CAPÍTULO V

1

Cuando Néstor llegó a casa, Balbina aún dormía. En un cenicero del comedor vio dos ovaladas colillas de Abdulla y supo que el Nene había estado allí. Macarra de mierda, esto se te va a acabar. Fue al cuarto de su tío y encontró a éste sacando calcetines y camisetas de un envoltorio de papel que llevaba el nombre de una popular tienda de la Travesera de Gracia. También se había comprado una tosca camisa azul marino con bolsillos y unos pantalones de saldo, anchos y anticuados.

—Un hombre me ha dado esto para ti —dijo Néstor—. Que no podía esperarse y que te llamará. Tenía una voz muy rara…

Jan Julivert cogió el papel y leyó: «Juez Klein Aymerich, calle del Iris, torre, sin número. Cerca Guinardó. Avisa si hago falta. Salud. J. Sansa».

Guardó la nota en el bolsillo, sacó una percha del armario y colgó los pantalones.

—¿Iba solo?

—Con otros dos —se apresuró a informarle Néstor—. En un Dauphine naranja matrícula de Tarragona.

—¿Conoces esta calle?

—¿Qué… calle?

Ponía cara de no saber de qué iba la cosa. Jan Julivert escrutó su falsa expresión de inocencia.

—¿Vas a decirme que no has leído el recado?

—Bueno, yo…

—Está bien. ¿Conoces la calle?

Néstor tragó saliva.

—Sí… Y la torre también. Casualmente suelo ir a llevar pedidos del bar. —Captó su parpadeo reflexivo, su alertada atención ante el armario abierto—. Es una paliza, con la carretilla cargada, porque todo es subida. Es una casa muy grande en medio de un parque…

Al cabo de un largo silencio, su tío preguntó sin mirarle:

—¿Y dices que vas a menudo?

—Sí. Hay una criada que es parienta…

—Entonces —le interrumpió él, reanudando la colocación de la ropa en el armario— conocerás al dueño.

—Nunca le he visto. Yo me entiendo con las criadas. Pero el tío bebe como un cosaco o en esta casa se dan muchas fiestas, porque las cajas de jerez y de coñac que llegan a liquidar… A la señora sí que la he visto alguna vez, de lejos, paseando por el parque. Siempre lleva unas gafas negras y va descalza… Es muy guapa.

—Debí comprarme otra camisa como ésta.

—Parece de mecánico. A mí me gustan negras.

Vio en el armario un sombrero marrón claro, de tela de gabardina. Ahora su tío le había vuelto la espalda y miraba las fotografías clavadas con chinchetas en la pared, formando una orla alrededor de los guantes de boxeo. En tres de las fotos aparecía muy joven y con la guardia alta ocultándole casi el rostro, agazapado, en una cuidada pose de estudio con el nombre del fotógrafo estampillado en un ángulo; en las demás, borrosas, se le veía entrenándose con el saco de lona, cruzando los guantes con un compañero en un cuadrilátero al aire libre, entre pinos, y rodilla en tierra en primera fila de un grupo en un gimnasio, cogidos fraternalmente de los hombros. En ésta había varios autógrafos en tinta casi borrada y una fecha, 15 de setiembre de 1930.

Néstor observó un hueco en el círculo; faltaba una foto en la que su tío estaba solo, en el Parque Güell, con una indumentaria vagamente militar. Nunca se había fijado muy bien en esa foto porque en ella ya no era un boxeador, sino un pobre soldado de permiso que el domingo va a pasear con un amigo o con la novia, que seguramente fue la que le hizo la foto…

—Creo que sería mejor que te las llevaras todas —dijo Jan Julivert.

—Te las cuidaré bien. Como los guantes.

—Veo que también te has apropiado del punching.

—Lo tengo colgado en el taller de Suau. Mi madre no me deja entrenar en casa.

—¿Por qué no vas a un gimnasio?

—Eso cuesta dinero.

