CAPITULO VIII

- ¿Por qué no me dijiste que había estado aquí el «Coyote»?

Cass Taylor se paseaba, rabiosamente, por el cuarto de Ellen.

- ¿Por qué no me avisaste?

- Creí que no te interesaría… ¡Cómo nunca has creído en el «Coyote»! Siempre te has burlado de él, diciendo que era. un fantoche… Temí que te enfadaras conmigo…

- Ellen tiene razón -dijo Lionel, puliéndose la estrella de comisario-. Te habrías burlado de ella. Nosotros no creíamos en el «Coyote». Pero ahora tenemos que creer. Te ha quitado el contrato y a nosotros nos quitó cien mil dólares.

- Y a mí una cruz de brillantes -dijo Ellen.

Taylor no prestó atención a estas palabras de Ellen, que siguió:

- Dijo que se la devolvería a su dueña.

Esto asustó a Cass.

- ¿Cómo? ¿Qué cruz era? ¿La pequeña?

- No. La otra. La grande. La que me dijiste que no luciese mucho.

- ¡Dios mío! Pero… -Agarró a Ellen del brazo.

- ¿Cómo no me lo dijiste? No te das cuenta de que me has metido en un lío que puede ser terrible.

- No te preocupes. Ya lo arreglaremos, Cass -Lionel se mostraba tranquilo-. Al fin y al cabo yo intervendría en el asunto y echaría tierra encima.

- ¿Es que te has olvidado ya de lo que iba unido a aquella cruz? -preguntó Cass, mordiendo las palabras-. Pareces tonto, Lionel. Si saben de dónde procede juntarán cabos, harán una cuerda y tú y yo nos columpiaremos de ella. Y en medio estarás tú, Ellen.

- Yo no he hecho nada. Tú me regalaste la cruz. Eso es lo que diré.

- Calma -pidió Lionel, que empezaba a perderla- Procuremos ver las cosas tal como son, sin exagerar los peligros. No es que me parezcan pocos…

- Si tuviéramos sentido común, Lionel, reuniríamos lo poco que nos queda y saldríamos de aquí.

- Por mí podemos hacerlo -replicó el comisario-. Es muy poco lo que tengo. Ni tierras, ni campos, ni caballos. Todo cabe en un maletín.

- Lo mío no. No es fácil marcharse. Es mejor dar la cara. Pelear hasta el fin. No creo que ese enmascarado haya entregado la cruz a los Duarte. Lo más probable es que se la haya quedado, lo mismo que el dinero. Su generosidad tiene que ser completamente falsa. No puedo creer en ella, como si fuese legítima. En su lugar yo me quedaría con todo. El hará lo mismo; pero se puede ir a Los López. También puedes ir tú, Lionel. Dices que Ellen ha presentado una denuncia por robo de una cruz de brillantes y que te has enterado de que ellos tienen una. Por como hablen, o reaccionen, comprenderás si la tienen o no. Si la tienen debes recobrarla.

- ¿Y tú? -preguntó Lionel, desafiador-. Siempre me encargas de los trabajos peligrosos. Tú procuras quedarte con los cómodos y con los beneficios.

- Si no fuera por mí, aún estarías cuidando pavos en Nueva Inglaterra -replicó, irritado, Cass-. Te hice venir con un empleo y te he proporcionado para cada día más dinero del que habías visto antes en toda tu vida.

- Deja a un lado el capítulo de reproches, Cass. Me llamaste porque necesitabas unas manos que se ensuciaran mientras las tuyas parecían conservarse limpias. Si nos empezamos a echar en cara culpas, acabaremos pegándonos; pero sin adelantar ni un paso. El día en que te hiciste con el collar, Cass, mataron a doña Elena Carrillo y al teniente Grey, que aspiraba a la mano de la viuda.

- Los mataste tú -dijo Cass.

- Cumpliendo órdenes tuyas. Porque iban a chillar. Porque me habían reconocido. Y porque la viuda Carrillo llevaba la cruz de brillantes que le había prestado la hija de Duarte. Si hubiera sabido que la cruz era de otra persona la habría robado igual; pero hubiésemos desmontado los brillantes. Creyendo que la Carrillo nunca diría que se la habían quitado, tú regalaste la cruz a quien te pareció. Y Ana Isabel me dijo un día que la cruz que brillaba en el cuello de Ellen se parecía mucho a la que ella había prestado a Elena Carrillo. Así supimos quiénes eran los dueños de la cruz. Ellen no volvió a lucirla. Yo dije que habían examinado la cruz y que había comprobado que todos los brillantes eran falsos. Una joya destinada únicamente a brillar.

