CAPÍTULO II
1
En una pequeña habitación con ventana sobre la calle de la Cadena, en el Distrito Quinto, Balbina se desnudaba frente a un hombre que no la dejó terminar. El desconocido avanzó hasta ella, sujetó sus caderas con manos distraídas y miró en silencio su boca pintada y su barbilla un poco grasienta, sin ansia ninguna ni especial curiosidad, como si el deseo que le trajo aquí se hubiese esfumado de pronto. Ella dijo:
—¿Qué pasa, chato? ¿No te gusto?
Descalza, Balbina no llegaba a sus hombros. Aún no se había quitado la falda. Terminó de desbotonarse la blusa, cogió las pesadas manos de él, las llevó a sus nalgas y luego se colgó de su cuello buscando el beso. Sobándola distraídamente, el hombre paseó la turbia mirada por el cuarto.
Balbina estaba mosqueada. Diez minutos antes, en el bar de la esquina a San Rafael, mientras jugaba a los dados detrás del mostrador, el desconocido se había acercado a preguntarle precio y dónde en voz baja y con la mano a un lado de la cara como si temiera ser reconocido por alguien, pero al mismo tiempo seguro de sí mismo y hasta achulado en su trato con ella, nada atabalado por el guirigay de conversaciones y disputas en torno. No era desde luego un habitual de «Los Julepes», no tenía la lengua suelta ni la gangosa grosería de los clientes de la noche del sábado. Un hombre de mediana edad, larguirucho, de cautelosos ojos negros y de una trivial, esponjosa elegancia: americana sport a cuadros y muy holgada, con un solo botón a la altura del ombligo, corbata gris perla tornasolada y pantalón beige de raya perfecta y ancho dobladillo. Había llegado al bar en compañía de un joven silencioso y fornido, rubio, con pelo de cepillo, cuyo delicado mentón, serenamente asentado sobre un robusto cuello de nadador o levantador de pesas, había atraído las primeras miradas de Balbina. Pero fue el mayor quien la solicitó, con una sonrisa atrafagada en la que había más encías que dientes, más ganas de chunga —receló ella desde el primer momento— que de cama.
—Ciento cincuenta y la habitación —dijo Balbina mirando al joven rubio—. ¿Cómo te llamas, cariño?
—Julio.
—¿Te atreves con los dos? —dijo el otro.
—Me podría empachar, rey mío.
—Qué dices, una leona como tú…
—No es mi estilo. Uno después del otro. Se pasa mucho mejor.
El tipo cambió una mirada con el rubio y dijo:
—Espérame aquí. —Preguntó a Balbina—: ¿Está lejos?
—Sólo hay que cruzar la calle. Tercer piso.
Ya había cogido el bolso y una llave colgada debajo del mostrador. Se llevó al cliente y el rubio se quedó recostado de espaldas a la barra, mirando la calle. Cuando subían por la estrecha escalera, en la penumbra, él la magreó con una mano sonsa que más parecía obedecer al deseo de tranquilizarla que al de explorar su trasero.
Ahora, de pie todavía y medio desnuda, Balbina metía el muslo entre las piernas de él pensando en que le había tocado un picha floja y maldijo su suerte. Abrió la cremallera de la falda, se apartó un poco y la dejó resbalar hasta los pies. Con la blusa estampada de pájaros abierta y echada hacia atrás, mostrando el pequeño sostén negro de rejilla, le miró sonriendo y esperó por si él quería quitarle lo demás. Volvió a remover el muslo en la entrepierna y deslizó la mano allí.
—¿Siempre tarda tanto en ponerse dura?
—Necesito tiempo, mujer.
—Anda, anímate…
Observó que el tipo tenía levemente alzado el extremo del párpado izquierdo, como por efecto de un pellizco invisible.
De pronto él fue hasta la puerta, comprobó que el cerrojo estaba echado y paró el oído.
—¿Qué te preocupa, guapo?
—Que nos oigan.
