitado a una fina rebanada de pan de cebada al día. «Pan de cebada, comida de burro disimulada», decían los soldados. Pero incluso eso se les había terminado ya.
—¡Mamón, mueve el culo con más ganas o te meto por él una de esas estacas!
Aquel improperio que sonó a su izquierda vino seguido por la sombra de algo que volaba por el aire. César se apartó por puro reflejo. Un objeto oscuro pasó volando delante de sus ojos e impactó contra la cabeza de Vatia, que cabalgaba a su lado. El tribuno se dobló sobre el cuello de su montura con un grito más de sorpresa que de dolor. Cuando se incorporó, César vio que el proyectil, fuese lo que fuese, le había abierto en la frente una pitera por la que sangraba profusamente.
Sobre el terraplén, un soldado se había encogido protegiéndose la cabeza con las manos y sólo ahora se atrevía a enderezarse. Un hombre de gran estatura pasó a su lado señalándolo con el dedo como si le dijera: «Ya te ajustaré las cuentas», y se acercó al grupo de César.
—¡Disculpad, señores! —exclamó con voz áspera como una lija—. ¡Ha sido un accidente!
El tribuno había echado mano a la vara de mando con la intención de castigar a su agresor. Pero al ver quién era se arrepintió al instante.
César conocía de sobra a aquel hombre: era el centurión Casio Esceva, una auténtica leyenda. Medía cerca de dos metros, tenía el pelo blanco y cortado a cepillo y una cicatriz que le cruzaba desde la frente hasta los restos de la oreja derecha.
—¿Se puede saber qué nos has tirado, Esceva? —preguntó César.
—Lo siento mucho, César. Sólo era un maldito trozo de pan. He fallado el tiro porque estaba mojado y se me ha resbalado de la mano.
Llevado por la curiosidad, Claudio Nerón había desmontado para recoger del suelo una especie de ladrillo amarillo.
—¿Pan? ¿Pan esto?
—Sí, legado —contestó Esceva—. Ábrelo y verás.
Claudio Nerón trató de romperlo entre los dedos, pero el presunto pan se resistía. César desmontó también, se acercó a él y se lo quitó. Aunque la corteza exterior estaba muy dura, siempre había tenido bastante fuerza en los dedos y logró partirla.
Por dentro mostraba una textura esponjosa. César se metió un trozo en la boca. Para extraerle algo de sabor tuvo que masticarlo con el ahínco de un rumiante, y se le introdujeron entre los dientes unas hebras que más parecían astillas. Cuando consiguió deglutirlo, decidió que el regusto que dejaba era el mismo que habría notado lamiendo una barrica vieja de madera abandonada en un establo.
—¿Con qué demonios han amasado este… pan? —preguntó César, haciendo un gesto con la mano para que su liberto Menéstor le pasara el odre de agua.
—Los lugareños lo llaman khara —contestó Esceva—. Es una especie de tubérculo. Se machaca, se mezcla con leche, se hornea y sale esto que ves. Acompañándolo con carne o con queso no está tan malo.
César meneó la cabeza. Prefería echar en falta el pan que comer aquello.
—Está bien, Esceva. Podéis volver al trabajo. No quiero interrumpiros.
El centurión regresó a la empalizada y, como al descuido, propinó un tremendo pescozón al soldado renuente al que había pretendido alcanzar con el disparo. Mientras, Claudio Nerón probó un trozo de pan de khara y un par de segundos después lo escupió.
—¡Demonios! —exclamó—. ¿Cómo se nota cuándo entra y cuándo sale del cuerpo? El sabor es exactamente el mismo.
—¿Por qué sonríes tanto, César? —preguntó Vatia, que seguía sangrando.
César, que no se había dado cuenta de que estuviera sonriendo, contestó:
—No es porque me haga gracia el golpe que te has llevado, tribuno. Es porque me he dado cuenta de que con hombres dispuestos a alimentarse con esa bazofia puedo llegar hasta el fin del mundo.
