III. CONFESIÓN EN BOLONIA
ENTONCES me fui en avión a Bolonia. Huí de la mañana que ante mí se abría interminable, otra vez en ansia de viajar, ansia de no estar exactamente donde estoy. Tengo invertido el instinto común de poseer un espacio y una casa y una identidad fija. Llego a un sitio y ya me estoy yendo o ya estoy pensando en el momento de irme. Así que llamé a Bolonia, a la professoressa X, que me enseñó semiótica y análisis de fenómenos semiósicos en 1999, hacía cinco años. La professoressa estudia asuntos esenciales: la tipología de los cuellos de camisa femeninos y masculinos en el siglo XX como signo de los modos de vivir, o la presencia de simios en pintura de los siglos XVI y XVII, el mono de Lord Rochester, por ejemplo, en el retrato de John Wilmot, segundo conde de Rochester. Yo lo recuerdo porque este Rochester se parece mucho a una foto juvenil de mi padre, y el mono de Rochester tiene un libro en la mano, como mi padre en la primera foto que se hizo con la negra toga de abogado en ejercicio, antes de que encargara togas que parecieran ya usadas muchos años antes y heredadas de su padre, que no fue abogado, sino sacristán en una parroquia. Rochester, tan igual físicamente a mi padre joven, fue un genio, cortesano y poeta vicioso, un disoluto al servicio de un rey de Inglaterra pobre, alegre y vendido a los franceses. Tenía Rochester debilidad por el placer, que en el fondo le fastidiaba como un agente secreto infiltrado en su interior para sembrar división. Se arrepintió de sus corrupciones. Se entregó a Dios a la hora de morir, muy pronto, a mi edad de ahora, para disfrutar de la vida eterna después de haber celebrado los placeres de la vida breve, o así lo contaba un obispo hijo de abogado, como yo. Man differs more from man than man from beast: esto es de Rochester.
Pienso en el mono de Lord Rochester mientras espero oír por fin, al teléfono, la misma voz de hace cinco años, no la voz de la professoressa, sino la de su asistente alemana, germánica señora de compañía o secretaria-guardaespaldas con acento de Baviera y ori-ficios irritados (ojos, nariz y boca), enrojecidos siempre, rojeces que me recuerdan el color de las casas de Munich y parecen signo de un ataque de alergia perpetua en los párpados, las aletas de la nariz y el filo de los labios. Soy yo, el traductor español en viaje de trabajo, y quisiera hablar con la professoressa X. La señora Kürnberger repite mi nombre en voz alta, dos veces, con acento de Munich. Estoy viendo la habitación mentalmente, tal como la vi en otro tiempo. Estoy viendo en su sillón verde a X, que oye el nombre del que llama, y niega con la cabeza, No estoy. Yo la he visto hacerlo así alguna vez. Yo he dormido con la professoressa dos veces, exactamente, únicamente dos veces, en otro tiempo. Entonces me parece oír la voz de la professoressa. Un momento, dice Kürnberger. Sí, un momento, le habla.
Pasaré el día en Bolonia, digo, tengo que ver al escritor Trenti, el Hombre-Éxito, medio millón de ejemplares vendidos de la trilogía Gialla Neve, crímenes italianos en la guerra de Rusia de 1941 y 1942, que yo traduzco para España y América, le plantearé algunas dudas de traductor esta tarde. Y la professoressa dice: Estaba pensando en usted esta mañana y usted ha llamado, un caso de telepatía, fenómeno comprobado estadísticamente. Creía que me trasladaba al pasado, cinco años atrás, pero estaba adivinando el futuro con una hora de anticipación, dice X. Venga a verme a las dos y media, después de la comida, si a esa hora no está usted con su famoso escritor de crímenes.
Yo ni siquiera había llamado aún al novelista, sólo padecía un ansia insuperable de alejarme de Roma. Sin llamarlo me acercaría a su casa, porque daba por supuesto que Trenti no estaría en Bolonia en agosto, pero prefería comprobarlo en la misma Bolonia, para que me fuera absolutamente imposible suspender el viaje. No fui a Bolonia para ver a Trenti, sino para dejar de no ver a Francesca en todas partes, inmediatamente después de intuir que nunca aparecería si la buscaba yo. A Trenti me lo imaginaba nadando en el Adriático, o en las islas griegas, o en las Baleares, de vacaciones. Es agente de seguros en la Mutua Reale, con oficinas en el Palazzo del Gas, via Marconi, probablemente millonario por sus novelas, sus tres primeras novelas, Gialla Neve I, II, III, que ahora serán una película para cine y televisión. Si está en Bolonia, tengo pensado verlo, por supuesto. Ya conozco su casa en via Stalingrado, bajo el puente de Stalingrado, y Trenti es acogedor, como Bolonia, como su querida esposa ferrarense, sin hijos, aunque Trenti tiene un hijo de treinta años, como tú, me dice Trenti, muchacho perdido en Turín en misteriosos trabajos electrónicos, científicos, un auténtico extraño, dice Trenti, lo que permite la comunicación entre nosotros, padre e hijo, algo muy distinto de cuando nos veíamos con frecuencia y prácticamente no hablábamos porque cuanto se dijera podía ser utilizado contra él o contra mí, dijo Trenti. En los desconocidos, en los completamente extraños es fácil confiar, me dice, y, cuando uno necesita hablar con alguien, tiene suerte si encuentra al desconocido adecuado. Uno puede revelar lo más íntimo a un extranjero, me dice Trenti, porque se irá y se borrará y no nos verá más. No influye en nuestro mundo, no es de nuestro mundo. No existe. Y así ahora veo a mi hijo y le hablo con mucha confianza, toda la que un extraño merece, dijo Trenti.