—Vaya. ¿Crees que vas a hacerme chillar de gusto?
Tuvo un presentimiento y localizó su bolso con los ojos. Se acercó a la ventana y miró abajo; en la acera de enfrente, recostado en la puerta vidriera del bar y con una cerveza en la mano, el rubio musculoso miraba hacia ella.
—¿Quieres que te la lave? —dijo mirando al cliente con recelo.
—No hace falta. —Sonrió mientras se aflojaba el nudo de la corbata. Dio unos pasos por el cuarto mirando a su alrededor. Llevaba zapatos marrones de gruesa suela de espuma y caminaba silencioso como un gato. Además de la cama y la mesilla de noche, había un lavabo en el rincón, un bidet, un armario negro y una silla—. No es el Ritz, pero al menos parece tranquilo. ¿Hay más habitaciones?
—Cuatro.
—¿Quién se ocupa del negocio?
—Una parienta del dueño del bar… Si quieres beber algo te lo suben. Creo que una copa te animaría.
—Luego. —Captó el recelo en los ojos de Balbina y agregó—: Quiero pedirte un favor…
—No me compliques la vida, corazón. Si quieres echar un polvo, venga. —Aún fue capaz de chasquear alegremente con el dedo el elástico de la braguita, pero estaba asustada—. No hagamos esperar a tu amigo. Desnúdate.
Se dirigió al bidet.
—No te laves —dijo él—. Sólo deseo charlar un rato.
—Olvídame, ¿quieres? —Recuperó el bolso, empezó a abrocharse la blusa y sus pies tantearon los zapatos—. Si lo que buscas es algo especial, hay otras por ahí…
Él apartó los zapatos con el pie, dejándolos fuera de su alcance.
—No tienes nada que temer. Quiero platicar contigo, eso es todo.
—Yo no vivo de eso.
—Te conviene hacerme caso. —Puso las manos en sus hombros y la sentó al borde de la cama—. Vas a quedarte quietecita y vas a contestar a unas preguntas. Si te portas bien acabaremos en seguida. No voy a pedirte nada que no puedas darme. Y te pagaré lo convenido.
—Si no me dejas salir gritaré.
—No te lo aconsejo, Balbina.
Había una velada amenaza en su voz. Alcanzó la silla, se sentó frente a ella y cruzó las piernas en una correctísima postura, como si estuviera de visita. En este momento, sin poder apartar los ojos de él, Balbina ya le estaba buscando en algún repliegue de no sabía qué conversación, rumor o advertencia que de todos modos no relacionaba con el trabajo, con los clientes «raros» o la plantilla de chulos que operaban en el barrio. Y, de pronto, creyó oír de nuevo la voz monocorde de su cuñado: un tipo alto, de mediana edad, moreno, de cara larga y con un hoyuelo en medio de la barbilla… Tuvo que dar un rodeo en la memoria antes de llegar a la evidencia, y entonces dio un respingo y quiso levantarse. Pero él ya había leído en sus ojos y con la mano izquierda atenazó su muñeca sin hacerla daño, sonriendo. Metió la otra mano en el bolsillo interior de la americana y la mantuvo allí un rato.
—No me das miedo —dijo Balbina—. Suéltame o empiezo a gritar.
—Te voy a enseñar algo.
Su mano apareció con una navaja cerrada y se la mostró como un vendedor orgulloso de su mercancía. Era nueva, con el mango de nácar blanco como la nieve. No la abrió.
—Esto no hace ruido y deja un recuerdo para toda la vida. ¿Has comprendido, puta?
La piel de sus mejillas interminables se había estirado aún más y palpitaban las aletas de su nariz.
—Sí.
—Así me gusta. ¿Sabes quién soy?
Movió la silla y se sentó de lado, colgando la mano armada en el respaldo.
—Te llamas Raúl Reverté. Los amigos te llaman el Mandalay.
—Muy bien.
—Guárdate eso, cabrón. Qué quieres.
