Nikastu, Pasonorte

Aún quedaban varias horas de luz cuando la expedición partió de la explanada al sur de Nikastu. Setecientos hombres y más de dos mil caballos.

Kratos se encontraba tan cansado que temía caerse de la silla en cualquier momento. No había dormido nada, pero sabía que no era el único. Tan sólo la certeza de que todos los ojos estaban puestos en él lo mantenía despierto y con gesto aparentemente sereno.

Por dentro, se sentía roto. No era sólo el terrible viaje que les aguardaba, prolegómeno de pruebas que sin duda serían más duras. Le dolía abandonar aquella comarca y aquella ciudad de las que había creído, aunque fuera tan sólo un par de días, que se convertirían en su hogar.

Por encima de todo, le partía el corazón pensar que tal vez no volvería a ver a Aidé. Todas las historias de amor se acaban, todos los matrimonios, hasta los felices, llegan a su final. Eso lo sabía de sobra, no era ningún adolescente.

Pero cuando uno se despide quizá para siempre no debería hacerlo con un beso en la mejilla mientras mira hacia otra parte para dejar bien claro que enfoca los ojos en la lejanía. Así había hecho Aidé, que se había negado a salir del torreón y acudir a despedir a la comitiva a la puerta sur.

Debes olvidarte de ella o no actuarás como un general, se dijo, mientras ocupaba su lugar a la cabeza de la columna. En el centro llevaban los caballos de relevo, guiados por los jinetes más expertos en conducir manadas. Kratos esperaba que no dieran muchos problemas.

—¿Te encuentras bien, tah Kratos? —le preguntó Baoyim, que montaba una menuda yegua blanca—. ¿Qué tal va tu hombro?

—Mejorando. Cuando llegue el momento, podré empuñar la espada. Aún aguardo la respuesta de tus compatriotas. Espero que entren en razón y nos dejen pasar por los túneles.

—Tengo el pálpito de que lo harán. Todo va a salir bien.

De pronto, la sonrisa de la Atagaira se le antojó más encantadora que nunca. Daba la impresión de ser una mujer razonable; más que Aidé, seguro.

Al pensar en su joven amante y el hijo que esperaban, volvió a sentir una punzada en el estómago. Ahora mismo, y hasta que acabe esta campaña, eres viudo a todos los efectos, se dijo.

Ahri se acercó montado sobre un caballo pinto que, rodeado por aquellas piernas tan largas y huesudas, parecía más bien un burro. El ex Numerista, que no era un jinete consumado, no había insistido demasiado en acompañar a Kratos. Pero éste no se podía permitir el lujo de prescindir de su memoria, su capacidad de cálculo ni su inteligencia.

Tal vez el único miembro de la expedición menos entusiasta que Ahri era Urusamsha. Kratos había dudado hasta el último minuto si llevarlo o no, pero prefería tener al intrigante Bazu cerca de él que de Aidé, y su conocimiento de los caminos podría resultarles útil.

—¡Ánimo, Ahri! Tengo la impresión de que vamos a contemplar maravillas que ni siquiera tu filosofía ha llegado a soñar.

—Preferiría quedarme aquí y contemplar un buen lechón espetándose en una hoguera y un barril de cerveza, pero ya que no hay más remedio…

—No lo hay. Y lo sabes.

Tah Kratos, hay algo que dijo el Gran Barantán cuando utilizó a tu hijo de médium. No he dejado de darle vueltas desde esta mañana.

—¿A qué te refieres?

Como siempre, Ahri citó de memoria.

—«Cuando entres en Urtahitéi y descubras que tu rival de tres metros, huesos indestructibles y piel que repara por sí sola sus heridas se mueve además mucho más rápido que tú, probablemente echarás de menos conocer más aceleraciones».

—Sí, recuerdo que dijo eso. Yo le pregunté si había más aceleraciones y él me respondió con evasivas.

