Ciudad de Nikastu, Pasonorte
U na vez pasó el momento de euforia tras la destrucción de la estatua viviente de Anfiún, fue una noche larga y oscura para la Horda. Si en otras ocasiones los Invictos podían mezclar las lágrimas con plegarias a los dioses, ahora ni siquiera gozaban del consuelo de rogar por sus muertos. Muchos habían oído las palabras de Anfiún, «El tiempo de los humanos se acabó». No había equívoco ni ambigüedad en ellas. El rostro de un dios en la luna había precedido a la lluvia de estrellas, y ésta al despertar de una estatua asesina: el dios al que más reverenciaban los Invictos había demostrado ser un cruel enemigo.
Bajo un cielo en el que sólo brillaban las estrellas y el Cinturón de Zenort, esa noche ardieron cientos de hogueras en Nikastu. La mayoría eran piras funerarias, pero también había fogatas en las que los habitantes de la ciudad quemaron las figurillas de madera de los dioses, temerosos de que pudieran cobrar vida. Algunos las arrojaban a las llamas con insultos y gritos de ira, otros con lágrimas de pena y temor, y en muchos rostros se veía una expresión plana y desconsolada, como si fueran cachorros abandonados por sus amos. Pero ninguna imagen divina sobrevivió a aquella noche: los exvotos de arcilla fueron destrozados a martillazos y los bronces arrojados a los crisoles para fundirlos, con la orden de enterrar fuera de la ciudad los lingotes así obtenidos para evitar que el metal que había servido para representar a los Yúgaroi pudiera atraer más maldiciones sobre los humanos.
El número de bajas era escalofriante. Entre los que ya habían muerto y los heridos con quemaduras más graves que no tardarían en fallecer, Ahri informó a Kratos de que iban a perder a casi quinientas personas, de ellas cuatrocientos soldados. En la batalla de la Roca de Sangre habían muerto tres veces más, pero había sido un combate de muchas horas y contra un enemigo que los decuplicaba en número. Lo ocurrido en la noche del 10 de Bildanil, una fecha que no olvidarían, era un desastre proporcionalmente mucho peor. Un solo enemigo les había infligido tales daños que Kratos no quería ni imaginar qué habría pasado si entre las ruinas hubiesen encontrado más Xóanos.
Mientras recorría el sendero de destrucción trazado por la estatua de Anfiún, Kratos dictó mensajes a Ahri, que los iba escribiendo según caminaba y luego se los entregaba al cayanero. Quería saber si había ocurrido lo mismo en otros lugares de Tramórea. En plena noche, las aves mensajeras partieron hacia Acruria, Malib, Lirib y Mígranz.
No sabía qué contestaciones recibiría, pero sospechaba que confirmarían sus temores. Kratos no podía olvidar el ominoso relato de Linar, el Mito de las Edades. «Los Yúgaroi volverán». Por eso, mientras las campanas tañían lúgubres y se escuchaban llantos y gemidos por toda la ciudad, empezó a pensar en planes de batalla.
La desaparición de las lunas agravaba la sensación de desamparo y amenaza que reinaba entre los Invictos y sus familias. Donde debían encontrarse Rimom, Shirta y Taniar, que ni siquiera había llegado a salir a su hora, había unas zonas negras que devoraban toda luz como pozos de tinieblas.
Subidos al terrado del torreón, Kratos y algunos de sus hombres escrutaban el cielo.
—Si las lunas hubiesen desaparecido sin más, tendrían que verse estrellas en el lugar que ocupaban —explicó Ahri.
—No te entiendo, Búho —dijo Abatón, ileso tras la lucha contra el gigante. Oxay, que había perecido pisoteado, no había tenido tanta suerte como su colega en el generalato. O sí: cuando recogieron su cadáver, Kratos comprobó que había sufrido quemaduras espantosas en el cuello, la cara y el resto de la cabeza. Probablemente no habría sobrevivido a ellas, y su muerte habría sido incluso más lenta y dolorosa.
Con cuidado de no tocar al iracundo Abatón, Ahri le puso la mano delante de su único ojo.
—¿Ves las estrellas?
—¿Cómo voy a verlas, ojos de sapo?
—Trata con el debido respeto a mi ayudante, Abatón —dijo Kratos en voz baja, como el ronroneo de un león que sestea pero puede atacar en cualquier momento.
Ahri, que no solía ofenderse por nada, apartó la mano.
—¿Y ahora las ves, general?
—Claro. Me habías puesto la mano delante, y ahora la has quitado.
—Lo mismo sucede con las lunas. —Ahri señaló hacia el lugar donde debería orbitar Shirta—. Allí deberían verse las dos estrellas de la cola de la Serpiente, y no están.
—Cierto —reconoció Kratos. No conocía todas las constelaciones, pero la de la Serpiente era muy llamativa, y una de las estrellas que ahora no se veía estaba entre las más brillantes del firmamento.
—Eso quiere decir que algo la tapa. Shirta sigue estando allí, pero se ha vuelto negra.
—Que las lunas hayan desaparecido o que sean invisibles, ¿qué más da? —dijo Gavilán—. El caso es que la noche es oscura como la espalda de una cucaracha.
