CAPÍTULO II
1
—¡Eh! —exclamó Tito Raich admirado—. ¿De dónde has sacado esa venda?
—Toca —dijo Néstor extendiendo la mano izquierda—. Era de la abuela.
Pablo le vendaba la mano a Néstor. Era una venda antigua con ribetes de hilo rojo y cintas en los extremos. Eloy le ataba los guantes a Tito, que parecía algo nervioso. Estaban los cuatro en un ángulo del terrado guiñando los ojos al sol y al viento. La colada tendida en los alambres soltaba trallazos y de vez en cuando salpicaba sus caras con finas agujas de agua. Pablo terminó de vendar la izquierda de Néstor, le puso los guantes y empezó a atarlos.
—Despacio —dijo Néstor—. Y tú prepárate, Tito, voy a machacarte el hígado.
—Ya será menos, fanfa. Cuidado tú con tu nariz.
—Oye, Pablo —dijo Eloy señalando a Néstor—, si vuelve a sangrar por la nariz, paras el combate. El burro es capaz de dejarse matar con tal que le rompan la napia.
—Cuando está roto el hueso, ya no vuelve a sangrar, ¿no lo sabías? —dijo Néstor—. Así que cuanto antes me lo rompan mejor.
—Eso es mentira.
—Listo —dijo Pablo—. Atentos. Cuando yo diga.
Se apartó y Néstor flexionó las rodillas un par de veces, restregó las suelas de sus zapatos en la arenilla del terrado y acomodó los puños en los guantes golpeándolos entre sí. Tito Raich se acercó a él resoplando y con la guardia muy alta. Ambos habían dejado la camisa en sus respectivos rincones, sobre el cajón de cervezas que les servía de taburete, y se enfrentaban con el torso desnudo.
—¡Combate a la distancia de cuatro asaltos de tres minutos! —anunció Pablo con detonante voz nasal—. ¡Entre los pesos welter Sugar Néstor y Boby Raich! ¡Seguuundos fuera!
Se tocaron los guantes y al bajar Tito las manos Néstor lanzó la derecha rozando su oreja y luego se desplazó a un lado, la barbilla clavada en el pecho. Era alto y delgado, tenía un sereno y casi elegante juego de piernas, los brazos largos y el torso prieto y suave, infantil: una buena estampa de peso ligero que en cierto modo se veía contrariada por la trivial brutalidad del rostro, los pómulos mongólicos y la nariz ancha y el denso pelo lacio que le engarfiaba las sienes como las alas de un cuervo. Tito le golpeó los flancos, dejó las manos bajas y Néstor colocó dos golpes consecutivos de izquierda en su barbilla. El defecto de Tito era la guardia baja y por eso recibía siempre el doble que los demás. Pero era más fuerte que Néstor y su derecha en el estómago era terrible, y con ella una vez incluso llegó a doblegar al Nene, el año pasado, aunque acto seguido le cayó encima una manta de hostias… El Nene no se juntaba con ellos desde entonces, con gran desesperación de Néstor, que llevaba casi un año preparándose en el terrado de la Paqui y en éste de Pablo para ganarle, y por eso le insultaba y le provocaba en todas partes. Ahora Néstor boxeaba quieto, girando sobre el pie derecho, exponiendo mucho: parecía buscar, en efecto, que le rompieran la nariz. Tito consiguió conectar la izquierda en su costado y, durante una fracción de segundo, Néstor dejó las manos bajas esperando el directo en la napia. Pero Tito se desconcertó o se entretuvo, y Néstor, enrabiado, le sorprendió atacando con ambas manos, maldiciéndole entre dientes. Tito se cubrió la cara cruzando los brazos y Néstor se preparó el gancho: le apartó los brazos golpeándolos hacia afuera y cuando vio el hueco se agachó y lanzó el puño desde abajo. Se oyeron los dientes haciendo clac y la cabeza de Tito se fue hacia atrás. Entonces Néstor le colocó un golpe bajo que Pablo no vio.
Cayó como un saco, pero, extrañamente, se incorporó en el acto y como más espabilado. Pablo gritó: ¡Dang!, y los dos púgiles volvieron cada uno a su rincón.
—¿Habéis visto? ¡Me cago en su puta madre! —dijo Tito y escupió un poco de sangre de las encías—. ¡Árbitro, ¿es que no guipas?!
—¡¿Por qué te quedas parado cuando puedes darme?! —dijo Néstor—. ¡Así aprenderás, capullo, mamón, hijo del chivato de tu padre!
Tito Raich escupió más fuerte y más rojo.
—No sé qué tienes contra mí, chaval…
—Soy «el hijo de la furia», ¿no lo sabías?
—El hijo de la furcia, quieres decir.
Era el chiste ya viejo y gastado en la calle que precisamente Néstor esperaba oír. Se levantó de la caja y clavó la barbilla al pecho, detrás de los guantes. Tito añadió:
—Y no sabes boxear, eres un bailarín de mierda.
—Y tú un Boby Ros que no pega ni sellos.
—¡Bang! —anunció Pablo—. ¡Segundos fuera!
Néstor podía enfurecer de veras a cualquier contrincante, y no sólo a base de golpes. El único que siempre le pudo, por peso y por técnica —había ido a un gimnasio de la calle Riera San Miguel— era el Nene, pero ahora ya no quería pelear con nadie y solamente le interesaba hacer músculos, como un maricón de playa que era.
