Narak
El hombre que dormía en la cama con Neerya se incorporó de un salto. La luz de Rimom que entraba por la celosía reveló que estaba tan desnudo como ella.
—¿Quiénes sois? ¿Qué significa…?
Antea se echó sobre él y lo derribó en la cama tapándole la boca. Después desenvainó un cuchillo curvo, le tiró de la oreja hacia fuera como una maestra regañona y le cortó el lóbulo. Una mancha oscura se extendió sobre la sábana. El hombre, al que Ariel conocía como Agmadán, politarca de la ciudad, gritó de dolor, pero la manaza de la Teburashi sofocó su voz.
—No digas nada más —susurró Ziyam—. Si no, te cortaremos otra cosa que aprecias más y ya no podrás disfrutar de tu putita.
—¡Gggmmmm!
—Si piensas que no vamos a cumplir nuestra amenaza porque somos débiles mujeres, te diré que somos Atagairas. No tenemos nada que ver con vuestras hembras ni con vosotros. Di «sí» con la barbilla si lo has entendido.
Pese a su rostro angelical, Ziyam podía hablar con una frialdad que helaba la sangre en las venas. Agmadán asintió, con los ojos abiertos de pavor. A Ariel no le gustaba nada de lo que estaba pasando, salvo ver en apuros al politarca. Él había sido el causante de la ruina de Derguín y la muerte de los cadetes de su academia. Se merecía todo lo peor que le pudiera pasar.
—Ahora los dos vais a vestiros en silencio —añadió Ziyam—. Sólo contestaréis, y en voz baja, cuando yo os pregunte algo.
La madre de Ariel carraspeó. Ziyam la miró de reojo y se corrigió.
—Cuando ella o yo os preguntemos. ¿Entendido?
Ambos asintieron. Después, siguiendo órdenes, recogieron sus ropas de un diván al lado de la cama. Agmadán podría haber seguido desnudo y exhibiendo su tripa flácida y su vello gris todo el tiempo que hubiese querido, porque nadie lo miraba. Todos los ojos estaban clavados en Neerya. Ariel recordaba perfectamente su belleza, ya que le había dado un masaje y había comprobado las proporciones perfectas de su cuerpo no sólo con los ojos, sino también con los dedos. Las demás mujeres parecían incapaces de apartar la vista de ella. Algunas la contemplaban con mal disimulado deseo, mientras que Ziyam y Tríane la miraban de arriba abajo con gesto escéptico, como si fueran tratantes de ganado buscándole tachas a una ternera.
El asalto a la mansión de Neerya no había sido el primer plan de Ziyam y Tríane. Durante el viaje, Ariel había espiado suficientes conversaciones entre ellas como para saber que la reina poseía una máscara gracias a la cual recibía visiones de un ser muy poderoso, un hechicero o tal vez un dios que la llamaba desde Narak.
Pero Ziyam no estaba segura de cómo llegar hasta él. Al poco de desembarcar, cuando recorrían el paseo de la Espina, se quedó asombrada contemplando el enorme frontispicio del templo de Manígulat. Al ver el relieve en el que éste tiraba de la barba al dios loco, la reina dijo a las demás:
—Tiene que ser aquí.
Sin embargo, al entrar en la sala abierta a los fieles, una larga bóveda de más de quince metros de altura excavada en la roca a partir de una cueva natural, Ziyam sacudió la cabeza.
—No. No es esto lo que he visto. Vámonos.
Les explicó que en sus visiones había contemplado otro santuario que también era una gruta, pero mucho más pequeño y en forma de domo, y para entrar en él había que atravesar un boquete circular, una especie de ventana.
—¿Has visto algún templo así en Narak, Ariel? —preguntó Tríane.
—No, madre. Sólo me enseñaron los de Manígulat y Tarimán. Y el de Tarimán no se parece en nada a lo que la reina nos ha dicho.
Por eso habían decidido recurrir a alguien que conociera bien la ciudad. Ariel sabía dónde estaba la mansión de Neerya, ya que había acompañado a Derguín en varias visitas, y no se le ocurría ninguna otra persona que pudiera guiarlas.
