II. IL BARBIERE DI SIVIGLIA

EN cuanto me separé de monseñor WW y su red de oficinas vaticanas salí en busca de Francesca por la red de oficinas bancarias donde prestaba sus servicios al mando de una squadra de limpiadoras. Fui a la Banca Nazionale del Lavoro donde la había conocido, y, por via San Francesco Ripa y via Cardinale Merry del Val, hacia el este, a la piazza Mastai y los Monopolios del Estado, mundo vacío, y al norte otra vez, sobre el puente Garibaldi, hasta la sucursal bancaria de via Arenula, frente al Ministerio de Gracia y Justicia y sus escoltas acorazados. Una pantalla de televisión ofrecía a la calle sin nadie el interior del banco en directo, y allí vi por fin a Francesca, pañuelo en la cabeza y uniforme, electrónicamente ectoplasmática en blanco y negro, el bolsillo abombado o viciado por el paquete de tabaco: el conjunto de microelementos anodinos que luego actúan en la memoria físicamente y provocan en el enamorado tics sentimentales y reacciones químicas: el recuerdo del humo nicotínico, el tacto de látex cuando cojo la mano enguantada, la oreja sin taladrar y sin zarcillo que asoma bajo el pañuelo.

Pero no era mi amiga: sólo atravesó la pantalla uno de esos espíritus engendrados por nuestra ansia de ver a algún amado y concreto ser material. Todas las limpiadoras (menos una muy distinta de Francesca y a quien yo confundí con Francesca) habían salido ya de las oficinas de la Banca Nazionale, o estaban a punto de llegar a los Monopolios, o ya no eran esperadas. Y una voz mía, íntima y muda, me empujaba de oficina en oficina en busca de Francesca para ofrecerle mi oído vacío, a la espera de un secreto que todos los periodistas de Italia conocían, y todos los públicos, un secreto de masas, por decirlo así, millones de personas desplazándome del sitio donde yo creía deber estar, recibiendo los secretos de Francesca, mi sitio ocupado por las multitudes adictas a la televisión y al sentimentalismo, e incluso por el marido, antiguo deportista pseudopopular, olímpico, boxeador, peso superligero de la squadra azzurra.

Uno imagina lo que otro tiene y uno quisiera tener, y a esto, avergonzados, le llamaríamos celos, y yo pensaba en Fulvio, testigo auricular de las hazañas de Francesca y dueño de su confianza, lo que a mis ojos lo enriquecía mucho más que su envidiable posición de chófer o acompañante del viejísimo hermano de un viejo senador vitalicio, llamémosle el honorable Colonna, rango obtenido, el de chófer acompañante, como premio a las victorias y derrotas en el ring internacional. Yo lo he visto en una película, me la ha puesto Fulvio, pálido púgil sonriente de ojos verdes mientras lanza y recibe demoledores puñetazos en combate con un coreano: una extraordinaria cara desquiciada, Fulvio, de nariz rota y roja y labios hinchados bajo la protección del casco reglamentario, vencedor por KO en un episodio de la Olimpiada de Atlanta, aunque luego lo fulminara en la misma Olimpiada el cubano Morero (no he visto esta filmación catastrófica), todo está registrado en los anales olímpicos. El héroe sangró por Italia, y ahora era digno de conocer lo que yo no había conocido. ¿Sabe Fulvio lo del killer?, le preguntaría a Francesca en cuanto la encontrara, aunque fuera en su casa, ante Fulvio hijo. Sí, pero callemos, que no nos oiga el niño, il bimbo. Estamos en peligro, y no sé si Francesca piensa en una venganza del clan del killer o en Roma tomada por las patrullas policiales y sus perros. Veo metralletas por via Arenula y el Palazzo Santacroce y la iglesia de San Carlo ai Catinari en piazza Carioli. Vive Roma su desolado agosto en estado de emergencia, entre el futuro del ultimátum musulmán que vence dentro de seis días y el pasado de la incursión musulmana del año 846, piratas sarracenos saqueando las basílicas de San Pedro y San Pablo y derramando y robando los vasos sagrados. El mundo podría acabarse en seis días.