Sin saber muy bien por qué, Kratos pensó que ese detalle debía tener más importancia de la que le atribuía Gavilán. Las lunas siempre habían estado allí arriba, midiendo con sus movimientos el calendario de las semanas y los meses. Aunque las llamaban con nombres de dioses, al menos él no las había considerado seres animados, sino una especie de accidentes geográficos del cielo, como montañas luminosas y flotantes.
Ahora no lo veía de la misma forma. Una luna que tenía rostro era una presencia muy viva.
—¿Por qué está ocurriendo esto? —preguntó—. ¿Por qué una estatua despierta la misma noche que las tres lunas se apagan como antorchas sin combustible?
—¿Por qué? ¿Cómo vamos a saberlo, tah Kratos? —dijo Abatón.
—Los designios de los dioses son inescrutables —comentó Partágiro, el joven jefe de la guardia de Kratos.
—Una frase muy bonita para decir que los dioses siempre hacen lo que les sale de sus divinos genitales —dijo Gavilán. Por una vez, nadie criticó su blasfemia. Comentarios peores se estaban oyendo junto a las piras funerarias.
—Tiene que haber una razón —insistió Kratos—. Todo el mundo tiene siempre una razón para lo que hace. Incluso los dioses.
—¿Por qué es tan importante saberlo?
—Porque si averiguamos lo que quieren, si descubrimos sus planes, podremos frustrarlos en lugar de esperar a que nos vuelvan a golpear.
—¿De veras pretendes luchar contra los dioses, tah Kratos? —preguntó Abatón señalando al cielo—. ¿Qué vamos a hacer contra quienes pueden apagar las lunas? ¿Subir a ellas? ¿Construimos una torre tan alta que llegue hasta Taniar, como en esa canción de niñas?
Tal vez eso ya se hizo, se dijo Kratos, pensando en Etemenanki.
—Debemos saber más —se empeñó.
Recordó los consejos de Vurtán, que fue su general en el batallón Narval y ejerció como jefe de la Horda apenas unas horas. Vurtán estaba escribiendo un tratado de táctica militar, pero no había llegado a terminarlo. Partágiro, que había sido ayudante personal de Vurtán y tal vez su amante, le había entregado sus notas a Kratos.
Los consejos del fallecido general habían demostrado ser muy útiles. «No golpees al enemigo en los brazos, sino en el corazón. No busques su punto más débil, sino atácalo allá donde es más fuerte». Aplicando aquel precepto, Kratos había decidido lanzarse contra el centro del campamento Aifolu. Bien era cierto que sólo la llegada de Derguín y las Atagairas los había salvado, pero de nada habrían servido los refuerzos si en aquel momento los Invictos no se hubiesen encontrado a tan poca distancia de la tienda de Ulisha.
Ahora, ¿cuál era el corazón de los dioses? ¿Dónde atacarlos? Vurtán también había escrito: «Conoce siempre cómo piensa tu enemigo». ¿Cómo conocer el pensamiento de los dioses? ¿Preguntándoles a ellos?
Desde luego, la estatua parlante de Anfiún no había quedado en condiciones de ofrecer mucha conversación. De haber hablado con ellos, su charla probablemente se habría reducido a insultos y amenazas. Pero había alguien en Nikastu que alardeaba de ser una divinidad inmortal.
Samikir, reina de Malib. Caprichosa, un poco demente y traidora como una serpiente. Pero la tenía a mano, y no en el Bardaliut o las inalcanzables lunas. Para empezar, al menos era algo.
El eunuco Barsilo, visir de la corte de Malib, aseguraba que Samikir poseía siete décimas partes de sangre divina y tres de mortal. ¿Cómo se medía eso? El caso era que para preservar la perenne juventud de su cuerpo no comía alimentos sólidos, se bañaba en leche de vicuña y jamás vestía ropa alguna.
En el calabozo del torreón donde la tenían encerrada no le habían podido ofrecer su baño lácteo; entre otras razones, porque no disponían de vicuñas. Pero la reina seguía alimentándose con zumos y batidos, y conservaba su costumbre de permanecer desnuda.
Algo que puso nervioso a Kratos sólo con pensarlo. Sin duda, el cuerpo de la reina tenía algo de divino. Pero las reacciones físicas que provocaba no se debían sólo a la estrechez de su talle, la longitud de sus piernas y la finura de sus tobillos, el perfil respingón de sus nalgas o la forma en que sus pechos se mantenían erguidos pese a unas proporciones que podrían calificarse de generosas. No: además de tales dones, la piel impoluta de Samikir emitía algún tipo de efluvio irresistible que ponía en evidencia a cualquier varón que se le acercara.
Kratos decidió que lo mejor era no acercarse demasiado a la reina, pero por si acaso se puso bajo los pantalones una sólida coquilla de cuero. También pensó en hacerse acompañar por personas a las que los encantos de la reina afectaran lo menos posible: seguramente escucharían sus palabras de forma más fría y objetiva. Por tal motivo, ordenó a Partágiro que buscara a Kybes y a Baoyim y los trajera a su presencia.
Los recibió al aire libre, al pie del torreón. El mestizo de Aifolu traía el brazo derecho en cabestrillo. Considerando que la espada que lo había golpeado y le había destrozado el escudo medía tres metros, Kybes había salido bien librado. A muchos otros los había partido por la mitad de arriba abajo o de lado a lado.
