CAPÍTULO III

1

Paquita limpió el pincel con aguarrás, lo secó con el trapo y lo dejó en el bote. Tenía la muleta apoyada en el estante y se sostenía sobre un pie, el vientre pegado al canto de la mesa llena de recortes de papel duro de embalaje y listones de madera.

Debajo del altillo, Néstor deshacía el vendaje de sus manos sosteniendo la camisa con los dientes. Estaba sudoroso y despeinado. Miró a la muchacha y se encaminó hacia ella.

—¿Tienes mucha faena?

—Ya he terminado.

—Entonces siéntase y escribe.

—No. El doctor Cabot vendrá ahora mismo.

—Le veremos entrar…

—He dicho que no. Y tú deberías volver al Trola.

Paquita encajó la muleta a su axila y se dirigió al pequeño escritorio arrimado a la pared, pero no se sentó. Abrió una pulcra libreta de espiral y anotó algo con una estilográfica barata de capuchón de pasta. La mugrienta pared exhibía viejos carteles pegados con cola, rasgados y amarillentos, pero carteles de verdad, impresos en colores de verdad y donde las caras y los acontecimientos vivían de verdad y eran reconocibles; anunciaban películas de diez o quince años atrás, algunas de las cuales solían reponerse en los cines de barrio durante la temporada de estío. ¿Y a ésta cuándo la pondrán de reprise?, se preguntaba siempre Néstor, contemplando la arrogante cabeza y los ojos negros de furia de Tyrone Power frente al perverso y melifluo George Sanders montado a caballo y a punto de cruzarle la cara con la fusta…

—Además —dijo Paquita— tengo que ir a la carpintería.

Néstor terminó de enrollar la segunda venda, la guardó en el bolsillo y se puso la camisa.

—¿Qué te pasa, Paqui, bonita? —ronroneó pegándose a su espalda.

—Tengo miedo. El otro día el abuelo estaba mirando mi caligrafía en esta libreta… ¡Sé que miraba eso, la letra!

—Puedes hacer letra de imprenta y nadie sabrá que es tuya.

—Que no, pesado. Déjame.

Néstor le sopló suavemente la nuca y ella se estremeció.

—¡Pero si es la mar de divertido, Paqui!

—Un día se descubrirá —repuso la muchacha— y estos presumidos que andan por ahí con el señor Polo vendrán a partirnos la cara. El Gonzalo tiene una manopla de hierro, yo se la vi en el Parque Güell un domingo que tocaban sardanas y fue con sus amigos falangistas a meter follón…

—Éste se hace el guapo porque yo le dejo. Un día cogeré la navaja y le marcaré la chorrada esa del yugo y las flechas en los cojones —su mano tanteó la armónica sujeta al cinturón—. ¿Quieres que toque Noche de Ronda para ti sola, mientras escribes…?

—Ya no me gusta —dijo ella enfurruñada.

—Era tu preferida. ¿Cabaretera…? ¿Quieres que toque música de pelis? ¿Raíces profundas? ¿Un lugar en el sol?

—No.

Su cabeza se mantenía erguida e inmóvil, pero no su cuerpo. Anotó algo más en la libreta de encargos y la cerró, se hizo bruscamente a un lado y permaneció de pie junto al escritorio golpeándose el muslo bueno con la pluma, ofreciendo el perfil adusto y el esbelto y desgarbado encanto, el nervioso desorden de un cuerpo que no controlaba, que jugaba siempre a contrariar sus deseos. Más allá de su corta melena rojiza, de su cuello redondo y estático, brillaban en la penumbra, al fondo del taller, el oro y la grana todavía frescos de dos carteles a medio pintar.

—Yo solo no puedo hacerlo —suplicó Néstor—. Por favor…

Ella le miró con el rabillo del ojo.

—¿Me prometes que será la última vez?

—Te lo prometo… ¿Dónde está el abuelo?

—En el terrado, haciéndose el desayuno.

—Tenemos que darnos prisa.

Acercó la banqueta y ella se volvió, abrió el cajón y sacó una hoja de papel rayado y un lápiz. Cerró el cajón con la cadera y el gesto la obligó a alzar el hombro hasta la mejilla, como por efecto de un repentino escalofrío, y Néstor vislumbró fugazmente la desdeñosa elegancia de su larga espalda bajo el pobre vestido rosa sin mangas toscamente fruncido en la cintura. Siempre era así: en medio de la abrupta y maligna variedad de posturas que animaban su cuerpo desasosegado, surgía de pronto la insólita flor de un gesto inesperadamente tierno y dulce, lo mismo que del cacto áspero y dañino estalla la flor inverosímil. Como queriendo retener ese instante fugaz, Néstor rodeó con el brazo su talle esbelto y duro. Con la otra mano se hizo cargo de la muleta y ella se sentó.