Por fin sabes que te estoy buscando, me dijo entonces Francesca, hallada cien pasos más abajo, en el Teatro Argentina, donde Rossini estrenó en 1816 su Barbiere di Siviglia y donde en este momento las limpiadoras limpian a fondo la sala en forma de herradura y sus seis pisos de palcos, según un proyecto mítico de saneamiento del que oía hablar desde mi llegada a Roma y cumplido precisamente hoy, lunes 9 de agosto. Acaban de desinfectar el palco real, estamos en el foyer del teatro, que tiene las puertas abiertas y huele a química exterminadora, insecticidas y raticidas, y cinco limpiadoras operísticas van y vienen en danza de escobas y guantes de látex y auriculares en los oídos, las conozco y me conocen, yo soy tantos como ellas son, Giulio, Giusto, Ius, Giù, incluso Mattia misteriosamente me llaman alguna vez Betta, Vanna, Anna, Loredana y Lina, duplicados deformes de mi Francesca y su laborioso enaltecimiento y ensimismamiento en la aplicación de detergentes: un sonambulismo acelerado, artificial, quizá efecto de los vapores que desprenden los líquidos detersivos y el rugido rítmico, psicotrópico, de las máquinas aspiradoras.

No dije que la estaba buscando yo. Me buscaba. Me arrastraba a una esquina, hacia un enigmático y antiguo montículo de cajas de sombreros, un nido de polvo. Va a contarme la historia del Circo Massimo y el asesino Varotti, pensé, y casi percibí la evaporación de mi amor nuevo. Mi amor desaparecía en el mismo momento de producirse mi primera reacción amorosa germinal, es decir, mi primer brote de celos. Salvados del amor, volvíamos a la realidad banal: la historia de una delación, una persecución, un tiroteo y un muerto, la toma y liberación de una rehén belga. Ahora recuperaba mi confianza perdida en Francesca, y se desvanecía felizmente mi enamoramiento, el espanto amoroso. El marido, limpio de mis celos, volvía a ser mi absurdo amigo romano, siempre a la espera de un destino funcionarial más alto que le procuraría el senador vitalicio o el hermano del senador vitalicio. Otra vez recordaríamos en un bar una velada de boxeo en Londres y una conversación con putas en Tokio o nadadoras germanas en el albergue olímpico de Barcelona. No es miedo exactamente lo que notas cuando subes al ring, o no es miedo al dolor, entiéndeme, dice Fulvio, es miedo al ridículo, a la cobardía, miedo a uno mismo. Uno tiene dentro a otro, no sé si me entiendes, no sé si tú te notas el Otro, l’Altro. E l'Altro é un figlio della gran puttana. Ti si cacca addosso, l'Altro, se te caga encima, como un pájaro, es un cobarde cabrón, dice, y puede aparecer en el momento en que acaba de sonar el himno nacional, Fratelli d'Italia, uniamoci, unámonos, y te miras en los ojos de un tailandés hijo de puta y descubres que eres un cobarde, dice Fulvio.

Francesca me contaría ahora su acción heroica del sábado y el mundo volvería a ser insustancial, friends & lovers, killers & boxers. Otra vez pasaban los pacíficos autobuses rojos y vacíos, el tranvía azul con propaganda turística de un desierto africano en flor, los motorinos, los babélicos clientes de las agencias turísticas internacionales desorientados bajo el sol soporífero, las limusinas funerales de los jerarcas blindados en perpetuo y sonoro viaje de sirenas entre ministerios donde eternamente se les espera. Los centinelas del dispositivo de seguridad paseaban a sus perros boquiabiertos. Seis de los 23.000 hombres que vigilan los 13.000 objetivos potenciales de Italia y la posible ofensiva de las células fundamentalistas se apostaban con dos tanquetas en la entrada a Largo Arenula y via delle Botteghe Obscure. Un helicóptero batía la neblina sofocante sobre la torre del antipapa Anacleto.