—Quiero que me acompañes a ver a la reina Samikir. —Kybes enarcó una ceja.
—¿Por alguna razón en particular, tah Kratos?
—Eh… Bueno, es una mujer muy especial, que causa estragos en los hombres, y había pensado que tú… Dicen que… —Kratos se maldijo a sí mismo por su balbuceo. ¿Por qué tenía que ser tan timorato en esos asuntos?
—Si te refieres a ese general tuerto que cuando ando cerca comenta como quien no quiere la cosa lo de «bujarrón de ojos amarillos», pues la verdad es que tiene razón. Como puedes ver, mis ojos son amarillos.
—No pretendía ofenderte.
—No me ofendes, tah Kratos. Me gustan más los hombres que las mujeres. No soy el único aquí, ciertamente —añadió, mirando de forma significativa a Partágiro, que permanecía apartado unos pasos para no escuchar la conversación—. De todos modos, he de confesarte que en una ocasión estuve en presencia de la reina Samikir y a mí también me provocó esos estragos a los que te refieres.
—Debe ser todo un personaje —intervino Baoyim—. Me gustaría conocerla.
—Tendrás ocasión —dijo Kratos—. También había pensado en pedírtelo.
La Atagaira, que tenía muy marcadas las ojeras, contuvo un bostezo. Si todos estaban agotados, Baoyim tenía más razones. Después de combatir con los demás contra el gigante de metal, llevaba horas curando quemaduras, entablillando brazos y piernas rotos y cosiendo heridas.
Ahora se acercó a Kratos.
—Ese ojo… ¿Es sólo un derrame o te ha entrado algo en él?
—Me saltó algo durante el combate. No tiene importancia.
—Sólo tenemos dos ojos, tah Kratos. Siempre hay que darle importancia a lo que les ocurre. Me gustaría examinarlo en un lugar donde haya algo más de luz.
—Primero quiero que veamos a Samikir.
—Tah Kratos, en mi patria se me considera experta en las artes curativas. Yo no discutiría jamás tu dominio del arte de la espada.
—Harás bien en escucharla —la apoyó Kybes.
Kratos cedió, y llevó a Baoyim y Kybes a sus aposentos, en lo alto de la torre. Lo cierto era que el ojo le molestaba mucho y le costaba reprimir las ganas de frotárselo con el puño.
Kratos se sentó en el borde de la cama, una simple yacija que parecía más lujosa gracias a que la habían puesto encima de un gran lecho de piedra, reliquia de los antiguos moradores. El resto de la estancia empezaba a parecer un dormitorio de verdad gracias a los tapices que Aidé había colgado en las paredes, a un par de biombos decorados con dibujos de tigres de Pashkri, un velador de mármol y dos arcones de cedro. Salvo uno de los arcones, todo lo demás por cortesía de Ulisha, Puño del Destructor.
Alumbrada por un luznago cuya lámpara sacudía Kybes para azuzar al animal de modo que diera más resplandor, Baoyim le examinó el ojo. La Atagaira se acercó tanto que casi lo rozó. Después de la batalla y de trabajar toda la noche, la mujer olía a sudor, pero era un olor menos agrio que el que despedían todos ellos y no resultaba desagradable.
—Mira para ese lado, tah Kratos —le ordenó la guerrera.
Al hacerlo, Kratos vio de reojo a Aidé, que estaba apoyada en el alféizar de la ventana, con los brazos cruzados y cara de pocos amigos. Seguramente habría preferido que lo atendiera un médico menos atractivo que la Atagaira.
—Ahora no te muevas. Será un segundo… Ya está. Mira.
Baoyim le enseñó algo que había pillado en la punta de la pinza. La esquirla de piedra, según ella, tenía forma de clavo; pero Kratos tenía que apartarse para verla mejor y al hacerlo apenas la distinguía.
—No te toques. Para cuidarte el ojo, pon agua a hervir echándole sal, sin pasarte, y cuando se enfríe lávate con ella. Ahora, si no te importa, me gustaría ver también tu hombro.
—Te agradezco tu interés, pero tenemos otras cosas que hacer, Baoyim.
—Pueden esperar. Todos dependemos de tu brazo y sus nueve marcas de maestría, tah Kratos —dijo muy seria, pero después sonrió. Tenía los dientes muy blancos y perfectamente alineados—. ¿Te importaría quitarte la casaca?
—Eso, quítate la casaca —dijo Aidé con un tono sarcástico que la Atagaira no pareció captar.
Justo lo que quería evitar, pensó Kratos. Lo cierto era que el hombro le dolía mucho. Aunque no fuera el mismo tipo de molestia que le había impedido manejar la espada durante tanto tiempo, necesitó ayuda para desnudarse. Cuando Baoyim hizo ademán de tirarle de la manga, Aidé se acercó.
—Permite que lo haga yo, querida.
Cuando Baoyim le tocó el hombro, el contacto distó mucho de ser placentero. Tras clavarle los dedos sin contemplaciones en varios puntos, dictaminó que era una luxación y que, puesto que el hombro había vuelto a colocarse por sí solo, lo único que tenía Kratos ahora era una inflamación.
—¿Te importa aplicarle tú misma este ungüento? —le pidió a Aidé, tendiéndole un frasco lleno con una pasta amarillenta—. Ya que vamos a ver a una reina, me gustaría al menos lavarme la cara y peinarme.
