XII. FINALMUSIK

ENTONCES fui a una fiesta en Roma, invitado el mismo día de la fiesta, sábado 14 de agosto, cuando ya no lo esperaba, a pesar de los avisos de Trenti sobre la fiesta secreta que haría publicidad secreta de Gialla Neve. Il Film: una feliz minoría de masas, centenares de individuos escogidísimos difundirían al día siguiente el secreto en fotos de primera plana y programas televisivos para multitudes, propaganda oculta. Un chófer sin uniforme me recogió en mi casa y misteriosamente, sin capucha ni venda en los ojos, me llevó al anochecer a una villa-isla, ni en via Appia Antica ni en via Caffarella, pero muy cerca, entre cementerios.

Era un palacio de viejos jardines, blanco y sin ornamentación, de los años fascistas. Vi los focos de luz verde y las candelas rojas, y no supe dónde ocurría exactamente lo que veíamos en las pantallas que duplicaban la fiesta: focos verdes y candelas rojas, y los invitados, que no eran los mismos invitados que me rodeaban, aunque también eran felices y numerosos, cada vez más numerosos, en las pantallas y en la realidad, mientras dos orquestas tocaban al unísono, en alto, sobre dos piscinas, y la multitud bailaba. Era la fiesta de agosto, Ferragosto en via Appia, las Ferias de Augusto, el que le cortó las piernas a su secretario por traición. Me lo contó monseñor Wolff-Wapowski.

Recibí una llamada telefónica inesperada, y toda llamada telefónica tiene algo de esa brutalidad del molestar y ser molestado, por mucho que nos alegre la llamada, y sobre todo cuando no es la llamada que más nos alegraría. No era Francesca. No era todavía la invitación a la fiesta en via Appia, entre desconocidos. Era mi padre. Quería saber si todo se había arreglado, es decir, si yo seguiría en Roma hasta el invierno y la primavera y el verano futuro. Todo está arreglado, dije, pero volveré pasado mañana, el domingo, si funcionan los aeropuertos, existe un ultimátum islámico contra Italia. Volveré por el momento a Granada, a un hotel, tengo una proposición que haceros, digo. Cojo un lápiz, escribo la cifra de 100.000 euros en el margen de la página de Gialla Neve donde se inicia la batalla de Nikoláievka para romper el cerco soviético. Me gustaría venderte mi parte de la casa, he reservado habitación en un hotel, continúo, e inmediatamente me arrepiento de mentir: no he reservado ninguna habitación. Corrijo. Sustituyo un 0 por un 2. 120.000 euros. Es como si me hubieras adivinado el pensamiento, dice mi padre, yo iba a proponerte algo parecido.

Me sometí a la rotunda eficacia controladora del Comité de Recepción, cuatro señoras rubias, tenistas o nadadoras o presentadoras televisivas o torturadoras, de espléndidos brazos y muñecas y dedos y clavículas y traje negro sin mangas. Animales masculinos perfectos vigilaban la entrada al palacete donde una cadena de televisión productora de películas organizaba la fiesta. No era el pavor del ultimátum islámico, que se cumplía a medianoche, la desconfianza hacia los conciudadanos, aunque vayan en ropa de gala y se apeen de coches que abren chóferes o guardaespaldas, ni la desconfianza hacia uno mismo (yo, por ejemplo, nunca sé cómo reaccionará un detector de metales a mi paso. ¿Zumbará?). Era la garantía de que en la fiesta sólo entraban invitados, el rosa y carnoso príncipe de la Iglesia polaca, por ejemplo, que me mira, A usted lo he visto en otra parte, piensa, y sospecha la presencia de un perseguidor profesional, yo. No me acaba de reconocer, no recuerda haberme visto en el despacho de Monseñor. O no me vio. Un joven lo acompaña ahora, en smoking, renqueante, con bastón. Parece detenerse el joven, lo rozo con la mano, toco su brazo, el espléndido tejido de la americana negra, y se vuelve hacia mí, gafas negras en el anochecer azul, entre los árboles. Yo a usted lo conozco, dice el joven en smoking, y el príncipe de la Iglesia polaca, Ziemnicki, me mira con doble intensidad. Yo a usted lo conozco de via delle Botteghe Obscure, lo he reconocido