A Ziyam y a Tríane les había parecido una excelente idea. Tanto que ambas habían felicitado a Ariel. Ésta no comprendía el motivo. Pero ahora, al ver con qué desdén miraban a la hermosa cortesana, Ariel empezó a sospechar que la causa estaba relacionada con Derguín Gorión, y temió por la vida de Neerya.
Si tengo que defenderla, lo haré, pensó. Neerya había sido muy dulce y amable con ella desde que la conoció, y sabía que Derguín se entristecería mucho si le pasaba algo. Al pensar en defenderla, Ariel se llevó la mano a la espalda y, bajo la capa, rozó el pomo de Zemal. Por instinto, se le había escapado el mismo gesto que habría hecho su padre.
Una vez vestidos los prisioneros, les ataron las manos por delante, amenazándolos con retorcerles los brazos a la espalda y apretar las ligaduras si daban algún problema. Después, Ziyam les preguntó por algún santuario que cumpliera las características de su visión, sin mencionar cómo había recibido ésta. Neerya y Agmadán cruzaron una mirada. Fue el politarca quien habló.
—Debe de ser el templo de Rimom. Allí hay una oniromante que interpreta los sueños de los fieles.
¡La oniromante! Ariel no había acompañado a Derguín al santuario, pero sabía que allí se había consumado la traición. Su padre se había dormido abrazado a la sacerdotisa para invocar sueños proféticos, y después había despertado sin Zemal y encerrado en una mazmorra de la torre de Barust.
Sin Zemal… Ariel se preguntó cómo se sentiría ahora. Sabía que para él alejarse de la espada era una tortura. Seguramente no habría dormido ni probado bocado desde el robo. ¡Y ya estaba lo bastante flaco! Padre, te prometo que te compensaré, pensó, como si él pudiera escucharla . Te devolveré la espada y a tu amigo con vida, y no permitiré que le pase nada malo a Neerya, y yo misma me vengaré de Agmadán si hace falta.
—Esa espada que tienes colgada en la pared me resulta familiar. ¿No es Brauna, la espada de Derguín Gorión? —preguntó su madre, dirigiéndose a Neerya.
Ella miró de reojo a Agmadán y asintió. Ariel recordó que el politarca le había robado la espada a Derguín.
—Nos la llevamos también —dijo Ziyam, haciéndole una seña a una de las Teburashi para que la descolgara de la pared.
Al salir de la casa pasaron junto a varios cuerpos, los cadáveres de los criados que habían intentado detener a las intrusas, y también el de un enorme mastín que vigilaba la puerta y al que Antea había despachado decapitándolo de un tajo. Neerya miró a Ariel, con los ojos llenos de lágrimas. La niña se sintió aún más culpable.
¿Por qué para conseguir algo bueno hay que hacer cosas tan horribles?, se preguntó. Sin saberlo, se estaba planteando una cuestión que obsesionaba a más de un filósofo en Ritión y otros países.
El grupo bajó de la Acrópolis por unas larguísimas y sinuosas escaleras, con abismos vertiginosos que se abrían a cada lado de las barandillas. A esa hora los funiculares no funcionaban. Agmadán había sugerido despertar a los encargados para que sacaran del establo a los percherones que hacían girar el gran cabrestante, pero Ziyam se negó.
—No haremos nada que llame la atención. No nos vas a engañar, Narakí.
Tardaron tanto en descender que cuando llegaron a la altura de la bahía la luz de Taniar empezaba a mezclarse con la de Rimom y sobre sus cabezas el firmamento se teñía de violeta. Al pie de las escaleras las aguardaban dos de las Teburashi con la carretilla que cargaba el cuerpo del Mazo.
Recorrieron las calles tortuosas del barrio del Nidal, con las ruedas de la carretilla traqueteando en el suelo. En algunas esquinas y plazuelas vislumbraron sombras furtivas, tal vez ladrones que, al ver a un grupo tan numeroso y bien armado, desistieron de cualquier mala intención.