—A ver, ven aquí —le aplastó la nariz con el pulgar, a un lado y a otro—. ¿Ya te vieron eso?

—Sí. El doctor Cabot. La primera vez salió mucha sangre y mi madre se asustó. Pero aún no está rota del todo…

—Muy bonito. Le hiciste gastar a tu madre un dinero que seguramente no tenía.

—Ningún dinero —los ojos de Néstor chispearon bajo el flequillo rebelde—. Este hijo de perra no le cobró nada, faltaría más, ¿entiendes?

Esperó a que él le animara a seguir, pero fue en vano. Entonces bajó la voz y agregó:

—¿Quieres saber algo muy empreñador de ese medicucho, tío?

—Otro día. Desclava las fotos, si las quieres.

—El hijo de puta ya la buscaba cuando ella fregaba suelos en la clínica, y por su culpa la echaron a la calle…

Jan cerró de golpe el armario y estrujó el papel que había servido de envoltorio a la ropa. Néstor ya desclavaba las fotos de la pared.

—No te enfades conmigo, tío. —Dejó pasar un rato y dijo—: Tío.

—¿Qué?

—A que es guapa Balbina.

—Sí que lo es.

—A que todavía gusta a los hombres.

—Eso a ti no debería importarte.

—¿Tú no crees que alguien se podría enamorar de ella, todavía? Pero quiero decir de verdad… Tendrías que verla cuando se pone elegante, con su vestido negro de tirantes. Me gustaría que dejara ese empleo de camarera y se quedara en casa.

Había en sus palabras un sentimiento que el chico no era capaz de manejar con soltura, y su tío lo notó.

—¿Me regalas también estos guantes? Los otros ya están muy cascados.

—Llévatelos.

—Lo que necesito ahora es un saco de arena para trabajar la pegada.

—Mejor de serrín. Podrías romperte los dedos.

Jan se había sentado en la cama para quitarse los zapatos.

—Oye, ¿no conservas ningún protector de los dientes? —dijo Néstor.

—No.

—¿Y una bata con tu nombre en la espalda?

—Tampoco. Tenía un albornoz.

—Tío, ¿tú eras un rudo fajador o un fino estilista?

Jan Julivert sonrió con la cabeza gacha.

—No sé lo que era, sobrino.

Néstor observó sus manos tratando el cordón del zapato: lenta y cuidadosamente, sin la menor afectación, como cuando hacía solitarios con la baraja o pasaba la hoja de un libro mientras leía, o como cuando se afeitaba cada mañana… Sin embargo, ahora, al sacarse del bolsillo el papel con el nombre y la dirección anotados, al desdoblarlo para leerlo otra vez, le pareció captar un leve temblor. Advirtiendo que el muchacho le miraba, Jan alzó la mano abierta a la altura de la cabeza y dijo:

—Vamos a ver, Max Baer. Pega con fuerza. Vamos.

Néstor se agazapó, amagó el golpe un par de veces y soltó el puño izquierdo cargando hacia delante todo el peso del cuerpo. La mano paró el golpe sin moverse apenas.

—No está mal. Te conseguiré un saco si no le dices nada a tu madre. —Se incorporó de la cama y volvió a guardarse la nota en el bolsillo—. Ni siquiera debes decirle que me has traído un recado, ¿entendido?

Néstor tardó unos segundos en reaccionar: creía entender que sí, que algo importante y enigmático había empezado, por fin, a ponerse en marcha.

—Seré una tumba, tío.

—Ahora vete a comer y no despiertes a tu madre. Yo comeré algo con ella cuando se levante, ahora no tengo hambre. Lárgate.

2

Tumbado en la cama con las manos bajo la nuca, trataba de imaginar la torre donde vivía el juez Klein Aymerich. Por el balcón entornado entraban rumores de la calle, el calor húmedo y pegajoso y el miedo. Trataba de analizar este miedo mientras rompía la obsesiva nota de Sansa en trocitos diminutos, cuando oyó ruido de platos en la cocina y pensó que Néstor había terminado de comer.