Él devolvió la navaja al bolsillo y la mano reapareció con una pitillera dorada, que ofreció abierta. Balbina meneó la cabeza. Seguía sentada al borde de la cama con las rodillas muy juntas. El Mandalay cogió un cigarrillo y tiró la pitillera sobre la cama. Se inclinó hacia Balbina y depositó suavemente en su rodilla una mano velluda, congelada en una mezcla de caricia y de crispada amenaza.
—Vamos a hacer las cosas como es debido. Pide algo de beber. Para mí un Tío Pepe.
Balbina se levantó y abrió la puerta, llamó a una tal señora Lucía y le pasó el encargo. Pidió un coñac doble para ella.
El Mandalay encendió el cigarrillo y comentó, en el tono de querer matar la espera:
—He sabido que tu cuñado ya salió de la cárcel.
—Sí.
—Me alegro. Estará buscando trabajo.
—No creo que piense vivir de lo que yo gano…
—Ven a sentarte. ¿No quieres fumar?
—Quiero irme cuanto antes.
—Tranquila, mujer. ¿Sabes si ha conectado con el grupo?
—No sé a qué te refieres.
—Hablo de Falcón y los suyos.
—No les conozco.
Él reflexionó, mirando el cigarrillo entre los dedos.
—Tal vez prepara algo por su cuenta. —Envolvió las desnudas piernas de Balbina en una mirada irónica—: ¿Y Jan te permite hacer chapas? Nunca lo habría dicho. Oye, si pulieras un poco tu estilo podrías sacarte más pelas. En mi negocio.
—¿Qué clase de negocio?
—Mejor que eso. Un club nocturno, una boite.
—Pues ya me puedes esperar sentado.
Llamaron a la puerta con los nudillos, Balbina fue a abrir y le pasaron una bandeja.
—Se paga ahora —dijo.
El Mandalay dio un billete de cien y rechazó la vuelta.
—Vamos a lo que importa —dijo cuando ella se sentó dejando la bandeja sobre la cama—. Tú y yo no tuvimos ocasión de tratarnos y lo que voy a decirte te sorprenderá: me debes mucho dinero, Balbina.
—¿Ah sí?
—Me explicaré. —Alcanzó la copa de jerez, bebió un sorbo y se recostó en la silla—. Hace años ayudé a tu cuñado en un asunto que dio bastante dinero. Se llevó unas cien mil, más o menos. Seguro que te acuerdas, porque esa misma noche le trincaron en su casa y tú ya vivías allí… La bofia nunca recuperó el dinero. Y yo tampoco.
—No sé de qué me hablas.
—Claro que sí, guapa.
—No me toques.
Con navaja o sin ella, aquellas manos le daban miedo. El Mandalay tenía las manos alertadas y los ojos sin parpadeo del perseguido, un tipo de hombre que ella había conocido muy bien. Peligroso no porque albergara ninguna idea peligrosa en la cabeza, sino porque su cabeza sólo era capaz de albergar una idea, cualquiera que fuese.
Balbina bebió un poco de coñac y optó por coger un cigarrillo de la pitillera.
—Cuando me trincaron a mí, una semana después —dijo él mientras le daba lumbre—, tuve que contar la verdad: que Jan se había quedado con todo el dinero y que no lo había vuelto a ver desde que salimos a tiros de la «Eucort»; que habíamos convenido que él se largaría a la frontera con su hermano Luis aquella misma noche… La policía se rió en mis narices: Jan se había quedado y ya estaba detenido, y las cien mil se habían esfumado. Les juré por mi madre que no sabía nada, y era verdad. Nunca llegué a ver un duro, y tampoco Lambán, que ni siquiera apareció con el coche cuando más le necesitábamos… Total, que Jan nos engañó a los tres, porque también incluyo a Luis, tu marido.
Balbina emitió un gruñido. El humo azul fluía sin fuerza del bermellón de sus labios entreabiertos y manejaba el cigarrillo con un exceso de energía.