Por fin llegaron ante el templo de Rimom, una pagoda de madera pegada a una de las crestas verticales que subían hacia el distrito del Nido. Las esquinas de los tres tejados estaban vigiladas por gárgolas grotescas que, bañadas en el tenue resplandor violáceo de la noche, parecían mirarlos con severidad. Agmadán, siempre contestando a una pregunta de Ziyam, les explicó que el templo lo habían sufragado inmigrantes Ainari y por ese motivo lo habían construido con el estilo arquitectónico de su tierra.
La puerta estaba cerrada. Si había candado, se encontraba en el interior.
—¿Un santuario del sueño no debería estar abierto de noche? —preguntó Antea.
—Hoy no es día propicio para las consultas —contestó Agmadán.
—Mejor así —dijo Ziyam—. Niña, abre la puerta.
—¿Cómo? —preguntó Ariel.
—Usa lo que ya sabes.
—¡Zemal no es una vulgar ganzúa! ¡Es un deshonor utilizarla para abrir una puerta!
—¿Quién te ha enseñado a hablar así? —preguntó su madre—. Eres una cría. Tú no entiendes de honor. Haz lo que te mandan.
—¿Ha dicho Zemal? —preguntó Agmadán.
—Silencio, Narakí —le ordenó Antea, imitando con los dedos el corte de unas tijeras a la altura de la entrepierna.
Ariel se quitó la capa y descolgó de su espalda el tahalí al que había enganchado la vaina. Mientras lo hacía, su mirada se cruzó con la de Neerya. Volvió a sentirse culpable, pero la cortesana le sonrió. Fue sólo un segundo, un gesto clandestino que, sin embargo, la reconfortó, como si Neerya le dijera: Confío en ti.
Ariel aferró con la mano izquierda la vaina y con la derecha la empuñadura de Zemal. Después respiró hondo, muy hondo, y tiró de ella.
A la luz de la hoja vio el gesto de asombro de Agmadán. Sin embargo, Neerya no parecía tan sorprendida de que Ariel pudiera empuñar el arma sin morir fulminada. La niña recordó que, cuando se conocieron, la cortesana la miró con ojos penetrantes y le dijo: «Hay en ti más de lo que parece a simple vista». Después había añadido «y también menos», pero eso Ariel tendía a olvidarlo, ya que no le sonaba tan halagador y además no entendía qué podía significar.
Todos se apartaron de ella, sabedores de que un simple roce con el filo del arma podía rebanarles un dedo. Ariel dudó un momento, sosteniendo la vaina de cuero en la zurda y la espada en la diestra. No se atrevía a manejarla con una sola mano. Por fin, se acercó a Neerya y, apartando la punta de Zemal lo más posible, le tendió la funda.
—¿Me la guardas, por favor?
Ella volvió a sonreír e hizo ademán de cogerla, pero su madre fue más rápida y se adelantó.
—Me la quedaré yo, si no te importa, querida —dijo, mirando a Neerya con una intensidad que a Ariel no le gustó nada.
¿Por qué la odia, si es buena?, se preguntó ingenuamente.
Empuñando el arma con ambas manos, Ariel acercó la punta a la puerta. Volvió a respirar hondo y luego empujó un poco. Sin que notara resistencia alguna, la espada penetró limpiamente y unas volutas de humo se levantaron de los bordes de la hendidura recién abierta.
Con sumo cuidado, como un arquitecto que diseñara unos planos, Ariel dibujó un gran óvalo con la espada. Cuando terminó, retiró el arma. El corte había sido tan limpio y suave que la pieza de madera seguía en su sitio.
—¡Vamos allá! —dijo Antea.
Sin la menor contemplación, dio una patada y el óvalo serrado cayó al interior del templo. Después entró agachándose y blandiendo su propia espada en posición de ataque. Tres Teburashi la siguieron.
Dentro se oyeron voces, unos cuantos golpes sordos y dos gritos que al instante se convirtieron en estertores ahogados. Pasado un breve rato, Antea asomó la cabeza por la puerta y dijo:
—Despejado.
