V. PASO DEL BRENNERO
HABÍA visto los trenes, los largos trenes que llevaban a Rusia en el verano de 1941, desde Mantua, 50.000 soldados en heroicos vagones para animales. O no era esto lo que había visto precisamente. Había visto las playas de Rímini y Riccione, y Mussolini que sale de Roma en su deportivo, o en el Lancia Astura que le diseñó Pininfarina, a visitar a la familia en la playa. Es julio. Mussolini pasea por la playa de Riccione entre sombrillas y familias al sol. Eso ha visto Trenti, algo que sucedió antes de que Trenti viviera, una imagen mental, me decía el giallista, las playas del Adriático en el verano de 1941. Federico Galetti, alias Carlo Trenti, giallista, vio esas playas en 1964, niño con sus padres y su hermana gemela. Aquí veraneaba la familia Mussolini, dijo Galetti padre, que había estrechado la mano de Mussolini. Mussolini le había dado un pastel de la caja que llevaba para sus hijos.
Mussolini al sol familiar de Riccione y los trenes del verano de la declaración de guerra a Rusia, Operación Barbarroja: 50 kilómetros al día penetra la Wehrmacht en territorio enemigo y toma 25.000 prisioneros diarios. Mussolini conduce su coche por la carretera Roma-Riccione: playas y trenes de soldados, dos imágenes paralelas, la macchina del Duce y el convoy militar, 50.000 soldados y 5.000 caballos y mulos, 225 trenes, el 10 de julio de 1941, Mantua- Milán-Trento-Brennero-Salzburgo-Viena-Budapest- Botosani, 2.500 kilómetros. Lo veo, como si me lo hubiera inoculado Trenti. He visto fotos del Lancia Astura mussoliniano y de los trenes clavadas sobre el escritorio de Trenti. Me ha repetido la historia las dos veces que nos hemos encontrado. Sé imitar su voz, la he imitado ante Francesca, Fulvio hijo y Fulvio padre. Participo en la alegría de la soldadesca y el turismo guerrero. Me da el sol en Riccione. Entonces hay tres muertes violentas en el tren militar, un asesinato y dos suicidios, o tres asesinatos. Es Gialla Neve I: Estate Eterna, el eterno verano de 1941, entre Mantua y Moldavia, una novela policiaca, una película. Yo la he traducido para los países de habla española. Se publicará en primavera. Me llevaré un cero setenta y cinco por ciento de derechos de autor sobre el precio de venta al público.
Hay entonces un descarrilamiento en el gran convoy ferroviario. Los vagones están viejos, madera y hierro podridos, y no soportan los kilómetros al sol de julio, y saltan los enganches y se salen de la vía dos vagones de una de las cinco tandas de los 225 trenes que van a Botosani. Estamos en el paso del Brennero, en el Tirol, en el tren atestado de bestias y hombres. No hay banderas ni bandas musicales como en la estación de Milán, al principio de las vacaciones eternas de 1941, en el viaje guerrero y turístico a Moldavia. En el Tirol se ha roto el espectáculo del tren marcial. Dos vagones se han desenganchado en el paso del Brennero. Son retirados once heridos que no recibirán condecoraciones. Se ha parado el viaje. Se acaba por fin el estrépito de los oficiales y los camilleros y los mulos y los soldados que braman, relinchan y patean en los vagones intactos. La soldadesca se encoge en su vagón para ganado. Esta noche no siente en los huesos el choque de las tablas y metales del tren en marcha. Duermen veintiocho soldados en un vagón, y han dejado el cierre abierto a la noche que se va enfriando. Se oyen cascos de mulos y rechinar de dientes, y ahora es casi de día, y suena la corneta y se abren los ojos y ven luz entre las tablas del vagón, y el soldado Calderoli percibe una cosa caliente, como orina. Calderoli recuerda alguna vez que se meó en la cama, el líquido caliente, enfriándose, frío, y siente pavor de haberse meado encima en el vagón militar, siente la inmensa soledad de los soldados. Toca la orina, espesa, pegajosa, y piensa que se ha corrido, y ya ve la mancha de semen sobre el uniforme en la formación. Se mira los dedos y el líquido espeso es oscuro y huele a óxido el vagón. Es sangre. Salta el soldado, grita. ¡Estoy herido! Y todos se levantan, perfectos compañeros, menos uno, Ettore, de Turín, un muerto con los ojos cerrados, empapada de sangre la camisa.