Muy sonriente y melosa, Aidé le indicó dónde podía hacerlo. Mientras la Atagaira se aseaba al otro lado de una cortina, la joven untó el hombro de Kratos con el ungüento.
—Mmmm… Qué gusto. ¿Cuántas veces al día ha dicho que tienes que echármelo?
—No me lo ha dicho todavía. Es una mujer muy guapa, ¿no te parece?
—¿Bromeas? Es tan machorra como todas las Atagairas —respondió Kratos, bajando la voz. En realidad, la mezcla de músculos y curvas de Baoyim (combinación que podía apreciarse a simple vista, pues la Atagaira enseñaba brazos y piernas sin ningún pudor) resultaba muy atractiva. Cosa que no confesaría ni aunque le arrancaran las uñas de cuajo—. Además, sabes que a mí sólo me gustan las rubias.
—¿Seguro? Recuerdo que Shayre tenía el pelo tan negro como Baoyim.
Kratos levantó la mirada. Aidé sonreía. Pero él sabía de sobra que hablaba en broma hasta cierto punto.
—Y ahora te vas a ver a otra mujer… Espero que te portes bien, tah Kratos. Ya sabemos cómo es la divina Samikir —dijo Aidé, mientras le ayudaba a ponerse la casaca.
En realidad, la joven no lo sabía del todo. Kratos no le había confesado que, durante sus días de cautiverio en la pirámide de Malib, se había acostado dos veces con la divina Samikir. Para ser precisos, había sido más bien al contrario. Kratos estaba encadenado con grilletes, de modo que su papel había sido bastante pasivo. Aunque él no había podido hacer nada por evitarlo, a veces le asaltaba el recuerdo de aquel placer, exquisito y degradante a la vez, y se sentía culpable. Por eso no había hablado de ello con Aidé ni con nadie más.
Ya empezaba a alborear cuando bajaron a los subterráneos del torreón. Había dos niveles. El primero era una bodega que, después de limpiarla lo mejor posible, habían convertido también en armería. En el suelo se abría un hueco que daba acceso a una angosta escalera por la que se bajaba al segundo sótano, un pasillo rodeado de celdas. Habían encerrado a Samikir en la que se encontraba más cerca de la escalera. Cinco puertas más allá, al final de la galería, estaba Urusamsha. Kratos pensó que también sería interesante hablar con él, pero por el momento le pareció mejor concentrarse en su entrevista con la reina de Malib.
La celda que le habían adjudicado era la más espaciosa de los calabozos y Kratos había hecho que le instalaran dos alfombras, una cama, una mesa y varias sillas. No se trataba de un alojamiento palaciego, pero él había estado prisionero en condiciones peores. Y precisamente por culpa de Samikir.
La acompañaban el eunuco Barsilo y dos criadas. Cuando los visitantes entraron, ambas mujeres se apresuraron a ponerse delante de la reina tendiendo entre ambas una cortina a modo de biombo. Pero como detrás había una lámpara de luznago, la silueta de Samikir, que se había levantado de la silla, se perfilaba con toda nitidez en la tela.
—¿Desde cuándo las Atagairas tienen el pelo negro? —preguntó sin preámbulos.
—No hemos venido aquí a contestar las preguntas de la divina Samikir —dijo Kratos.
—Nuestra pregunta es muy sencilla. Sería descortés por vuestra parte no responder.
—No es ningún misterio, majestad —dijo Baoyim. Luego debió recordar el protocolo relativo a la reina, a quien había que hablar en tercera persona, y añadió—: La respuesta a la pregunta de su divina majestad es muy sencilla. A veces nacemos Atagairas morenas, del mismo modo que entre otros pueblos nacen mujeres albinas.
Samikir, que había dejado de interesarse a mitad de la respuesta, se dirigió a Kratos de nuevo.
—¿Y a qué debemos el honor de tu visita, tah Kratos? ¿Has decidido dejar de someternos de una vez a este trato ultrajante y enviarnos de vuelta a Malib con una escolta adecuada a nuestra categoría?
—Jamás he pretendido ofender a su divina majestad.
—¿Encerrarnos en una hedionda mazmorra no te parece un ultraje?
—Antes de alojar aquí a su majestad, limpiamos y perfumamos a conciencia estos sótanos. Por desgracia, la ciudad está en ruinas, como bien debe saber su majestad, ya que es soberana de esta región. Tengo a una cuadrilla de hombres trabajando para acondicionar una mansión digna de la divina Samikir —añadió, mintiendo sobre la marcha—. Por el momento, esta alcoba era lo mejor que podíamos ofrecer a la reina en aras de su seguridad.
—No nos interesa esa mansión de la que nos hablas, tah Kratos. Poseemos residencias y palacios de sobra en Malib y los alrededores. Y por más que llames alcoba a una mazmorra, seguirá siendo una mazmorra.
Kratos hizo un gesto a Barsilo para que le acercara una silla. El eunuco puso un mal gesto, pero le obedeció. Algo que satisfizo sobremanera a Kratos, que había soportado más de una vejación del visir durante su cautiverio en la pirámide.
—¿Vas a sentarte en nuestra presencia? ¿Ésos son los modales del jefe de la Horda Roja?