En seguida oyó sus pasos en el recibidor. El chico se había parado ante la puerta del dormitorio, pero no la abrió. Parecía que escuchara a través de la puerta. El miedo de saber, tal vez…

—Tío, ¿estás durmiendo?

—Qué quieres.

—Hay un dragón en el cuarto de mi madre, en el techo. Y no sé qué hacer.

—¿Cómo dices? ¿Un qué?

—Un dragón.

—Querrás decir una salamanquesa.

—Bueno, pues eso.

—Son inofensivas.

—Está encima mismo de su cabeza, agarrada al techo, y se puede caer y darle un susto. He probado a espantarla con la escoba, pero no se va… Y ella está dormida.

—Prueba otra vez.

—El techo es muy alto y no llego ni subido a la silla. Además, me tengo que ir… Prueba tú, por favor. No quiero despertarla. ¡Hasta luego!

—¿Ya te vas al bar?

—Todavía no. Voy a hacer un poco de muñeca con el punching. No te olvides del dragón…

Jan oyó la puerta del piso cerrándose despacio, sin apenas ruido. Todo quedó en silencio.

El miedo, tal vez, de saber que todo acabó y al mismo tiempo sentir que debería volver a empezar… Cuando se adormilaba pensó en el dragón del muchacho. Media hora después se despertó, encendió un cigarrillo, cogió una toalla del armario y se encaminó a la ducha. Antes de entrar decidió servirse una ginebra con agua en la cocina y mientras bebía allí el primer trago se acordó del dragón y decidió ir a ver.

Abrió la puerta-vidriera del dormitorio y al principio no vio nada. El gato saltó de la cama y se escabulló entre sus piernas. Descalzo, con la toalla al hombro y el vaso en la mano, avanzó un poco mirando el techo. La oscuridad fue quedando en penumbra. No vio la salamanquesa o lo que fuera ni en el techo ni en las paredes. Balbina dormía desarropada y bocarriba, un poco girada sobre la cadera izquierda, un brazo doblado por encima de la cabeza y el otro sobre los ojos, como protegiéndose de una luz o de un viento. Parecía dejarse resbalar de espaldas por el tobogán de un sueño, con el viso negro subido en un costado y medias negras hasta la mitad de los muslos. La sábana estaba arrugada a los pies del lecho. Todo parecía en orden, incluido el capricho o la dejadez de acostarse con medias, y se disponía a dar media vuelta para salir. Entonces, repentinamente, algo retuvo su atención, como si acabara de captar una tercera presencia en el cuarto; no era el maldito bicho, dondequiera que se hubiese escondido, y tampoco era la alegre disposición del vaso encapuchando el cuello de la botella de coñac en la mesilla de noche, una costumbre, que él ya conocía, del joven ciclista amigo de su cuñada; ni siquiera lo chocante que resultaba verla durmiendo con medias negras. Era otra cosa que no se dejaba ver, como la conciencia suspendida de algo que aún no había pasado…

Más tarde, después de ducharse y cambiarse de ropa, encontró a Balbina sentada a la mesa del comedor frente a una taza de café frío. Se había puesto la bata y quitado las medias, que enrollaba con aire soñoliento, entre desconcertada y divertida:

—No lo entiendo. Juraría que al acostarme me las quité… Y no recuerdo haber bebido anoche. ¿Me oíste llegar, hice mucho ruido?

—No.

—Entonces es que me estoy haciendo vieja —suspiró.

—¿Cómo puedes llevar medias con este calor?

—Sólo los domingos. Es por complacer a un cliente… —Vio a su cuñado con la americana echada sobre los hombros y mirando el reloj—. ¿Vas a salir?

—Quiero hablar con Suau.

—¿Para un trabajo? Él ya no puede ayudarte en lo suyo… ¿Has pensado en alguna otra cosa?