Tríane le devolvió a su hija la funda, y Ariel envainó la hoja y volvió a colgársela a la espalda. Al entrar al templo vio dos cuerpos tendidos en el suelo sobre sendos charcos de sangre que empezaban a mezclarse en uno solo. Eran un hombre de unos cincuenta años y un chico que no debía ser mucho mayor que la propia Ariel.
—Esto es un sacrilegio —dijo Agmadán—. Declaro ante los dioses que yo no tengo nada que ver con esto y que no estoy obrando por propia voluntad.
—A los dioses les importa un comino lo que digas o hagas o incluso tu mera existencia —dijo Tríane—. Pronto lo comprenderás.
A Ariel la escandalizaron las palabras de su madre. Jamás en la cueva la había oído hablar en ese tono contra los dioses, y de hecho siempre le había dicho que debía temerlos y respetarlos. ¿Por qué parecía haber cambiado de opinión?
A la derecha, tal como había explicado Ziyam, se hallaba el boquete circular que daba acceso al sanctasanctórum. Estaba a un metro del suelo, de modo que tendrían que hacer algunas contorsiones para entrar.
—Vosotras quedaos aquí con el Narakí —ordenó Ziyam a tres de las Teburashi—. Por el momento no nos será necesario, pero si intenta huir o simplemente se pasa de listo, convertidlo en filetes de cerdo.
Por si Agmadán no lo había entendido, repitió las órdenes en su versión del Ritión, que no sonaba demasiado académica, pero sí contundente. El politarca suspiró aliviado, pero añadió, señalando a Neerya:
—Ella tampoco os hace falta, y es mía. Dejadla aquí.
—Qué extraño país, donde un varón puede decir que una mujer es suya sin que le corten los testículos en el acto —dijo Antea, acercando la punta ensangrentada de su espada a las ingles de Agmadán—. Aunque todo tiene remedio.
Por su parte, Ziyam enarcó una ceja y, con gesto burlón, preguntó a la cortesana:
—¿Tú te consideras suya?
—Yo no soy de nadie —respondió Neerya, mirando desafiante a Agmadán—. Pero hice un juramento.
—¿Qué te obliga a estar con él?
Neerya asintió. Ziyam desenvainó un estilete y lo acercó al cuello de la cortesana. ¡La va a matar como mató al Mazo!, se alarmó Ariel.
—Esto es un caso de fuerza mayor —dijo la reina, punzando ligeramente junto a la yugular de Neerya—. O vienes con nosotras o mueres aquí mismo. Creo que eso te exime momentáneamente de tu juramento. ¿Estás de acuerdo?
Neerya miró a Ziyam a los ojos con gesto desafiante, pero volvió a asentir.
—Iré con vosotras.
Ziyam se apartó y volvió a guardar el estilete en su estrecha vaina.
—Todo arreglado. —Cambiando de nuevo al idioma de Atagaira y señalando a la carretilla, ordenó a las tres Teburashi—: Cuidad bien de eso.
Ariel comprendió que con «eso» se refería al cuerpo del Mazo.
—¡No puedes dejarlo aquí dentro de esa caja!
Antea la tomó por los hombros, la apartó un poco y se agachó junto a ella.
—Mis guerreras han hecho un gran esfuerzo cargando con él desde Atagaira y Malabashi, a un mundo de distancia. Pero ahora es casi imposible pasarlo por ese agujero. Aquí no le va a ocurrir nada, Ariel.
—¿Me lo prometes?
—No te lo puedo prometer, porque no depende de mí. Pero si la dragona ha tenido a bien mantener incorrupto su cuerpo, seguro que es porque guarda algún designio para él. Confía en tu señora Iluanka —añadió, acariciando el tatuaje de la niña.
Tras su breve plática con Ariel, Antea se encaramó a la abertura circular y volvió a entrar la primera, retorciéndose con una flexibilidad insospechada en una mujer tan alta y ancha de hombros. Después la siguieron las otras cinco Teburashi, y Ariel, Ziyam y Tríane.