Me encaminé otra vez hacia las oficinas papales de monseñor Wolff-Wapowski para cumplir la nueva misión que Francesca me había encomendado. Francesca sólo me buscaba para hablar de su héroe pugilista, Fulvio. Yo podría ayudarle antes de irme de Roma, dijo Francesca, grave voz de mezzosoprano y tensión de diva en las aletas de la nariz, en el teatro donde Rossini fracasó con su Barbero, hasta las lágrimas, el 20 de febrero de 1816, la única vez que lloró en su vida. Monseñor WW, de quien yo le había hablado tanto, manejaba algunos hilos vaticanos, y quizá quisiera ayudar a Fulvio en su concurso-oposición para barbero del Parlamento, en Montecitorio. Ha llegado el momento de que Fulvio escale el pináculo de los aparatos del Estado. ¿Barbero? Yo no había visto ninguna filmación de Fulvio empuñando la maquinilla rapadora, las tijeras, la navaja, aunque lo hubiera visto, púgil de poca densidad muscular pero de buen juego de piernas, girar en torno al adversario como un barbero ante el cliente sometido al sillón odontológico de una peluquería. Está preparado, dijo Francesca, afeita y peina al hermano del senador vitalicio, e incluso al senador vitalicio. Contará con el aval del senador vitalicio. Pero el puesto no es para el Senado, Palazzo Madama, sino para Montecitorio, el Parlamento, y no es lo mismo. Hay rivalidades. Los socios políticos del senador vitalicio están muertos o moribundos, y hay que contar con los nuevos socios de los socios, imprevisibles, no es fácil la política italiana. La política de alianzas es muy compleja. Fulvio puede reunir unas noventa y cinco voces que recuerden sus méritos boxísticos e influyan en los miembros del tribunal de oposiciones. Pero son diecinueve candidatos para tres puestos en la barbería de Montecitorio, cargo de altísima responsabilidad, figurati. Superará la prueba práctica como maestro barbero, le lleva cortando el pelo seis años al hermano del senador vitalicio, y alguna vez afeitó al senador vitalicio, tuvo su garganta en su mano. No le asusta el examen sobre el Ordenamiento del Estado y la Historia de Italia: Fulvio es parte de la Historia de Italia, sección Deportes. Domina los cinco idiomas exigidos, italiano, inglés, francés, alemán y español, de algo vale una larga experiencia de boxeador internacional. Pero supongamos que cada uno de los diecinueve candidatos ha reunido tantas cartas de recomendación y recomendaciones secretas como Fulvio, 19 por 95. ¿Cuánto es? ¿1.805 recomendaciones? Son pocas. Hay muchas más voces influyentes en Roma: tenemos el fascismo, la Primera República, la Segunda, siempre los mismos, los hijos y los nietos y los advenedizos y los oportunistas. Necesitaríamos un mínimo de 150 recomendaciones para competir con posibilidades, así que hemos ido a los frailes de San Pietro in Montorio y a las iglesias donde nos conocen de toda la vida. Pero monseñor Wolff-Wapowski podría llegar a la Secretaría de Estado vaticana. Es alemán, ¿no? Como el prefecto del Santo Oficio. Y también polaco. Como el Papa. Con los guantes de látex, y empuñando una herramienta para limpiar las cristaleras del Teatro Argentina, Francesca me pareció una higiénica y eficaz diosa estadista intrigando y recabando votos para la elección del presidente de la República. Tú puedes hablar con tu amigo WW, o tu padre podría hablar, si lo crees conveniente, dijo.

