Pasonorte
M ikhon Tiq estaba sorprendido y, en cierto modo, embelesado. Un par de horas antes había utilizado sus poderes para algo insospechado. ¡Había atisbado el origen de la vida! Según las teorías de filósofos y médicos, cuando la semilla de un varón fecundaba el vientre de una mujer, tomaba la forma de un homúnculo, un ser humano en miniatura, prácticamente con las mismas proporciones que un adulto. Muchos de esos autores, como Arkhómenor o Iluhaspur, aseveraban además que la hembra era un simple receptáculo, aduciendo como argumento la frase ritual con que los padres Ritiones ofrecían a sus hijas en los esponsales: «Te entrego a esta mujer para que siembres en ella hijos legítimos». Por supuesto, tales autores obviaban la cuestión del parecido que suele existir entre hijos y madres.
Cuando la joven vino a consultarle, Mikhon Tiq recurrió a sus sentidos de Kalagorinor y «vio» en el interior de su vientre algo que no parecía un ser humano, sino más bien una mezcla entre pez y renacuajo, con dos ojos diminutos e inexpresivos como los de una gamba. Sin embargo, también había captado que todo iba bien, que aquella criatura estaba sana y no era ningún monstruo que fuese a nacer con aletas o cola de pescado.
Y le latía el corazón. El mismo corazón que a Mikhon Tiq se le había parado cuando Linar lo ahorcó de aquel pino.
Cavilando sobre su visión, Mikhon Tiq caminó sin rumbo. Su paseo lo llevó hasta la taberna de Gavilán. Los soldados contaban que Derguín había organizado una buena pelea en ella, aunque Mikhon Tiq sospechaba que más bien se habría visto involucrado contra su voluntad: su amigo nunca había sido proclive a montar broncas. Ahora el local —el solar, más bien— estaba desierto, con las mesas recogidas. Nadie lo vigilaba. Gavilán había grabado su nombre con hierros candentes en todas las mesas y las sillas, y ni el más insensato se habría atrevido a robarle ni tan sólo un mueble.
Allí estaba Derguín, sentado en el suelo ante la estatua de Anfiún.
Sin decir nada, Mikhon Tiq se acercó a la imagen del dios y apoyó la mano en ella. Aparentemente, era madera. Pero transmitía una extraña vibración a su palma, similar a la que notaba al acariciar la vara que le había arrebatado a Ulma Tor. ¿Sería también de materia transmutable? Sintió la tentación de pronunciar la palabra «bronce» o «mármol» para comprobar si la escultura se metamorfoseaba, pero prefirió no hacerlo delante de Derguín.
Había cosas que Derguín no debía saber. Ni ahora ni, tal vez, nunca. ¿Cómo les había dicho Linar en aquella ocasión?
«Siempre ha habido hechos que se ocultan a la mayoría, y también otros que se ofrecen a la vista de todos pero que nadie alcanza a entender. Os movéis en un estrecho sendero, rodeados por sombras que apenas atisbáis, salvo en vuestras peores pesadillas».
Derguín ya había atisbado las sombras y se había enfrentado a ellas. Pero ¿estaría preparado para afrontar que las más tenebrosas anidaban en el corazón de su mejor amigo?
—¿No duermes, Derguín?
—¿Dormir? ¿Qué es eso?
Mikhon Tiq se sentó a su lado, descansando cada pie encima de la rodilla contraria.
—Nunca he conseguido hacer eso —dijo Derguín.
—Este truco es mío, no me lo enseñó Linar. Siempre he sido muy flexible.
Como un junco. Y como un junco tendré que inclinarme ante la tormenta, pues si intento ser de hierro me partiré en dos.
—Dime, Mikha, ¿a ti también te he decepcionado?
Mikhon Tiq captó la amargura en la voz de su amigo. Era una de esas noches en que uno se siente como un jarrón roto y necesita que alguien recoja sus pedacitos del suelo, los pegue y vuelva a poner el jarrón de pie en su peana.