No llegué a via Stalingrado, sino a via Zamboni 9, a la casa roja de columnas en el pórtico y monstruos entre el follaje de piedra de los capiteles, humanoides animalescos en relieve, no mirados por nadie, olvidados, polvorientos en agosto y ocultos bajo la nieve en enero, ensimismados como esa gente que se aparta, se sube a una columna y se enquista en sí misma. Me espera en su apartamento del piso más alto la professoressa X, eminencia mundial en semiótica, estudiosa de la publicidad en cajas de fósforos a lo largo de la historia, la triple armonía entre los tipos de asesinato en las novelas de Agatha Christie y los pasteles de carne ingleses y la evolución del sufragio en Gran Bretaña, Simenon y el catolicismo, Maigret y los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, el arte y los monos. La obra magna de X explica en 1.726 páginas una sola línea de Dante, Infierno XXXI, verso número 67, Raphel may amech zabi almi, cinco palabras sin idioma conocido, hebreo desfigurado por la soberbia y la confusión de las lenguas en la Torre de Babel, culpa de Nemrod, hijo de Kus, hijo de Cam, hijo de Noé el Navegante Ebrio. Entonces todo el mundo era de un mismo lenguaje, todos maniáticamente de acuerdo en fabricar ladrillos y edificar una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos. Hagámonos famosos, un solo pueblo, una sola lengua. Nada nos será imposible. Bajaron entonces a la tierra agentes provocadores, espías, la Quinta Columna de Dios, confundieron la lengua de los que trabajaban. Nadie se entendía con nadie. Inoperantes, divididos, dejaron de edificar la ciudad. Se desperdigaron por toda la tierra. El pecado no fue la soberbia de levantar una torre hasta el cielo, sino el entendimiento entre todos, el trabajo, la organización, la unidad, decía la professoressa X, bebedora meditabunda o eufórica de gin-tonic, ginebra y unas gotas de agua especial, sacramento, vino y agua, de educación católica. Poseía una capacidad superheroica de saltar del año 1300 al 2020, de Babel a Roma y a Washington, del rey Nemrod a Brennan, jefe en Italia del espionaje americano en 1946, cuando se imprimió el Manuale di Intelligence per la propaganda occulta o arte de producir falsos incidentes para transformar la opinión y la realidad, pretextos para una intervención diplomática y, en casos extremos, para desencadenar una guerra. La professoressa, además de ser dueña de un raro ejemplar del Manuale, dominaba la estrategia de la conversación sin fin o suspendida momentáneamente en la cama, dos veces. Nos acostamos dos veces, me acuerdo bien. «Ven», me dijo, una sola palabra tan enigmática como la más enigmática línea de Dante, Raphel may amech zabi almi, palabras tan sin significado que pueden contener los significados más hondos, sin fondo.
Tengo cincuenta y cinco años, me dice hoy, martes 10 de agosto de 2004, mi professoressa. La última vez que la vi, hace cinco años, tenía, según la secta de sus seguidores y biógrafos oficiales, cuarenta y cinco. Había envejecido diez años en cinco, cinco años intensísimos. Le había crecido mucho el pelo a la ayudante alemana, ahora de larga melena ceniza, dama medieval resfriada por un frío de galerías y mazmorras góticas o aire acondicionado a 20 grados centígrados fijos, humo y polvo y el aborrecible olor a tabaco rubio automáticamente fumado, libros inundando los corredores y en el suelo periódicos en once lenguas diferentes. Qui ebbe la sua prima sede l'Accademia di Letteratura e di Storia Polacca e Slava Adam Mickiewicz. Fondata in Bolonia nel 1879, dice una placa en el portal de la casa. En este mismo edificio hay un Studio Legale, un Studio Dentistico, una misteriosa sociedad llamada (Lacrime di) Coccodrillo y una Casa Editrice especializada en publicaciones químicas, médicas y matemáticas. Nadie vigila el portal, ni la calle, mundo en paz, muy lejos de las milicias que patrullan el aeropuerto Fiumicino de Roma y el Guiglielmo Marconi de Bolonia, perro y metralleta, dedo en el gatillo, chaleco antiproyectiles en kevlar, pistola 9 mm Glock 17, botas de asalto, perros de magnífico pelaje alimentados con productos energéticos para atletas de élite. Yo me refugio en la caverna del pasado, en la casa blindada de sabiduría de la professoressa X, papel, polvo y humo.