en cuanto me ha tocado, tartamudea el joven, pero es un tartamudeo culto, distinguido, un signo de reflexión, de maquinaria mental en funcionamiento. Levanta el bastón blanco, como un cetro, rey de la oscuridad. Sí, nos encontramos hace tres o cuatro días ante la iglesia de San Estanislao de los Polacos, crucé con él la calle, y ahora está aquí, transformado por los focos de la fiesta, el smoking, la proximidad del palpitante príncipe de la Iglesia polaca. Veo en un relámpago mental la habitación o sacristía horrible en la que ha quedado abandonada la chaqueta invernal y vieja de hace cuatro días, y el joven ciego acompañante de Ziemnicki me parece más corpulento ahora, como si hubiera ido descalzo el día que cruzamos juntos via delle Botteghe Obscure, y más rubio. La felicidad tartamudeante con que su amigo decía reconocerme alegró la cara del príncipe eclesiástico de Cracovia, monseñor Ziemnicki, rosa, de labios móviles que de pronto anhelan hablar, pero no sonriente, aunque la cara ancha parezca sonreír sostenida por el alzacuello negro, subagente alguna vez del agente secreto Wolff-Wapowski. El obispo me mira con ojos que impondrán mucho a las mujeres que pasen por su confesionario, y se va, vestido de resplandor negro, tragado por el pasadizo de cipreses que conduce a la música, y guiado por el ciego y su bastón insonoro sobre el suelo de tierra. Me dejan solo en la fiesta, probablemente promovida también por alguna oficina cinematográfica vaticana. Le gustaría mucho a mi padre, que ahora mismo estará besando el anillo del arzobispo, en Granada, celebrando nuestra futura transacción inmobiliaria, una especie de difícil y muy diferida operación de separación de siameses monstruosamente padre e hijo.

Tocan las orquestas, y no son de instrumentos exclusivamente electrónicos, replicantes, sino de violines y violas, dos bajos, violonchelos, trompetas y saxofones, clarinetes, un trombón, dos baterías, dos guitarras eléctricas, cuatro coristas, un ukelele, un arpa, dos órganos eléctricos y un piano de cola, dos disc-jockeys en smoking, sobre dos piscinas, reflejados en el agua, como las luces, duplicados, y se oyen risas prodigiosas, en los jardines, muy vacíos todavía. Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena. Los invitados se saludan, estrechan manos, retienen algunas manos, o no ven la mano tendida, se abrazan, se besan, pasan sin mirarse, bailan, unas ochenta criaturas ahora mismo, en la música clónica en serie, sombras en las paredes blancas y reverencias operísticas, abrazos y besos, corbatas de los equipos de fútbol Roma y Lazio, Juventus y Milán. Diplomáticos de guardia en su embajada en agosto escuchan el discurso en voz muy baja de un cirujano célebre. Una riente belleza cadavérica deja que le besen la mano los caballeros del jardín. Fulguran las pantallas y no vemos exactamente lo que vivimos en este momento. Hay hombres-cámara entre los invitados, fotografiándonos y grabándonos, y, al fondo de los jardines, dos mesas de cincuenta metros, manteles blancos y manjares verdes, blancos, rosados y rojos, botellas, enfriadores y cubiteras. Circulan camareros orgullosos. Una trama de mosquitos está atrapada en cada luz, y los jardines son una selva verde incandescente, y al pie de un árbol encuentro un cubo de cáscaras de naranja tumefactas y una toalla sucia con un lema: Capri Club. Han llegado doscientas personas más, el mundo bélico-policial-cinematográfico de Gialla Neve, financieros, criaturas de Estado, constructores, el ejército y las sociedades de Antiguos Combatientes, compañías ferroviarias y automovilísticas y aseguradoras, la Cruz Roja, Hollywood y el Vaticano, la embajada rusa, abogados, eminencias académico-televisivas, deportivo-televisivas, eclesial-televisivas, costuril-televisivas, castrense-televisivas, concesionarios de privilegios gubernamentales, los seres de moda, en posiciones provisionales siempre, reuniéndose, apresurándose, chocando, vacilando, tambaleándose