Nunca en mis treinta y tres años de vida he sentido dolor. No he tenido enfermedades, no he padecido sufrimiento físico ni moral. Disfruto de una salud inverosímil, aunque, si el dolor es signo de existencia, debería decir que sólo he vivido media existencia, media vida, y banal, sin dolor, si no fuera por la expulsión incesante de la casa paterna, de la que poseo la cuarta parte de la propiedad por herencia de mi madre. Desde mis ocho años he sufrido sucesivos extrañamientos, interno infantil en un colegio jesuita de Málaga, inmigrante intelectual en nueve países de Europa y América. He tenido suerte: no he tenido que aguantar la proximidad física de un padre. Los cambios de autobuses, ferrocarriles, aviones y dormitorios individuales y colectivos han sido los grandes episodios de mi vida, que, sin ellos, sería un único instante dilatado y feliz, indoloro, perpetuamente y afortunadamente expulsado de mi casa, en el limbo. Lo más interesante de mi vida es consecuencia de mi extrañamiento, y estoy hablando de mi profesión de traductor del inglés, el italiano y, muy ocasionalmente, el francés, el catalán y el alemán, veintinueve obras en nueve años, intérprete casi absolutamente fiable.

Probablemente he sido promiscuo en estos últimos años, pero he sido siempre fiel. Abandono ciudades y casas, acepto nuevas amigas y nuevas traducciones, pero no miento nunca. Mentimos en tonterías y, en cuanto nos conviene, volvemos a mentir, y un día nos vemos en el infierno y no sabemos exactamente cómo ni por qué, escribió en una carta a su hija el presidente y actor americano Reagan. Yo lo he traducido: mil páginas de cartas. Soy traductor, cojo las palabras de otro y las convierto en palabras mías, pero las palabras siguen diciendo absolutamente lo mismo, cosa absolutamente imposible, en principio. Soy digno de confianza, no voy a trastocar las palabras, no voy a hacer que digan lo que no dicen, y los que leen mis más notables traducciones piensan que mis palabras pertenecen a gente como el presidente de los Estados Unidos de América, Conrad, Woolf, Hammett o Fitzgerald. Confían absolutamente en mí, el suplantador, aunque ahora me vea expulsado de la confianza de Francesca, si alguna vez he merecido la verdadera confianza de Francesca y no ha sido todo confusión mía, una mala interpretación.

Hablaré con monseñor WW utilizando las palabras de Francesca, pero también pienso aprovechar la entrevista para renunciar irrevocablemente al uso de mi apartamento en piazza di San Cosimato. El amor es demasiado poderoso, doloroso, ante él sólo cabe la fuga, pensaré, antes de pedir recomendación en nom-bre de Berruto, Fulvio Berruto, antiguo héroe nacional del boxeo y ahora aspirante al cargo de barbero del Parlamento. Voy repitiéndome las palabras de Francesca que pronunciaré ante WW, e, inmediatamente más allá del arco detector de metales, me cierra el paso el conserje-vigilante-ujier de la puerta secreta, pelirrojo de párpados y labios pesados que huele a talco y es ancho y blanco y tiene manchas de color buey en la piel palidísima.

¿Adonde va usted? Busco a monseñor Wolff-Wapowski, digo, en una exacta repetición de lo que ha ocurrido hace menos de dos horas. ¿Es usted esperado?, interroga. Veo a monseñor Wolff-Wapowski todas las semanas, acabo de estar con monseñor Wolff-Wapowski, digo, sugiriendo una frecuentación inaudita y respetable. Descuelga un teléfono el conserje, pulsa teclas, susurra y pulsa nuevas teclas. Sin moverse de su pupitre, llama con las yemas de los dedos a puertas lejanas y cerradas. Entabla una larga conversación telefónica sobre il nuovo staff de la Roma, sociedad deportiva futbolística. II nuovo allenatore, ¿controla el nuevo entrenador a los giallirossi? ¿Con espíritu militar? Es lo que exige el mundo, il popolo rojoamarillo, el mercado del fútbol, il calcio-mercato. Recita una alineación completa de la Roma el vigilante pelirrojo. Usted no es esperado, dice, y sigue hablando del allenatore y el viceallenatore y el staff de fisioterapiste, elemento fundamental en el organigrama.