Pase, pase, oí su voz, llamándome desde un remoto abril de 1999. El pelo seguía teniendo el mismo color, pero, vista de espaldas, X me pareció más pequeña que en la memoria, como si se hubiera alejado, aunque yo me acercaba. Seguía en su sillón de trabajo, como la última vez que la vi, dándome la espalda, dándole la espalda a la puerta y al exterior, con el cigarro en la mano, Sénior Service era la marca de tabaco en 1999 y seguía siéndolo cinco años después. Allí seguía el paquete de tabaco, blanco, sobre la mesa, entre papeles, un compás, unas llaves, un monedero, unas pinzas, un inhalador para el asma. No se levantó X, me saludó con la mano que sostenía el cigarrillo, la derecha. Alargó la mano izquierda y apretó mi mano derecha y cerró los ojos, como para dar la mano al individuo que tenía dentro de la cabeza, en la memoria. Era a quien conocía, con quien había tenido relación, el recordado. En cinco años yo podía haber llegado a ser mucho más extraño de lo que fui entonces. Aproveché que tuviera los ojos cerrados para mirarla bien, profundamente, y abrió los ojos, y me dijo, telepáticamente, sin palabras: Me importa una mierda cómo me veas, sí, estoy hecha polvo, descuidada y corroída y carcomida. Movió la mano del humo, seguramente un gesto repetido desde el primer cigarrillo, igual que la manera de arrugar, torcer y empequeñecer la boca como aguantando la risa. No me mires mucho, quería decir aquel movimiento, no me importa lo que veas, pero no me faltes al respeto. La gran professoressa, que convertía a sus alumnos en secta internacional, era ahora un viejo fantasma adolescente, inmaduro. Los hombros, muy anchos y altivos en otro tiempo, ahora parecían, como si una invisible pluma de pavo real de cinco kilos de peso los hubiera tocado, elegantemente vencidos. La ropa se mantenía en su esplendor, bien elegida, bien planchada, camisa blanca y aro de oro en la muñeca. Un halo envolvía a la professoressa X e iluminaba el envejecimiento doloroso.
Padecía una gripe de agosto, y el resfriado le irritaba los ojos, dijo. La piel se había estropeado alrededor de los ojos, más grises que cuando los miré por última vez, pero el pelo conservaba intacta una negrura química, quebradizo. Apoyaba la mano en la sien, y el pelo, que le olería a tabaco, se quedaba aplastado y la cabeza parecía levemente deforme, deformada, como un efecto especial de película de mujeres vampiro, aunque sólo era la cabeza de una señora griposa, o resacosa, o resacosa y griposa, fumando Sénior Service, tabaco de Virginia fabricado en Italia con licencia británica. En la cartulina blanca del paquete de tabaco un velero de dos palos navega por el mar azul, hacia Occidente. Este olor y ese barco serán mañana el recuerdo de la professoressa X, más que la cama, dos veces. Los dedos que sostienen el cigarrillo ya no son exactamente rectos, las uñas cuidadas tienen algo de concha de animal reptiloide. La mano que fuma vuelve a moverse como si quisiera borrar la línea que ha dividido de pronto la frente de la professoressa. Una idea fulgurante le ha atravesado el cerebro y se le clava en algún lugar doloroso. La marca en la frente es una señal de pánico. Algo ha visto o está viendo mentalmente la professoressa, una traición. Se mira al espejo todas las mañanas. ¿Quién es la más bella del mundo?, pregunta. Eres tú, responde el espejo. Se mira. Desconfía. Esto no durará, piensa sensatamente, pero dura, duran los maravillosos hombros, los maravillosos labios, la maravilla del cuello y la piel y la nariz y los ojos y las sienes y el esqueleto maravilloso. Se adulaba. Se mentía como le mentiría un amante que no es consciente de sus mentiras. ¿Quién es la más bella? Tengo miedo a perder la maravilla. Hoy el espejo le dice que es la más vieja del mundo, o la más bella de la vieja Universidad de Bolonia, la más vieja de Italia, o la más vieja de la casa, una de esas criaturas desgraciadas que ponen toda su esperanza en el pasado: que todo vuelva a ser como fue, como era hace un instante. Cae y se rompe el vaso, cierras los ojos, los abrirás y el vaso estará intacto, sobre la mesa, en el momento inmediatamente anterior al descuido, antes del golpe y la quiebra.