- Si dice que la cruz estaba en mi poder, yo diré que no es cierto -dijo Ellen-. No me podrán acusar de nada.

- La Justicia no me preocupa tanto como el «Coyote» -dijo Cass-. Desde que sé que es de carne y hueso me doy cuenta de su fuerza. Si trata de imponer la justicia ya sabe lo suficiente para actuar contra nosotros. Pero si sólo es un ladrón… Eso sería lo mejor.

Cass Taylor quedó pensativo

- Ese hombre me crea un problema -dijo al fin-. Sus reacciones son nuevas para mí. No creía en ellas y aún no creo del todo. Pero… Si fuese verdad… Se me ocurre… Ante todo, Lionel, debes ir a recuperar la cruz de brillantes.

- ¡Si fuera tan fácil recuperar los cien mil dólares…! -dijo Lionel-: Iré hacia allí; pero ya puedes ir enviando fuera de aquí a esa mujer -y señalaba a Ellen.

- No tengo que recibir órdenes tuyas, Lionel -dijo Cass-. Ellen se quedará.

- Las mujeres complican la vida de los hombres. Pero es tu vida. Allá tú con ella.

Cass empujó a su hermano fuera de la taberna y luego volvió con Ellen.

- No me dices toda la verdad, muchacha -dijo-. Sé que me ocultas algo porque tienes miedo. Eres muy tonta. Yo te lo perdono todo. Hasta que me mientas. Pero no pongas demasiado entusiasmo en tus relaciones con Luciano Quíntela. Ahí viene. Tengo que hablar con él.

Luciano llegaba dispuesto a recibir su parte del premio.

- Tendrás que aguantar unos días -dijo Cass-. Las cosas salieron mal. Alguien robó el dinero a mis hombres y luego me robó a mí la escritura de venta. Legalmente seguís siendo dueños del Toscal; pero yo no me conformo. El dinero que he perdido no era mío. Me lo prestaron para la farsa. Tengo que devolverlo y no tardarán en exigírmelo.

Costó un rato convencer a Quíntela de que no le tendían una encerrona. Al fin aceptó la explicación.

- Por lo menos, déme mis pagarés y mis recibos firmados -pidió.

- Si a todos nos toca perder, no has de ser tú el único que saque beneficios.

- Diré a mi madre que tenemos que irnos del rancho.

- ¿Para qué quiero yo el rancho, si lo que importa ahora son los cien mil dólares? Además, por muy tonta que sea tu madre, no es probable que se avenga a firmar otro contrato regalando el rancho.

- Yo le pediré que lo haga…

- No. No es necesario ¿Cuánto dinero debéis a…? No importa -Cass cortó la conversación-. Hasta luego.

Salió en busca de Lon Baker.

El tendero revisó sus libros.

- Doña Martita me debe más de lo que yo suponía -dijo, rascándose la cabeza-. Soy muy descuidado. Herramientas, víveres y muchas cosas más. Total cinco mil cuatrocientos dólares y un pico que no tiene mucha importancia.

Lon Baker poseía el único almacén de San Gorgonio y todo el mundo abusaba de su buena disposición para acumular cuentas con vistas a unas cosechas o unas ventas de lana que rara vez, ni cuando eran mejores, alcanzaban a cubrir las ilusiones puestas en ellas.

- Ya sabe, Baker, que la señora Quíntela y yo tenemos negocios comunes. Yo le voy a comprar su rancho y ella me ha pedido que le liquide todas sus deudas. Escriba que ha recibido esos cinco mil dólares y que me traspasa a mí la deuda de doña Martita.

- Bien. Ahora lo hago. Me alegro de que las cosas se le arreglen a la señora Quíntela.

Cuando Cass Taylor tuvo el recibo, lo entregó en el Juzgado, ordenando al juez que decretase el embargo de las vacas, bueyes, caballos y ovejas que los Quíntela tenían en los pastos de verano. El motivo era la deuda de doña Martita a Baker y los recibos y pagarés firmados por Luciano. Aquellos animales se venderían en pública subasta dentro de una semana.