El corazón del santuario era una especie de cúpula natural, más pequeña que la cueva de Gurgdar. Las paredes estaban encaladas y llenas de nichos en los que ardían cientos de velas, y del techo colgaban las raíces de un árbol.
La oniromante estaba sentada en un taburete. Vestía una túnica extravagante que mezclaba todos los colores del arco iris y algunos más, y tenía la cabeza rapada y llena de tatuajes rojos y azules.
—¿Qué venís a buscar al templo de los sueños? —preguntó en Ritión—. Para consultar a los dioses no hace falta recurrir a la violencia.
—De aquí parte un túnel que baja a las profundidades de la tierra —dijo Ziyam—. ¿Dónde está, bruja?
—Tampoco es necesario faltar al respeto a los sirvientes de los dioses.
—Eres una hembra mortal y no mereces el respeto de una Atagaira. ¡Contesta a mi pregunta y no tientes mi paciencia!
—Esta cueva no tiene otra entrada o salida que la que habéis visto.
La madre de Ariel se acercó también a la sacerdotisa.
—Eso no es posible. Nosotros venimos a despertar al Durmiente. Debes revelarnos cómo llegar hasta él.
La mujer abrió los ojos con espanto.
—¿Despertar al Durmiente? Locas son quienes quieren invocar al padre de toda locura. ¡Marchaos de aquí por vuestro propio bien!
—Nuestro bien o nuestro mal son decisión nuestra. Dinos lo que queremos saber, mujer.
—Tú… —La sacerdotisa pareció comprender y señaló a Tríane con el dedo—. Tú eres de los Antiguos. No deberían…
No añadió nada más. Con una velocidad sorprendente, Tríane sacó un puñal que hasta entonces había llevado oculto bajo la capa y se lo clavó en el pecho. La mujer murió al instante, pero se quedó sentada en un extraño equilibrio y con la barbilla apoyada sobre el esternón.
Ariel se llevó las manos a la boca, horrorizada. Sabía que su madre podía ser dura, casi despiadada, pero era la primera vez que la veía asesinar a alguien.
Una mano le apretó el hombro. Por el tacto suave y el calor de los dedos, comprendió que era la de Neerya. Pero no se dio la vuelta para mirarla. No se atrevía a contrariar a su madre y, después de lo que acababan de ver, temía que desatara su ira sobre la cortesana.
—Tendré que preguntarle al Durmiente —dijo Ziyam, que ni había pestañeado al ver morir a la oniromante.
—Me temo que así es —respondió Tríane.
La reina abrió una bolsa de piel de la que no se desprendía un instante y sacó la máscara. Aunque no parecía más que un tosco trozo de madera con tres rubíes, a Ariel le daba escalofríos. Parecía que las tres gemas eran ojos que la miraban a ella, sólo a ella, y le decían: Eres una ladrona. Has traicionado a tu padre. Por tu culpa mataron al Mazo, y ahora dejas abandonado su cuerpo. Eres cómplice de asesinato, y todavía morirá mucha más gente por tu culpa.
—No, no, no —susurró, tapándose los ojos.
Cuando volvió a mirar, el cuerpo de la sacerdotisa estaba tirado en el suelo sobre una piel de cabra y su lugar en el escabel lo había ocupado Ziyam. La reina de las Atagairas se había puesto la máscara, que, sin cuerdas para atarla a la nuca, se sujetaba por sí sola sobre su rostro.
Fue sólo cuestión de segundos. Las manos de Ziyam, apoyadas sobre sus rodillas, empezaron a temblar como si sufriera de convulsiones. Cuando las sacudidas se extendieron a sus piernas, Antea dio un tirón de la máscara y se la quitó.
—¡Nooooo! —gritó la reina. Tríane la agarró por los hombros y le susurró algo al oído que consiguió calmarla. En eso su madre era muy buena. Experta en curar.
Lo que Ariel ignoraba hasta entonces era que también fuese experta en matar.
Cuando Ziyam se calmó un poco, se levantó y miró en derredor. Sus ojos parecían ver más allá de las paredes, con la vista enfocada a lo lejos. Ariel se preguntó si no habría perdido la razón. Máxime cuando la reina se acercó al punto opuesto al orificio por el que habían entrado y empezó a palpar y a pegar la oreja a la pared enjalbegada.