—Escribe —dijo Néstor—. Último aviso. Llegó tu hora por fin. La hora de la venganza, poli sarnoso, hijoputa, sifilítico…

—Espera, no tan de prisa —repuso Paquita, su cabeza y el lápiz inclinados hacia el mismo lado y moviéndose al unísono—. ¿Cómo es eso…?

—Si-fi-lí-ti-co. Vas a morir, rata asquerosa, pagarás tus crímenes. Sabemos que cada lunes vas de gorra al cine Proyecciones y te sientas en la fila tres y te quitas los zapatos y te duermes y roncas, cerdo… Y un día te despertarás con un puñal clavado en el pecho.

Contuvo un ataque de risa y ella dijo:

—Despacio. Y demasiado largo.

—¿No te da risa?

Paquita se encogió de hombros.

—No.

—Es que si tiene el puñal cómo se va a despertar —siguió Néstor riéndose y luego dijo—: Pero que se joda. Ahora la despedida: así acabaremos contigo, bicho repugnante, si antes no lo hace el cáncer que dicen que te pudre por dentro y que tienes bien merecido, matón de mierda… ¿Por qué no escribes?

—Eso del cáncer, no. Me da lástima.

—A mí no me da lástima.

—Porque tú eres muy bestia. Eso no lo pongo.

—Está bien, como quieras… ¿Y si la despedida se la dedicáramos a Gonzalito y a sus amigos?

—No. La firma.

—El Coyote de Las Ánimas. No, espera… El hijo de la Furia.

—Ponte a este lado.

Néstor pasó a su izquierda, debajo del ventanuco, y ella se ladeó un poco hacia su derecha. De este modo la pierna enferma quedaba oculta. Miró lo que había escrito, se quedó pensando y de pronto estrujó el papel y lo tiró debajo de la mesa.

—¿Qué haces? —dijo Néstor.

—Sube al terrado, yo iré en seguida.

—No, te espero.

Suau bajaba por la escalera del altillo con su desayuno envuelto en una aceitosa hoja de diario. Néstor le dio los buenos días pero el viejo no pareció darse cuenta. Iba a salir a la calle y Paquita, que se había levantado con la ayuda de su muleta y miraba los dos carteles a medio pintar, le retuvo diciendo:

—Abuelo, ¿qué has hecho? —Sus ojos muy abiertos iban de un cartel a otro—. ¿No era El beso de la Muerte y El sueño de Andalucía el encargo del cine Rovira para la semana que viene?

—Son estos dos.

—Ya veo. ¿Y has copiado de los programas de mano que te di?

—Claro.

—¿Dónde están?

—Por ahí… Ya no me hacen falta.

—Has vuelto a copiar las caras de memoria, abuelo —suspiró, los brazos en jarras y con un encabritamiento repentino en su cuerpo enganchado a la muleta. No sabía si echarse a reír. Suau miraba ahora los carteles casi terminados sin ver ninguna anomalía, pero esforzándose por verla, abriendo mucho sus ojitos de mono.

—Qué pasa. Yo no veo nada…

—¿No? ¿Quieres decirme qué hace Luis Mariano con gabardina y metralleta? ¿Y qué hace en este otro cartel Richard Widmarck vestido de torero…?

Suau se inclinó más y miró más de cerca.

—Hostia. Pues es verdad.

—Esto te pasa por trabajar de memoria, abuelo. Ya es la segunda vez que confundes las caras.

—Hum —gruñó Suau—. ¿Y se nota mucho…? Bueno, luego las cambiaré. Me voy al bar a desayunar. Tú no te muevas de aquí que vendrá el médico.

—¿No crees que lo hace a sabiendas? —sonrió Néstor cuando estaban solos—. Tu abuelo es un coñón de marca.

—No sé. Terminará mochales como el pobre Bibi —giró en redondo y se enfrentó al escritorio—. Vamos al terrado. Ésa no me gustaba… Tiene que ser con tinta y con letra redondilla, esta vez.

A trancas con la muleta, Paquita subía las escaleras del altillo. Llevaba el papel, la estilográfica, una libreta de tapas duras y el bálsamo Midalgán. Arriba, Néstor se adelantó abriendo una pequeña puerta y subieron otra escalera corta, de ladrillo, que llevaba al terrado.