—Su majestad ha de saber que ha sido una noche larga y agotadora. Por eso espero que disculpe a su humilde servidor si aprovecha esta conversación para descansar. Su majestad también puede sentarse. Si tal es su deseo, por supuesto.
La reina no se dignó contestar. Kratos se acomodó en la silla. De esa manera, la presión que sentía en cierta parte de su cuerpo le resultaba menos molesta y tenía la impresión de controlar mejor la situación. Kybes, Baoyim y Ahri, que se había unido a la pequeña comitiva, permanecieron un paso detrás de él.
—Hasta aquí han llegado algunos ruidos extraños —dijo Barsilo con su voz atiplada. Debía haber perdido casi diez kilos en los últimos días, pero seguían sobrándole por lo menos veinte—. ¿Qué ha ocurrido esta noche, tah Kratos?
—Una refriega sin importancia.
—Estamos dos pisos bajo tierra. No puede haber sido algo tan insignificante cuando incluso aquí nos hemos sobresaltado.
Kratos suspiró. Comprendió que si quería información, también tendría que facilitarla. Además, ¿qué sentido había en ocultar a la reina Samikir lo ocurrido? Las palabras de Anfiún no declaraban la guerra a la Horda Roja, sino a todos los humanos. De modo que le contó a Samikir todos los acontecimientos desde el primer prodigio, cuando la faz de un dios se dibujó en la luna azul.
El relato debió interesar tanto a la reina que se olvidó de su negativa a sentarse y ordenó a Barsilo que le trajera otra silla. Las criadas tuvieron que inclinarse para que la cortina quedara a tal altura que dejara ver tan sólo el rostro de Samikir. Tarea en la que no siempre acertaron, porque la reina a ratos inclinaba la espalda para apoyar la barbilla en la mano y a ratos volvía a enderezarse, momentos en que ofrecía a Kratos una breve visión de sus divinos pechos; y sin duda a Baoyim, Kybes y Ahri también, ya que disfrutaban de un ángulo de visión más elevado.
—¿Y dices que esa lluvia de estrellas se dirigió al norte?
Kratos asintió. La reina tabaleó con las uñas en su mejilla. En esta ocasión eran las suyas, tan perfectas como el resto de su cuerpo. En Malib llevaba unos postizos de oro rematados con largas agujas de cristal. Kratos, que había visto cómo las clavaba en las carótidas del duque Forcas y con qué efectos, había ordenado que se las confiscaran.
Aunque el gesto la humanizaba un poco, Samikir seguía teniendo algo distinto y extraño que hacía pensar que tal vez sí perteneciera a una raza divina. Su rostro era de una belleza sobrenatural, tan liso e inmaculado como la más perfecta pieza de cerámica y, aunque ahora no se distinguiera bien al contraluz, sus ojos verdes tenían las pupilas extrañamente alargadas, sin llegar a partirse en dos como las de Togul Barok o las estatuas de los dioses.
—Hemos escuchado tu relato, tah Kratos. Uno solo de esos portentos sería preocupante. Todos juntos significan que las cosas ya no serán las mismas y que Tramórea va a conocer otro cambio de era.
—Querría que su majestad nos hable de los dioses.
—¿Por qué habríamos de hacerlo? Hay sacerdotes a los que podrías interrogar sobre esas cuestiones.
—Los sacerdotes sólo cuentan faramallas y saben menos que cualquier filósofo —intervino Ahri.
—¿Dejas que tus súbditos hablen sin que les otorgues la venia, tah Kratos?
—Debo decir a su majestad que no tengo súbditos a mi lado. Sólo hombres —Kratos vaciló un instante y miró de soslayo a Baoyim— y mujeres libres.
—Espero que su majestad me perdone si mi intervención le ha parecido demasiado osada —se disculpó Ahri—. Nunca he simpatizado con los sacerdotes.
—Vemos que llevas tatuada una estrella de siete puntas en la frente. Eres un filósofo Numerista y te sientes orgulloso de ello.
La abultada nuez de Ahri subió y bajó un par de veces, como si se hubiera tragado un huevo de codorniz y dudara entre expulsarlo o no. Kratos sospechó lo que le había impelido a hablar. El hechizo de Samikir hacía que todos los hombres quisieran impresionarla. Por si acaso, había aconsejado a Kybes y Ahri que se pusieran también coquillas o ciñeran sus entrepiernas con trapos muy ajustados.
—Su majestad debe saber que no me siento particularmente orgulloso de ello ni de nada —dijo Ahri—, puesto que el orgullo es una cualidad vana. Hace tiempo que abandoné la orden de los Numeristas.
—Pero tu tatuaje te traiciona, igual que el suyo delata a tu compañero de los ojos amarillos, el que estuvo en la cúspide de la pirámide el día en que esos bárbaros interrumpieron nuestra hierogamia.
Kybes carraspeó.
—Me asombra la memoria de su divina majestad. No habría esperado que ella reparara en la presencia de alguien tan humilde como yo.
—Nuestra memoria es a veces una maldición. Tu rostro es uno de tantos recuerdos inútiles que guardamos en nuestra cabeza. ¡Ah, si pudiéramos desprendernos de ellos como de la ropa! Para nos, nuestros recuerdos son como vuestros tatuajes, marcas indelebles del pasado.