El asalto siguiente fue parecido. Néstor empleaba algunos trucos sucios que Tito, macizo y cuellicorto, lento, aún no había aprendido a contrarrestar. De pronto, al final del tercer asalto, Tito se quedó blanco como la cera.
—Me duele mucho la barriga.
En el cuarto, Néstor le castigó el estómago de una manera astuta, pero concediéndole frecuentes respiros al tiempo que le gritaba:
—¡Ahora, dame ahora! —y se quedaba quieto y con la guardia caída, dando la cara. Encajó así varios golpes en la nariz y cuando esto ocurría se la tocaba con el guante, comprobando decepcionado que el hueso seguía allí. Entonces arremetía furioso y apabullaba a Tito con golpes de todas clases. Lo empujó hasta una sábana que el viento hizo revolotear en el alambre y que les envolvió a los dos. Los enrojecidos pómulos de Néstor parecían de seda. Saliendo del enredo de la sábana, Tito se abrazó a Néstor y fue resbalando hasta caer de rodillas.
—Tira la toalla, Eloy —dijo Pablo—. No quiero ni contar.
Eloy corrió a sostenerle por los sobacos y Néstor se había vuelto apretando los dientes, el pecho agitado, hacia la puerta abierta de la caseta que daba acceso a la escalera.
Allí, con un pie todavía en el último peldaño y agarrándose con ambas manos a la jamba, resoplando, sudoroso —había subido a pie los cinco pisos tirando del monumental trasero— el viejo Polo les miraba. Llevaba botas negras de media caña y una sahariana de hilo del color de la canela que Néstor envidiaba secretamente. Pablo cambió una mirada burlona con Néstor y dijo:
—Hola, inspector.
—¿De dónde habéis sacado esos guantes?
Polo avanzó hasta ellos. Apenas dirigió una mirada a Tito, que se incorporaba gimiendo.
—Eran de mi tío —dijo Néstor.
—Parecen de reglamento.
—Son de reglamento, señor Polo. Toque.
—Está bien. —El viejo policía se llevó la mano al flato y contuvo la respiración un momento—. Supongo que, además de partiros la cara, sabréis escribir. Hace ya tiempo que dejasteis de ir al colegio, pero seguro que os acordáis… ¿Dónde están los demás?
—En el Trola jugando al billar —dijo Eloy—. No, han ido al cine.
—Quitaros los guantes. Necesito comprobar algo.
—Cuesta mucho volver a ponerlos —protestó Néstor.
—A obedecer en seguida o le parto la jeta a alguno. Ayudad a éste —señaló a Tito—. A ver quién tiene la letra más bonita.
Había sacado del bolsillo una estilográfica y un papel doblado, que apoyó en el pretil de la terraza sujetándolo con la mano para que el viento no se lo llevara. Pablo ya le quitaba los guantes a Tito y Néstor seguía inmóvil, sudoroso, mirando al viejo Polo con los brazos rendidos. Los guantes parecían pesarle como plomo. Mientras, Polo le ofreció la pluma a Eloy.
—Escribe algo.
—Qué.
—Cualquier cosa, venga. Buenos días.
—Para qué.
—¡Haz lo que te digo!
—¿Nos va a poner deberes, inspector? —bromeó Pablo.
—Yo tengo letra de médico, no se me entiende…
—¿Y se ha dado usted la paliza subiendo hasta aquí sólo para eso —dijo Néstor—, para ver si hacemos buena letra?
—Alguno de vosotros se cree muy listo —gruñó Polo—, pero se ha metido en un buen lío.
—¿Qué ha pasado, inspector?
—¡Escribe! —ordenó a Eloy—. Dos palabras. Vamos.
Eloy cogió la pluma y, con la frente tocando casi el papel, muy aplicadamente, escribió buenos días. Le salió una letra grandota e insegura. Mirando por encima de su hombro, Polo se dijo que no era ésa, pero dejó la comprobación para luego. Eloy notó el vaho a cloaca y se apartó.
—Ahora tú —dijo Polo dirigiéndose a Pablo.
—¿Qué pongo, inspector?
—Da lo mismo.
Pablo escribió da lo mismo con una caligrafía armoniosa y segura. Había sido un alumno aplicado del Colegio Divino Maestro, en la calle Laurel, y ahora llevaba las cuentas de la ferretería de su padre en la calle Tres Señoras. Luego le tocó el turno a Tito, a quien Néstor había estado masajeándole el estómago, y puso este terrado es muy alto y hace viento, y firmó. Ni su letra ni la de Pablo se parecían remotamente a la del anónimo, constató el expolicía en el papel mientras le decía a Néstor:
—Tú, malparido, ¿sigues gastando navaja?
—Regístreme.
Polo buscó su mirada insolente.
—He oído decir que tu tío ha salido de la cárcel.
—Quién sabe.
—¿No ha ido a tu casa?
—No.
—Lleva varios días vagando por ahí, según parece. Estará buscando trabajo…
—No creo. Tiene otras cosas más importantes que hacer.
—¿Ah sí? —Polo sonrió por un lado de la boca—. ¿Arreglar viejas cuentas, tal vez? ¿Es eso lo que dice tu madre?
—Mi madre no dice nada.
—Pero lo está esperando.
—Tampoco.
—Bueno, coge la pluma.
—Yo no puedo escribir.
—Venga, venga, ahí tienes el papel.
—Que no puedo, mire.