Era temprano y el sol no lucía muy alto pero ya picaba. Colgaban de los alambres acartonadas sábanas blancas junto con restos descoloridos de alguna antigua verbena, deshilachadas guirnaldas de papel y cables eléctricos despellejados; y en la cañería de plomo que partiendo del depósito de agua recorría sinuosamente la pared del alto edificio lateral, un grifo mal cerrado, en su extremo inferior, goteaba sobre un amarillo cubo de playa. En el rincón opuesto, la barbacoa paticoja del viejo Suau todavía humeaba con un agradable olor a arenque asado; a su lado había una aceitera de lata, una cajita de madera con sal y un saquito de carbón. Mientras Néstor llenaba el cubo de agua, Paquita se sentó en el colchón listado, debajo del parasol, puso la hoja de papel sobre la libreta y empuñó la estilográfica. Néstor dejó el cubo a su alcance y se sentó en una esquina del colchón. Apenas tuvo que dictarle nada porque ella se acordaba de la carta anterior y además no estaba dispuesta a poner las mismas bestialidades. Escribía recostada sobre un codo, dejando que se soleara la pierna buena con la falda subida de forma que la tela tapara la pierna mala, siempre encogida y a la sombra.

—¿Por qué has de hacer lo contrario de lo que te ordenan? —dijo Néstor—. No miraré, si no quieres.

—Por mí puedes mirar lo que te dé la gana.

—Digo la otra —repuso él señalando la pierna oculta—. ¿Así cómo la vas a curar, tontaina?

—Me importa un bledo.

Dejó la pluma para destapar la pomada.

—Que no miraré, te lo prometo —insistió Néstor—. Está muy mal eso que haces, Paqui, debes sacarla y que le dé el sol y el aire… Además, con la otra tan maja al lado, ¿cómo me voy a fijar en esta birria de pata…?

Ella no dijo nada. Sus dedos tensos y ágiles esparcían la pomada a lo largo del muslo esbelto y redondo, lubricando una piel dorada de melocotón. Notó el calor subiendo hasta la ingle y entornó los ojos fijando en él las pálidas pupilas, suavemente teñidas de violeta.

Néstor bajó la vista.

—A lo mejor he dicho otra animalada. Me paso todo el tiempo diciéndote animaladas… Lo siento.

—¿Quieres que te escriba esa dichosa carta sí o no? —restregó la mano en el colchón y recuperó la estilográfica—. Toca la armónica.

Néstor sacó la armónica del cinto. Antes de llevársela a la boca la golpeó en la palma de la mano. Tocó con la mirada dulce y errante, distraída a ratos en aquel muslo fúlgido y estallante de salud que merecía él solo tantas atenciones y desvelos, que excluía la piedad o la trocaba en respeto y admiración, mientras ella escribía el anónimo y simulaba no darse cuenta que la gustaba que él mirara…

Y de pronto Néstor volvió a ver a su madre sentada en una butaca de las últimas filas del cine Roxy, sola. En realidad, nunca la había visto así: se lo habían contado de mala manera, y por eso precisamente —por contarlo pitorreándose— un muchacho de la calle San Luis llevaba en la mejilla una cicatriz en forma de media luna. Siempre quiso contarle a Paquita esa historia que nadie conocía, y empezarla así: yo tenía doce años y sentía lástima de mi madre igual que a veces siento lástima de ti, Paqui, aunque ella no es una pobre tullida como tú. Iba al Roxy a espiarla, aquel invierno las estábamos pasando moradas sin apenas comida y la abuela se había muerto, yo me colaba en el cine y desde una distancia la veía sentada en las últimas filas, siempre sola, aterida de frío, esperando a un hombre o a un chaval dispuesto a dejarse tocar por dos pesetas. Nadie se sentaba a su lado, preferían a otras, algunos porque la conocían del barrio y les daba vergüenza y otros porque les parecería enferma y fea y triste, estaba siempre constipada y tosía mucho. Yo creo que a veces lloraba, allí en el cine, a oscuras. Pero nunca se daba por vencida —me gustaría hablar de todo eso contigo, Paqui—, tenías que verla cuando había suerte y volvía a casa muy tarde y me llamaba nada más entrar y decía mañana compraremos esto y lo otro… Pero cuando empezó no vendía ni una escoba, no gustaba a los tíos o no sé qué pasaba. Yo algunas noches la esperaba sentado en un banco de la plaza Lesseps y cuando salía del cine me hacía el encontradizo. Un día estaba allí sentado y vi salir a ese pavero del Rafa, el de la floristería de la calle San Luis, iba con un chaval de Los Luises, y se sentaron en un banco cerca de mí; no me vieron porque yo estaba en lo más oscuro y además me tapaba un árbol. Entonces el Rafa ya andaría en los quince años pero era tontolculo y rastrero. Les oí hablar de ella y se reían: voy y me meto en la penúltima fila de la derecha, decía el de Los Luises, veo a una morena con un chubasquero y un jersey negro, me siento a su lado y empiezo a tantear con el codo, tiene unas tetas duras, ondia tú, le cojo la mano y me la pongo aquí… De primera, en serio, es la pera de buena, oye, parece que lo haga con guantes de seda y estas pulseritas que lleva hacen ti-lín-ti-lín en su muñeca y luego además ella misma pone el pañuelo, decía el tótila, ¡me cago en su madre…! Y el Rafa se reía y decía que él no, que ya había probado una vez y que a él no le gustaba, que ella le había hecho daño y tenía las manos frías y rasposas de lavandera y no la sabía descapullar y no sé qué más decía, el mamón —o mejor eso no te lo cuento, Paqui—, y entonces fui hasta él y le cogí de la camisa y lo levanté del banco y de entrada le clavé un rodillazo en los huevines. Saqué del bolsillo mi cortaplumas y lo abrí ante sus narices y le rajé la mejilla girando piadosamente la muñeca, solamente eso le hice, poca cosa pero aún lleva la señal y la llevará toda su puta vida… Por supuesto, el cachondeo aquel del Roxy lo terminó un buen día el Ramón, el acomodador, pero creo que mi madre se enamoró de él y ahí empezó otra historia peor, porque la sacó del cine y la metió de lleno en eso de los bares y luego está el doctor Cabot que también se aprovechó de ella, y luego ya ves…