—Dicen por ahí que la fiesta de la taberna ha estado muy animada —aventuró.
—No te haces idea.
—Me la haré si me lo cuentas. Vamos.
Tras unos momentos de duda, Derguín se desahogó y le relató todo lo que había ocurrido en las últimas horas. Se le veía realmente abatido. Estaba convencido de que había defraudado a Baoyim y a Kybes, y también a Gavilán y a una camarera a la que no conocía pero que, al parecer, lo admiraba.
Y, sobre todo, se arrepentía de haber desilusionado a Kratos.
—Por eso te preguntaba a ti. Si no te decepciono pronto, seguro que te sentirás decepcionado. Bonito retruécano, ¿verdad?
Mikhon Tiq rodeó el hombro de Derguín con el brazo y lo atrajo hacia sí.
—Nunca me has decepcionado, Derguín. Desde que impediste que violaran a esa chica en la cacería secreta, supe que siempre serías un héroe para mí.
—Un héroe que se dedica a apalizar borrachos.
—Concedamos, al menos, que apalizar a veinte borrachos no es una proeza al alcance de todo el mundo. Sobre todo si son curtidos mercenarios.
Derguín soltó una carcajada.
—Eso es cierto.
—¿No has comido ni bebido nada después de la aceleración?
—Un poco, pero lo vomité. Ahora me duele todo el cuerpo, pero me temo que no es por los golpes, sino por la Tahitéi.
—Por eso mismo deberías dormir.
—No puedo pegar ojo. No… No dejo de pensar que he fracasado. Eso me atormenta.
—No digas eso. Te exiges demasiado.
—Soy… Era el Zemalnit. Un veterano al que respeto me dijo que ya no soy una persona, sino un símbolo. Que debo ser sublime en todo momento.
—Nos resulta muy fácil exigir a los demás que sean sublimes, porque siempre esperamos de los otros más de lo que deberíamos. Pero todos somos iguales. Simples mortales, humanos.
Derguín giró la cabeza y lo miró a los ojos.
—¿Has dicho lo que he creído oír?
—Mi corazón ya no late y mi cuerpo no envejece como el tuyo. Pero no he perdido la condición humana, Derguín.
—¿Y en qué consiste la condición humana?
Mikhon Tiq se quedó pensativo. No había una respuesta sencilla. ¿Era humana la diminuta criatura que había visto en el vientre de aquella joven? ¿Linar, Kalitres y él eran humanos? ¿Habían sido humanos el fanático Yibul Vanash, los salvajes Glabros? ¿Lo habían sido los dioses en algún momento?
Se dio cuenta de que Derguín llevaba un rato en trance, casi sin respirar, con la mirada perdida en la nada.
—¿Qué te pasa? Dime algo, Derguín. ¿Qué te ocurre?
—¡Rimom! ¡El templo de Rimom!
Mikhon Tiq dio un respingo. Derguín se apartó de él y empezó a dar brincos en el suelo como si se hubiera vuelto loco.
—¿De qué estás hablando?
Su amigo se volvió hacia él, con los ojos muy abiertos.
—¡La espada! ¡La está usando! ¡He visto algo!
—Cálmate, Derguín.
—Esa sala… ¡Es el templo de la oniromante! ¡Ariel ha usado la espada y está en Narak!
—¿Para qué?
—No lo sé. Pero al menos…
Tan de súbito como había empezado a saltar, Derguín se desanimó y se desplomó sobre una de las sillas de la taberna.
—¿Cómo ha podido llegar tan rápido a Narak? Aunque partiera esta misma noche y galopara solo con Riamar, tardaría diez días en alcanzar el mar, y después tendría que encontrar un barco que me llevara hasta la isla. Para cuando llegue, quién sabe dónde podrá estar Ariel.
—No hay caballo en Tramórea que galope más rápido que Riamar, de eso estoy seguro. Pero existen otras formas de viajar.