Me encierro a traducir y entre palabra y palabra preparo la llamada a mi padre. Vuelvo, diré. Sólo tendré que traducir menos de diez páginas al día, cinco días para acabar y volver a Granada. Vuelvo para ofrecerte desde un hotel mi parte en la casa por 120.000 euros, diré a mi padre. Pero no traduzco ni una página en una hora: entre palabra y palabra se filtran repetitivamente las palabras que preparo para mi padre y las palabras que preparo para Francesca, que dice que vendrá a verme a las seis. Traducir me provoca una especie de impaciencia por llegar al futuro y salir del lento pasado pendiente del total de 48 páginas aún sin traducir. He traducido 903 páginas en ochenta días, algo más de diez páginas al día, antes de lanzarme a dar vueltas por mi Roma reducida y ruinosa: las plazas de San Cosimato y San Calisto, el Monte Aureo y los dos bares del Gianicolo, San Pietro in Montorio, el circuito de las oficinas bancarias de lunes a viernes, atravesando el puente Garibaldi, hasta el Capitolio, al este, y Stazione Termini, por el noreste. Mi vida había ido comprimiéndose, hombre menguante y cada día más pobre, esperando o buscando o abrazándome siempre a Francesca, enterrándonos incluso en la cripta del Tempietto di Bramante, donde crucificaron a San Pedro: amor rápido antes de que relampagueen cámaras fotográficas turísticas en la planta superior y Francesca y yo intentemos despegarnos, ser dos turistas independientes.

Tomo un poco de estimulantes para mitigar mi incurable claustrofobia de traductor y soportar el susurro del alma del edificio ochocentesco-eclesial que me acoge, tuberías rugientes, crujidos y chirridos y exangües explosiones, los pasos del obispo americano y el sacerdote croata y el genuino monje copto, seres envueltos en un aura inhumana y una inhumana y nerviosa energía sexual soltera: música mínima, adormecedora, a pesar de mis cápsulas de entusiasmo sintético anticlaustrofobia y antidesolación. Me despierta la llave en la cerradura, no los tres golpes que siempre da Francesca para avisarme antes de abrir y entrar. La pantalla del ordenador se ha apagado, stand-by, y me miran Francesca, su madre (joven abuela rubia) y el niño, además de un individuo largo y un poco hinchado y absolutamente desconocido con una cámara de fotos, desequilibrado y somnoliento, absolutamente infiable, sin desvestir, lavar ni afeitar durante un mínimo de tres días. Ahora vendrá Fulvio, dice Francesca. Este es un periodista, dice, y señala al hombre-cámara. Nos va a hacer unas fotos, quiere hacerte unas preguntas. Pero el periodista sólo hace un gesto con dos dedos, encañonamiento y aviso de liquidación sumarísima. Lleva un chaleco de cuero artificial, amarillo, sin mangas, exactamente igual que el pistolero fulminado por la policía por delación de Francesca, podría ser un hermano, o el pistolero muerto con nueva vida y nueva cabellera y nueva cara de ultratumba y el ojo derecho deformado de ajustarse al visor de la cámara. Coge el teléfono con una mezcla de ansia y repugnancia, marca el 0 (dedos manchados de grasa: familiaridad manual con máquinas motorizadas o armamento). Llama al exterior. Estamos esperando, dice, y es una amenaza contra los que esperamos con él, y cuelga. Enciende un cigarro, aspira y espira dos bocanadas de humo, echa la primera ceniza sobre uno de mis diccionarios descomunales, mi Zingarelli. Todos miramos al periodista que nos interrogará y hará una foto, la abuela, la madre, il bimbo mudo y amenazante y ahora seguro de poder convertir sus ideas en acción: que lo spagnolo caiga muerto, y el español cae muerto.