Con los dientes deshizo el nudo del cordón del guante derecho, puso éste bajo la axila y tiró fuerte. Apareció la mano enrojecida y húmeda, sin el dedo pulgar.
Polo miró la cicatriz. Reflexionó y dijo:
—Con cuatro dedos también se puede escribir.
—Yo no, señor.
—Prueba.
Néstor sujetó la pluma entre el índice y el corazón, manteniéndola a duras penas en un difícil equilibrio, y garabateó algo.
—¿Lo ve? Ni jota.
El viejo Polo recuperó el papel, pero no se interesó por el garabato. Bufando por la nariz, Néstor se hizo a un lado y empezó a boxear con su sombra, bailando. Luego se paró y se apoyó en el pretil, contemplando el paisaje de azoteas grises que se extendía hacia la Travesera de Gracia. A unos cien metros, en el pequeño terrado sobre el taller del viejo Suau, vio a Paquita echada sobre el colchón de listas verdes manchado de herrumbre; trenzaba los brazos al sol y a su lado en el suelo tenía las muletas pintadas de amarillo canario, el cubo lleno de agua, en la cual metía de vez en cuando la mano y salpicaba su cara y sus piernas, y el descolorido parasol de playa con algunas varillas rotas. A pesar de la distancia y de la reverberación del sol, Néstor pudo observar una vez más la singular anomalía: la pierna de la muchacha que ahora debería estar fortaleciéndose con baños de sol, la izquierda, la pierna flaca y encogida y con la rodilla como un muñón y el pie torcido para adentro, permanecía a la sombra, vergonzante y oscura como un garabato, mientras se beneficiaba del sol la pierna sana y esbelta, dorada hasta más arriba de la mitad del muslo. Ella alzaba ante sus ojos esa pierna perezosa y mimada y la mantenía vertical, asombrosamente inmóvil, y las manos evolucionaban a su alrededor como lentas mariposas brillantes frotándola con una pomada y a ratos la salpicaban con agua, hasta que la piel brillaba como el cobre…
El viejo Polo se había marchado con su papel y su pluma y Eloy y Pablo también miraban a Paquita acodados al pretil del terrado. Tito se ponía la camisa y se lamía las encías.
—Te has portado, gordo —dijo Néstor sin mirarle, sin quitar los ojos de la muchacha bajo el parasol—. Te regalaré un paquete de «Camel».
—Tu padre.
—Mírala, Néstor —dijo Eloy—. Así nunca se curará.
—No lo hace para curarse —dijo Pablo—. Es sólo por el dolor, chaval.
—Todos los paralíticos tienen una musculatura de míster universo —comentó Pablo pensativamente—. ¿Os habéis fijado?
—La Paqui tiene el culo como una piedra —dijo Tito.
Ya no pensábamos que no podía correr, no podía bailar, no podía sentir nada allí si un chaval la tocaba allí. Ya no pensábamos casi nunca en nada de eso; solamente en su duro y respingón, encabritado culo de cojita y en su único muslo bronceado que al atardecer se volvía de color violeta, el mismo color de sus ojos tristes, de huérfana.
—Oye, ¿y qué estará tramando el poli? —dijo Eloy.
—Quién sabe —dijo Pablo—. Está majara.
Néstor se echó al hombro los guantes atados entre sí y recogió su camisa.
—La boca le huele a rata muerta.
2
No había nada en toda la calle que tuviera un aspecto tan desolado como el balcón de Balbina Roig; ni la mohosa fachada verde de la vecina tienda de loza, en cuyo ruinoso escaparate se exhibían seis platos rajados y cubiertos de polvo desde hacía quince años, ni los cables eléctricos que colgaban despellejados y amenazantes frente a la barbería, y que nadie venía a reparar o a cambiar, ni siquiera la ominosa tiniebla del taller del viejo Suau, con sus acartonadas figuraciones de una vida más intensa que nunca alcanzaríamos, mostraba aquella desesperada tristeza de vida familiar clausurada tras la persiana rota y descolorida, desplegada siempre sobre la barandilla como si aún quisiera proteger del sol la desvanecida intimidad del balcón, la silla baja y las cuatro macetas desventradas. Los geranios colgaban descuidados y polvorientos sobre la calle y no había vecino que al pasar, si se dignaba alzar los ojos, no experimentase un vago sentimiento de culpa. ¿Alguien se había ofrecido a ayudar a la viuda mientras su cuñado estaba en la cárcel? ¿Alguna alma piadosa le había preguntado nunca si podía pagar el colegio del niño, o si aceptaría un jersey viejo o un abrigo? Y los que un día se habían acercado a ella con aparente ánimo de socorrerla, de procurarle algún trabajo o una recomendación, como en su día hicieron el simpático doctor Cabot o aquel joven acomodador del cine Roxy, ¿acaso no habían sido precisamente los que acabaron de empujarla al fulaneo y a la mala vida?
Era el nueve de junio, sábado, un día que hizo un calor pegajoso y de pronto se nubló y comenzó a caer sobre la calle una llovizna de barro. Néstor ya llevaba algunos meses trabajando de repartidor en el bar Trola, después que una laminadora se le llevara el pulgar de la mano derecha en el taller de Montes, la Paqui ya nos dejaba subir a su terrado mientras tomaba el sol para fortalecer su pierna raquítica, según los consejos del doctor Cabot, y el Nene, que con sus casi dieciocho años ya se había desmarcado de nosotros, empezaba a frecuentar el piso de Balbina y le iba a la compra pavoneándose con su bici nueva, y hasta se decía que era el despertador de la viuda y que le servía el desayuno en la cama… Todo estaba ocurriendo muy de prisa, de cara a aquel verano.