—Del pasado querríamos hablar con su majestad —dijo Kratos, que veía que la conversación se perdía por los cerros de las Kremnas, como solían decir en Áinar.
—Os hemos dicho que una nueva era se avecina. ¿Qué sentido tiene hablar del pasado?
—Los acontecimientos pasados suelen dar pistas para anticipar los venideros —volvió a intervenir Ahri. Kratos estaba a punto de contradecir su comentario anterior y ordenarle que cerrara el pico cuando el antiguo Numerista fue por fin al grano—. Si preguntamos a su majestad por los asuntos de los dioses es porque sabemos que en su caso el epíteto «divina» antepuesto a su título no es una cuestión meramente retórica, sino que describe su verdadera condición.
—Lo que nuestro filósofo quiere decir es que hemos recurrido a su majestad porque queremos aprender cuál es la naturaleza del enemigo al que nos enfrentamos —añadió Kratos.
—Los dioses son inmortales, bellos y poderosos. ¿Qué más queréis saber?
—Su majestad comprenderá que eso puede decirlo cualquiera. Y yo quiero respuestas —dijo Kratos, poniéndose en pie. Las criadas se apresuraron a acercar más la cortina a Samikir para interceptar su visual.
—Nos ya te hemos dado una respuesta, concisa y clara.
—Su majestad entenderá… ¡Bah, a la mierda! —exclamó Kratos. Darle vueltas a las frases para expresarlas en tercera persona hacía que olvidara lo que en realidad quería decir, y le estaba levantando dolor de cabeza—. Samikir, me vas a explicar qué relación tienes con los dioses o vas a confesar que el epítome —«Epíteto», susurró Ahri—… que el epíteto de divina que te acompaña es una farsa.
—¿Cómo te atreves a dirigirte así a la reina? —se indignó Barsilo.
Muy despacio, para no hacerse daño en el hombro, Kratos desenvainó la espada y apuntó su kisha hacia el visir.
—Sólo mis hombres pueden interrumpirme, eunuco. Tú no eres ni hombre ni libre. Hace tiempo que tengo ganas de saber si por tus venas corre sangre humana o leche de vaca. No me hagas comprobarlo.
Samikir aplaudió silenciosamente.
—Bravo, tah Kratos. La peor plaga de nuestra larga existencia es el tedio. Nos gusta que te muestres impetuoso. Aunque no podemos añadir que seas imprevisible. Ahora que has desenvainado tu arma, ¿nos amenazarás con ella?
—La verdad, majestad, es que si no me explicas ya en qué consiste tu divinidad, no me va a quedar otro remedio que ponerla a prueba con un experimento.
Ella sonrió con cierta malicia, el gesto más expresivo que Kratos le había visto hasta ahora. Para su sorpresa, se puso en pie y ordenó a las criadas que la envolvieran en la tela. Ellas se la pasaron bajo las axilas, le dieron un par de vueltas y la engancharon por detrás con un prendedor. Una vez así vestida, Samikir ordenó a las jóvenes y a Barsilo que se fueran. El eunuco, antes de salir, tuvo la prudencia de pedir permiso con un gesto a Kratos. Éste se lo concedió. Había varios soldados esperando en el pasillo, de modo que no temía que el visir intentara escapar. Aunque, en el fondo, le habría dado igual. Barsilo era ahora mismo la más insignificante de sus preocupaciones.
Samikir volvió a sentarse.
—¿Por qué los has echado, Samikir?
—Mis súbditos sólo deben saber de mí lo que yo quiera que sepan.
—Yo no voy a echar a mis hombres.
—No es necesario. ¿Puedes envainar tu espada? Me hace pensar en otras cosas que he visto de ti y me distrae.
Caramba, si ahora tiene sentido del humor, pensó Kratos. La reina había renunciado con mucha facilidad a usar el «nos» y a vestir de cielo, eufemismo con el que sus cortesanos se referían a su desnudez. De pronto parecía otra mujer. Algo le dijo a Kratos que no había fingimiento ni antes ni ahora, que ambas personas, y probablemente algunas más, convivían en la mente de la reina.
—Pregunta, tah Kratos. Si tus cuestiones me parecen interesantes, quizá incluso te las conteste.
Kratos volvió a sentarse. En algún momento, no sabía exactamente cuándo, el efluvio que rodeaba a la reina se había disipado. Seguía siendo tan bella y deseable como antes, pero al menos ahora Kratos podía controlar su reacción física ante ella.
—¿Eres en verdad una diosa?
—Ésa es una pregunta muy directa, tah Kratos.
—Según nos explicó tu eunuco, tienes siete partes de divina y tres de mortal. ¿Es eso cierto?
—Es cierto que es lo que dicen mis súbditos. ¿A qué llamáis dios?
Kratos se volvió a Ahri. Para ofrecer definiciones, pensó, estaban los eruditos.
—A un ser sobrenatural, inmortal y muy poderoso.
—¿Cómo medirías su poder, Numerista?
—No lo sé, majestad. Tendría que estar delante de ese dios y verificar qué obras y prodigios es capaz de realizar. Según los mitos, no todos los dioses son igualmente poderosos. Taniar y Anfiún, por ejemplo, serían más poderosos que Vanth, pero menos que Manígulat.
—¿Dirías que su poder es una medida de su divinidad? ¿Qué Manígulat es más dios que Vanth, según tus palabras?