de felicidad, arrojados a la música, bailando ante la casa luminosa de ventanas cerradas. No conozco a nadie, pero he creído ver al economista Franco Mazotti, de Banca d'Italia, y a todos me parece haberlos visto alguna vez, y ahora está la foto fija en todas las pantallas del alcalde de Roma, o de un doble del alcalde, y, junto al alcalde, está mi viejo amigo de Bolonia, Ga- litzini, o Graziadei, el asesor especialista en obras de arte secretas, Tiepolos y Tizianos que sólo han sido vistos en habitaciones privadas de casas romanas, napolitanas, sienesas, florentinas, ferraresas, venecianas, con sus ojos ansiosos de intimidad impersonal, el historiador que sólo se ocupa del arte que no figura en la historia del arte. Lo conocí en Bolonia. ¿Dónde está exactamente ahora mismo? Lo busco en el jardín mientras me empuja el futbolista triste que teclea en el teléfono móvil, como si llamara a un médico para pedir medicinas que den alegría, y me mira un segundo intentando adivinar si me conoce de algo, si ha tenido alguna relación conmigo, si alguna vez bebió o durmió conmigo o sólo me conoce de esperar ante un cajero automático. No me conocía, nadie me conocía, ni siquiera aquellos que no conocían absolutamente a nadie y buscaban agoniosamente a algún conocido de algún conocido. Allí estaba yo, en el jardín de trescientos invitados, admirando el sentimentalismo enérgico de los que se abrazaban y estrechaban y separaban para abrazarse y estrecharse y separarse después de ser multiplicados por los cámaras que recorrían la fiesta, círculo amplísimo de elegidos, clan de amores y matrimonios cruzados. No me veo en las pantallas cuando pasan las cámaras, como si yo viviera en otro momento, un minuto antes o un minuto después. Me habla una señora que no tiene nada que decirme. Usted espera a Piero, dice, así que puede usted hablar conmigo. Le digo que no espero a Piero, y me dice que debo esperarlo, que vendrá, puesto que así se lo pedí. No le he pedido nada a nadie, a nadie conozco esta noche, le digo. Por eso vendrá Piero, dice la señora, traje granate y en el pecho una mancha de luz roja que atraviesa la copa de vino. Está sola, ha inventado a Piero para tomarme por acompañante. La orquesta toca Splendido, splendente y en la pantalla, sobre los músicos, avanzando hacia la cámara, impetuoso, como si cayera y caminara por el aire a pasos desesperados, veo a De Pieri, Piero de Pieri, el hombre que conocí en el snack-bar del Ministero di Grazia e Giustizia, la misma admirable americana amarilla, la corbata a cuadros, el fulgor de las cosas deportivas y selectas. Ahora me besa en la cara, dos veces, encendido por el resplandor de los focos y por las leyendas que Fulvio difunde sobre el especialista con experiencia en África del Norte y Oriente Medio durante la Guerra Fría y ahora en la guerra afgano-iraquí, la conquista del Este, De Pieri. No me veo yo en la pantalla, aunque me busco, besado por De Pieri. Se alegra mucho de encontrarme, dice, y mira hacia los árboles, quizá en busca de pájaros exploradores, canarios, para la inminente guerra bioquímica. Es muy agradable la noche. Le pregunto si está operando en labores de prevención, y lanza grandes carcajadas el gran De Pieri, agente secreto, masón y neofascista, dice Fulvio, o en misión de propaganda para la SSSS, Società Studi Strategici Sicurezza. Todo va bien, conozco a todo el mundo, toda esta gente es gente estupenda, encantadora, dice De Pieri. Es elemental nuestra función, objetivos interpoliciales, llamémosles así, y yo podría decirte por qué estamos aquí cada uno de nosotros, qué compromisos nos han traído a via Appia esta noche. Usted sabe por qué estoy aquí, digo. Podría saberlo inmediatamente, dice De Pieri. Yo no lo sé, le miento, y mi confesión repentina le produce una nueva convulsión de risas y felicidad, y la música es más rápida, y los que eran doscientos ahora son cuatrocientos. De Pieri, con impulso suavemente intimidatorio, exige que le repita mi