CAPITULO V
- Debe de haber sido una broma -dijo Taylor-; pero si mi caballo no aparece y encuentro al bromista, le regalaré una corbata de cáñamo. Procura averiguar algo, Lionel.
Su hermano, comisario federal de San Gorgónio, se echó a reír.
- No te preocupes. Pronto le echaremos el guante y te lo columpiaremos. Todo el mundo conoce tu caballo, y si por casualidad lo ha robado, el animal le llevará directamente a la horca. A los cuatreros se les castiga con la muerte.
- Ve a ver si das con el caballo. No quiero perderlo. Es el mejor de toda California.
Volviéndose luego hacia Luciano le pasó la mano por la espalda y lo llevó hacia una mesa a la cual se sentaba una mujer, que sonrió a los dos hombres, mientras miraba, con leve ansiedad, al más joven.
- Aquí tienes a tu adorador, Ellen -dijo Taylor-. Parece como si no estuviera convencido de nuestra palabra. ¿Tú le quieres?
- El ya lo sabe -respondió Ellen, con ronca y pastosa voz, mientras sus pestañas acariciaban la mirada que dirigía a Luciano.
- ¿No te he entregado todos los pagarés que firmó Luciano?
- Sí. Los tengo yo.
- ¿Quieres más generosidad por mi parte? -preguntó Cass Taylor a Luciano Quintela-. Pago con buena moneda, contante y sonante, metálica y segura, tu rancho. Además me olvido de que has perdido doce mil dólares al póker y de que has firmado cuentas por tres mil dólares más, por bebidas y tabaco. Soy un buen amigo.
- Yo también he cumplido con mi promesa. -replicó Luciano-. Mi madre no quería vender. Yo la convencí.
- No me quejo -Taylor se echó a reír-. Soy rico y puedo pagarme algunos caprichos. El de poseer grandes extensiones de tierra es uno de ellos. Mañana subiré con el dinero al rancho. Y por lo del ganado no te preocupes. No me interesa. Yo pondré el ganado y las reses que más me convengan. Odio las ovejas. Apestan, ensucian el aire y el suelo y me repugnan por su estupidez. Me recuerdan a los pavos. En Nueva Inglaterra, mis padres tenían una granja. Estaba llena de pavos, tontos, vanidosos, estúpidos, que se asustaban por cualquier simpleza. Llegué a odiarlos tanto que al amanecer el día de su venta anual me sentía feliz. Pero nunca los vendieron todos. Siempre quedaban algunos y luego nacían más, tan estúpidos como sus padres. Bueno, tengo algo que hacer. Os dejo. Hasta luego.
Ellen se levantó. Vestía un traje de noche, muy escotado. Dirigía el juego en la sala; pero aquella noche había poca gente y…
- Voy a cambiar de ropa. Te llamaré cuando lo haya hecho, Luciano. Quiero hablar contigo.
Se fue a su amplio camerino, adornado con cortinas de rojo terciopelo, sillones y diván de peluche también rojo, rinconeras y mesitas de caoba, una recargada cama de la misma madera, y alfombras gruesas que contribuían a hacer sofocante el ambiente. Ellen abrió una de las ventanas, corriendo luego la cortina.
Cuando empezaba a desabrocharse el traje tuvo la sensación de no estar sola. Miró a su alrededor y, como desapareció en seguida aquella sensación, ilógica y sin fundamento, ya que sólo ella tenía la llave de su camerino, cambió el lujoso traje por una bata de seda japonesa.
Después de guardar el traje en uno de los armarios roperos, volvió a tener la sensación de no hallarse sola. Abriendo la puerta llamó a Luciano.
Cuando el joven entró en el camerino, Ellen había guardado ya la acariciadora sonrisa de un rato antes. Estaba seria.
- ¿Por qué vendiste? -preguntó sin dar a Luciano tiempo para abrazarla, como deseaba hacer.
- ¿Podía hacer otra cosa? -preguntó el joven.
- Me prometiste escudarte en que tu madre no quería hacerlo.
Quíntela bajó la cabeza.
- Es que… mi situación es muy apurada…
- Sé cuál es tu situación. Y si imaginas que ahora será menos apurada, no conoces a Taylor, a su hermano ni a ti mismo. ¿Por qué eres tan chiquillo?
- ¡Soy un hombre, Ellen! -gritó Luciano-. ¡Si no lo fuese no te querría como te quiero!
- También querías a Anabel Duarte. Y porque Taylor te la prohibió dejaste de quererla. Se la destina a su hermano. Y en cuanto a mí, ya sabes que me reserva para él. Algún día, cuando tenga tiempo, se casará conmigo. Mientras tanto me utiliza como cebo. Si tú fueras un hombre, como yo quisiera que fueses, matarías a Taylor. A él y a su hermano.
- ¡Eso no, Ellen! Me ahorcarían. No se puede matar a un yanqui. Ni siquiera cuando uno tiene razón Mucho menos cuando…
Ellen cogió las manos de Luciano:
- Escúchame -pidió-. Tienes que hacer algo. Ves a Taylor como un gigante, como si fuera un superhombre. Es de carne y hueso. Como cualquier otro. Si disparas contra él caerá como caería otro cualquiera. Yo te he dicho la verdad. La conoces. Sabes que puedes presentar pruebas contra él, incluso después de haberle matado. Di que lo reconociste…
- Antes de que pudiera decir nada me echarían la cuerda al cuello, Ellen. Me lincharían. ¡Es horrible!
Lo he visto hacer con otros. Me llevarían fuera del pueblo, al pie del roble viejo. Pasarían la cuerda por aquella rama pelada por tantas otras cuerdas y luego me enterrarían en aquel terrible cementerio. Donde cada tumba corresponde a un hombre ahorcado en el roble…
Estaba pálido y el sudor le corría en gruesas y cegajosas gotas por las sienes, haciendo brillar sus negros cabellos.
Ellen se levantó.
- Te desprecio -dijo-. Y me desprecio a mí misma por no ser capaz de odiarte. Este cariño que te profeso me humilla porque no logra elevarte. Quisiera que fueras más fuerte que yo. Que me sacases de aquí, de este ambiente y de esta vida. No por lo que es ahora, sino por lo que yo veo en su futuro. No vendas. No creas en las promesas de Cass. No te dará ni un centavo. Ya te dije lo que ocurriría. Tú no lo crees. Prefieres soñar en los imposibles de que te habla él. Prefieres creer que todo va a ser cierto. Que él dará los cien mil dólares. Que yo quemaré delante de ti tus pagarés, tus recibos. Mira…
Abrió un cajón del gran tocador de caoba y sacó un sobre atado con un cordel.
- Mira -dijo.
Abrió el sobre y mostró unos papeles escritos con tinta negra.
- Parecen aquellos recibos y aquellos pagarés, ¿No es así? Míralos. Hasta tu firma parece legítima. -Se echó a reír-. ¡Falso!. Todo falso. Esto es lo que yo quemaré delante de ti, para que te confíes y creas que todo quedó saldado. De momento nadie te reclamará nada. Vivirás tranquilo, creyendo que no tienes deudas; pero si un día llegas a tener dinero o a ocupar una posición, entonces Cass sacará estos documentos y te los presentará. Y te amenazará con el escándalo. Y pagarás por ellos mucho más de lo que valen.
Luciano retrocedió. No se atrevía a examinar con más detalle aquellos papeles. Miró a Ellen como si él fuera un niño y ella, toda una mujer, le hubiera quitado su juguete preferido y lo hubiese hecho pedazos. Tartamudeó un par de veces y, por fin, salió del camerino.