La cadena de vagones ganaderos está parada en el Brennero, a la salida de Italia, mientras los alemanes pasan sobre Lituania y Letonia y penetran en Estonia. En el Brennero han sido evacuados once soldados con fracturas abiertas y cabezas rotas, once, como un equipo de fútbol. Se oyen los nombres. ¿Los conocéis? Conocer a los heridos concede un leve y breve honor. ¿Quién conoce al muerto del vagón del soldado Calderoli? Corre la voz por los vagones de ganado humano, un muerto, a cuchillo. Los sargentos imponen orden y silencio. No lo toquéis. Ahora el muerto es el único soldado que queda en el interior del vagón. No es una muerte natural, o así lo demuestran la sangre y el agujero en el pecho. Llegan un capitán, un teniente médico y dos enfermeros, más el asistente del oficial, como en una visita de autoridades de segunda fila al hospital de la caridad o al inmenso velatorio en el campamento rodante. Las conversaciones y las risas crecen como en un velatorio hacia las tres de la mañana, aunque ya son las ocho, y el descarrilamiento parece de repente haber sido preparado para esta situación y este crimen. El abandono de los vagones en las vías muertas, el óxido de años y años, la herrumbre, alguna pasión, todo ha trabajado para la muerte del soldado Ettore Labranca, de Turín. El capitán se adelanta al grupo de autoridades visitantes, jefe de la inspección del cadáver, y los otros lo siguen, y algunos soldados, los más interesados por la realidad o los más delincuentes. Suben al vagón, cruje la plataforma metálica, crujen las tablas viejas, y el vagón los absorbe a todos como la barraca del monstruo ferial.
El médico mete el dedo en el agujero del pecho, no es herida de bala, evidentemente. El médico diría que Labranca ha muerto al clavarse lo que parece ser un punzón de un centímetro de diámetro y una longitud de unos veinte centímetros. Lo mataron durante el sueño, me dice Trenti, y quizá el soldado soñaba algo en ese instante. El soldado Labranca quizá soñó que lo apuñalaban y pensó: Ahora me despertaré. Y su juicio era evidentemente falso, dijo Trenti, no contándome lo que había escrito, sino lo que había borrado, Carlo Trenti, Federico Galetti, el escritor y el agente de seguros, dos hombres, el que prevé incendios en torres incombustibles y el inventor de vidas vividas en otro tiempo y otra galaxia, el verano de 1941 en el tren del CSIR, Corpo di Spedizione Italiano in Russia.
Imagínese usted: un muerto en un vagón. Un asesinato. El muerto es Ettore Labranca, de Turín, clase de 1917, soldado de la División Pasubio. El arma del crimen puede ser un punzón. ¿Se puede fijar la hora del crimen? El soldado lleva puesto un reloj de pulsera que, contra lo que sucede en las novelas policiacas, está intacto y sigue funcionando, aunque no sabemos cuánto tardará en pararse en la muñeca del muerto. El reloj no se ha roto en la violencia del crimen y sus agujas no se han paralizado para fijar el momento exacto de los hechos. El soldado fue apuñalado sin lucha. Murió en pleno sueño, con el corazón traspasado por un punzón. El oficial que parece gobernar la situación ordena que el vagón quede absolutamente vacío. Bajarán todos, salvo el médico, su asistente, el cadáver y el sargento que dormía con los soldados en el vagón. ¿Dormían con la compuerta abierta o cerrada? El sargento cree que prácticamente todos los vagones habrían pasado la noche con las compuertas a medio abrir.