Hacia las tres de la tarde la llovizna de barro quedó suspendida en el aire como una telaraña pegajosa. Estábamos sentados en la mesa de billar del Trola, frente a la ventana, cuando le vimos por primera vez. Se había parado en la esquina de la barbería y miraba calle arriba, más allá de la tienda de loza, seguramente el balcón de Balbina. Llevaba una vieja gabardina clara echada sobre los hombros, traje oscuro y camisa color tabaco, sin corbata; apretaba bajo el sobaco un flojo paquete envuelto en hule gris y en la mano traía una maltrecha maleta negra. El perro del señor Riembau husmeaba sus gastados zapatos marrones de punta, estrechísimos y anticuados. Tenía el aire distraído de estar de paso y no había en su expresión la menor señal de impaciencia ni de curiosidad, como si llevara horas allí de pie y lo que estaba viendo, el triste abandono del balcón de su casa, no fuera sino la confirmación de lo que ya esperaba. Remontó la calle despacio, caminando por la acera. No le vio casi nadie; dos vecinos que conversaban vivamente delante del quiosco-librería de la señora Carmen se callaron cuando pasó por su lado, mirándole a hurtadillas. Entró en el portal de su casa, pero no había de tardar un minuto en volver a salir: Néstor no estaba y su madre, cuando dormía la siesta, jamás oía el timbre sin fuerza, un zumbido de abeja. Le vimos reaparecer en seguida, sin la maleta, y se paró en el portal a encender un cigarrillo. Luego cruzó la calle y se situó en la acera opuesta. Frente a él, a lo largo de las fachadas emborronadas de llovizna, su mirada buscaba signos familiares, la marca del tiempo; por un instante creímos que entraría a saludar al viejo Suau en su taller, en cuyo portal asomaba la silla de chillones colores, pero volvió a descender la calle viniendo directamente hacia el bar.
Había pocos parroquianos a esta hora y al principio no se fijaron en él: los hermanos Bonna, estibadores del muelle, el quiosquero de la plaza Rovira y un taxista, los cuatro jugando a la garrafiña, y el Nene en plan mirón sentado tras ellos con el gorrito decantado sobre la oreja, kilos de brillantina en el pelo ensortijado, su muñequera de cuero repujado y toda la pesca. Paco limpiaba anchoas bajo el grifo del fregadero y tampoco le vio entrar.
Jan Julivert avanzó hasta el mostrador.
—¿Trabaja aquí el hijo de Balbina?
—Ha ido a un recado.
—¿Tardará mucho?
—Pues no sabría decirle. —Paco levantó su mirada insípida, de besugo, pero no se fijó en la cara del hombre, sino en su gabardina sobada y en su traje raído—. Ya debería haber vuelto, pero cuando sabe que hay que preparar anchoas… Es un cara.
Jan Julivert dejó el paquete sobre el mostrador y, con un hábil gesto de los hombros, se acomodó la gabardina y se volvió paseando la mirada por el local. Debió ver algo más que la pequeña taberna que había frecuentado en su juventud, umbría y olorosa, con los barriles a un lado, al otro cuatro mesas de mármol rodeadas de banquetas y el billar al fondo: vería también la miseria de Néstor, y su encerrona desde niño, su adolescencia marcada por la humillación y la rabia.
El Nene le dio con el codo al quiosquero, éste miró al recién llegado y sus manos se inmovilizaron sobre las fichas del dominó. Estaban en la mesa más próxima al mostrador y el mayor de los Bonna deslizó algo al oído de su hermano. Le habían reconocido. En cuanto al Nene, seguro que habría visto alguna foto suya en casa de Balbina.
—Un día de éstos el señor Sicart le echa a la calle —decía Paco con los ojos bajos y las manos en el fregadero—. ¿Ha ido usted a su casa? Vive ahí mismo…
Él no dijo nada. Se había vuelto y nos miraba con sus ojos fríos y delgados como cuchillas. Cogió un palillo del vasito sobre el mostrador y se lo llevó a los dientes con su mano parsimoniosa, oscura y flaca, y miró las anchoas lavadas que Paco iba alineando en una pequeña bandeja. Paco interpretó a su modo esa mirada, y, después de observar otra vez el aspecto del hombre, y como era muy burro, el pobre, dijo:
—Aquí no se fía, ¿sabe?
—Dame un vermut con anchoas.
—No sé si me ha oído…
—Te he oído perfectamente. Un vermut y anchoas.
Por la floja cabeza de Paco debió cruzar entonces, de pronto, la idea de quién podía ser este hombre y se apresuró a servirle lo que pedía. De hecho, Paco no estaba empleado en el bar; era un chaval resabiado y pelotilla, atendía el mostrador en ausencia de Néstor por ganas de mangonear y el tabernero le dejaba hacer, sobre todo cuando tenía trabajo en el almacén o subía al piso a atender a su mujer, que siempre estaba enferma. No tenían hijos.
Ahora, un poco asustado, Paco nos dirigió a través del local una mirada de complicidad:
—¿Habéis visto a Néstor?
Sabíamos que estaba en el terrado de Pablo, pero no dijimos nada. Sin embargo, poco después, Eloy salió en su busca.