¿Van a sacar una foto? ¿Para qué?, digo. Estamos esperando a Fulvio, dice Francesca. Ve mirando esto, dice el periodista pericoloso y birrómano, y me pasa dos fotos de pésima calidad y colores espectrales y próximos a lo invisible, dos papeles muy palpados por gente con los dedos sucios, o sudados, pero claramente distinguibles Francesca y yo en la cama, vistos a través de la ventana abierta, follando, por así decirlo, aunque toda la mecánica amorosa sólo sea añadida por la percepción y la imaginación del contemplador de las fotos. Suena el teléfono. Es el conserje del edificio: Le paso una llamada, dice. No he podido ir, dice Francesca, ya hablaremos. Y corta. Y entonces acabo de despertarme con la impresión de realidad bruta que dejan los sueños recién cerrados e idos de la pantalla mental. La pantalla del ordenador se ha apagado. Miro el reloj y oigo la mínima música triturada y sacerdotal de la casa en silencio. Limpio una mancha de ceniza en mi rojo Zingarelli. ¿He dormido tres horas? Lanzo a la papelera una caja de fósforos vacía, amarillenta, propaganda de hotel, probablemente el hotel donde el padre de Francesca repara ascensores y averías de mecánica, fontanería y electricidad. Me voy a la calle a pasar la noche.

He adquirido una apariencia semejante a la del periodista-fotógrafo onírico, pero, sin el chaleco de cuero falso, menos repulsiva. No he pasado tres noches insomnes y callejeras, sino sólo una noche. No he tomado una cápsula para traducir, sino tres cápsulas para no traducir. Dos veces he usado esta noche mi tarjeta de crédito, y la policía podría seguir mis pasos: las cámaras que tomaron al killer liquidado me habrán tomado a mí, habrán filmado mi transformación, precipitándome en lo que algunos especialistas llaman enfermedad amorosa, mal de amores, desequilibrio mental caracterizado por pensamientos obsesivos, anorexia, temblor desesperado mientras oigo música electrónica en un garaje abierto al público (el nombre del lugar coincide con el de mi síntoma: Panic Disorder), obsesivas llamadas al móvil inaccesible de Francesca, adicción, podríamos decir. ¿Está Francesca ahora mismo con mi amigo Fulvio, que tantas veces ha brindado conmigo por Francesca? Nunca me he atrevido a preguntarle a Fulvio si todavía se acuesta con Francesca, nunca Fulvio se ha atrevido a preguntarme si con Francesca me acuesto yo. Ya sabes lo que pasa, ya hablaremos, responde Francesca la primera vez que la llamo por teléfono esta noche. No sé lo que pasa, pero ahora conozco la desesperación del teléfono que no responde: llamo y Francesca no descuelga nunca. Por primera vez estoy enfermo, inexplicablemente enfermo, curado por fin de mi mediocridad emocional y sentimental, mintiéndome, no llamo más, lo juro, y marco por última vez por el momento.

Cierro los ojos, fuera por fin del garaje electrónico, frente al martes luminosamente romano, como mi domingo, terrible, mucho más punzante en los ojos mientras atraviesan el cielo aviones transatlánticos. Voy andando hacia las oficinas de WW, dejo que me pasen todos los autobuses y todos los taxis libres, retrasando mi llegada ante Monseñor. Le comunicaré mi inmediato abandono de Roma, adiós, adiós, y le haré un último ruego, mi última petición, pedir favores puede ser un signo de respeto, besándole la mano, el anillo donde se guarda bajo ámbar báltico la reliquia de un mártir del catolicismo. Tomo, en honor de mi encuentro con Monseñor, un poco más de agua y una cápsula más. En una noche he sufrido todos los síntomas sucesivos de cinco años de estímulos químicos, iluminación, iluminación disminuida por unas gafas de sol, aceptación de que la realidad es inmune a toda transformación química, y tentativa temblorosa de volver a iluminar químicamente la nada inconmovible, pero hallo fuerzas para acercarme al individuo ciego, o aparentemente ciego, de gafas negras y bastón blanco, que me encuentro algo más abajo de la iglesia de San Estanislao de los Polacos. El bastón, tendido al vacío, apunta hacia un remoto punto de destino, y vibra, vara mágica en busca de oro o paraísos, una irreal Tierra Lejana. Hay ruido de máquinas rodantes, acercándose o alejándose, y el ciego sabrá mejor que yo por dónde andan esos vehículos todavía invisibles que amenazan con echársenos encima de improviso. Estamos en via delle Botteghe Obscure, cerca de los policías con perros. ¿Quiere usted cruzar la calle?, le digo al ciego, casi nocturno, o madrugador, sin día ni noche, de unos treinta años, un hermano mío, y el ciego no contesta, cabeza levemente alzada hacia el cielo, labios levemente separados y mudos. Quizá sea polaco, pienso, y salga de rezar a la Virgen de los Polacos, y entonces el ciego asiente, levanta el bastón y apunta a la acera opuesta, y le toco el brazo, no el brazo, toco una tela de chaqueta oscura, casi invernal, estropeada, y el tacto de la tela me produce un choque de calor. No se ve la chaqueta el ciego, nadie se la ve probablemente. Cruzamos la calle en el momento en que un Audi llega a buena velocidad, deberíamos detenernos, pero sigo, capto una contracción de temor en el brazo del ciego y alcanzamos la orilla. Tante grazie, dice mi hermano, agradecido a alguna divinidad por haberlo salvado, en el instante en que el Audi pasa a nuestra espalda y apaga el ruido de los bastonazos sobre el pavimento.