—¿Qué quieres decir?
—¿Recuerdas cuando Kratos, tú y los demás huisteis del castillo de Grios y acabasteis metidos en aquella hondonada, rodeados de arqueros?
Derguín asintió.
—Entonces nos llegó la salvación desde el aire.
—Y así volverá a ser ahora, Derguín.
—Este mismo mes cumpliré cuarenta y un años —dijo Kratos.
—Según Ahri, la plenitud de un hombre se da entre los cuarenta y los cincuenta.
—Aparte de un pelmazo, Ahri es un filósofo y un pensador. Yo soy un guerrero. ¿Cómo voy a estar en la plenitud?
—Sigues en forma. Incluso cuando tenías el hombro lesionado derrotaste a aquel fanfarrón de Malabashi, y después venciste a los dos gemelos Rasgados.
Sí, Kratos seguía en forma, eso era cierto. Pero sólo porque se sometía a una disciplina estricta. Ejercicio todos los días, ni más ni menos de la cuenta. Comidas cada vez más frugales, porque digería peor y porque además la grasa se le acumulaba en la cintura cuando hacía excesos; si había algo que no soportaba era pellizcarse y pillar una lorza de carne blanda entre los dedos. Vino y cerveza con moderación: las noches de juerga le cobraban una factura onerosa, y al día siguiente se le hinchaban las mejillas y se le formaban unas bolsas debajo de los ojos que lo hacían parecer diez años mayor. Teniendo una amante tan joven, cualquier señal de vejez le daba pavor. Al menos, gracias a que se afeitaba el cráneo no se le notaban las entradas ni las canas, lo que parecía conservarlo en una edad más o menos indeterminada.
Sin embargo, el tiempo era inexorable. Por el momento, Kratos aparentaba ser sólido como el torreón, con sólo algunas grietas y boquetes que tapar. Pero pronto empezaría a desmoronarse, y cuando eso ocurriera sería como el resto de esa ciudad, una ruina decrépita.
Y sin posibilidades de reconstrucción.
Aidé le puso las manos en los hombros. Kratos no tenía ganas de contacto, pero no quería herirla; no, después de todo lo que había hecho esa noche, así que dejó que ella le rodeara la cintura con los brazos y le apoyara la cabeza en la espalda.
—No debes estar resentido con Derguín. No es una emoción digna de alguien grande.
—Cierto. Sólo se resienten los pequeños.
—Pero tú eres grande.
—Podría haberlo sido.
—¡Lo eres! Eres tah Kratos, señor de la Horda Roja, jefe de los Invictos, brillante vencedor de la batalla de la Roca de Sangre…
—Fue Derguín quien me…
—¡Calla! Derguín pudo llegar al centro del campamento porque tú habías abierto paso con tu carga al frente de la caballería y a lomos de Amauro. ¡Nadie olvidará tu audaz maniobra!
Kratos se volvió hacia ella.
—Esa audaz maniobra me la sugeriste tú, Aidé.
—¿Yo? ¿Una joven ingenua que nada sabe de la guerra?
—Tú me dijiste que mi primer plan era demasiado sensato, y que si quería vencer a mi enemigo tendría que clavarle una daga en el corazón.
—Sólo fue una sugerencia. Tú la llevaste a la práctica. Eres tú el general de la Horda, no yo.
Aidé siguió abrazándolo y balanceando las caderas, juguetona. Su sonrisa era ahora pícara, casi burlona, algo que extrañó a Kratos tras el tono solemne de la conversación anterior.
—Quieres decirme algo más, ¿verdad?
—Uh, uh —asintió ella.
—No estoy muy lúcido esta noche, Aidé. Explícate, por favor.
—Cuando me interrumpiste antes, iba a decir que eras el jefe de los Invictos, el brillante vencedor de la batalla de la Roca de Sangre… y el infalible amante de Aidé, la hija de Hairón.
—¿Infalible? ¿Qué quieres decir?