—Ya está —la voz oscura de Paquita le devolvió al presente—. Pero me gustaría romperla.

Néstor había dejado de tocar la armónica y la frotaba en el pantalón. Algún día se lo contaría todo a la Paqui, cuando fuera más mayor… Hostia, qué más da, me estoy volviendo un gilipollas.

Paquita introdujo los dedos en el cubo de agua y salpicó la pierna, atenuando la mordedura del sol. Luego cogió la carta y la rompió despacio y meticulosamente, en pedacitos cada vez más pequeños.

—¡Pero ¿qué haces?! —exclamó Néstor.

—Se acabó. Nunca más.

—¡Con lo bien que te había quedado!

—Tengo que ir preparando las guirnaldas de la Fiesta Mayor. ¿Vendrás a ayudarme? —seguía sacudiendo los dedos mojados sobre la piel encendida—. Mira qué roja se pone.

Néstor cogió el cubo y lo vació por completo en el maldito muslo.

2

Desde hacía años el viejo Suau tenía la costumbre de desayunar en el bar. Sentado en su mesa de siempre pedía un porroncito de vino blanco y unas aceitunas aliñadas y empezaba a desplegar con parsimonia la grasienta hoja del diario en la que traía envuelto un desayuno frecuentemente complicado y suntuoso: dos o tres rebanadas de pan tostado y bien untadas con tomate y encima sardinas asadas o un arenque, a veces una chuleta de cordero rodeada de cebollitas tiernas también asadas y hasta una perfumada alcachofa a la brasa.

—No sabéis comer —le decía al Nene, que solía protestar del pestucio a arenque—. El desayuno es la única comida seria para un hombre que trabaja. Tú no puedes entenderlo porque eres un gandul.

Una mañana temprano, Paquita entró a comprar hielo y su abuelo le recordó que tenía que ir al Roxy a buscar los programas de mano. Néstor, que se disponía a llevar un encargo a la calle Torrent de l’Olla, la esperó para acompañarla. Cuando cruzaban la plaza del Norte, Néstor soltó la carretilla y le dijo a Paquita que esperara un momento. Había un grupo de muchachos de su edad contemplando una motocicleta en la acera de Los Luises.

—Tú, Enriquito —le dijo Néstor a uno rubio de pelo rizado que llevaba una boina roja sujeta al cinturón—. Te llaman.

Plantado frente a él, señalaba una esquina de la plaza. El otro miró hacia allí. Néstor le clavó un rodillazo en la bragueta y le sujetó por los sobacos antes que se cayera.

—Nunca aprenderás, capullo —lo sentó en la acera y añadió—: Hoy llevo poca carga y voy cerquita.

—Búscate a otro —gimió el de la boina, pero vio que los demás se alejaban.

—Tú conduces mejor, Enriquito. Hala, andando. ¿Adónde ibas con la boina?

—Tenemos reunión… para ir a campamentos.

Aún se quejaba cuando cogió la carretilla y empezó a tirar de ella. Néstor y Paquita le seguían a un par de metros, ella por la acera, brincando con sus muletas pintadas con margaritas amarillas.

—Éste no es mal chico —dijo Paquita.

—Se ve que no le conoces —repuso Néstor—. Cuando te ven sola se ríen de ti.

—Bueno.

—Te llaman la pelicoja, ¿no lo sabías?

—A mí me da igual.

—A mí no. Además, necesita hacer ejercicio, está un poco fati.