—¿Crees que puede haber más Tahitéis?

—No lo sé. Siempre he creído que se limitaban a tres. De hecho, a la mayoría de los Tahedoranes se les enseñan sólo dos. O así debería ser.

—¿Y si hubiera más?

—¿Qué más da? Aunque existieran, ¿quién me enseñaría la fórmula? El único que tal vez podría conocerla es el Gran Maestre de Uhdanfiún. Pero está muy lejos, y aunque le mandáramos un cayán me temo que se negaría a revelarme el secreto.

—Tengo entendido que pronunciáis mentalmente una serie de números —dijo Ahri, bajando la voz y acercando su montura a la de Kratos tanto que las pantorrillas de ambos se rozaron.

—Así es.

—¿Son fórmulas al azar?

—¿Y yo qué sé? Son series de nueve números…

—¿Las tres que conoces tienen nueve números?

—Sí.

—¿Puedes decirme cuáles son? —preguntó Ahri, abriendo exageradamente sus ojos de búho y bajando aún más la voz.

—¿Estás loco? Es un secreto reservado a los Tahedoranes. Revelar esa información se castiga con la muerte.

—Sinceramente, tah Kratos, ¿crees que a estas alturas importa? ¿Quién va a ejecutar la sentencia contra ti? Además, te juro por el teorema del triángulo rectángulo que esos números no saldrán de mi boca a no ser que tú me autorices.

—Tu boca no es precisamente una tumba, amigo mío.

—Para cuestiones matemáticas sí, tah Kratos.

—¿Por qué ese empeño? ¿Para qué quieres saberlo?

—Porque si encuentro alguna relación entre esas tres series de números, tal vez pueda deducir una cuarta… y una quinta… Y quién sabe si más.

Kratos se quedó pensativo, imaginando las posibilidades de una cuarta aceleración. ¿En qué grado acrecentaría su velocidad y su fuerza? ¿Su cuerpo sería capaz de resistirlo?

Merecía la pena intentarlo.

—Te diré los números una sola vez, Ahri. Y si se te escapa uno solo…

—Descuida, tah Kratos. Dímelos.

Kratos tragó saliva y susurró:

—Protahitéi: 4, 1, 9, 6, 8, 7, 3, 4, 4. Mirtahitéi: 7, 5, 1, 6, 3, 7, 2, 4, 5. Urtahitéi: 8, 0, 2, 9, 2, 2, 0, 8, 1.

Ahri cerró los ojos y asintió varias veces con la barbilla. Después volvió a abrirlos con una sonrisa.

—Ya está.

—¿Ya has descubierto otra serie?

—¡No! Ya los he memorizado. Ahora tengo que pensar en ellos. Aparentemente, no existe relación lógica entre esos números. Pero los secretos de las matemáticas son más gozosos cuanto más recónditos.

Kratos lo dejó con sus cálculos y cabalgó hasta el centro de la columna. Todo parecía dispuesto. A ambos lados de los expedicionarios había miles de camaradas de la Horda que se quedaban, mujeres y niños que los miraban con una mezcla de temor y esperanza. Pensó en pronunciar un discurso, pero no le quedaban fuerzas ni inspiración en aquel momento. Tan sólo levantó la mano, señaló hacia las montañas de Atagaira y dijo:

—¡En marcha, Invictos! ¡Cuánto antes partamos, antes regresaremos a casa!

Después taloneó ligeramente los flancos de su caballo y cabalgó hacia la vanguardia de la columna. Partágiro levantó en alto el estandarte de la Horda Roja, y una ráfaga de viento frío hizo ondear el narval. A la señal, toda la expedición se puso en marcha.

En otras circunstancias, los Invictos habrían hecho sacrificios para propiciarse el favor de los dioses. Ahora, cabalgaron en un ominoso silencio. Si querían aguantar las terribles jornadas que tenían por delante, les convenía ahorrar fuerzas.