—Ignoro qué responder a esa pregunta, majestad.
—Yo soy y no soy una diosa. Soy inmortal, a menos que tah Kratos se empeñe en demostrar lo contrario con su espada, pues si me decapitara no me sería fácil conservar mi inmortalidad.
—Entonces no eres realmente… inmortal, majestad.
—Como erudito a quien le gusta tanto precisar los términos, encontrarías que «duradera» es un adjetivo más exacto para mí. No me verás envejecer ni enfermar. Y espero que tampoco me veas morir, mas para eso debo evitar ciertos peligros.
—¿Por qué no puedes envejecer ni enfermar? —dijo Kratos.
—¡De nuevo una pregunta muy directa!
—Prefiero no seguir con tantos rodeos. Si, como tú has dicho, estamos a punto de entrar en una nueva era, no quiero que su llegada nos sorprenda hablando aquí.
—No envejezco porque no está en mi naturaleza, tah Kratos. Soy de los llamados Antiguos. Vivimos entre vosotros, a medias entre los dioses y los humanos. Duraderos, pero no tan poderosos como los Yúgaroi. No me verás volar ni incendiar un barco con la mirada, ni soy capaz de levantarte con una mano y destrozar tus huesos entre mis dedos. Un dios sí podría hacer todo eso que acabo de decir.
—¿Quiénes sois los Antiguos…, majestad? —preguntó Baoyim.
—Personas cuya naturaleza fue alterada, como os ocurre a vosotras, las Atagairas. Estuvimos ocultos entre los cien mil sin que los dioses lo supieran. Después volvimos a escondernos durante siglos en bosques y cuevas, lejos de vosotros, pues como seres intermedios no éramos aceptados ni por dioses ni por mortales. En sus guerras, para ellos todo era blanco o era negro, enemigos o aliados.
»Hace algo más de cien años decidí que, puesto que los grandes dioses se habían apartado del mundo y no parecía que fuesen a regresar, ¿por qué no dejar de esconder mi condición y actuar como una divinidad entre los mortales? De ese modo descubrí que la celebridad exagerada podía ser una protección tan eficaz como el anonimato.
—¿Sois los Antiguos una amenaza? —preguntó Kratos.
—Tú también lo ves todo en blanco o negro, ¿verdad, tah Kratos?
—Cuando se trata de la guerra, sí.
—No, no creo que seamos una amenaza. No quedamos tantos. ¿Te parezco yo una amenaza?
Kratos no supo qué contestar. Pese al cambio en su tono y en su actitud, los ojos de Samikir seguían siendo fríos como los de una serpiente. Otro de los adagios de Vurtán era: «Ten a los enemigos en tu propia cama». Sin llegar tan lejos —copular con Samikir no era una experiencia que deseara repetir—, no pensaba perderla de vista.
—Majestad —intervino Kybes—, ¿la criatura a la que hemos destruido era un dios?
—No. A los verdaderos dioses no les gusta arriesgarse.
—Pero si son tan poderosos e inmortales…
—Por eso mismo. Cuanto más valioso es lo que se posee, mayor es el miedo de perderlo. Lo que habéis destruido era un ídolo mágico poseído por el espíritu del dios, un avatar de Anfiún. Pero si queréis acabar con los dioses, tendréis que luchar contra ellos en persona.
—¿Se les puede derrotar? ¿Se les puede matar? —preguntó Kratos.
—Todo en este mundo y en el resto de los mundos puede destruirse. Los universos se crean del fuego y se destruyen en el fuego, y cuando lo hacen todo recuerdo de lo que fue se pierde, salvo en la mente inmortal de las Moiras. Incluso es posible que ellas lleguen a su propio final, y entonces el olvido será el amo de todo.
—¡Las Moiras! —repitió Ahri—. Oí hablar de ese concepto al Primer Profesor de la orden. Decía que eran la verdadera encarnación de Kartine y que el destino no dependía…
—Dejemos las filosofías —le interrumpió Kratos—. No sé qué quieres decir con eso de los universos, Samikir. Sólo me interesa saber qué va a ocurrir ahora. ¿Dónde están los dioses? ¿Cómo podemos matarlos?
—Son dos preguntas distintas, tah Kratos. ¿Matarlos? Con muchísima suerte. ¿Cuántos de tus hombres han perecido en la lucha contra la estatua de Anfiún?
—Demasiados.
—Pues muchísimos más tendrán que morir si queréis acabar con los dioses, y aun así no creo que lo consigáis. Porque a la pregunta de dónde están ya conoces la respuesta: en el Bardaliut. ¿Piensas escalar al cielo, tah Kratos?
—De eso me encargaré yo.
Todos se volvieron hacia la entrada, sorprendidos. La voz le había resultado a Kratos extraña y familiar al mismo tiempo.
Con razón. Darkos, que acababa de abrir la puerta de la celda, la cerró tras de sí. Era él quien había hablado, y sin embargo su inflexión y su tono sonaban distintos. Aunque debería estar durmiendo todavía, se había escapado de la alcoba descalzo, vestido tan sólo con una túnica interior. Tenía la mirada perdida, la cabeza un poco ladeada, apenas parpadeaba y un hilillo de saliva le goteaba por la comisura de la boca.
No es él, pensó. Alguien lo había poseído.