¿Un gin-tonic? Un poco de gin, un poco de tónica, un poco de limón, un poco más de gin, está flojo este gin-tonic. Gin-tonic es una canción de Françoise Hardy. Sesenta años tiene la cantante de viejos adolescentes Françoise Hardy, cinco años más que mi professoressa ahora. Hace cinco años, Françoise Hardy le llevaba diez años. Yo no debería beber gin, evidentemente, por mi trabajo, es decir, por mis vitaminas, que me ayudan a traducir y tienen sus con-traindicaciones, sus incompatibilidades químicas. He pasado la noche en un garaje tonante, jupiterino. Llevo despierto quince horas, si no cuento los treinta y un minutos que he dormido en el vuelo Roma-Bolonia, del despegue al aterrizaje. Sólo un poco de tónica debería beber yo, pero mi professoressa mezcla bien tónica y gin y limón y hielo, con extraordinaria naturalidad, como mezclaba a Santo Tomás de Aquino y a los neopositivistas lógicos para estudiar los disfraces de los superhéroes de tebeo en relación con los pijamas para niños de moda en los años sesenta y la guerra soviético-americana. Bebimos gin, gin-tonic, mi primer trago de alcohol en muchos días, algo agrio y tóxico, que me hace pensar en el placer de pasar del Usted al Tú en el diván que hay frente a la mesa de trabajo, sesión sexual-psicoanalítica, hace cinco años, como si estuviera sucediendo ahora mismo, aunque ahora sólo bebamos gin-tonic y la professoressa me pregunte por mis traducciones, la novela policial del genio boloñés de la novela negra, crímenes italianos. Ya sabe usted lo que decía nuestro Augusto de Angelis, «Italia, tierra de los Borgia y de los Papas, hoy produce novelas policiacas, el fruto rojo de sangre de nuestro tiempo», recita la professoressa X, que sabe de memoria el equivalente a unos mil volúmenes de tamaño medio, mi Madame Memory.
Ha sido un clic y un apagamiento, dice la professoressa X. Dice Clic y el Clic produce el iluminarse de una batería de focos sobre el escenario teatral, iluminada de pronto la professoressa en su ofuscamiento evidente, físico y moral, alcohólico, levemente intoxicado, iluminada por la llama del encendedor que prende un nuevo Sénior Service, sin filtro. La inspiración de humo, dos bocanadas, impulsa una corriente de inspiración intelectual, o inspiración divina, más un nuevo gin-tonic, sin hielo, sólo gin y una sombra de tónica, limón viejo y mojado, arruinado el hielo en la cubitera, de la que escapan los estremecimientos del hielo triturado contra el hielo, derritiéndose. La professoressa hace una pausa, como tantas veces en las aulas de Bolonia, unos segundos de mutismo espectacular. No va a hablarme de la situación bélico- política, la guerra de Oriente, el análisis semiótico del ultimátum emitido por las Brigadas Abu Hafs al Masri para avisar al pueblo italiano de que Italia arderá eternamente si no depone ahora mismo al primer ministro. La professoressa va a invadirme con sus confidencias, no porque yo sea una persona de confianza, diría Trenti, el escritor de novelas de crímenes, sino por todo lo contrario, por ser yo un extraño casi absoluto.
Necesito hablar, y es más fácil hablar con personas lejanas, desconocidas, extranjeros que oyen nuestras más hondas intimidades y desaparecen, inexistentes en realidad, se irán, no volverán más, no nos verán más, no influirán sobre nuestro mundo porque no son de nuestro mundo, me entiende usted, decía la professoressa X, aunque no hablaba, cerraba los ojos para aspirar el humo a mayor profundidad pulmonar, su soplo divino. La muestra de confianza que iba a hacerme la professoressa era demostración de lo remoto que me sentía, en el pasado y en el futuro. Pensó que el auditorio podría necesitar una dosis de anestesia, y vertió mezquinamente gin en mi vaso y generosa tónica, y metió en los restos de hielo derritiéndose los dedos envejecidos, reumáticos exploradores polares, y extrajo unos cuantos cristales leves, gotas que le caían de las uñas, y los derramó en mi vaso. Usted no conoce a mi marido, no quiero hablarle de mi marido, sino de mí, naturalmente, dijo. No le hablo de perder a mi marido, sino de perderme yo. Nunca hemos sido exclusivos mi marido y yo, mi marido es más joven, nueve o diez años más joven, usted lo conoce, por otra parte. Siempre nos hemos tenido un amor matrimonial, distanciado, por así decirlo. Trabaja en Roma, Banca d'Italia, un verdadero jerarca de la economía italiana, puedo hablarle con total confianza porque usted no lo conoce en realidad, lo ha visto una vez, no nos conoce, ni siquiera recordará el nombre de mi marido, que para mí ahora es una pérdida, y no me refiero a mi marido cuando hablo de pérdida, sino a mí misma, a mi personalidad, por decirlo así.