—No. Lo que salga.

—No será fácil, a tu edad y con trece años de cárcel.

—Lo sé.

De nuevo consultó su reloj. No parecía interesado en el tema, no en este momento. Pero Balbina insistió al recordar algo:

—¿Por qué no vas a ver a tu tía monja? Está en la clínica Santa Fe, aquí mismo… Siempre sabe de algún trabajo eventual para jubilados, de jardinero o vigilante de obras, de cobrador a domicilio… A mí me ayudó hace años. Bueno, tuve que matarme fregando pasillos y lavabos y me harté de hacer camas, pero entonces no tenía más remedio. A veces lamento no haber sabido aguantar… ¿Tienes tabaco? Siéntate y hablemos un rato, hombre.

Él le ofreció un cigarrillo y lumbre, pero no se sentó.

—Habría terminado de criada en una casa de ricos —prosiguió Balbina— y tal vez habría sido mejor, sobre todo para el chico. La Madre Teresa está muy relacionada y conoce a mujeres de médicos que a veces necesitan criadas. Ya será muy vieja, pero seguro que aún anda en eso. Ha hecho algunos favores a gente del barrio. —Su cuñado se abrochaba los puños de la camisa y no parecía oírla—. A una chica que fregaba el cine Rovira la colocó de sirvienta en casa de una señora que estuvo enferma en la clínica. Esa gente a veces busca un chófer o… yo qué sé, podrías probar. Yo no quiero acercarme por la clínica, quedé muy mal con ella.

—No sabía que aún vive. Apenas la he conocido. Y no creo que una monja recomiende a un expresidiario.

—No lo sabe. Tu madre siempre le dijo que estabas en Francia. Quería mucho a tu madre y estoy segura que hará por ti lo que pueda. Con probar no se pierde nada.

—Está bien. Ya veremos.

—Espera —dijo Balbina levantándose. Había visto un hilo que colgaba de la solapa. Lo enrolló con el dedo índice, se puso de puntillas y con los dientes cortó el hilo—. Ya está.

Él se volvió mientras encendía un cigarrillo, se acomodó la americana sobre los hombros y se encaminó hacia el pasillo.

—¿Llevas dinero? —dijo Balbina.

Él no la oyó.

3

En todo caso tenía suficiente dinero para pagarse las muchas ginebras con agua fría que consumió a lo largo de cuatro días en el bar Trola, de donde apenas se movió para ir a casa a comer. Sentado en una mesa del fondo, cerca del billar, el pitillo humeando en los labios y la espalda apoyada contra la pared, se pasaba las horas leyendo el diario y novelas baratas que Néstor le cambiaba en el quiosco-librería de la señora Carmen. No parecía interesarse por nada de lo que pasaba a su alrededor, ni siquiera en las horas de más afluencia de parroquianos, y no hablaba con nadie, y sin embargo todos sus sentidos parecían alertados.

Sobre aquellos pómulos como de piedra pulida por el agua, malignos como una infección detrás del apacible humo azul del cigarrillo, los ojos se entrecerraban absortos en la lectura, aparentemente: nunca su aspecto, ni siquiera cuando se entretenía limpiándose las uñas con un palillo o haciendo un crucigrama, era el de un hombre que ha salido de casa para matar su aburrimiento en la taberna de la esquina. Néstor nos lo había de aclarar todo algún tiempo después, y sólo entonces, en la visión retrospectiva de aquellos cuatro días de misteriosa y paciente espera, todos creímos recordar —o tal vez sólo lo imaginamos precisamente para adecuar el deseo a la realidad, como había de sucedernos en tantas cosas— un detalle significativo: cada vez que el tabernero, después de atender algún pedido por teléfono, llamaba a Néstor y le ordenaba ir a entregarlo con la carretilla, Jan Julivert suspendía imperceptiblemente la lectura y permanecía atento a la dirección del particular que había hecho el encargo. Convinimos en que podía haberse ahorrado molestias con sólo decirle a Néstor que le avisara si iba a casa de Klein. Podía, pero no lo hizo; tenía otro plan y prefirió atenerse a él. Casualmente, durante cuatro días, en el Trola no se recibió ningún encargo desde la torre de la calle del Iris.