—No puede tardar —dijo Paco mirando al tío de Néstor por el rabillo del ojo—. Si quiere sentarse…
—Este sifón no pita.
—¿No…? A ver éste. Lo más seguro es que esté haciendo guantes con alguno de la pandilla. Hace poco le rompieron la nariz, fue sin querer…
Jan Julivert recorrió las estanterías con la mirada y se detuvo en una vieja fotografía de calendario donde se veía al equipo del Europa F. C., temporada 1946-47. Se bebió la copa de vermut de una tirada, pidió otra y entonces, por vez primera, le vimos hacer un gesto que se acordaba vagamente a nuestros sueños: llevó su mano izquierda, moviéndola como si estuviera yerta, pero con cierta rapidez, hacia el bolsillo trasero del pantalón, apartando los faldones de la gabardina, para tantear algo con la punta de los dedos, comprobar que aquello, lo que fuese —la cartera probablemente, tal vez un pañuelo, pero no pudimos evitar el pensar en otra cosa— seguía estando allí.
Por cierto, no era el tipo extraordinario que habíamos imaginado, no era tan fornido ni tan pistonudo como Néstor lo había descrito en las viejas aventis o como la medrosa memoria del barrio lo había deformado, no tenía las espaldas tan anchas ni la mandíbula tan cuadrada, aunque sí la boca dura y despectiva, y tampoco era especialmente guapo ni altivo a la manera que eso puede gustar a las mujeres, no vimos en él nada excitante; quizá los pómulos altos de furor, los ojos grises y largos como rajas, el pelo negro y liso peinado hacia atrás y una cualidad de hielo en la cara, una palidez tensa y pasada de moda. Tenía en general el aspecto de un hombre común y corriente, de estatura regular, estirado más que esbelto, un welter un poco más alto de lo normal, seguramente no muy fajador, pero ágil y con reflejos, un técnico. Lo que más llamaba la atención era cierto voluntarioso envaramiento en los hombros y en la nuca, una sugestión de afilada peligrosidad.
Poco después llegaron Eloy y Néstor, que dejó la carretilla de reparto frente el bar. Llevaba los viejos guantes de boxeo colgados al hombro, los párpados inflados y sangre en la nariz. A juzgar por los cabellos mojados y repeinados, debía haberse parado en la fuente de la calle de las Camelias para acicalarse un poco. Sabíamos cuánto había soñado con este momento.
—Hola.
El hombre se volvió y Néstor le tendió la mano. No solía ponerse colorado por nada, pero esta vez no había forma de saberlo porque ya venía rojo a causa de los guantazos. Parecía enrabiado.
—Hola —dijo Jan Julivert, y le miró fijamente unos segundos—. Conque tú eres Néstor.
—Sí.
—¿Y tu madre?
—En casa. ¿Cómo sabías que trabajo aquí?
—Alguien me lo dijo —y en un tono que podía contener, tal vez, un leve matiz de afecto, añadió—: Te han zurrado bien.
—Me estaba entrenando. ¿Cuándo has llegado? Hace días que te esperamos… ¿Has ido a casa?
—Tu madre no está.
—Sí está —lanzó una rápida y ponzoñosa mirada al Nene y agregó—: Pero duerme. Yo tengo llave.
En la mesa del dominó no hacían más que remover las fichas para una partida que no empezaba: estaban todos pendientes de Jan Julivert y su sobrino. El expresidiario sacó un pañuelo del bolsillo y lo ofreció a Néstor.
—Límpiate la nariz.
Le volvió la espalda y se dispuso a pagar sus vermuts. En este momento salía el tabernero de la trastienda detrás del mostrador con una caja de refrescos al hombro. Era un hombre robusto y afable, narigudo y calvo, llevaba un pantalón de pana de tranviario, camiseta azul y alpargatas. No reconoció al tío de Néstor porque nunca le había visto: hacía apenas cinco años que vivía aquí, desde que compró la taberna y dejó su empleo de cobrador de tranvía; seguramente por eso rebautizó la taberna y le puso Bar Trole, aunque todo el mundo lo llamaba Trola.
—¿Dónde te has metido? —preguntó a Néstor mientras llevaba la caja a la nevera.
—Me entretuve un poco…
—¿Has ido a comer, por lo menos?
—No.
—Hablaré con tu madre. Si no puedes cumplir, a la calle.
Néstor no apartaba los ojos del perfil de su tío, que recogía el cambio del mostrador, cuando dijo:
—Deje en paz a mi madre. Y váyase usted a la mierda.
El tabernero se volvió a mirarle.
—¿Qué has dicho?
—Y este bar también, y su roñosa clientela, y esa carretilla que es un trasto. ¡Todo a la mierda!
Jan Julivert todavía le daba la espalda. Habló en un tono suave, casi afectuoso:
—¿Qué te pasa? ¿Tan duro es el entrenamiento, que vienes sonado? —se volvió despacio guardándose las monedas del cambio y se encaró con Néstor, pero sin mirarle a los ojos, aparentemente interesado en su sucia camisa mal abrochada, en un botón que estaba en un ojal que no le correspondía y que de pronto soltó moviendo el dedo como un garfio—. No querías decir eso. A que no.
—Ya está dicho.
—Pero tú no querías. Y te vas a disculpar.