nombre, saca del bolsillo derecho de la americana dos teléfonos, elige el aparato marcado con cinta aislante naranja, se separa de mí, marca con mano distraída, caída a lo largo del cuerpo, a ciegas, petulantemente, mientras cuatrocientas voces me rodean, devorándose y desintegrándose unas a otras. Todos miramos al cielo de pronto, igual que De Pieri, esperando algo, las luces de un avión que vuela hacia el sur, y la casa blanca es una nave en la negrura espacial, y en las pantallas aparece el príncipe de la Iglesia polaca con su uniforme negro nocturno, como un comandante de las guerras interastrales, y su ciego rubio en smoking. De Pieri vuelve, despidiéndose a carcajadas de algún amigo telefónico. Ha sido besado con carmín muy cerca de los labios: ahora tiene dos bocas. Has sido invitado tres veces, dice, o tres personas han pedido que seas invitado. Te doy los nombres: Trenti, monseñor Franz María Wolff-Wapowski y Francesca Olmi. Tú sabrás por qué te invita la Olmi, si por Fulvio o por ella misma, y por qué te quieren aquí Trenti y Wapowski, anunció De Pieri. Yo quisiera saber por qué tenía poder sobre la fiesta la amiga que me había abandonado, mi Invisible, pero sólo pensar u oír su nombre producía en mí cambios orgánicos, detenimiento y aceleración del pulso, pérdida de lenguaje. Amor, amor, catástrofe, hundimiento del mundo. Te ha dejado, ¿no?, dijo De Pieri. Me obliga De Pieri a mirar hacia las pantallas, en primer plano los tics y rictus de la alegría, un pendiente de diamantes, unos labios y una dentadura. De cualquiera de éstos puedo decirte lo que quieras, dice De Pieri. Y entonces Francesca, vestida de blanco, cruza la pantalla principal y todas las pantallas, y reconozco el túnel de cipreses que conduce a los jardines y las piscinas y la explanada del baile, yo acabo de recorrerlo detrás de un ciego y un obispo polaco. La orquesta toca Angeli e Pianeti. El nombre de Francesca ilumina las pantallas, Francesca Olmi, intermitente, sobre caras de magnates televisivos, promotores deportivos, millonarios criminales, el círculo que adivinó Carlo Trenti, el círculo del killer Varotti. Puedo informarte de cualquier asunto que afecte a cualquiera de los invitados a esta fiesta, repite De Pieri, en infatigable vigilancia. Saca del bolsillo tres teléfonos, como aquel demonio que sacaba de una cartera tesoros, telescopios, misiles nucleares, un rubí, un palacio de hierro, un caza, la columna de Trajano, y ofrecía la bolsa inagotable, la riqueza infinita y la condenación, a quien quisiera vender su sombra. Yo podría pedirle a De Pieri que me contara todos los pasos de Francesca en las doce horas antes de que mataran a Varotti, su probable amante, según la hipótesis de Trenti. Pasó la noche con Varotti en un hotel, cerca de Stazione Termini, barato, nada extraordinario ni espectacular, dijo Trenti. ¿Cuánto ha cobrado Francesca por traicionar al pistolero? Puedo preguntar: ¿En qué hotel pasó la noche Francesca Olmi el viernes 6 de agosto, con quién? Es lo que me está ofreciendo De Pieri, el dueño de la bolsa prodigiosa que contiene las inagotables maravillas del mundo. Te doy la bolsa a cambio de tu sombra, dice, y recoge mi sombra del suelo, la enrolla como una alfombra y se la guarda en el bolsillo. Pero no compra: vende sombras. Pasan camareros con bandejas. Comienza el flujo hacia las mesas del banquete. Voy a pedirle a De Pieri el don maldito de que Francesca no tenga sombra para mí, el don de saberlo todo de Francesca, y uno de los teléfonos vibra y zumba silenciosamente en su mano, iluminándola de verde, y De Pieri se aparta, ladrón y traficante de sombras. Va dando voces entre los que dan voces. Siente un inmenso júbilo de hablar con quien habla, aunque un informador de la policía no debería ser tan ruidoso. Yo siento algo que podría confundirse con una vergüenza nocturna y solitaria, sin público, culpa o resentimiento de traidor, a pesar de que todavía no he llegado a traicionar a Francesca con De Pieri.