Delante de las cocheras de tranvías despidió a Enriquito, entró con el pedido —tres garrafas de vino del Priorato—, volvió a salir y siguieron camino del Roxy rodeando la manzana. Dos mujeres de la limpieza faenaban en la platea vacía del cine. Un hombre enfurruñado le dio a Paquita los programas de la semana próxima y luego se fueron Salmerón abajo hasta la calle Belén. En el Roxy iban a reponer Mercado de ladrones y Néstor, mirando el programa de mano toscamente coloreado, comentó lo difícil que le sería al abuelo reproducir aquella fantástica cara de cínico que tenía Richard Conte, uno de sus artistas favoritos.

En la calle Belén se pararon ante el escaparate de una pequeña mercería que exhibía prendas para recién nacido, madejas de lana, material de costura y ligas. En medio de todo ello se alzaban dos rollizas piernas femeninas de plástico rosado, cortadas bruscamente a la altura del perrús y enfundadas en medias negras de red.

—¿Tú crees que le gustarán, Paqui? —dijo Néstor.

—Están de moda. —Ella le miró extrañada—: Pero ¿no me dijiste que él se las iba a comprar?

—No tiene dinero, todavía —miraba las medias con fijeza—. Muy negras las veo, muy tristes.

—A los hombres les gusta el negro. Cuando murió tu abuela y Balbina se vistió de negro, todos la miraban mucho.

Néstor sonrió agitando con la mano la melena pelirroja de la muchacha.

—¿Qué? ¿Te animas?

Paquita se echó a reír. Entraron en la tienda riéndose y haciéndose cosquillas. La puerta vidriera hizo sonar una campanilla. Paquita apoyó las muletas en el mostrador y puso la mano en el hombro de su amigo. Les atendió una vieja de barbilla temblona que se movía con lentitud, trasladando de un lado a otro unas manos secas y amarillentas que no acaban de encontrar ocupación.

—Buenas —entonó Néstor—. Quiero regalarle a mi novia unas medias como éstas del escaparate.

La vieja sólo pudo ver la violenta cadera de la muchacha, porque la pierna quedaba oculta por el mostrador. No se alteró su expresión de extravío senil. Les volvió la espalda y sacó de los estantes un par de bolsas planas de celofán.

—A esta rubita tan guapa —dijo con una vocecita— yo le aconsejaría unas medias de color.

—Vale, abuela. Enséñenos de todos los colores.

—Rojas no me gustan —dijo Paquita—. A ver violetas…

—Sí —añadió Néstor mientras soltaba un botón de su camisa—. O mejor naranja. Saque las medias naranja, por favor, abuela.

Sobre el mostrador ya había un montón de bolsas que ellos revolvían y manoseaban. En un momento que la vieja les daba la espalda, Néstor escondió una bolsa dentro de la camisa y la abotonó. Entonces cogió la mano de Paquita, apretándola.

—Bien pensado —dijo ella— yo no debería llevarlas de rejilla, hacen mayor. ¿No cree, señora?

La vieja se encogió de hombros y empezó a recoger el género.

—Ahora la juventud se pone cualquier cosa, no es como antes, hija.

—¿Nos perdona las molestias, abuela?

Se disculparon largamente y por fin salieron a la calle, y poco después Néstor dejaba a Paquita en la puerta del taller. Quedaron en verse a la hora de la siesta en el terrado.

Antes de volver al Trola, Néstor subió a su casa y encontró al Nene en la cocina comiéndose un plátano.

—¿Qué haces tú aquí, maricón de playa?

—No chilles que tu madre se acaba de dormir —dijo el Nene.

—Un día te van a inflar la cara, chaval. Ya verás si mi tío te pilla por aquí…

El Nene tiró la piel de plátano en el fregadero y salió tranquilamente al corredor, contoneándose un poco. Llevaba un elegante traje de verano «mil rayas» con los clips de ciclista ciñendo los bajos del pantalón cuidadosamente enrollados alrededor de los tobillos.

—Oye, Néstor, ¿qué te pasa conmigo? —dijo con la voz meliflua—. Tienes a tu madre muy preocupada…

—Fuera de aquí. ¡Fuera!

—No grites, desgraciado. Ya me voy. Un día de éstos pienso invitar a tu tío a una copa y aclararlo todo, y entonces tendrás que callarte la boca…

—Eso lo veremos. Largo.

El Nene dio media vuelta y se marchó. Néstor se encaminó al dormitorio de Balbina con las medias de red. Apenas pudo distinguirla en la oscuridad, y por su respiración rasposa supo que había bebido.

Murmuró en voz baja:

—Madre, te traigo un regalo —no exactamente para que ella le oyera, porque sabía que dormía profundamente, sino sólo para oír su propia voz diciéndolo—: Un regalo que te va a gustar, madre, ya verás…

3

Parado en la acera de la calle Salmerón, frente al cine, el viejo Polo miraba los carteles en sus pequeños y maltrechos marcos de madera colgados a ambos lados de la entrada. Reconoció las relamidas pinceladas y los colores estridentes —y hasta creyó escuchar de nuevo la infatigable charrameca del viejo pintor erizada de malaúva y de revanchismo—, pero no había modo de reconocer las caras de los artistas. Como cada año por esta época, el programa del cine Proyecciones se componía de dos películas de reprise que él nunca recordaba haber visto. Probablemente le daba igual, porque su intención no era otra que dormitar media hora en una butaca.