—Sin duda —dijo Claudio Nerón, arrojando aquella imitación de pan contra la empalizada. El impacto sonó tan contundente como una pedrada—. Si queremos tomar las murallas de Dirraquio, podemos usar estos ladrillos como proyectiles para las balistas.
César iba a montar de nuevo cuando vio a un grupo de soldados que venían subiendo una cuesta desde el oeste. El signum que llevaba el portaestandarte los identificaba como miembros de la primera centuria de la cohorte alojada en el fuerte.
—¿De dónde vienen esos hombres? —le preguntó a Claudio Nerón.
—En este momento no sabría decírtelo.
—Sólo tienes una legión a tu mando, legado. No te pido que memorices el cognomen de todos tus soldados, pero sí que controles qué hacen tus unidades.
—Sí, César. Lo tendré en cuenta.
César les salió al encuentro. El hombre que caminaba al frente de aquellos soldados era Quinto Longino. Como jefe de la primera centuria de la primera cohorte ostentaba el rango de primipilo, el centurión de mayor rango en la VI legión.
Al igual que los soldados que lo seguían, Longino venía pringado de barro hasta las orejas. Tan sólo uno de aquellos hombres presentaba un aspecto algo mejor, porque venía frotándose el capote con un puñado de hojas para limpiarlo. Séptimo Pulquerio, recordó César, pues ya se había fijado en que a aquel soldado le fastidiaba tanto la suciedad como a él.
—¡Salve, César! —saludó Longino, poniéndose firme. Sus hombres lo imitaron. Normalmente, cuando los soldados se cuadraban se oía el taconazo de las botas y el tintineo de las piezas metálicas, pero ahora el barro amortiguó los sonidos—. Ya hemos secado este riachuelo. A partir de ahora, tendrán que beber agua del mar.
César miró adonde señalaba el dedo de Longino. Entre las líneas de empalizadas que estaban a punto de juntarse se abría una pequeña vaguada. En los días anteriores por allí corría un torrente. Al verlo seco, César asintió satisfecho. Con el fin de empeorar las miserias del adversario, había ordenado que se organizaran patrullas para buscar todos los arroyos y riachuelos que bajaban desde los montes situados al oeste y atravesaban el territorio de Pompeyo. Una vez localizados, los legionarios los represaron con diques o los desviaron de su curso.
—A estas alturas, la única agua dulce que le llega al enemigo es la de la lluvia, César —dijo Longino.
César levantó el rostro hacia el cielo, tan gris como casi todos los días. Allí la lluvia era pertinaz, pero muy fina. Aunque a los pompeyanos no les serviría para rellenar aljibes, resultaba muy dañina para las articulaciones, para las armas, que había que aceitar constantemente, y sobre todo para los pies: una de las normas en las que más énfasis ponía César era en que los soldados debían cambiarse de calcetines todos los días, lavar a conciencia los que se quitaban y verificar que los que se ponían estuviesen bien secos. «Un ejército con los pies podridos no me sirve para nada», insistía.
Al bajar la vista de nuevo, reparó en un soldado alto y rubio que formaba junto al limpio Pulquerio. Tenía rasgos celtas, como tantos legionarios reclutados en el valle del Po, los brazos muy largos y musculosos y unas manos enormes. Su rostro le resultaba muy familiar.
César le hizo un gesto a Menéstor, que se acercó al instante.
—¿Quién es ese hombre, Menéstor? Sé que debería recordarlo, pero ahora no me viene a la memoria.
—Yo tampoco me acuerdo de su nombre, señor —respondió el liberto—. Pero sé que estaba en la IX, y que le salvaste la vida cuando estaban a punto de diezmarlo.
—¡Furio! ¡Se llamaba Furio! —exclamó César, tan contento como cada vez que conseguía enganchar un recuerdo con el anzuelo—. Acércate y dile que venga, Menéstor. Quiero hablar con ese hombre.