—¡Engendro del demonio, seas quien seas deja a mi hijo! —exclamó, poniéndose en pie y agarrando a Darkos por los hombros.
—No me parió ningún demonio, tah Kratos.
Kratos se apartó un paso. Oír una voz modulada como la de un adulto en la boca de un muchacho que además no hacía ningún gesto para acompañar sus palabras resultaba siniestro. Kybes y Baoyim debieron pensar lo mismo y retrocedieron hasta casi toparse con Samikir. La reina se limitaba a observar con una ceja enarcada.
—Controla tus modales, que ahora no eres un vulgar espadachín, sino un general —prosiguió la voz.
Kratos conocía de sobra ese deje mordaz e insolente. De modo que aquello era un truco de Kalagorinor. Yatom se había comunicado con él de forma parecida para ordenarle que adiestrara a Derguín. Y ahí había empezado todo.
—Tú eres…
—Soy quien te arregló el hombro, así que deberías mostrar un mínimo de respeto y agradecimiento.
—Me da igual lo que hayas hecho por mí, hombrecillo. ¡Deja a mi hijo en paz!
—Tu hijo no recibirá el menor daño. ¿Acaso no te lo cuidé bien y traté de inculcarle un poco de educación?
—Di lo que tengas que decir, Barantán, Kalitres o como demonios te llames, y sal del cuerpo de mi hijo.
—La semidivina Samikir, a la que por cierto me ha decepcionado ver tan vestida, te ha preguntado si pensabas escalar al cielo, y yo te he respondido que eso era asunto mío.
—¿Qué quieres decir?
—No quiero abusar del contacto mental, porque tu hijo va a padecer luego una buena jaqueca. Cosa que, por otra parte, no le vendrá mal. Seguramente habrá cometido hoy alguna trastada que merezca castigo.
—¡Di lo que tengas que decir!
Kratos sentía unos deseos terribles de abofetear al Gran Barantán. Por desgracia, las bofetadas golpearían las mejillas de su hijo, no las del hombrecillo.
—Dirígete al puerto de Teluria, en Pabsha. Allí te veré dentro de cuatro días y te diré en persona lo que tienes que hacer.
—¿En cuatro días? ¿Pretendes que vaya volando?
—No es tiempo lo que nos sobra, tah Kratos. Lleva hombres contigo.
—¿Cuántos?
—Tú eres el general. Yo no entiendo de guerras. ¿Quinientos? ¿Mil? Los que puedas, siempre que llegues a tiempo.
—Pides algo imposible…
—¡Ah! Algo más. Imaginemos que consigo poneros delante de los dioses. No son precisamente fáciles de matar.
—Eso ya lo sospechaba.
—Sospechar es poco. Cuando entres en Urtahitéi y descubras que tu rival de tres metros, huesos indestructibles y piel que repara por sí sola sus heridas se mueve además mucho más rápido que tú…, probablemente echarás de menos conocer más aceleraciones.
—¿Existen más?
—No lo sé. Yo no soy Tahedorán. Descúbrelo tú. ¡Dentro de cuatro días en Teluria!
—Es una locura. No esperes verme ahí.
Sabes que lo vas a hacer, le advirtió una vocecilla interior.
—Un último consejo. Sujeta a tu hijo si no quieres que se rompa la nariz. ¡Adiós a todos!
Darkos perdió el tono muscular de repente y se desplomó como un guiñapo, pero Kratos tuvo los reflejos suficientes para agarrarlo a tiempo.
—¡Maldito hombrecillo! —exclamó, rabioso—. ¡Ya te ajustaré las cuentas cuando te pille!
—Si me permites opinar, tah Kratos —dijo Kybes—, por insolente que sea el Gran Barantán, creo que convendría seguir sus instrucciones.
Sin soltar a su hijo, Kratos se volvió hacia Kybes.
—¿Por qué?
—A los hombres se los conoce por sus frutos. Al oírle hablar dan ganas de partirle la boca, pero lo cierto es que Barantán le salvó la vida a tu hijo, destruyó a uno de esos demonios y gracias a él yo puedo manejar la espada de nuevo. Si estamos en guerra y el mundo se divide en enemigos y aliados, él es un aliado.
Quién sabe, pensó Kratos. Los Kalagorinôr tenían sus propios designios. Pero la alternativa era quedarse en Pasonorte y aguardar a que otra desgracia les cayera encima. Tal vez literalmente del cielo.
—Salgamos de aquí —dijo—. Hay que empezar con los preparativos cuanto antes.
—Planea bien esos preparativos. Sospecho que tu viaje será más largo de lo que crees, tah Kratos —dijo Samikir.
—¿Por qué? No me vengas con más enigmas, mujer. Ya he tenido suficientes como para colmar mi paciencia.
—Salta a la vista por la forma en que pierdes los modales. Pero no creo que Teluria sea tu destino final. ¿No te ha dicho él que era un puerto? Los puertos son lugares de paso.
—¿Vas a decirme adónde tendremos que viajar?
—En algún lugar del este hay una ciudad prohibida. Tártara. Tengo el pálpito de que la visitarás, tah Kratos.
—No había oído jamás ese nombre. ¿Tú has estado en ella alguna vez?
—Yo no, pero mi hermana sí.
—¿Tu hermana?
—Creo que la conoces. Se llama Tríane.