Dejaría al manso collie echado a los pies de la taquillera, como hacía siempre, y antes de entrar se quedaría un rato mirando las fotografías expuestas en el panel. Dicen que de pronto se tambaleó como si estuviera borracho, cayendo sentado en el suelo, pero que no llegó a perder el conocimiento; que le sacaron una silla baja y le tuvieron sentado allí en el vestíbulo como un buda estúpido, sin reconocer a nadie, sin habla, mirando el vacío. Llevaba la cadena del perro colgada al cuello según su costumbre y la acariciaba con dedos torpes. Un mareo, dijeron, una mala digestión, este calor… Luego se le pasó un poco y decidió entrar en el cine y echar una cabezada en las últimas filas. Debían ser las cuatro de la tarde y unos pocos minutos, la primera película acababa de empezar y en la platea no había ni media docena de personas. Le gustó, tal vez, antes de abandonarse a un sueño agitado que le empapó de sudor y de angustia, un artista maduro que deambulaba por la pantalla con mirada ulcerosa —también él— y fumando cigarrillos como si tuviera los labios y las mejillas anestesiadas. Luego empezó a resoplar aquel mal aliento y el hombre sentado en la butaca delante de él se volvió a mirarle, se levantó y pasó a sentarse detrás.

Cuando despertó fue a los urinarios descendiendo muy despacio por el pasillo lateral, tanteando la pared. El extremo metálico de la cadena del perro, que colgaba de su pecho como una corbata aflojada, le golpeaba la bragueta, de modo que la pasó a la espalda. No vio que él ya se había levantado y le seguía, no vio nada en la oscuridad.

Los urinarios, viejos y apestosos, quedaban justo detrás de la pantalla y mientras meaba uno podía oír perfectamente la peli. Nosotros solíamos quedarnos allí fumando cigarrillos, cuando la película era mala, y siempre había algún espectador aburrido, especialmente viejos… Pero esta vez no había nadie. Polo sentiría primero el tirón de la cadena, como si se hubiese enganchado en alguna cosa a su espalda, tal vez en la manecilla de la puerta, y luego el lazo cerrándose alrededor de su cuello. Antes de llegarle el tirón definitivo, por espacio de una fracción de segundo, quizá tuvo tiempo de girarse y ver las manos, o la cara…

Las manos darían otra vuelta a la cadena en torno al cuello, para soltarla al cabo de un rato y sujetar el cuerpo que resbalaba sin vida. No tuvo más que subirse de pie a la taza del mingitorio rebosante de orines, pasar la cadena por detrás de las tuberías del agua e izar al expolicía.

4

Y luego, cada día al caer la tarde, empezó de nuevo a dejarse ver acodado al balcón con la chaqueta del pijama, el cigarrillo en los labios y el vaso en la mano. Parecía un vecino cualquiera que, cansado de escuchar la radio en el comedor o de ver pedalear a su mujer en la «Singer», ha salido a tomar el fresco y a mirar a la gente que pasa, un hombre que no espera otra cosa que ver morir el día bostezando sobre la calle. A ratos se sentaba a leer en la silla baja detrás de los geranios, y nosotros, desde la acera del bar, le veíamos pasar la página y acariciar el lomo del gato con una parsimonia deslumbrante. En la medida en que día tras día su estática figura se iba acoplando a la monotonía vocinglera que exudaba la calle a esta hora del verano, y se hacía familiar y hasta anodina, lo mismo que el corro de niños jugando al buche en la esquina de la barbería, o que el señor Arnau recogiendo puntualmente cada noche a la misma hora las cajas de fruta a la puerta de su colmado, o que Bibiloni en su balcón arrojando al aire aviones de papel que caían en barrena, más nos costaba a nosotros singularizar su comportamiento, atribuirle furtivos planes de venganza.

Esta imagen repentinamente vulgar y hogareña del expistolero en su balcón, entre geranios reverdecidos y con el perezoso gato frotándose contra sus piernas, seguramente había de tranquilizar a más de uno en el barrio. Pero no pasaría mucho tiempo sin que empezara a verse que esa imagen no era, en realidad, sino la otra cara de la misma moneda.