Le pongo un ejemplo, eso que llamamos semiótica, mi vida, me aburre profundamente, óigalo bien, lo único que no me aburre ahora mismo son las llamadas telefónicas de mi marido, lo que más me ha aburrido en mi vida, se lo confieso. He llegado a dormirme de desesperación oyendo la voz de mi marido por teléfono, y no una hora después de empezar a oírla, sino dos minutos después de descolgar. Pero ahora me cuenta que me traiciona, que se acuesta con una chica romana, ¿sabe usted? Es decir, no me traiciona exactamente, me lo cuenta con pormenores, incluso, esta misma mañana, poquísimo antes de que usted llamara por teléfono, la chica le ha abierto el pantalón a mi marido, le ha cogido el uccello y se lo ha metido en la boca, o así me lo ha contado mi marido, con precisión.
Vivimos una situación de catástrofe probable. Las células fundamentalistas musulmanas podrían haber derribado mi avión por proyectil exterior o explosivo interno. Podrían haber comprado o islamizado al mozo de vuelo o a la azafata o a los pilotos, secretos conversos suicidas, o asaltarnos con misiles o cazas. Miles de escondrijos para microbombas sólidas y líquidas caben en treinta o cuarenta equipajes, si no existen telas explosivas impregnadas de sustancias radiactivas, monturas de gafas y suelas de zapatos de material plástico explosivo, detonantes en forma de joyas tropicales, periódicos impregnados de nitroglicerina, desayunos escuálidos de pan sintético y prosciutto & formaggio flamígeros, todos los increíbles adelantos de la ciencia del mal. Las Brigadas Abu Hafs al Masri anuncian la ignición total de Italia, o eso dicen los periódicos que he leído en el aeropuerto, y pueden empezar por el Airbus Isola di Monza, Roma-Bolonia, de las once de la mañana. La policía por mi propia seguridad podría detenerme, desnudarme, examinarme con rayos X mientras soy olido por dos perros lobos especialmente adiestrados para no morder a su presa, sólo aterrorizarla, humillado por mi bien y por el bien de Italia. Nada ocurre. Atravesé todos los controles, volé meditando sobre la volatilidad de la vida, dormido, humillado y aterrorizado, no fui detenido por el conserje invisible de via Zamboni 9. Superé la mirada de los monstruos de los capiteles. La gorgona gótica de una sola cabeza y larga cabellera casi albina, la señora Kürnberger, me franqueó la entrada y me guió hasta mi professoressa catastrófica, enferma.
Esto es una especie de infección, dijo, y tenía la voz rara, no sólo de alcohol y tabaco, faringítica, sino desposeída de algo, mutante. Mi marido me está dejando, o me ha dejado ya, dijo, pero nada ha cambiado, porque todo nos lo hemos contado siempre y nos lo seguimos contando, con quién nos hemos acostado, por ejemplo. Hemos sido felices contándonos estas cosas, nos hemos reído mucho y hemos llorado también, y ahora mi marido me cuenta el caso de la chica de Roma, pero no nos reímos, ni lloramos, no lloro, entiéndame usted. Se ha vuelto reticente mi marido, y brutal, no me contaba nada de la chica porque ni siquiera tenía importancia, dice, la chica era un aburrimiento, en la cama y fuera de la cama, idiota, lo normal a su edad, diecisiete o dieciocho años, un inaguantable aburrimiento, como ahora la semiótica para mí, y luego empezó a ser importantísima, vital, la chica, digo, así que tampoco podía contarme nada mi marido, Franco, usted cenó con nosotros un día.
Así fue. Éste es el alumno del que te cuento, diría a su marido la professoressa, remitiéndose a nuestra expedición al sofá. Reirían o llorarían, alegres o desdichados, o alegres y desdichados. El exceso de dolor genera cierta modalidad de risa y la plenitud de alegría produce lágrimas.