—Desde que soy mujer, mi cuerpo sigue las órdenes de Taniar. La noche de la celebración, cuando las tres lunas entraron en conjunción…, ya me entiendes.
—Más bien no.
—Debería haber ocurrido algo que no ocurrió.
Kratos empezó a sospechar y se apartó un poco para contemplar mejor el rostro de Aidé.
—Has tenido una falta.
—Creo que está en camino el mejor Tahedorán de la historia. Con la sangre de Hairón el Zemalnit y del gran Kratos May, ¿quién sabe hasta dónde podrá llegar?
Kratos echó cuentas. Apenas había pasado un mes desde la primera vez que Aidé y él hicieron el amor en aquel parque de caza.
—¿Cómo puedes saber que estás embarazada? No soy médico, pero sé que a veces las mujeres tienen faltas o retrasos sin estar preñadas.
—He recurrido a alguien para cerciorarme.
—¿Alguna vieja bruja te ha hecho orinar sobre semillas de trigo y cebada?
—Más bien ha sido un joven brujo. Tu amigo Mikhon Tiq. Me ha puesto los dedos aquí. —Aidé tomó la mano de Kratos y la apoyó en su vientre. Él no notó nada distinto—. Y lo ha visto.
—¿Con los dedos?
—Tú me has contado que los Kalagorinôr poseen poderes más allá de la comprensión.
—Sí, te lo he contado.
—Pues Mikhon Tiq me ha dicho que llevo en mi tripa una criatura tan pequeña como un renacuajo, pero que ya tiene ojos y un minúsculo corazón que late.
—¿Y es niño o niña?
—Demasiado pronto para saberlo, según él. —Aidé le echó los brazos al cuello y le besó en los labios—. Pero algo me dice que será un pequeño Kratos, pelón como tú.
Él se apartó un poco.
—Caramba, yo… No me lo esperaba. Tan pronto…
—Ya te dije que eres un amante infalible.
Una nube cruzó por la frente de Kratos. Ella la interpretó al vuelo.
—No llevo un hijo de Forcas en mi vientre, amor. Ulura me preparaba un brebaje que tomaba todos los días antes de irme a la cama con él. Pero el día que fuimos a cazar juntos no lo bebí, ni volví a beberlo nunca. —Aidé le acarició las mejillas y le rozó las comisuras de los párpados—. Cuando nazca, nuestro bebé tendrá los ojos tan rasgados como tú.
Un bebé. Un hijo. Otro.
Casi sin quererlo, Kratos sonrió. De modo que, cuando uno creía que ya no podía haber cambios en la vida y todo emprendía un declive inexorable, aún se podía crecer. Padre, general de la Horda…
—Tienes razón. —Sus pensamientos saltaron tan veloces que a él mismo lo sorprendieron—. He sido muy injusto con Derguín. No tengo motivos para estar resentido con él. ¡He de pedirle perdón!
En ese momento, oyeron un ruido que los sobresaltó, una mezcla de graznido de cuervo y rugido de león. Ambos rompieron su abrazo y se asomaron a las almenas de la parte norte.
Una sombra enorme pasó volando a unos veinte metros del torreón, tan cerca que el viento provocado por su aleteo les rozó la cara.
—¡Un terón! —exclamó Aidé, entusiasmada. Una de aquellas bestias aladas había anidado en las rocas de Mígranz durante años. Su desaparición había sido uno de los presagios que movió a la Horda Roja a trasladarse al sur—. ¡Es una buena señal!
Kratos no estaba tan seguro. Había dos figuras humanas a horcajadas sobre la espalda del terón. Una de ellas portaba una luz verde. Supo que era Mikhon Tiq y que el resplandor procedía de las esmeraldas de su bastón, y sospechó que el otro debía de ser Derguín. Ya no le podría pedir perdón. Para cuando se vieran de nuevo, si es que volvían a encontrarse, tal vez ya sería demasiado tarde.