El capitán y el teniente médico tienen la misión de reconocer al supuesto herido, hacerse cargo del cadáver, si existe, detener al agresor, si ha existido, y redactar un informe del suceso. El cadáver existe, hombre dormido en un charco de sangre con una mano en el bolsillo y un agujero de unos once centímetros de profundidad en el pecho. El arma homicida, según el teniente médico, debe de ser una aguja perfectamente redonda, de un centímetro de diámetro, que ha producido una herida limpia, limpísima. El arma no está en el vagón. Los veintiséis soldados del vagón, formados al sol, frente a su sargento, reciben las miradas del resto de la tropa, apilada en las puertas de los vagones del convoy, cincuenta vagones. Se acodan los hombres en la barra de hierro que va de un lado a otro de la puerta de cada vagón, como en el palco de un circo, y siguen el acontecimiento con la curiosidad que provocan el crimen y la muerte violenta. Los trabajos de limpieza de la vía han terminado, se espera la orden de partida hacia Viena y Botosani, y ninguno de los soldados del vagón del muerto ha visto a nadie entrar en el vagón durante la noche. Nadie ha visto nada, nadie ha oído nada. Nadie ha percibido el movimiento del posible agresor que se arrastra hacia su víctima dormida. No lleva muerto más de cinco horas, dice el médico, que sugiere que el muerto esperaba un ataque: la mano en el bolsillo empuña una navaja.
El capitán, Albanese, no se cree preparado todavía para redactar un informe de los hechos. Le falta un dato fundamental, la identidad del apuñalador. Le falta el punzón, machete, estilete, lo que sea, el arma del crimen. Mira desde el vagón a los veintiséis hombres formados en posición de descanso y al sargento que ha dormido con ellos. Mira al muerto que tiene la mano izquierda en el bolsillo. El médico le está sacando la mano, que empuña una navaja. ¿Esperaba ser atacado? Murió sin lucha, en el sueño. Se trata, sin duda, de un asesinato premeditado por un cerebro que, además de planear, sabe utilizar los accidentes, los imprevistos, el descarrilamiento. El capitán Albanese, entendido en caballos, es capaz de ver un caballo campeón en un potro de cuatro meses que tiene todavía las patas trabadas, e inmediatamente piensa que, si nadie entró en el vagón durante la noche, quizá existió una alianza para matar de los veintisiete que dormían con la víctima y siguen vivos. Le pide en voz alta al sargento que ordene a sus hombres que se desnuden, vuelquen las botas y vacíen sus bolsillos. El joven capitán juró a los diez años, en el nombre de Dios y de Italia, cumplir las órdenes del Duce y servir con todas sus fuerzas y, si fuera necesario, con su sangre, la causa de la revolución fascista. Juró lealtad a los amigos, la patria y la estirpe. La juventud dorada del capitán es un campamento de niños fascistas en Parioli, un desfile en la via del Imperio ante el Duce y sus generales, que aplauden. El ejército del capitán es invencible y glorioso. Los veintiséis hombres desnudos sacan del bolsillo navajas, barajas, fotos pornográficas, fotos de mujeres que de lejos no parecen especialmente guapas ni feas, papeles estrujados, lápices, tornillos, sellos de correos, dados, peonzas, cajas de lata, tabaco, intimidad pegajosa, emocionante, algo que tiene que ver con la muerte, con la nostalgia de algo que aún no se ha perdido pero que irremediablemente se perderá. No hay rastro del arma del crimen. El capitán requisa todos los objetos punzantes, incluidos los lápices, etiquetados con el nombre y número de su dueño.
Albanese pide a los hombres que se vistan y recojan sus cosas. Sube de nuevo al vagón con el sargento y el médico, omnipresente el individuo imposible de despertar. Baja la voz el capitán y le pide al sargento que se desnude, que le dé la vuelta a los bolsillos y vuelque las botas. El sargento parece incrédulo, estupefacto, a punto de darle un cabezazo al capitán en la nariz, pero obedece. El médico parece alejarse del capitán, dejarlo más solo. El capitán Albanese, fruto fresco de la Real Academia de Infantería y Caballería, espera a que el sargento vuelva a vestirse para salir del vagón, que, una vez levantado el cadáver, será sellado. El tren va a reemprender la marcha. Los veintisiete compañeros del muerto habrán de repartirse por otros vagones. El sargento acompañará al capitán Albanese. Pero, antes de romper la formación, el oficial anda entre los veintiséis. Pasa revista a las botas. Coge las piernas de los soldados y les examina los pies, como se examinan las patas de un caballo. Algunas botas están manchadas de sangre. Señala a dos hombres y ordena que salgan de la formación.