No era únicamente mi condición de desconocido de paso, extranjero, fantasma, a punto de desvanecerme en impalpabilidad a través de la ausencia, lo que interesaba a mi professoressa X. Había valorado mi presencia en Roma, mi probable asiduidad a cafés y bares, mi capacidad de desaparecer permaneciendo en mi sitio, mi tendencia evidente a la invisibilidad, que tiene su atractivo, dijo la professoressa con percepción semiótica, fisiognómica. ¿Conoce usted el Caffè Boiardo, en via Boiardo? Allí está la chica. La primera vez que oí hablar de la chica tuve una impresión de cosa insignificante, escuálida, indiferente, un aburrimiento, pero ya sabe usted, también existe el gusto por lo visto y oído muchas veces, el placer de la repetición pornográfica, no me desagradaba del todo volver a oír hablar de la chica, y luego la repetición se transformó en irritación, en repugnante desprecio por la puttana romana lolitesca, lo diré así, espía de la policía, confidente, puta. Muchas cajeras de bares se llevan a los viejos a apartamentos próximos al local para un polvo rápido, una scopata sparata, creo que precisó exactamente la professoressa, principessa de la semiótica. Estas chicas son recolectoras de información policial, spie esperte in pompini, soplonas especialistas en mamadas, y yo sentí hacia la chica un desprecio absoluto, y me di cuenta de que el desprecio era fundamentalmente un modo de envidia, un tipo de envidia superior, superlativa, dijo la professoressa. He alcanzado una plusmarca mundial de envidia, resentimiento y rabia y odio, es decir, una plusmarca de profunda vergüenza. No la ha visto nadie, a la chica, es impresentable. Amigos y amigas comunes me han hablado de otras aventuras de Franco con presentadoras o heroínas de reality show, e incluso con la diputada de Alleanza Nazionale que mordía la medalla con la efigie del Duce cuando se corría, y con dos astronautas rusas, pero a la cajera del Caffè Boiardo la rodea un silencio rotundo. Y también calla Franco. No quiere mentir, pero tampoco quiere decir la verdad. Yo diría que le falta franqueza, Offenherzigkeit, pues no suelta toda la verdad que conoce, pero no sinceridad, Wahrhaftigkeit, siempre en términos kantianos, para entendernos. Creo que dice con verdad todo lo que dice.
Había cambiado poco el despacho de X en cinco años, aunque algo había cambiado el color de las torres de libros recibidos todos los días desde todos los continentes con encuadernaciones y portadas que ahora van del amarillo pálido al anaranjado, según las modas editoriales, en sustitución de los verdes y azules de 1999, si la memoria no es daltónica siempre. Los libros llegados en las últimas semanas, en el último año, aún no habían asaltado los anaqueles de la biblioteca para ser perpetuamente escoltados, atrapados, ocultados u obstaculizados por un ejército de tazas, estatuillas de animales y homúnculos, un martillo, una balanza, tres jeringas, dos inhaladores para el asma, trofeos y souvenirs turísticos y académicos. Toda esta turba polvorienta de tazas y trofeos había caído en una especie de invisibilidad visible después de ser vista muchos días durante muchas horas inconsciente e inevitablemente. Sólo yo veía ahora, como cinco años antes, la postal de Lord Rochester y su mono, junto a la radiografía enmarcada del interior de una maleta con, entre ropa y utensilios de baño, un revólver de aspecto cinematográfico, Serie Negra o Serie B, en un color verde enfermizo, mucho más enfermizo que la última vez que lo vi. Sólo yo veía mi foto junto a X y aquel joven experto en obras de arte desconocidas, Casadei o Graziadei o Galitzini, conocedor de pinturas secretas, escondidas en palacios, descubiertas en un garaje después de una guerra, el perro repugnante de una princesa de Borbón pintado por Tiepolo, o la nieta de Tiziano pintada por un Ti- ziano tembloroso, o la naturaleza muerta de un ignoto bodegonista holandés que pasó por Palermo. Fue mi amigo aquel Galitzini, de ojos que parecían buscar siempre en un plato suculento, especialista de la intimidad impersonal. Sólo yo veía los portarretratos con las superheroínas de la factoría Marvel, vigilantes de los libros, miles de libros, del suelo al techo, una acumulación descomunal de palabras momificadas que circularía vertiginosamente por el sistema neuronal de la professoressa X. Sólo yo veía la maqueta del avión de Lufthansa y el ennegrecido tapón de botella con forma de chimenea de central nuclear u hongo de explosión atómica, un tapón de botella que golpeó su frente en un lejano cotillón de fin de año en Sils María, y, detrás de la escalera de mano que sirve para alcanzar los anaqueles más altos, la reproducción reducidísima, en una caja de cristal y madera, del dormitorio donde Holofernes perdió la cabeza, incluyendo cortinones y tapices miniatura bordados a mano en oro, sábanas blancas manchadas de sangre, la mesa, la vajilla y los candelabros, además del cuerpo decapitado de Holofernes, y Judit vestida de princesa y acompañada por una sierva vestida de sierva, la espada en la mano derecha de Judit y en la izquierda la cabeza cortada de Holofernes, general de Nabucodonosor, rey de toda la tierra. El paso del tiempo, cinco años, ha disipado el pegamento y ahora la cabeza está en el suelo. El pelo de la cabeza caída es pelo real, no masculino probablemente. Una monja se lo cortaría a sí misma, y se pincharía en un dedo con un alfiler para empapar de sangre las sábanas y las alfombras. Esta pieza es obra de monjas en un convento de Nápoles: el aburrimiento infinito produce estos efectos virtuosos. Donne Demone (Arnaldo Mondadori Editore S.p.A., Milano, 1996) es el mayor éxito de la professoressa X, un estudio sobre la representación en la iconografía occidental de Judit la decapitadora, y Dalila, que cortó la cabellera de Sansón, y Yael, que taladró con un clavo la sien del capitán Sisara, y Porcia, que se atacó a sí misma con un punzón, y Cleopatra, la de la culebra venenosa de cuello extensible, y las superheroínas Mary Marvel, Black Widow, Man-Killer, Invisible Girl, Phoenix, Ultragirl, Valkyrie, Tundra, Cat, Gamora, Mantis, Mujeres Demonio. Sólo yo veía ahora las fotos de la professoressa X en estrados de prestigio internacional y en compañía de los auténticos superhéroes mundiales, sabios y estadistas y magnates. Y ahora mismo la veía, real, rodeada por su maquinaria de poder, tras la mesa de despacho y sus millones de papeles, en su sillón de cuero verde, desde mi silla, al otro lado de la mesa, siguiendo los movimientos de la mano envuelta en una soñadora columna de humo.