—Aquí. Es aquí. No pueden engañar al Durmiente. Es aquí.
Antea aporreó la zona con el pomo de su espada. Los golpes en las paredes sonaban opacos y apagados, TUZZZ, TUZZZ, pero en la zona que señalaba Ziyam parecían más huecos, TOC, TOC.
—Usa la espada, hija —dijo Tríane, poniendo las manos en la espalda de Ariel y empujándola adelante.
Estaba empezando a tomarle el gusto a tal poder. Volvió a desenfundar a Zemal. En la cueva olía a moho y humedad, y ahora también a la sangre derramada de la sacerdotisa, de modo que Ariel aspiró con fruición el pungente aroma a ozono que desprendía la hoja.
Clavó la punta en la pared y empujó hasta el arriaz. No tenía modo de saber si estaba hundiendo la espada en roca maciza o traspasando un muro. No encontraba resistencia, tan sólo oía un suave silbido. Volvió a mover la hoja y se puso de puntillas para que el hueco, si conseguía abrirlo, permitiera pasar a todas. Cuando ya estaba terminando, Antea se acercó y apoyó ambas manos en la pared.
—Es para que no te aplaste —le explicó.
Por fin, Ariel terminó, se retiró unos pasos y envainó a Zemal. Antea apartó las manos y dio un brinco a un lado. El óvalo de pared que Ariel había cortado con la espada se desprendió y cayó hacia dentro. Las pieles y alfombras que cubrían el suelo amortiguaron el golpe, pero se levantó una nube de polvo que hizo toser a Ariel.
Gracias a la visión de la máscara, Ziyam había acertado. La roca maciza no era tal, sino una gran losa de unos dos dedos de grosor, disimulada por la capa de cal. Al otro lado se abría un túnel que descendía hacia las tinieblas. El aire que subía de él era más fresco y olía más seco que el de la agobiante capilla.
—Por ahí —dijo Ziyam. Aún tenía la vista nublada, pero parecía estar recuperándose del trance—. El Durmiente nos espera.
El primer tramo de túnel parecía natural. Las paredes eran rugosas, el suelo anfractuoso y el techo tan traicionero que las Atagairas más altas se propinaron algún que otro cabezazo, y una de ellas tuvo que romper un jirón de túnica para tapar la pitera que se había abierto en la coronilla. La bajada era muy pronunciada; en algunos tramos tenían que agarrarse con fuerza a las paredes para no resbalar y caer rodando.
Pasada una media hora, el túnel desembocó en otra galería muy parecida a la que las había traído desde el lago de Bórax, un gran conducto de paredes lisas, pero seco.
—¿A la derecha o a la izquierda, majestad? —preguntó Antea, señalando a ambos lados con el globo de luz.
—Por allí. —Ziyam señaló a la izquierda sin vacilar—. Siempre bajando.
El descenso seguía siendo muy empinado, pero en el suelo de aquel nuevo túnel había alguna extraña sustancia que parecía adherirse a las suelas y evitaba que se escurrieran. Ariel se agachó y la tocó con la mano. Si apretaba con los dedos y empujaba, era incapaz de moverlos: aquel material no resbalaba. Para avanzar había que levantar los pies casi en vertical, lo que sumado a la pendiente suponía un esfuerzo considerable para los muslos.
Caminaron durante horas sin detenerse. Ariel empezaba a notar pinchazos en la parte anterior de los muslos, a los que les correspondía frenar el descenso. Las Atagairas, avezadas a viajar por las montañas de su tierra, parecían incansables, pero Neerya tenía el rostro perlado de sudor y se mordía los labios como si quisiera sofocar un continuo quejido de dolor. Sin embargo, en ningún momento pidió un respiro.
El túnel describía vueltas y recodos a ambos lados, y a veces la pendiente se acentuaba o se suavizaba. Todas acabaron desorientadas, sin saber a qué profundidad se hallaban, o si lo que tenían encima era la ciudad, algún rincón despoblado de la isla o las aguas del mar.