¿Es usted esperado?, pregunta de nuevo el ujier pelirrojo del palacio eclesial. Sí, digo, me espera monseñor WW, que no me espera, como yo no espero ser recibido. No he sido recibido por WW, no contará con los votos vaticanos tu esposo, hoy aspirante a barbero de Montecitorio como ayer lo fue a la medalla de oro olímpica, confesaré a Francesca. Se me pide mi nombre, son pulsadas dos teclas telefónicas, el ujier lanza un rugido, mi nombre pronunciado mal, parodiado y escarnecido. No es usted esperado, Lei non é atteso, sentencia, y sigue mirándome cuando suena el teléfono. Monsignore, Monsignore, se ha ido el visitante, pero inmediatamente saldré a buscarlo. Cuelga. Es usted esperado en el despacho de Monseñor, anuncia, como si yo fuera ya otro, y subo las escaleras, que nunca son como habían sido recordadas. Parecen el código cifrado de un espía, incesantemente renovado para burlar al enemigo. Subo con lentitud, me cruzo con un cardenal que lleva en brazos un gato albino y me bendice moviendo como un hisopo la zarpa del gato. Inclino la cabeza. ¿Cómo te has gastado tanto en estos años, aunque sólo hace un día que no nos vemos?, me dirá monseñor Wolff-Wapowski. Llamo a su puerta, más estrecha que nunca esta mañana. Pase, pase. Es la voz de un hombre mucho más gastado que yo, campana cascada, mármol que ha recibido un buen martillazo.

Pase, querido amigo, dijo Wolff-Wapowski, llamémosle así, y me tendió las dos manos desde el parapeto de la mesa desbordada aquel día de papeles que volaban por la habitación y caían al suelo. Le agradezco mucho que haya venido a despedirse, dijo con emoción. Había adivinado mi voluntad de volver, a pesar de la súplica de mi padre, a mi verdadero dormitorio, donde echaré de menos los sucesivos dormitorios de toda mi vida, las duchas resbaladizas abundantes en hongos imbatibles, las higiénicas celdas monacales, la irrespirable soledad atestada de los apartamentos compartidos, para volver siempre a mi dormitorio de Granada, lleno de recuerdos de mis extraordinarios viajes, mis propias postales adheridas a la pared, Querido papá, Querido papá, Querido papá, dieciocho tipos de letra diferentes desde mis ocho a mis treinta años. Me imaginaba a mi joven madrastra desmayándose o durmiéndose de admiración ante la estantería con los ejemplares encuadernados en rústica de todas mis traducciones, veintinueve traducciones, de Adams a Woolf, monumento de mi padre a mi bíblico y legendario don de lenguas que tan lejos me ha llevado, a Bolonia, Friburgo, Chicago y Washington, testimonio del éxito de mi padre en su voluntad de mantenerme fuera de su vista. Nada tenía que suplicarme para mantenerme a miles de kilómetros: le bastaba con proponerme un viaje a Santiago de Chile, donde también cuenta con buenos amigos de la Iglesia de los santos tentáculos universales, mi padre, el viudo matrimonialista, experto en la vida familiar de lo mejor de la provincia y la región, fiel esposo de una mujer inseparable e inmortal, muerta desde siempre, mi madre, algo más joven que yo ahora mismo.