Le abrochó la camisa hasta el cuello y alzó bruscamente su barbilla con un golpe enérgico del índice y pudimos observar, otra vez, aquella fulgurante reacción de la mano antes de ensimismarse de nuevo en la parsimonia, en la sangre fría de una antigua autoridad. Fue entonces que el tabernero intuyó su identidad y, quizá por zanjar el incidente —solía no hacer caso de estas barrabasadas de Néstor—, se adelantó a saludarle. Por cierto fue el único en todo el barrio que se atrevió a hacerlo, además del viejo Suau.
—Usted debe ser su tío —estrechó su mano toscamente, con un solo movimiento de arriba abajo—. Pues me alegro de verle por aquí, este sinvergüenza necesita que alguien le meta en cintura… Me llamo Sicart, para servirle.
A todo eso, Néstor parecía atontado. Buscó con ansia la mirada de su tío y le vio coger del mostrador su envoltorio de hule y dirigirse hacia la puerta sin más, como dando por seguro que iba a disculparse. Pero Néstor tenía que digerir todavía su desconcierto y su primera decepción: un hombre así, debía pensar, carne de presidio ya para toda su puta vida, como quien dice, un forajido, y viene con lecciones de urbanidad… Se mordió el labio y tragó un amasijo de mocos y sangre, antes de mascullar entre dientes, la cabeza gacha:
—Perdone, señor Sicart —y se precipitó a la puerta que su tío mantenía abierta, esperándole.
Salimos tras ellos y juntos caminamos un trecho por la acera, sin hablar. Íbamos Eloy, Tito, L’Oreneta, Paco… Volvía a lucir el sol y la calle empezaba a animarse. Jan Julivert se paró en la esquina y Néstor permaneció a su lado en silencio; le habría gustado decirle, y a nosotros también, si reconocía los guantes que llevaba colgados al hombro, preguntarle cuántos combates había ganado con ellos, contra quién y cómo. Pero de pronto aquel hombre ya no parecía tener un pasado y ni siquiera estar allí; parado en la esquina, miraba absorto los neuróticos aspavientos de un tipo larguirucho y con boina vestido con un mono azul que, erguido en medio del cruce de calles, ordenaba el tráfico de invisibles automóviles moviendo los brazos como aspas de molino. Tenía una extraña mirada glauca y había en su frenético braceo una decidida consideración urbana, una descabellada voluntad de servicio. Cuatro chavales, apoyados en la pared de la barbería con las manos en la espalda, se burlaban de él jaleándole. Otro chico corría describiendo círculos en torno a él con los puños apretados delante del pecho e imitando el ruido de un motor. No circulaba ningún coche, pero de vez en cuando el improvisado agente simulaba pararlos alzando la mano y hablaba cortésmente con el conductor. Entonces se producía un choteo entre los chavales.
—Es Bibiloni —dijo Néstor, buscando entablar conversación otra vez—. Está loco. Cada verano lo sacan de Sant Boi y pasa tres meses con la familia, no es peligroso. Vive en el piso debajo del nuestro.
Su tío no hizo ningún comentario. Caminaron hacia casa, y Néstor añadió:
—El pobre está casi ciego, además.
—Vaya. Un loco con suerte.
Lo dijo sin alterar el tono de voz y Néstor no supo si era una broma.
—¿Por qué me has esperado en el bar? Podías pedir la llave en la portería. El Nene también tiene llave, pero algún día se la quitaré…
—Tengo la maleta en la escalera —dijo Jan Julivert—. Cuando entré, ese infeliz estaba sentado en el suelo del rellano, hablando solo. Pensé que era mejor esperarte y que me acompañaras.
Néstor sonrió.
—No irás a decirme que Bibiloni te ha dado miedo. Tú nunca le has tenido miedo a nada…
—No estés tan seguro. —Le miró de soslayo, volvió a sacar el pañuelo del bolsillo y se lo dio—. Límpiate bien esa nariz.
—Ya no tengo sangre.
—Tienes mocos.
3
Sentada al borde de la cama, Balbina se abrió de piernas, inclinó la despeinada cabeza sobre la cara interna del muslo, que alzó un poco con ambas manos, y observó de cerca la marca rosada de los dientes. Animal, pensó. Mojó el dedo con saliva y frotó el escozor muy despacio, como en sueños. Mientras lo hacía, con la punta de la lengua se hurgó las comisuras agrietadas de la boca. Llevaba un trocito de papel de fumar pegado al labio inferior. Volviendo la cara, su nariz respingona esquivó el pestucio del cenicero en la mesilla, luego se levantó y se ciñó la bata sin mangas. Descalza y medio adormilada, mientras se atusaba con los dedos la corta melena castaña y miraba sin ver el gato negro ovillado al pie del lecho, con la otra mano tanteó a ciegas en la mesilla de noche el paquete de cigarrillos y el encendedor de níquel. Pero esos objetos no estaban allí, y Balbina sintió de pronto el aguijón de la angustia: el Nene había venido, seguramente se había sentado en la cama como otras veces, con los clips de ciclista ciñendo los bajos de sus pantalones, y habría registrado su bolso y encendido un «Chester» mientras rumiaba la forma de despertarla sin sobresaltos —cosquillas en el pie con la botella de coñac, lamerle un pezón, soplarle los párpados—, pero, por alguna razón, hoy dejó que siguiera durmiendo y se había ido llevándose los cigarrillos y el mechero. Un hábito afectivo de meses acababa de romperse.