—Nunca fue mi marido.
—Bueno, lo que fuera. —El Mandalay trasegó otro sorbo de vino y prosiguió—: Mi confesión a la policía, que me sacaron a hostias, como puedes figurarte, coincidía con la declaración que había hecho Jan una semana antes. Él juró que el dinero se lo llevó Luis a Francia. La policía constató que efectivamente tu hombre había estado en Barcelona por esas fechas y dio el dinero por perdido. Yo ingresé en la Modelo pero ya no pude ver a Jan, ya lo habían trasladado. No me soltaron hasta el 51, los cabrones. Pero antes, en mayo del 49, me encontré en la cárcel a un antiguo conocido que me contó algo interesante… ¿Te acuerdas de Palau, aquel carota del gabán reversible que sabía hacer un estupendo arroz a la cazuela y escalivadas de payés, y que andaba en el grupo de Juan Sendra…?
—Pierdes el tiempo. ¡Eran todos unos fanáticos egoístas que sólo pensaban en lo suyo y los mandé hace años a la mierda y los olvidé! —mintió Balbina: aún podía verles, extrañamente estáticos en el recuerdo, ellos que nunca paraban en ningún sitio, un caluroso domingo bajo la parra vibrante de luz en el patio de paredes rosadas, la planta baja donde Margarita vivía realquilada con derecho a cocina, al Taylor con su terrible perfil de hielo roído por la viruela y su negro pelo engomado, a su Luis admirándole furtivamente desde un extremo de la mesa, fascinado, a punto ya de alistarse a la causa de su hermano; a Luis Lage disponiendo sobre la mesa los platos de mejillones con mahonesa, a Palau en camiseta haciendo un oloroso sofrito, partiendo almendras en el mármol de la cocina con la culata de su «Parabellum»…
Se conocían de la época que tu cuñado boxeaba, le recordaba ahora el Mandalay, y durante la guerra fueron íntimos, un par de matones y juerguistas que avasallaban a todo el mundo con sus placas de policías. Luego, en el 46, harían algunos trabajitos juntos, por la libre, Palau era de los que también se pasaba por el culo las consignas de la Central…
—Está bien —se impacientaba Balbina—. Y qué más.
—Pues Palau me contó que Jan, el mismo día de aquel jaleo en la fábrica «Eucort» al anochecer, se presentó herido en su casa y con el dinero.
Encendió otro cigarrillo, descruzó las piernas y examinó la raya del pantalón antes de volver a cruzarlas. Ella entornó los ojos y se abrochó la blusa del todo.
—Puedes vestirte, si quieres —dijo el Mandalay.
—Acaba de una vez.
Balbina se inclinó y alcanzó la falda. Al ponérsela le estorbaba el cigarrillo y él se lo sostuvo mientras proseguía su relato por orden y minuciosamente, más expectante que ella, como si la recomposición de aquellos hechos pudiera todavía reservarle alguna sorpresa, un detalle o un significado que antes podía habérsele escapado… De modo que llevaba el dinero —la mitad del cual era mío, precisó, no lo olvides, guapa— en una cartera negra, y se ocultó en casa de Palau y le dijo que estaba citado con Luis para largarse los dos a Andorra inmediatamente; que había decidido acatar las órdenes, que se iba para siempre, que ya estaba harto de luchar por nada… Palau le hizo una cura de urgencia y vio que tenía una bala en el hombro. Propuso llamar a un médico de confianza y Jan se negó, pero después empezó a sentirse débil, así que le pidió que lo acompañara a la cita con su hermano, que le esperaba con un coche en un almacén abandonado detrás del parque del Guinardó. —Devolvió el cigarrillo a Balbina, sin mirarla, ella lo tiró al suelo y el Mandalay lo pisó con el zapato—. Palau consiguió un coche y le prestó una gabardina, llovía a cántaros esa noche, la cita era en un callejón solitario y mal alumbrado, Jan le hizo parar detrás de un coche, un Buick negro con la carrocería abollada. Antes de apearse, Jan le rogó a su amigo que esperara hasta verle irse en el coche de su hermano; algo podría salir mal, le dijo, todo me está saliendo mal últimamente… Palau quiso bajar un momento y saludar a Luis, pero él le dijo que no: estaba cada vez más débil y nervioso y lo único que le mantenía en pie era aquella obsesión por irse. Caminó bajo la lluvia apretando la cartera bajo el sobaco, subió al coche y Palau se quedó en el suyo esperando… más de media hora. Empezó a notar algo raro cuando vio bajarse el cristal del lado del conductor y una mano enguantada arrojaba una gasa o un amasijo de algodón. Poco después, la misma mano tiró a la calzada algo que produjo un ruido de cristales… Seguía lloviendo y con aquella oscuridad Palau apenas podía distinguirlos, pero habían encendido la radio del coche, con el volumen muy alto, lo cual era una imprudencia y una veleidad impropia de Luis.