Todos se dirigían al banquete, haces de luz sobrevolaban los manteles inmensos de la nave espacial, Ferragosto y Fiesta del Fin del Mundo. Cenaríamos hablando del ultimátum y las Brigadas Islámicas. Las orquestas tocaban Goldfinger, y fui en busca de Fran-cesca, foto fija en todas las pantallas, pero invisible o inexistente, sólo aleteo electrónico. Había sufrido una mutación, una metamorfosis, desde que provocó la muerte de un individuo, o la transformación de Francesca la producía el hecho de que guardara un secreto, aunque fuera un secreto público, masivo, radio televisivo. O era yo el transformado monstruosamente por amor, un conjunto de reacciones afectivas incontrolables, automáticas, como tics. O se transformaba Francesca, vista a través de la lente de mi desconfianza, deformada en cinco pantallas ahora, cómplice y traidora de asesinos, según la hipótesis de Trenti, el fabulador policiaco.

Cruzan la pantalla espaldas desnudas, nucas bajo peinados como cúpulas cingalesas, el broche de una gargantilla, la multitud hacia las mesas del banquete, bandejas de comida, tejidos animales y vegetales enredados, verdes, blancos, rojos, rosa pálido de carne cocida, blancas espirales de spaghettata. La música se reduce a cuarteto de cuerda más piano y el eclipse momentáneo de la música deja oír un segundo a los grillos. Tres máquinas limpiadoras danzan por la explanada vacía en la pausa del baile, entre individuos con teléfonos móviles que recitan al unísono treinta monólogos diferentes, y, desde los aparcamientos de las catacumbas, unidades motorizadas de la Fiscalía y los servicios secretos graban conversaciones telefónicas, ruido de platos y risas y dentelladas y choque de copas, el rugido de las estrellas romanas disponibles en agosto para la fiesta secreta, todos en el umbral del fin del mundo, el cumplimiento del ultimátum. Esperamos la nave interplanetaria que nos llevará más allá del tiempo. Una cola de bogavante entra en una boca y una pala de plata remueve la spaghettata bestial. Es una noche de humedad media y presión barométrica normal, vísperas de luna nueva, y, en la explanada de las criaturas que hablan por teléfono vestidas de fiesta, estoy yo, bebiendo vodka, un poco químicamente estimulado, lo confieso, muy suavemente vodkanfetamínico. Aquí llega el tratadista de arte, lo conocí en Bolonia, joven eminencia boloñesa. Nos hicimos una foto juntos en el refugio de la professoressa X. Explicaba obras maestras que nadie había visto, un Tintoretto que sólo puede admirarse en cierta casa veneciana, o un Tiziano hallado en un garaje de Londres, sobre el que pintó una tormenta inglesa en 1861 un aficionado borrado ahora, desaparecido, gracias a los ojos de rayos X de mi tratadista de arte descubridor de Tizianos invisibles. Se me acercaba como, hace años, en el Bar Birreria Mercanzia, donde había en la pared la foto de un palacio bombardeado y, a través de la puerta, se veía el mismo palacio, intacto, reconstruido, como si estuviéramos en el pasado, antes del bombardeo, en Bolonia. Ahí viene mi viejo amigo artístico, brazos caídos y algo flexionados, de cinematografía americana o de presidente de América, dedos extendidos en tensión de defensa o acometida o uso inminente de armas, mentón hincado en el cuello para embestir y protegerse, mirada voraz, labios ansiosos, comiendo. Está irreconocible, pero lo reconozco. No veo lo que come, lo que se le pega a los dedos de la mano izquierda, algo que parece luchar para que el tratadista no lo