En una mujer de treinta y ocho años y con un oficio como el suyo, la rutina doméstica había acabado por convertirse en la expresión de una nostalgia. Pasaba demasiadas horas fuera de casa. Por lo general, si no se ocupaba para toda la noche, en cuyo caso llamaba por teléfono y se lo hacía saber a Néstor, volvía a las tres de la madrugada y dormía hasta las once de la mañana sin preocuparse de su hijo, que desayunaba en el bar. Se duchaba y daba cuenta de un desayuno-almuerzo, a veces en compañía del Nene, que a esa hora le traía el pan y algún encargo del mercado, luego ordenaba un poco la cocina, dejaba preparada la comida de Néstor y volvía a acostarse un par de horas, hasta que el ciclista recadero volvía para despertarla. Casi nunca veía a su hijo a la hora de comer; si el chico decidía venir, comía solo y con la radio en la cocina, para no despertarla, y en seguida escapaba al taller de Suau o al bar, evitando siempre encontrarse con el Nene cuando éste volvía a las tres.
El dormitorio de Balbina, en la trasera del piso, tenía una puerta-balcón que daba a un extremo de la galería, colgada sobre un abigarrado conjunto de pequeñas terrazas, viejos cobertizos de uralita y descuidados patios llenos de humedad donde crecían hierbajos, rosales trepadores y algún magnolio, encerrado todo ello por edificios altos con viejas galerías acristaladas idénticas a la suya. Ahora, mientras descolgaba del alambre una toalla no muy seca todavía y un sostén negro, Balbina vio tenderse bajo sus ojos soñolientos la sábana amarilla del sol, y, casi en el acto, la explosión de luz le obligó a cerrar los ojos. A esta hora, al llegar el verano, el reflejo del sol en las galerías de enfrente era como un incendio repentino, puntual y familiar. Y recordó la primera vez que su cuñado Jan le hizo ver el fenómeno desde este mismo sitio, una tarde del verano del 42, mientras intentaba convencerla de que Luis no corría ningún peligro yendo con él, y que si llevaba revólver era por si acaso y que Luis la seguía queriendo, y ella se echó a llorar…
La cinta negra del sostén resbaló de sus dedos y cayó blandamente, pasó entre la colada del principal y se detuvo en la diminuta terraza del entresuelo. Dos enormes gatos grises se acercaron a husmear la prenda. Balbina maldijo en voz baja y entró en su cuarto, calzó las zapatillas, se ajustó la bata y salió del piso dejando la puerta entornada. Bajó las escaleras hasta el entresuelo y pulsó el timbre de la puerta izquierda.
Abrió una cincuentona gorda y bajita, con mantilla de lana morada sobre los hombros y rulos en la cabeza.
—Perdone que la vuelva a molestar —dijo Balbina.
—¿Qué se le ha caído ahora?
—Un sostén.
—Ya —la vecina frunció la boca con desdén—. Alguna vez se le podría caer algo decente.
Balbina apoyó el brazo en el quicio, arqueó la firme cadera y esbozó una sonrisa maligna.
—Mire a ver, señora Folch, se lo ruego. Es negro, calado, con puntillas y agujeritos para los pezones…
—No hacen falta tantos detalles.
—Lo necesito para trabajar, ¿sabe?
—No me diga. Yo creía que se los quitaba, para eso.
Y dando media vuelta se internó por el pasillo, dejando la puerta medio palmo abierta.
Balbina oyó a la bruja discutiendo con su marido al fondo del piso. Abrió un poco más la puerta para ver, a un lado del pequeño recibidor, adosado a la pared, el artístico paragüero de caoba con espejo y percha y apliques de marfil representando escenas de caza. La hermosa cabeza del zorro mostraba una oreja rota. En la repisa debajo del espejo había una figura de porcelana representando un perro dogo montado por un niño desnudo que se abrazaba a su cuello.
Siempre que veía esta figurita pensaba en su suegra; volvía a verla vestida de luto, una mañana de abril de 1940, deslizando la mano con el pañuelo por el borde de la mesa del comedor de su casa como si quitara el polvo, cuando en realidad buscaba un apoyo, esforzándose por no llorar; volvía a ver a los dos agentes del Servicio de Recuperación de Bienes expropiados por los rojos examinando la máquina de escribir de su difunto marido, y a su lado el señor Folch con zapatillas de felpa y la cara falsamente compungida, como extrañado de que alguien —él mismo, como luego se sabría— hubiese podido denunciar a una pobre viuda con un hijo en el exilio y otro muerto o desaparecido.
—¿Tiene algún comprobante de esta máquina? —había preguntado uno de los agentes. Era pariente de la mujer de Folch, un hombre encorvado, con caspa o ceniza en las solapas de la americana gris y la voz engolada—. ¿No me oye, señora?
—Pertenecía a mi marido desde hace treinta años.
Balbina se puso a su lado y cogió su mano y se la apretó. Había venido a visitarla y se quedó un rato más a esperar a Luis, que entonces trabajaba en la plaza Lesseps.
El otro agente repasaba una lista escrita en un folio. Habló como si declamara:
—En los meses de febrero y marzo del treinta y ocho ustedes se incautaron y ocuparon un piso en Rambla de Cataluña esquina Diputación cuyo dueño, un respetable industrial y funcionario del Estado, había tenido que escapar a Francia con su familia acosado por los anarquistas…
—No es verdad. Haga usted el favor de mirar lo que dice —respondió la señora Julivert—. Era amigo de mi marido y nos dio la llave del piso precisamente para evitar que lo ocuparan otros.
El hombre sonrió burlonamente.