Mostraba siempre, incluso cuando vestía aquella sonsa y remendada chaqueta del pijama, una meticulosa pulcritud; los cabellos impecablemente planchados, el riguroso afeitado y las cuidadas manos, eran victorias de la personalidad sobre la desmemoria y la derrota. Si bajaba un momento al bar a comprar tabaco o a beber una ginebra, nunca hablaba más de lo preciso y sus ojos no buscaban a nadie. Y sin embargo, ni uno solo de sus gestos tenía para nosotros un sentido literal; su frecuente costumbre, por ejemplo, de tantear por fuera los bolsillos de su americana, una leve presión de la mano que obedecía a un reflejo inconsciente, no sugerían las maneras de un hombre que comprueba distraídamente que lleva las llaves de casa o los cigarrillos, sino el gesto resignado del que confirma una pérdida o una ausencia a la que aún no acaba de habituarse, y que de algún modo —nos gustaba creer a nosotros— le hacía sentirse ante los demás repentinamente indefenso o vulnerable.

A veces, por la mañana temprano, en mangas de camisa y calzado con viejas sandalias de cuero, le veíamos ir a comprar un litro de leche con el cacharro de aluminio abollado colgando de su brazo estirado y rígido, o volviendo del mercadillo de la calle de las Camelias con una lechuga y algunos tomates en la bolsa de rejilla, o sacando el cubo de la basura a la calle; ciertamente eran imágenes destrempadoras y zafias, pero ni aun así dejábamos de rastrear en su perfil severo aquella negra magnificencia, una hosca e implacable reflexión consigo mismo, una fatalidad silenciosa y asumida con la cual parecía resignado a convivir desde hacía muchos años: era una prestancia fría y cruel que ocasionalmente se nos mostraba en su denso pelo negro estirado hacia atrás, en su mentón terroso y grávido, en el furor helado de sus pómulos y hasta en su pulcra y a menudo rocambolesca indumentaria casera, algo como una elegancia sospechosa y fraudulenta de malabarista de circo, la extraña incitación a considerarle un impostor, un profesional de la ilusión… Había en su caminar, yendo o viniendo de estos cotidianos menesteres, una lentitud expectante que sugería una decidida actividad mental, apasionada y obsesiva. La sugestión del peligro iba siempre con él, dondequiera que fuese y en todo momento, especialmente esa tarde que le vimos pararse por vez primera ante el escaparate de la mercería del hombre que lo denunció, el padre de Tito Raich, aparentemente interesado en unas madejas de lana y una muestra de labor de punto… Era chocante, cuando menos: el escaparate no exhibía nada capaz de atraer la atención de un hombre (y, en buena lógica, no cabía pensar en un encargo de Balbina, a ella nunca se la vio en estas labores) y sin embargo permaneció allí de pie bastante rato. Pareció que iba a entrar, pero no lo hizo.

Por algún motivo, había optado por esperar, se había impuesto una tregua, decía Néstor. Merecía la pena verle esperar, porque en esa clase de hombres la espera se convierte en un ritual de la determinación. Néstor esgrimió siempre esta teoría con vehemencia y a menudo con los puños, con unas ensaladas de hostias que de algún modo ya traían la pólvora que todos nos habíamos prometido. Cuando en el terrado de Pablo, durante algún improvisado asalto con guantes, su rabiosa izquierda nos llegaba al rostro, casi nos gustaba pensar que era su tío quien pegaba. Y ese desatino de Néstor que siempre nos fascinó, el convencimiento de que Jan Julivert no había vuelto para refugiarse en su soledad ni para morderse las uñas pencando de plantón en el jardín de una casa de señores, sino para conectar nuevamente con sus antiguos camaradas de lucha y llevar a cabo un estudiado ajuste de cuentas, nos llevó incluso a devorar en los diarios las noticias sobre asaltos a Cajas de Ahorro y a entidades bancarias —este verano se incrementaron los atracos a mano armada y se veían muchos grises apostados frente a los bancos— en un desesperado intento por mantener vivo aquel viejo fantasma de la violencia acodado al balcón de su casa con un raído pijama gris…

Los acontecimientos no se hicieron esperar, si bien no acabarían de encajar en nuestros cálculos y su efecto inmediato sólo consiguió aumentar la confusión.