—La persona que iba en aquel coche no era tu marido —concluyó el Mandalay, calibrando el efecto de sus palabras en ella—. ¿Me sigues, prenda?
Balbina hizo un mohín de incredulidad.
—Qué remedio. —Encendió otro cigarrillo, pensativa—. Pero vaya cuento. Palau estaría borracho…
—No lo estaba. Dijo que lo que vio era apenas una sombra, pero que desde luego no era Luis, le conocía bien. Y que aquella mano enguantada y aquel brazo no podían ser suyos. De todos modos a mí eso no me interesaba y no le di demasiada importancia, en aquel momento; yo sólo quería saber qué había pasado con mi dinero. Cuando salí de la Modelo pude confirmar algunas cosas y empecé a atar cabos. En efecto, no era tu hombre quien esperaba a Jan en aquel coche. Seguramente era una fulana…
—Vaya. —Balbina le miró burlonamente, pero con una chispa de interés—. ¿Quieres decir que Luis envió a una de sus amiguitas a recogerle? Puede ser. Tenía bastantes, y todas chaladas por él, dicen.
El Mandalay meneó la cabeza.
—A ninguna amiguita le habría encomendado este trabajo. Y en todo caso se habría llevado a Jan en seguida, o al menos él le habría entregado la cartera. Y no hicieron ninguna de las dos cosas… Te diré lo que pasó. Jan citó a Luis en otro lugar y le dio esquinazo. Tu cuñado tenía su propio plan para fugarse y la fulana del Buick formaba parte de ese plan.
—Eso es imposible —se rió Balbina—. ¡Pues sí que le conoces bien! Jamás hubo ninguna mujer en la vida de mi cuñado.
—Te equivocas. Me consta que por esa época tuvo un lío —reflexionó un rato y añadió—: Lo llevaba muy en secreto. Recuerdo que una tarde entró en una joyería de la calle Salmerón a recoger un encargo; casi no me dejó verlo, parecía un pasador del pelo o algo así. Bromeé un poco acerca de si se había echado novia, si se había encoñado… Se puso nervioso y dijo que en realidad aquello era un pasador de corbata que había pertenecido a su padre y que lo había mandado recomponer para regalárselo a su madre como horquilla para el pelo, quería darle una sorpresa. Pero Jan nunca supo mentir hablando de mujeres, no había más que mirarle a la cara: tenía una amiga, en efecto, y estaba casada, por lo que no deseaba hablar de ella. Yo nunca supe quién era, la cosa debió durar poco y de hecho no creo que se vieran más de tres o cuatro veces, pero a Jan le dio fuerte y se notaba. Y todo eso ocurrió precisamente poco antes de nuestro último trabajo en la «Eucort», cuando él ya estaba desengañado y harto de jugarse el pellejo, mucho más que yo. Hablaba ya de cambiar de vida, de irse lejos y empezar de nuevo… Pero volvamos a lo que me sopló Palau. Dijo que, finalmente, Jan se apeó del Buick, que arrancó de mala manera y sin apenas darle tiempo a cerrar la puerta, y que se quedó allí de pie un rato, bajo la lluvia, con la cartera en la mano. Volvió lentamente al coche del carota y pidió que le llevara a casa de su madre. No abrió la boca en todo el rato y estaba al borde del agotamiento. No quiso aclararle nada a Palau, ni sobre el paradero de Luis ni respecto al dinero, y el carota, al dejarle delante de su casa, no se pudo contener más y le echó la bronca: te estás metiendo en una ratonera, te van a trincar. Dice que él ni siquiera le oyó. Se metió en el portal y Palau no lo volvió a ver. Pero le vio un vecino y le denunció. Eso ya lo sabes, y todo lo demás…
El Mandalay hizo una pausa. Cogió la pitillera y empezó a examinarla de un lado y de otro con el único fin de darle tiempo a Balbina.