Llegó un momento en que los luznagos, agotados, empezaron a adormilarse y perder brillo. A Ariel la espantaba la idea de encontrarse encerrada en la oscuridad absoluta. No era la única, a juzgar por las miradas de las demás. Pero conforme los luznagos se debilitaron hasta parecer febles ascuas en una hoguera moribunda, las exploradoras descubrieron que las paredes emitían un tenue resplandor blanquecino.
—¿Han estado brillando todo el rato? —preguntó una de las Atagairas.
—Seguro que no —dijo Antea—. Me habría dado cuenta.
—Esta luz es nueva —corroboró Tríane—. Debemos estar muy cerca. ¿Ziyam?
La reina marchaba la primera, todavía sumida en un semitrance, aunque no había vuelto a ponerse la máscara.
—Sí —contestó con aire ausente—. Cerca. Muy cerca.
Hasta entonces habían caminado dentro de la zona de luz proyectada por los luznagos, dejando atrás tinieblas y avanzando hacia nuevas tinieblas. Pero ahora divisaron al fondo un pequeño círculo de claridad, más intensa que la difusa fosforescencia emitida por las paredes del túnel. Ziyam apretó el paso y las demás mujeres la imitaron.
Ariel observó a Neerya. Llevaba un rato caminando como una muerta en vida, con los brazos caídos y la mirada perdida. Ariel se acercó a ella, le tomó la mano y le susurró:
—No va a pasar nada. No les voy a dejar que te hagan nada malo.
Neerya pareció despertar al oír sus palabras y esbozó una sonrisa triste.
—¿Me defenderás con esa espada?
Se lo había preguntado en un idioma que no era Ritión ni el de las Atagairas. Ariel, que comprendía todos los lenguajes sin saber por qué —aunque empezaba a sospechar que era un don heredado de su madre—, tardó unos instantes en darse cuenta de que estaba hablando en Pashkriri.
—Se la voy a devolver —respondió, como si Neerya le hubiera echado algo en cara.
—Ojalá tengas ocasión. —Neerya se agachó un poco y susurró—: Va a pasar algo terrible. Te suplico que no uses más a Zemal.
—¡Silencio, ramera de lujo!
Ariel se volvió. Su madre estaba detrás de ellas y también había hablado en Pashkriri.
—Puedes estar segura de que a ti sí te ocurrirá algo terrible si vuelves a dirigirte a mi hija —añadió Tríane, empujando a Ariel para apartarla—. Recuerda a quién tienes que obedecer y ser fiel —le dijo a ella en otro idioma que tampoco era Pashkriri, sino el que hablaba con Ariel cuando era más pequeña. Derguín lo llamaba «Arcano».
—Sí, madre —contestó Ariel. ¿Cómo podía ser fiel a su madre, y también a su padre, y a la vez evitar que Neerya sufriera daño? ¿Por qué la vida tenía que presentarle disyuntivas que era incapaz de resolver?
La luz no había dejado de crecer. Por fin salieron del túnel y se encontraron en una gran sala que, después de tantas horas caminando entre angostas paredes, se les antojó tan espaciosa como la bóveda del cielo.
Ariel tardó unos segundos en darse cuenta de que lo que estaba viendo era una cúpula achatada de más de cincuenta metros de diámetro. El resplandor provenía de cientos de nervaduras blancas de un palmo de ancho que subían como radios por las paredes hasta unirse en el centro, a unos quince metros de altura.
Era precisamente el centro lo que atraía las miradas de todas.
—Ahí aguarda el Durmiente —susurró Ziyam.
durmiente miente dur el dur aguarda guarda miente
Las palabras de la reina habían despertado extraños ecos, voces que no eran la suya y que se mezclaban en ritmos desconcertantes. Esas voces, aunque rebotaban en todas partes, parecían provenir del centro y se clavaban en los oídos como un cristal rayando una pizarra.
—Va a ocurrir algo muy malo —repitió Neerya.
—Estoy de acuerdo contigo, mujer —murmuró una de las Atagairas.