engulla eufóricamente con desprecio ávido. Lo engulle. Los dientes torturan la comida, trituradores, y el tratadista de arte se mete el dedo en la boca, lo pasa por las encías y los dientes como una estrella de cine americano en acción, labios aceitosos, brillantes, gastrónomo-eróticos, bajo los reflectores que lo iluminan en la noche festiva. Eh, Graziadei, le digo, lo llamo. Se limpia la mano en los pantalones desgarrados y empobrecidos por voluntad de belleza, me tiende la mano mientras mi mano derecha, huyendo de su mano izquierda lamida, coge su mano derecha en la que oculta un descuartizado y desamparado langostino u otra cosa blanda y elástica y aceitosa como los labios. Cómetelo si quieres comértelo, pero no sé quién eres, dice, y me deja en la mano el blanco gusano deshecho, e inmediatamente se me abalanza, me abraza, me besa. Intento no tocarlo para no mancharle el smoking, verde, sobre una camiseta No War/Nowhere. Se va. Yo no te conozco, grita, y se va con su nueva corpulencia voraz, como si el pasado huyera. Hace cinco años que lo conocí en Bolonia, en el Colegio español, comíamos y bebíamos con un bioquímico holandés, y luego apareció un físico que trabajaba sobre truenos y relámpagos, y hacíamos guisos con un filólogo alemán. El holandés era heredero de una fábrica mundial de cerveza, y el Tratadista hablaba de un Caravaggio secreto que había visto en el palacete de un traficante de diamantes de Amberes. Íbamos a fiestas en las colinas de Bolonia, inventábamos extraordinarias historias familiares que nos contábamos para hacernos amigos, y ahora dice que no me conoce, o finge no conocerme, como si la propia vida y el propio destino fueran algo hostil, rechazable, incluso aquellos días casi felices de Bolonia, o se sabe incapaz de recordar los detalles de las mentiras que me contó, y prefiere no verme, o recuerda confidencias que prefiere olvidar que me hizo. Yo no inventaba historias. Yo oía. Me contaban las hazañas en la guerra contra los padres, el empeño maniático de sus padres y madres en devorar a sus hijos, digerirlos y excretarlos convertidos en monstruos perfectos, la edificante corrupción de los niños por sus padres, corruptores de buena voluntad. Los niños son mejores sin sus padres, decía el auténtico heredero de la cerveza holandesa. Yo no le dije que mi padre me alejó, me ayudó a encontrar una personalidad, una serie de alojamientos siempre en el futuro feliz y viajero, como un patriarca inglés católico-romano en tiempos de Guy Fawkes y la Conspiración de la Pólvora enviaba a su primogénito al continente para que fuera educado en la fe verdadera, a salvo de la cárcel, la tortura y el cadalso, como si nuestra Granada fuera la cárcel, la tortura y el cadalso moral. Mañana volveré a Granada, adonde no volvería nunca y adonde vuelvo mañana no sé bien por qué, a la casa demasiado grande para un matrimonio, y para un matrimonio con un hijo, y para un viudo con un huérfano, a las habitaciones que me hacen fantasmal y que ahora estoy dispuesto a vender por 135.000 euros. Oigo ruidos en esa casa a medianoche, pájaros y bóvidos mugientes y motores en carreteras lejanas, aunque no hay animales en los alrededores y vivo en una calle céntrica, estrecha y sin tráfico. No recuerdo haber visto a mi madre en la casa, pero la veo alguna vez en todas las ciudades por las que paso, ahora mismo, entre la muchedumbre que vuelve bebiendo del banquete, cara de nieve, el pelo corto y negro, una de mis muchas madres que alguna vez he visto.