—Y bien —dijo ella—. Adónde quieres ir a parar.
—A esto: si tu cuñado no vio a Luis aquella noche, y todo parece indicar que no, que no siguió el plan previsto, se quedó con un dinero que era tan suyo como mío. Y si fue así, tú tienes que saberlo.
Balbina sonrió. Parecía muy tranquila. Le quitó la pitillera dorada de las manos y aplastó en ella la colilla antes de tirarla al suelo. Él no dijo nada.
—¿Por qué supones que yo lo sé?
—Has vivido con su madre hasta que murió. Estabas en su casa cuando fueron a detenerle…
—Al igual que tú —empezó ella con una voz distinta, con una repentina sinceridad que al Mandalay no le pasó por alto—, mi suegra y yo siempre creímos que Jan acudió a la cita con su hermano. Por qué no se fueron juntos, eso nunca nos lo dijo. En cuanto a esa cartera, no sé nada de nada.
El Mandalay se había levantado. Apuró su jerez y se acercó a la ventana a mirar abajo. Se volvió y dijo con la voz dura:
—No tengo mucho tiempo. Te lo diré de otro modo para que me entiendas. Creo que su plan era fugarse con aquella mujer y con las cien mil, mientras Luis le esperaba en alguna parte. Pero en el último momento, por miedo o por lo que fuera, la fulana se echó atrás. Entonces, a ese tonto se le vino todo abajo y decidió volver a su casa y allí se dejó trincar. —Hizo un gesto vago con la mano mientras se sentaba otra vez, añadiendo—: En todo caso, cualquiera que fuese la causa por la que no llegó a irse, a mí no me interesa una mierda. La cuestión es: ¿encontró él esa noche, antes de ser detenido, alguna forma de hacer llegar el dinero a Luis, o el dinero quedó en su casa? En mi opinión ocurrió esto último…
—A mí que me registren —dijo Balbina, y con una sonrisa turbia añadió—: Estás tú bien. Suponiendo que tuvieras razón, ¿qué pretendes? ¿Recuperar tu parte, después de tantos años?
—No me creas tan idiota. Tú y tu suegra os gastaríais hasta la última peseta, y espero que os aprovechara. Yo habría hecho lo mismo.
—Entonces, ¿qué buscas?
—La verdad.
—¿Para qué?
—Esto es asunto mío.
—¿Por qué no vas y se lo preguntas a mi cuñado?
—Lo haré cuando me convenga. De momento te lo pregunto a ti.
—Pues yo no sé nada, chato.
—Yo creo que sí.
Balbina vio cómo se crispaba el rostro del Mandalay, cómo tensaba los músculos de la mandíbula. Se inclinó hacia ella y acarició su rodilla.
—Vas a obligarme a hacer lo que no quiero.
—Nunca he visto más de dos billetes verdes juntos… Mira, cielo, dejemos eso. Te propongo algo más entretenido.
Quiso levantarse, pero él volvió a sujetar su muñeca, ahora con fuerza, y la mantuvo sentada. Al mismo tiempo, el dorso de su mano la golpeó en la oreja y en el cuello, casi en la nuca.