La ocasión se presentó un viernes al caer la tarde. El viejo Polo entró en el bar y pidió una cerveza negra en el mostrador; venía de pasear al collie de la señora Grau y lo llevaba sujeto a la cadena, y le acompañaba Gonzalo Mir, que estaba emparentado con él y solía visitarlo una vez a la semana a instancias de su padre, un jefecillo de Falange que trabajaba en la Delegación del distrito. Desde que vivía solo y andaba mal de salud, el policía jubilado recibía como una asistencia gremial y hasta un callado homenaje, una admiración obsequiosa e idiota por parte de Gonzalito y sus jóvenes secuaces de la plaza Lesseps, casi todos ellos hijos o sobrinos de antiguos compañeros de Polo, funcionarios del cuerpo de policía.

Al ver a Jan Julivert sentado en la mesa del fondo, apoyó el codo en el mostrador, el vaso de cerveza en la mano, y se le quedó mirando con talante profesional, inquisitivo.

—¿Algún problema, Sicart? —dijo sin mirar al tabernero y en tono rutinario.

—Todo va bien, señor Polo.

—Mejor así.

Se llevó un palillo a los dientes y empezó a triturarlo. Jan apartó los ojos del diario que estaba leyendo y le miró durante una fracción de segundo. Ya debía saber por Néstor, aunque no le hubiese preguntado nada al respecto, que Polo estaba retirado del servicio, que durante dos años trabajó como detective en los Almacenes «El Águila» y que ahora paseaba perros de ancianas ricas… En este momento el collie tiró de la cadena y le hizo derramar a Polo un poco de cerveza. Le atizó una patada en las costillas y el animal aulló, olfateó ansiosamente un hueso de aceituna, se echó en el suelo y empezó a lamer su picha afilada y carmesí. Volvió a levantarse y a tirar de la cadena hacia la calle, y Polo volvió a patearle.

—No debería tratarle así, hombre —dijo Sicart.

—Sé cómo tratar a los animales —gruñó mirando la mesa del fondo—. Cualquier clase de animales. ¿Entendido?

—Tiene ganas de mear.

—Que se aguante. También me aguanto yo.

Medio en broma, el tabernero se apresuró a advertirle:

—Pues si el perro se mea aquí y mi mujer se entera, verá usted la que se arma.

Entonces entró Bibiloni y saludó muy ceremoniosamente con las manos unidas sobre la barriga y entornando suavemente los párpados de ternura asiática:

—Caballelos del Si-Fan

—Honolable Señol —coreamos desde el billar.

—Un calol de muelte, hostia. ¡Uff!

Hizo el avión con los brazos extendidos y recaló en el mostrador y pidió una grosella con mucho hielo. Estaba sofocado y parecía feliz con sus grandes ojos líquidos llenos de «Messerschmitt» y de «Heinkel». Al ver a Polo se cuadró ante él. El joven flecha se acercó en actitud preventiva, pero Polo le hizo señal de que lo dejara estar. Bibiloni, muy serio, hizo el saludo militar:

—Mi general, el «Messerschmitt» está tocado del ala, pero estos cabrones de alemanes son buenos pilotos. Qué hacemos.

El viejo policía ni le miró.

—Tú sí que estás tocado del ala. Por cierto… Me vas a escribir una cosita aquí.

Sacó del bolsillo un pequeño bloc de espiral y la estilográfica. Bibiloni aún no había bajado la mano y Polo tuvo que decirle, de mala gana:

—Descansa. Tú sabes escribir, ¿no?

—Sí señor.