Se acaba otra vida mía, la vida romana de los últimos tres meses, las tres novelas de Carlo Trenti, Inverno innocente, Gloria di primavera, Estate eterna, Gialla Neve I, II, III, 903 páginas traducidas en un plazo de noventa días, el inocente invierno, la breve y sangrienta primavera y el eterno verano. Ahora vendrá el otoño, en Granada, donde un otoño hice mi primera traducción honorable, medieval, cuando todavía me consideraban honorablemente filólogo, o un joven inteligente que podía hacer carrera en la filología, antes de estropear mi gusto y menospreciar y dilapidar mi educación, y demostrar que sólo estaba dotado para lo efímero, la mortalidad absoluta, el asesinato, es decir, antes de dedicarme al asesinato como fenómeno feliz de masas fabricado en serie. He traducido un caudaloso muestrario de formas de matar, con y sin derramamiento de sangre, manuales y mecánicas, de baja y alta tecnología, abierto y cerrado el cuerpo de la víctima, sin y con desparramamiento de órganos, crímenes con móvil y crímenes por capricho o satisfacción personal, cientos de asesinatos y un millón de libros vendidos, una profesión poco lucrativa, sólo palabras. No lleva a ninguna parte, salvo a desaparecer inagotablemente de sitios en los que nunca estoy definitivamente, ahora Roma, en la Fiesta de Agosto de 2004, en el jardín, esperando a Francesca. Se animan los músicos. Vuelven de los manteles los invitados. Yo voy hacia ellos, en busca de Francesca. Voy hacia la comida y recuerdo los días en que me acercaba a comulgar en la iglesia de los Santos Justo y Pastor, en el verano eterno y huérfano de 1978. Voy hacia el banquete como si avanzara hacia el pasado, a estos días de Roma, diez páginas diarias de nieve negroamarilla de Trenti, paseos y sábanas con Francesca, helado los domingos, visitas a Monseñor los lunes, pago de la lavandería y el alojamiento. Ahora sé que, coincidiendo con mi espléndido vacío rutinario, archiveros policiales de Varsovia preparaban la caída de monseñor Wolff-Wapowski en las oficinas de cierto Instituto de la Memoria, o eso dice Trenti, mientras el marido de la professoressa X grababa inacabables conversaciones pederásticas en magnetófonos propiedad de la policía, y la professoressa X, que una vez me dijo que calculaba la dimensión de sus libros en tabaco y bebida, se entregaba a una obra telefónica de 7.200 cigarros y 120 botellas de gin sin escribir una sola línea.

Y el killer Varotti iba al encuentro de su destino, de Francesca, hacia la curación y purificación de todas sus heridas. La madre de Varotti había tenido esta visión, lo he leído en el periódico: al pie del Coliseo su hijo era acogido por una figura vestida con túnica blanca, el Sumo Pontífice, Johannes Paulus II, cree la madre, un milagro. He visto la foto de la señora Varotti junto a la foto de las explosiones en Bagdad y el anuncio del inminente incendio de Roma por las Bri-gadas Abu Hafs al Masri.