Mire, me siento mal, enferma, dijo. Y sufría una transformación de la voz, una infección de garganta, o de los bronquios, un enronquecimiento, una guturalización dolorosa de cada palabra. Pienso en la chica, en la boca de la chica, más exactamente, dijo, y, más exactamente, pienso en il cazzo di Franco en la boca, no dejo de verlo, y esta imagen me recuerda inevitablemente el color del semen de Franco, un color que me recuerda al pintor Morandi, fíjese usted. Así que necesito hablar por teléfono con Franco, que me cuente, pero Franco habla poco, cada vez habla menos, no es que no me quiera contar, no quiere que le oiga la voz, le ha cambiado la voz, la chica le ha cambiado la voz. No habla para que yo no oiga a la chica hablando a través de él.
Porque Franco usa ahora palabras nuevas, palabras que jamás le había oído y jamás hubiera pronunciado hace dos semanas, y, lo peor, las pronuncia con una entonación que no le conocía, y repite nuevas frases hechas, de moda, repulsivas, de una vulgaridad dolorosa, vergonzosa. Todo esto está podrido de vergüenza, por mí y por él, y la vergüenza es el sentimiento más solitario, incorregible e irresistible, ya sabe usted, incomunicable, y, aunque fuera comunicable, incomprensible. Usted no puede entender todo esto: la gente se avergüenza de su padre o de su madre, o de su profesión, o de sus dientes, o de sus manos, y las esconde bajo la mesa, pero esta historia se ha convertido ahora en mi padre y mi madre, mi profesión, mis dientes y mis manos, dijo moviendo mucho la mano que sostenía el cigarro, y llevándose el gin-tonic a los labios dolorosamente pintados y envejecidos. Franco no habla, pero dice que por mucho que hable y me cuente yo querré saber más. No tiene que hablarme: con oírlo mudo al otro lado del teléfono me basta. Llevo toda mi vida estudiando la producción de sentido y, como sabemos, el silencio dice mucho, es un potente productor de sentido, sentenció la professoressa, que ni extremadamente vencida era abandonada por sus clichés más poderosos.
Detecté, discípulo aplicado, la actitud profesoral subcutánea de la professoressa, que no perdía la modulación de voz de la cátedra de Bolonia. El telón se levanta y no puedes parar, no puedes interrumpirte, es una droga el escenario, la cátedra rutilante. Es el placer adictivo de la manipulación del público. Pero de repente la professoressa calló y cerró los ojos, estrella de la escena de la semiótica internacional. Cerró los ojos, maquillados para que no parecieran maquillados, los cubrió con las manos de uñas cuidadas pero traicioneramente reptilizadas. Le dolía la transfiguración traicionera, el inmenso robo ruin de los días y de los años.
Así que entiendo perfectamente lo que me dice Franco, y no necesito que me hable, ni siquiera necesita llamarme por teléfono, también lo entiendo cuando no llama. No quiere oírse hablar, nombrando a la chiquilla, idiotizado. El teléfono es ahora nuestra cama, no nos vemos la cara, hemos apagado la luz, como si hubiéramos desarrollado nuevos órganos visuales internos, decimos cosas con la luz apagada, como si nos tapáramos la cara con las manos, con el teléfono. Cuelgo el teléfono y sé que me ha faltado decir algo y que hay algo que él debería haberme dicho. No me quedo con lo que me dice, me quedo con los titubeos. Empieza a contar algo y el asunto se transforma en mitad de la frase en otra cuestión. Hace dos días me celebraba la elegancia de una amiga común a la que precisamente, hasta hace dos días, atribuíamos un formidable mal gusto. Ha cambiado de gustos. Me cuenta una película americana, infantil y bestial, que ha visto con la cajera, Santo Dios, y se cree que está hablando con la cajera. Me duele y me repugna y me gusta. Lo llamo al despacho, pero no aparece por el despacho, dice la secretaria. La cajera tiene horario de tarde en el Caffè, la mañana la pasan en mi cama de Roma, ya no van a hoteles, horribles hoteles donde las habitaciones no se alquilan para una noche sino para una hora rápida a media mañana o a media tarde. Ahora me ha quitado la cama, el apartamento, Roma entera, Franco me pide que no aparezca por Roma, por mi bien, nuestros amigos no lo ven desde hace semanas, nunca, así que deduzco que siempre está follando con la chica, su Lolita, su Lo, su Light y su Life, su Soul y su Sin, su Sue Lyon.