Un viernes al atardecer, mientras ensayábamos unas carambolas en el billar del Trola, empezó a circular la noticia del suicidio del viejo Polo. Los primeros comentarios eran confusos; unos decían que la había espichado después de sufrir una embolia en el vestíbulo de un cine y otros que se le había disparado la pistola en su casa, mientras la limpiaba. Más tarde llegó el barbero, que venía de afeitar a un cliente enfermo en la calle Cerdeña, muy cerca de donde vivía el poli jubilado, y se supo la verdad: le habían encontrado ahorcado con la cadena del perro de la señora Grau en los urinarios del cine Proyecciones, colgado de una tubería. La noticia causó estupor y se comentó con extrañeza que un policía decidiera acabar así con su vida, en vez de pegarse un tiro. El señor Sicart insistió en que Polo no tenía pistola, en que se la habían hecho entregar cuando, ya retirado del servicio, perdió aquel empleo de vigilante en los Almacenes «El Águila» por fisgar en los probadores de señoras… El viejo Suau dijo que no era verdad, que a él le constaba que siempre iba armado. Todo hacía pensar en una decisión repentina y el tabernero recordó que Polo tenía un cáncer de estómago; aquel mal aliento, un olor a veces dulzón, añadió, debía ser eso: se estaba pudriendo por dentro, pobre hombre. El marido de la señora Carmen, un taxista de ideas republicanas que todo se lo tomaba a chacota, quiso bromear diciendo que ese cáncer había hecho justicia al fin, pero nadie se rió. El señor Cárdenas sugirió dejar en paz a los muertos y pidió una cerveza con anchoas y un dominó y se sentó en la mesa de su cuñado. Era un hombre alto y fuerte y de una extrema amabilidad. Suau mostraba desconcierto y una irritación indiscriminada, contra todos, incluido el difunto. Quizá porque en su fuero interno ya había empezado a echar de menos al viejo carcamal, no se avino a razones con nadie y abandonó el bar después de soltar un escupitajo que parecía dirigido contra su propia barriguita de simio pero que, casualmente, rozó la zapatilla de felpa del señor Folch. El taxista se despachó a gusto recordando algunas canalladas de Polo en la época que actuaba con su placa de la brigada político-social, hasta que el señor Raich, que parecía muy afectado por la noticia, le volvió ostensiblemente la espalda y se encaró al mostrador, liquidó su segundo coñac —nunca se le había visto beber más de uno— y se dispuso a ir a cerrar la mercería al otro lado de la calle.

Era un tipo taciturno, gruñón pero sin energía, de frente deprimida y lacio bigote gris. Cruzó la calle bajándose las mangas recogidas de la camisa y mirando con su acostumbrado recelo a uno y otro lado, el palillo entre los dientes y el ceño arrugado. Le vimos pararse en el bordillo de la acera contraria y agacharse para atar el cordón del zapato. Estaba anocheciendo. Néstor había terminado su trabajo y decidimos ir a sentarnos con Paquita a la puerta del taller y beber de gorra unos tragos de cerveza con gaseosa, si aún quedaba en el porrón y no se había recalentado mucho. Néstor no quería comentar la muerte del viejo poli, parecía disgustado y pensativo. Al pasar bajo su balcón alzamos los ojos y allí estaba Jan Julivert acodado a la barandilla y fumando, la cabeza suspendida bajo un cielo malva tachonado de pálidas estrellas. Miraba atentamente al señor Raich, que en este momento se disponía a entrar en la tienda, y de pronto se retiró del balcón. Un minuto después le vimos salir a la calle y pararse en la acera para encender otro cigarrillo.

Bibiloni, que salía deslumbrado del portal, tropezó con él. Sus manos, como pájaros muertos, lo palparon para identificarle.

—¿Néstor…?

—Soy su tío.

Bibiloni extendió el brazo y señaló el cielo en dirección al mar.

—Por allí vienen otra vez —farfulló con la voz oscura—. Acaban de hacer una pasada a ras del tejado… —Sonrió afable, solícito—: Tírate al suelo y abre la boca, porque si no, hombre, la onda expansiva te podría reventar por dentro…

—Lo tendré en cuenta.

—Vamos al refugio. Llévame, no veo ni hostia.

Jan Julivert le cogió suavemente del codo y cruzaron la calle en dirección al bar. Bibiloni, riéndose, agachó la cabeza y se tapó los oídos con ambas manos seguramente para no sufrir el rugido de los motores. Su gran cara de niño envejecido, como de seda arrugada, se crispó sin perder la sonrisa mientras explicaba que era un «Heinkel» con dos metralletas y un tirador sentado en el ala. Jan lo llevó hasta el mostrador del Trola, lo invitó a una grosella y volvió a salir cruzando de nuevo la calzada en dirección a la mercería, cuya puerta metálica se disponía a bajar el señor Raich.

Habló con él unos segundos y muy serenamente, las manos en los bolsillos, y Raich le escuchaba mirando al suelo. Algunos parroquianos del bar salieron para verles. Por fin, Raich entró en la tienda y Jan Julivert le siguió. No estuvieron dentro ni dos minutos, pero pareció que había pasado media hora. Cuando salieron no se dijeron nada. Raich bajó tranquilamente la puerta metálica con el estrépito de siempre y se agachó para poner el candado, y Jan Julivert volvió a remontar la acera en dirección a su casa.

En las manos llevaba dos madejas de lana, una roja y otra azul, traspasadas por dos agujas de hacer punto.