Balbina apretó los labios y entornó los párpados.
—No me asustas, mamón. Conozco a los chulos como tú…
El segundo revés le giró la cara, y se habría caído a un lado de no tener él asida su muñeca. El Mandalay chasqueó la lengua con cara de pena y dijo:
—No seas burra. ¿O te gusta cobrar?
—Está bien… La cartera estuvo escondida en casa unos días, hasta que vino uno de parte de Luis.
—¿Quién era?
—No lo sé, no le conocía…
—¿Cómo era? —Hizo una pausa—. Me estás mintiendo.
Balbina tragó saliva. El Mandalay se demoró todavía unos segundos, mirándola a los ojos. Luego, abierto de piernas, sentado, lanzó la mano amorfa, yerta, y la cara y el cuerpo de ella se fueron hacia atrás y a un lado, y otra vez él impidió que se cayera sobre la cama sujetando su muñeca. Finalmente la soltó dejándola encogerse al borde del lecho. Balbina habló con la voz ahogada por la rabia:
—Cuando fue a casa para ocultarse, yo aún estaba en la comisaría, así que no le vi… Había un hombre pintando el piso, un vecino amigo nuestro. Jan le apreciaba, le tenía confianza. Le dio la cartera para que fuera a esconderla a su casa y le ordenó que volviera en seguida y siguiera pintando… También le dijo que no entregara la cartera a mi suegra o a mí hasta pasados seis meses. El hombre obedeció. Un día me hizo pasar a su taller, me lo contó todo y me dio la cartera. La abrimos allí mismo y había el dinero, aunque no tanto como dices, y una pistola. La pistola yo no la quería ni ver. —Le vino un asco a la boca—. Ni verla… Y se la dejé al pintor y le dije que la tirara a una cloaca…
—¿Y el dinero?
Balbina liberó un exceso de sollozos y de risa. Se sentó en la cama y alcanzó el bolso, que abrió en su regazo.
—Qué pregunta. Nos lo gastamos en pipas.
—Me refiero a si tu suegra tuvo algún reparo en aceptar un dinero robado. Podría ser…
—Nunca lo supo, que era robado, idiota.
El Mandalay se ajustó la corbata, recuperó la pitillera y el encendedor, recogió los zapatos de Balbina y los dejó a su lado en la cama. Sacó tres billetes de cien de la cartera y los depositó en el bolso abierto de Balbina.
—¿Está bien así?
Fue hasta la puerta y abrió. Antes de salir se volvió a mirarla.
—De lo hablado aquí, ni una palabra a Jan. —Meditó un momento y añadió—: No queremos que le pase nada a tu hijo.
Balbina le clavó una mirada venenosa.
—¿Qué has dicho, malparido?
—Julio le conoce, sabe dónde trabaja… Pero tú eres lista; ¿por qué ibas a querer mezclar al chico en todo eso?
—Vete al coño de tu madre.
—Volveremos a vernos y te traeré un regalo. Por las molestias. Adiós.
2
Se fue directamente a casa en taxi y antes de acostarse entró en el cuarto de Néstor, comprobó que dormía, recogió del suelo su ropa sucia, la llevó al lavadero y luego entró en el baño y se miró en el espejo: la cara abotagada, los pómulos encendidos. No había señales visibles de mayor consideración, pero el escozor repercutía en sus nervios. Eran más de las tres. Se llevó al dormitorio la botella de coñac y un vaso. No se había desnudado del todo cuando, sin saber muy bien por qué, apagó la luz y terminó de desnudarse a oscuras. Se tumbó bocarriba en la cama y cerró los ojos.
A unos tres metros por encima de su cara, en la perpendicular afilada e insomne del entrecejo, la salamanquesa agarrada al techo había despegado sigilosamente las dos patitas delanteras y la mitad del cuerpo y su colgante cabeza triangular se balanceaba en el aire.