—Pues toma. Pon lo que quieras. El perro es bonito.

—No me gusta.

—Pon otra cosa. —Sonrió burlón—. Una bomba cayó en mi casa de la calle Hospital…

—No le recuerde eso al pobre chico, no sea usted así —le reprendió Sicart.

—Qué más da. Si está lelo, no puede acordarse —dijo Polo—. Porque oye, no eran aviones alemanes los que bombardearon su casa en mayo del 38, sino italianos. Trimotores «Savoia».

—Para él es lo mismo —dijo el tabernero.

—Anda, Bibiloni, escribe lo que se te ocurra.

El loco se lo pensó. Iba a apoyarse en el mármol de una mesa, pero lo vio mojado y escogió el billar. Tenía la letra más bonita que jamás habíamos visto; pero no era por supuesto la que Polo buscaba. Entonces fue cuando éste ordenó a Néstor:

—Tú, sinvergüenza, ven aquí. El otro día me liaste con eso de que te falta un dedo. Me han dicho que eres zurdo. Así que ven.

Néstor, que había estado barriendo malamente debajo de las mesas y las sillas, se le acercó arrastrando la escoba con aire de chunga. No hizo caso de la sonrisa lechosa de Gonzalito —tenía una dentadura blanca y perfecta, el fanfa— y con el rabillo del ojo vio a su tío golpeando el extremo del cigarrillo en la uña del pulgar; había suspendido la lectura del diario y parecían entretenerle bastante esas pesquisas caligráficas del viejo Polo.

—Ahí tienes —dijo Polo ofreciéndole a Néstor el bloc y la pluma—. Despacio y buena letra. Con la izquierda.

—Le han engañado, inspector —dijo Néstor—. Con la izquierda no hago ni palotes.

—Lo vamos a ver.

Mientras Néstor escribía, Gonzalo se asomó a mirar por encima de su hombro. Néstor se volvió despacio y le dedicó una sonrisa todo dientes y además sucios.

—¿Se te ha perdido algo, chaval?

—Podría ser.

—Vale. ¿Sabes una cosa? Se está rifando una hostia y tú tienes todos los números…

—¿Sí?

—Déjale, Gonzalo —ordenó Polo—. Quita de ahí.

El joven flecha se apartó sonriendo y Néstor escribió me cago en tu padre, pero lo que salió de la pluma era ilegible, un garabato que hizo reír a Bibiloni. Polo miró un rato la hoja del bloc, luego la arrancó y la estrujó, tirándola al suelo. Entonces se fijó en nosotros y escogió al Oreneta.

—A ver, tú, acércate. ¿Cómo te llamas?

El chico avanzó como una tabla. Era delgado y oscuro y las manos largas y guarras le colgaban más abajo de las rodillas.

Oreneta. Juan Oreneta.

—Ah. Vasco.

—Golondrina… Es un mote.

—Bueno —dijo Polo confuso—. Veamos si tienes buena letra.

Tampoco era ésa la que buscaba, a juzgar por la cara que puso al verla. Fue cuando sonó el teléfono y Sicart atendió la llamada, anotando algo en una libreta. Colgó y dijo a Néstor:

—Saca dos cajas de «Estrella Dorada», una de sifones y dos botellas de jerez y lo llevas a casa del señor Klein.

—¿Ahora mismo?

—Ahora mismo.

Polo se había sentado resoplando de calor y sujetaba al perro. Gonzalo le trajo otra cerveza negra. Mientras cargaba las cajas en la carretilla, delante del bar, Néstor vio a su tío pagando las ginebras en el mostrador. Pero cuando salió de la trastienda con la última caja, Jan Julivert ya no estaba allí.

4

Le vio un minuto después, parado en la esquina de la calle Sors. Estaba atándose el cordón del zapato apoyado en la pared.

—Te acompaño. Charlaremos un rato.

—Bueno.