La foto periodística de Varotti me dio impresión de que no tenía amigos, triste killer de cráneo pelado, gafas negras y cansancio palúdico, el criminal enfermo de malaria, febril, apesadumbrado y atontado y perseguido por toda la policía de Italia, viajero, muy lejos de su casa. Le duele el presente, pero también el pasado, que por fortuna es irrecuperable. Echa mucho de menos el futuro, otro sitio, la salvación, después de viajar a través de la noche y el invierno y el verano luminoso, por Largo Argentina ahora, donde lo toma una cámara de vigilancia. Va al encuentro de Francesca, aunque conozco a dos Francescas, la antigua que dormía conmigo y la que no me contó que había participado en la muerte de Varotti, o a tres, si cuento a la que imaginaba Carlo Trenti, heroína traidora en la liquidación de Varotti, una conjura de bandidos y promotores de televisión y boxeo. Las dos orquestas tocan Goldfinger para que la gente baile en masa, quinientas personas donde hubo cincuenta, y Francesca está otra vez en todas las pantallas. Hay una mano en el hombro de Francesca Olmi, y una cara feliz, unos labios, muy cerca de su oreja. Es Trenti, el escritor de novelas de crímenes.

La voz de Trenti ha sido mi voz de Roma. Mi profesión es silenciosa, de viajero solitario que mira una página en vez de la ventana del avión: aislamiento y silencio lleno de palabras de otro, Trenti, por ejemplo. Ahora Francesca dice algo al oído de Trenti, Un escritor es especial, me dijo la mujer de Trenti. Quiere desarrollar todos los aspectos de sí mismo y una mujer no le basta, tiene que buscar más mujeres, hablar con las mujeres, dormir con las mujeres. Yo conocí a la mujer de Trenti, y he visto a Trenti hablar al oído de Francesca, pero no al oído de su mujer, quizá porque con su mujer establezca una comunicación más íntima, telepática. Mi mujer y yo nos cansamos mucho hablando, sin dirigirnos apenas la palabra, dice Trenti. Nos cansa mucho decirnos las cosas más simples porque es repetir en voz alta lo que ya nos hemos dicho mentalmente.

Busqué por los jardines al grupo de Trenti y Francesca, pero Trenti y Francesca parecían vivir en otro mundo, en otro cielo. En el círculo más bajo de todos los cielos estaba mi fiesta, en la luna. Piero de Pieri estaba solo, en Marte, hablando por teléfono, y me vio. Levantó un brazo hacia mí. Detente. Iba a contarme De Pieri la verdadera historia de Francesca, tal como había sido escrita en el registro de algún hotel deplorable en torno a Stazione Termini y tal como la imaginaba el novelista Carlo Trenti, y la historia de Trenti y Francesca en las últimas cuarenta y ocho horas. Toda mi vida es esta multiplicación de historias oídas, leídas, traducidas, inventadas. Mi sentido de la irrealidad es mucho mayor que mi sentido de la reali-dad. Si a la luz de un foco verde descubro de pronto lo hasta ahora invisible para mí, las costuras quirúrgicas que atraviesan la cara de máscara de De Pieri, vuelvo a ver en un segundo la película de aquel hombre que se estrelló en un coche, pasó en coma cinco años, despertó y conocía las cosas que fueron y las que estaban siendo y las que serán, pasado, presente y futuro, y sabe todo de todos y por eso trabaja para la policía y está absolutamente solo. Se me acerca De Pieri, sonrisa en un jardín de individuos que se cruzan en los bosques salvajes y se enseñan los dientes como fieras. De Pieri viene a ofrecerme saberlo todo, pero pasa de largo, y un fotógrafo lo sigue. Es algo ya vivido, ya visto, un ser largo y abultado y soñoliento detrás de la cámara fotográfica, sin afeitar. Tiene el ojo derecho deformado, de acercarlo al visor de la cámara. Me hace un gesto con dos dedos, como encañonándome con una pistola. Quiere que me aparte para fotografiar al Primer Ministro, o que mire a la cámara y me disponga a ser fotografiado, y fotografiado soy. De Pieri desaparece con su fotógrafo y mi fotografía, y yo alcanzo por fin los desolados manteles arrasados, los últimos restos del banquete.