—Ya. Pero a este señor lo mataron. Tengo aquí una lista de muebles y objetos que desaparecieron del piso, y entre ellos están esos dos sillones de tijera con asiento y respaldo de cuero, el paragüero con la percha y el espejo del pasillo, un sofá de cuero negro y esta máquina de escribir.
Hablaba con la burocrática impertinencia del vencedor. Balbina buscó los ojos del señor Folch, el procurador de la casa, el buen vecino que había subido por si hacía falta una ayuda…
—No es verdad, señor —repetía su suegra una y otra vez—. Todo lo que ve usted aquí ya estaba en nuestra casa de Sants… Del piso del señor Fisas sólo nos llevamos la vajilla de plata y fue porque él mismo nos lo pidió por carta, cuando los bombardeos afectaron a la casa. Y esa vajilla le fue devuelta al año siguiente…
—Hay una denuncia, señora, y nosotros cumplimos órdenes. Tenemos que llevarnos todo eso.
Balbina no pudo contenerse más.
—Esto es un robo y el que ha puesto la denuncia es un ladrón…
—Por favor, señorita, estamos trabajando.
El procurador había cogido la figurita del perro y el niño que estaba en el buffet y la examinaba. Siempre, el desgraciado, con sus zapatillas de felpa y su pestilente fijador en el sucio pelo amarillento, recordó Balbina, había codiciado secretamente aquella chuchería que tal vez imaginaba de gran valor. Según el propio Jan, era un regalo que le había hecho una primera novia que tuvo, cuando empezaba a boxear… Balbina no recordaba que Folch hubiese mirado al agente de ninguna forma significativa, pero éste se interesó de pronto por la estatuilla y simuló consultar su lista y dijo:
—Esto también.
Balbina volvió a protestar, pero notó la presión de la mano de su suegra y leyó la súplica en sus ojos: deja que el procurador se lo lleve, le debo cuatro meses de alquiler…
Esa misma mañana, los muebles y la máquina de escribir fueron depositados provisionalmente en un cuartucho desocupado del entresuelo que pertenecía a Folch, desde donde mañana o pasado serían trasladados, dijo uno de los agentes, a los locales del Servicio de Recuperación. Pero dos años después, cuando Balbina ya vivía con su suegra y criaba a Néstor, el paragüero y la figura de porcelana estaban en el recibidor del piso de Folch, y, aunque ella nunca había pasado de la puerta, suponía que los demás muebles estaban dentro.
La mujer del procurador volvió a salir con el sostén y la sonrisa torcida.
—Los gatos se han ensuciado encima. —Sostenía la prenda con los dedos como si estuviese infectada—. Oiga, dicen que su cuñado ha salido de la cárcel. ¿Es verdad?
—Yo qué sé. Pero no creo que vuelva por aquí.
—Oh, seguro que le han cambiado mucho. En presidio les regeneran. —Volvió a sonreír con desmesura de rojas encías y goloso desdén—. Ojalá encuentre un trabajo en seguida, pobre hombre. ¿Él ya sabe qué hace usted de camarera en esa clase de bares…?
Balbina arqueó todavía más la cadera y amplió la sonrisa.
—No creo. El que lo sabe muy bien es su marido, señora Folch.
Y dando las gracias le volvió la espalda para no ver cómo se encendía su cara de luna. Antes de cerrar la puerta de golpe, la vecina aún dijo:
—Sí, vaya, vaya. ¡Y lávese bien la patata, marrana!
4
Ya en casa, mientras cambiaba la toalla del baño, Balbina pensó que ciertamente sería mejor que Jan no volviera nunca; le esperaba un hogar deshecho y encima eso, lo que había insinuado esa bruja… Probablemente él ya lo sabía. Recordó que en todos estos años ella sólo le había escrito una vez, con motivo de la muerte de su madre. No fueron buenas noticias las de aquella carta, pero al menos eran verdad; para contar sólo desgracias o mentiras, mejor no escribirle más, pensó entonces. En medio de sus temores, Balbina se aferró a la idea de que su cuñado no vendría, y que si venía no iba a ser para quedarse durante mucho tiempo en una casa donde sólo le esperaban amargos recuerdos y humillantes novedades…
En el recibidor sonó el teléfono.
No era la misma voz espesa de ayer ni de la semana pasada, pero sí era la misma pregunta y la misma desconsiderada brusquedad, el mismo tono de amenaza, y Balbina sintió un escalofrío.
—¿Ha llegado Jan Julivert?
—¿Quién es usted…?
—Un amigo.
La voz guardó silencio un instante y añadió:
—¿Ha tenido noticias suyas?
—Dígame con quién hablo.
—Usted no me conoce…
—Ni ganas.
Colgó con fuerza y regresó al cuarto de baño. Recogió la ropa sucia, la llevó a la galería y de allí pasó al dormitorio, retiró la botella de coñac de la mesilla de noche y fue a la cocina, llenó un vaso pequeño y se lo bebió de un trago. El viejo gato negro la había seguido y maullaba restregándose contra sus tobillos. Con el vaso vacío en la mano rumiaba todavía acerca de aquella voz, que ciertamente no le recordaba a nadie —pero eso no la tranquilizaba—, cuando oyó la llave en la cerradura del piso y en seguida a su hijo diciendo madre, mira quién está aquí, y sólo entonces sintió en el pecho el calor retardado del coñac, de la vergüenza y de la dentellada babosa del borracho que anoche le había tocado en suerte.