Habla X y yo veo a Lolita que se pinta las uñas de los pies y baila el hula-hop y dice algo sobre un fideo flácido, y veo a la ragazza romana, cinematográfica, Sue Lyon y Dominique Swain, con gafas y pobremente y tiernamente y mortalmente embarazada, la maternidad como fracaso y acabamiento y ruina prometedora, blanco y negro, colores. Y veo al marido de X, entre Jeremy Irons y James Mason, siempre en el papel de Humbert Humbert, criminal pedófilo, pediátrico. Se superponen en el laboratorio fotográfico-electrónico mental las imágenes de los actores Irons & Mason, angustiosos, profesorales, intensos, forzados a hacer cosas que verdaderamente ansían hacer, y aparece en la pantalla el aspirante a ministro de Finanzas, uno de los mejores cerebros de su generación, poscomunista millonario casado con una eminencia semiótica internacional. Lo conozco, lo conocí en Bolonia en 1999. Entonces era cinco años más joven que mi professoressa como ahora lo es diez años. Me habló de mi ciudad, Gran Granada, dijo, y recordó unas pinturas de Memling en la Capilla de los Reyes Católicos. Yo vi el aburrimiento extremo que el marido provocaba en la professoressa X. Vi la mueca instantánea de aburrimiento desesperado en la cara de la professoressa, que ahora sentía un deseo inagotable de oír a su marido en el teléfono-cama y sentía el fervor, la sangre celosa y la emoción de la polla en la boca, una impaciencia sexual, elemental. El amor matrimonial era fraternal, pero ahora que no nos vemos nunca es puramente físico. Este es el estado de la cuestión, dijo la professoressa X.
¿Qué quería de mí? Usted vive en Roma, dijo X, que parecía haber hallado cierto consuelo después de repasar mentalmente, pornográficamente repetidas, su álbum de imágenes conyugales. Usted está en Roma, y yo no voy a Roma desde hace meses, desde mayo o junio, o desde abril. Tengo prohibido pisar Roma, y, dentro de tres días, o cuatro, tendría que ir a Roma para la fiesta de esa película, Gialla Neve. No tengo casa en Roma, he perdido mi casa, ya se lo he dicho. No es que Franco me haya desterrado de Roma. Ha sido la chica, indudablemente, aunque no haya dicho nada, aunque ni siquiera piense en mí y ni siquiera sepa que existo, a esa edad la inconsciencia es consistente, oceánica. Pero también se habla callando, usted lo sabe, y la chica quiere que Franco sólo la tenga a ella, y no me quiere en Roma, ni en las fiestas, así que tengo derecho a conocer a la autoridad que me prohíbe pisar Roma y pisar mi casa y bailar en las fiestas y dormir en mi cama, digo yo. ¿No le parece? Y si usted va al Caffè Boiardo, en via Boiardo, y mira a la chica, y me llama, y me cuenta cómo es, insignificante, jovenzuela, con un mal gusto de una seguridad aterradora y una vulgaridad única, espléndida, tan extraordinaria que es normal que un racionalista de más de cuarenta años se vuelva loco hasta el punto de ponerse entre sus dientes sin pavor a ser mordido, masticado y comido. Usted me dice cómo es realmente la chiquilla, y la imaginación se para y es sustituida por el orden del conocimiento, la visión clara y distinta de las cosas reales. El conocimiento exacto y permanente y estable es lo que quiero, no lo que cada día me da por pensar según me suena la voz de Franco. Usted me cuenta y el dolor se acaba o se vuelve permanente y estable como el conocimiento.
Se levantó, se inclinó sobre mí, Sénior Service y humo entre el índice y el corazón de la mano derecha, muy elegante, y el hilo de humo me recordó un cuadro que X había estudiado y reproducido en sus investigaciones sobre monos y arte: una muchacha renacentista con un simio sujeto y sometido por una cadena de oro, aunque ahora el simio sometía por teléfono inalámbrico a mi professoressa, que en la mano izquierda sostenía un gin-tonic. Fue a beber otro trago, pero el vaso estaba vacío, y fingió beber, elegantemente, un soplo de vacío. Se inclinó sobre mí, altísima, gigante hundida en el pozo infernal de sus papeles, la torre inclinada de Bolonia, la Torre Garisenda cantada por Dante en el Infierno. Cuando una nube pasa en sentido contrario, la torre parece venirse encima del que mira desde abajo. Una nube atravesó el estudio de la professoressa X. Y ya no era de día ni de noche.