Fueron por Escorial en dirección Travesera. Era subida, pero Néstor empujaba la carretilla sin aparente esfuerzo. Después de un silencio, su tío dijo:

—¿Te gusta este trabajo?

—Me da lo mismo.

—Tu madre dice que has sido aprendiz de todo y de nada.

—Yo qué sé.

—Creo que deberías buscarte algo mejor que eso de ir por ahí repartiendo cajas de cerveza.

—Estuve de aprendiz en un taller de joyería y luego fui mecánico. La joyería me gustaba, es una cosa artística… Pero una laminadora me pilló el dedo. Mira.

—Pero hay otras cosas que podrías hacer.

—No es para toda la vida. —Néstor reflexionó un momento y agregó—: Me gustaría ser lo que tú eras antes… Guardaespaldas.

—Eso no es ningún oficio.

Pasaron frente a la iglesia de Las Ánimas y la calle de las Camelias y luego cruzaron Travesera de Dalt hacia Virgen de la Salud, torciendo a la derecha, en dirección al Guinardó. Jan Julivert reconoció la escenografía accidentada y humilde, pesebrista. Minutos después todo era subida y el barrio envejecía y se encastillaba, se hacía residencial y al mismo tiempo, parcialmente, ruinoso y maligno. En las calles empinadas y terrosas, el reflejo remansado del sol poniente parecía prolongar el día y el fuerte calor. No se veía a nadie ni circulaban coches. Voces de niños y de pájaros se precipitaban desde más arriba y lejos, tal vez desde las laderas del Monte Carmelo y de la Montaña Pelada.

—Hace años que no venía por aquí. ¿No queda un poco lejos del bar, para mandar traer bebidas? Habrá tiendas más cerca…

—Seguro —dijo Néstor—. Pero la criada es parienta del señor Sicart y por eso hace los pedidos al Trola… Un poco lejos sí está. Antes venía con Bibiloni o algún amigo y les hacía tirar de la carretilla.

—Te habrás hecho amigo de la criada.

—¿De Elvira? Huy, ésta, lo que sabe. Pero es una estrecha. Va a bailar al «Price»… ¿Sabes quién la colocó de raspa en casa del señor Klein? La tía monja. Antes pencaba en la cocina de la clínica y no le gustaba, quería irse otra vez al pueblo, y el señor Sicart habló con mi madre y ella le dijo que fuera a ver a la monja, que es especialista en colocar marmotas… Ya llegamos.

La calle del Iris, larga y sin aceras, a trechos pedregosa, conservaba la ondulante pereza y el trazado sinuoso de lo que en tiempos fue un sendero en la colina de un parque natural, hoy parcelado en fincas umbrosas que presidían esbeltos pinos y algún ciprés, y protegidas por altos muros de piedra gris coronados de buganvilla malva y jazmín. De su flanco occidental, sobre la ciudad, partían angostos pasajes de aceras escalonadas, sin viviendas, que descendían como toboganes forrados de hojarasca de eucalipto. Remontada la cuesta, la calle se torcía levemente a la derecha y aumentaba la algarabía de pájaros en los jardines ocultos tras la muralla.

Néstor paró la carretilla frente a una verja de hierro, justo donde la calle volvía a descender ahora en dirección a Horta, con inclinación cada vez mayor y aspecto de torrentera, hasta morir, trescientos metros más abajo —más allá de una calle transversal igualmente sin asfaltar y llena de baches, pero la única de por allí que parecía viable para automóviles—, en un descampado con algunas barracas y miserables huertas confinadas por cercas de alambre de púas.

Mientras Néstor pulsaba en el muro un timbre rojo protegido por media teja, Jan observó parte del jardín a través de los arabescos de la verja de hierro; acacias y bancos de losetas azules y blancas, y la hilera de cipreses al fondo, ocultando parcialmente la fachada gris de la torre. Se oía un rítmico peloteo en algún cercano frontón, pero ni una sola voz humana.