Le agradezco su visita, iba a llamarlo, para despedirme, la próxima semana cuando venga usted a verme no me encontrará, me despido, dijo monseñor Wolff-Wapowski, intensificado el tono sacramental, eucarístico, más sagrado que nunca WW, sometido a una triple, cuádruple o quíntuple conversión del vino en Sagrada Sangre. No me resisto, me voy, dijo WW, siempre he cumplido con mi deber y mi deber ahora es retirarme. Otros, en mis mismas circunstancias, se quejan, y ya sabe usted, Ihre Klagen sind Anklagen, Sus lamentos son acusaciones, pero yo no caeré en ninguna conjura lagrimosa, dijo Monseñor, y los azules ojos secos brillaron peligrosamente. Ya sabe usted lo que dijo César Augusto a la hora de la última despedida, Aplaudidme si hice bien el papel, pero nadie me aplaudirá a mí, perdóneme. Calló, abrió mucho los ojos, buscó más palabras de algún César para que taponaran su flujo de palabras propias y lo salvaran de hablar. Puso en marcha una trituradora de documentos. Mi padre murió como el padre de Augusto, poniéndose los zapatos para cumplir con sus obligaciones, dijo, y mi madre fue tan religiosa que murió como la madre de Beria, en una iglesia. ¿Sabe usted quién es Beria? ¿Sabe usted por qué una iglesia debe ser silenciosa? Para que en el sagrado silencio oigamos la intromisión de los santos que resucitan sin fin en sus santos sepulcros.

Se había ido iluminando WW, piel blanca, papel blanco ante una lámpara. Estoy desmoralizado, dijo. Permítame que se lo confiese, estoy desmoralizado. Se lo confieso a usted porque no me conoce y no hablará de mí. Le ruego que no hable de mí. Pero, en la desmoralización, ¿no nos acercamos a la verdad? ¿No vemos entonces más verdaderamente las cosas? Así está escrito, dijo Monseñor en su desmoralización radiante. ¿Sabe usted lo que hizo Augusto? Le cortó las piernas a su secretario porque vendió una carta por 500 denarios. ¿Qué le parece? No me querían los polacos porque mi padre era alemán, los alemanes me desprecian porque mi madre era polaca, ni alemanes ni polacos se han fiado nunca de mí, es decir, nadie se ha fiado nunca de mí, ni siquiera mi padre, ni mi madre, que murió en una iglesia. Pero yo también he sentido deseo de paraíso, sin ese deseo seríamos incapaces de hablar sin mentir. Y, a pesar de mis buenos deseos, he mentido. ¿Usted no? Le voy a decir algo que nunca le habré dicho cuando termine de decírselo. Permítame un poco de vanidad: he trabajado para cuatro papas, sin puesto reconocido ni mención en ningún directorio. He sido un soldado de la Iglesia. He sido feliz, dijo resplandeciendo de serenidad. Y entonces se abrió la puerta y entró un personaje de la historia que me estaba contando: un limpio, carnoso, rosa y palpitante príncipe de la Iglesia polaca. Le tendió las manos a Monseñor, lanzó grandes voces en polaco mientras se apretaban y se besaban las manos mutuamente, rio, o lloró, y desapareció. Ya se lo he dicho, no les gusto a los polacos. Vea a monseñor Ziemnicki, que una vez fue mi joven discípulo, ahora tan envejecido: ¡Ziemnicki vuelve a la juventud en su extraordinaria euforia de este momento, ríe y llora de emoción en mi despedida fulminante, juzga despia-dadamente y me condena a envejecer y morir solo, a dejar esta casa hoy mismo! Eso da miedo. Cuando uno se aleja, las cosas se ven más claras. Y entonces es como si se acercaran para hacernos daño. ¿No es así?