Los veintisiete hombres siguen al oficial de academia, formados en fila de a tres, y recorren el largo convoy hasta el vagón de oficiales, procesión de sospechosos. Ocupadas las ambulancias por el descarrilamiento, una camilla transporta el cadáver. Vendrán ahora los interrogatorios. Los dos aislados después del examen de las botas serán llamados los primeros, alfabéticamente. ¿Por qué me encuentro con esta cara? ¿Quién y qué la ha hecho así?, piensa el capitán, frente a su primer interrogado, y piensa en familias, comarcas y modos de hablar, cosas tan triviales como son el pasado, la región de origen, el acento, el oficio, la piel, los ojos, las manos, el estado de la ropa, los amigos del cuartel y el vagón. Un individuo se define por el círculo al que pertenece. Estas cosas le merecen al capitán más confianza que lo que los hombres dicen. Un soldado llora, y las lágrimas influyen inmediatamente en nuestra imaginación, en nuestro ánimo, y la emoción podría distraernos, perturbar nuestra capacidad de observar y razonar, piensa Albanese. Nadie reconoce haber sido amigo íntimo del muerto, Labranca. Nadie podría decir que fuera su amigo. Los dos señalados después del examen de las botas se preguntarán por qué han sido apartados, quizá lo supongan, quizá lo sepan perfectamente. El muerto llegó a última hora a la compañía, a la División, no hablaba mucho y nunca decía nada, vendedor de anuncios de periódico, vendedor de licores, había nombrado veintisiete oficios diferentes, lo único que se había repetido en todos los casos es que en todos había dado pocos detalles, distintos. Nadie reconocía haberlo matado, haber peleado con él, haber sido su amigo. Evidentemente había tenido enemigos, uno le había clavado un punzón en el corazón, y cuando un hombre tiene un enemigo generalmente tiene más de uno.
El capitán fue llamado por su inmediato superior, que había sido llamado previamente por su inmediato superior. Se habían recibido órdenes directas del general Zingales, jefe en Dalmacia de la División Acorazada Littorio y ahora cabeza de la expedición a Rusia. Hay que cerrar el informe inmediatamente. Ha sido una riña tumultuaria de la que quizá se pueda responsabilizar a dos incitadores, los señalados por el capitán después del reconocimiento del lugar de los hechos. O se trata de un suicidio, un accidente inex-plicable durante el sueño. El punzón desaparecido no existe. El convoy reemprenderá la marcha en cuanto sea posible. No provocará retrasos, molestias, millones de inconvenientes, un incidente entre 50.000 soldados transportados con absoluta normalidad. No van a una fiesta, sino al frente oriental, a la guerra en Rusia. El criminal, si lo hubiera, encontrará camino de Moscú castigo o redención, el juicio de Dios. Hay que moverse, al tren. El capitán Albanese hace subir al sargento y a los veintiséis soldados al vagón de oficiales, y provoca turbias protestas en la oficialidad, entregada a los rumores sobre la salud del general Zingales, con fiebre altísima, hernia operada y no cicatrizada, sangrante. El suelo parece mancharse de sangre en los compartimentos de los oficiales, de segunda clase. El tren se estremece, se mueve. El capitán piensa que se alejan del lugar del crimen y continúa sus interrogatorios. El convoy deja atrás el Tirol, hacia Viena. El novelista Trenti ve el movimiento de los trenes, el viaje familiar de Mussolini a la playa, el paseo por la playa de Riccione, la posibilidad de disparar sobre el Duce un domingo, en la playa, mientras el Duce reparte pasteles a los bañistas, la clave del crimen del tren.