CAPITULO PRIMERO
Surgieron de pronto coronando una alta cumbre de rojizas laderas salpicadas de verdes matorrales y durante unos segundos permanecieron envueltos en el rojizo polvo levantado por los cascos de los caballos; luego, a una señal del que debía de ser el jefe, se desbordaron ladera abajo, en abanico, como las aguas de una represa demasiado llena. Unos jinetes se dirigían a cortar el camino del coche que avanzaba por la carretera. Otros iban a impedir que pudiese dar media vuelta y escapar a la emboscada.
No disparaban al aire, como otros en el mismo caso. Reservaban sus balas. Dispararían si se veían obligados a hacerlo. Y entonces no se limitarían a producir ruido. Tirarían a matar.
El jefe de los asaltantes era un buen estratega y cubrió tan eficazmente a la diligencia que su conductor, un mejicano de poblados, fieros y negros bigotes, dijo a su compañero, que sostenía un rifle de acortado cañón
- No los enfades, Curro. Sólo nos perjudicaríamos nosotros.
Tiró de las riendas, detuvo los seis caballos e inclinándose hasta poner su cabeza al nivel de una de las ventanillas, dijo al único viajero que iba en el carruaje:
- Lo siento tantísimo, don César. Se terminó el viaje. Unos señores lo disponen.
El viajero, vestido a la moda californiana de 1854, o sea, aun, la misma de diez años antes, sonrió al invertido rostro que tenía ante él y comentó:
- Tus cejas parecen tu bigote y el bigote parece tus cejas. Gracias.
El coche, detenido en medio de la carretera que iba de Los Angeles a San Diego, parecía una fortaleza rendida al ataque de sus enemigos. Algún caballo, nervioso, agitaba la cascabelina collera; pero el ruido predominante era el redoble de los cascos de los caballos asaltantes, que ahora, ya en el llano, avanzaban dejando atrás amarillentos penachos de polvo.
Don César contempló el espectáculo y no intentó usar arma alguna. Sentía una extraña apatía, muy propia de don César de Echagüe; pero inconcebible en el «Coyote».
Los asaltantes llegaron como una tromba, rodeando el coche y envolviéndolo en densa polvareda. Frente a las ventanillas pasaron, raudas y vagas, unas cuantas figuras de jinetes armados blandiendo revólveres Colt y carabinas de gran calibre, de cañón acortado para mayor facilidad en su uso yendo a caballo.
- Baje con las manos bien a la vista -ordenó una voz en mal español.
Al mismo tiempo, por la ventanilla opuesta aparecieron los cañones de dos rifles y, tras ellos, los barbudos rostros de sus propietarios, que sonreían como divertidos.
El viajero obedeció la bien apoyada orden, saltó al suelo y mantuvo las manos sobre su cabeza, luego dirigió una circular mirada a los que habían detenido el carruaje. Eran cuatro a caballo, dos a pie y, por lo menos, los otros dos que apuntaban dentro del coche.
El polvo se había ido posando en el suelo y los rostros de los asaltantes se distinguían claramente. Uno de ellos lucía un viejo kepis militar. Era, probablemente, un veterano de la guerra de Méjico, o un desertor. Dos vestían a la moda rnejicano-californiana: chaquetas cortas, calzoneras abotonadas parcialmente, para dejar libre el juego de las rodillas, y descubriendo la dudosa blancura de la ropa interior Estos eran los que habían desmontado. Quedaban otros dos a caballo, cubiertos con sombreros de redondas y bajas copas y alas que habían sido rígidas y, ahora, por las lluvias y el sol, se estaban abarquillando. Todos iban sucios y necesitaban desde hacía varias semanas un buen afeitado y un corte de cabellos. Lo único en ellos que acusaba pulimiento y cuidado eran sus armas.
- ¿Quién es usted, paisano? -preguntó uno de los mejicanos que habían desmontado-. Parece usted un hombre de dinero.
- No llevo encima todo el que tengo -respondió don César.
- Pero llevará bastante para alegrarnos, ¿no?
- Desgraciadamente, sí -suspiró el hacendado.
- ¿Cómo no lleva escolta?-preguntó en mal español uno de los norteamericanos que permanecían montados.
- Leí en algún periódico que los Estados Unidos mantenían la Ley y el orden en California, cosa que nunca se había visto en tiempos anteriores, y… lo creí. Cometí un error. -Se encogió de hombros-. De los escarmentados nacen los avisados. En otra ocasión procuraré viajar escoltado, como hacíamos antes.
- Lo dice como si creyera que pensamos dejarle vivo.
- No creo que ganen ustedes nada matándome. Pero si lo hacen me ahorrarán la preocupación de organizar la escolta de mi próximo viaje.
- Parece usted valiente, caballero -dijo el que demostraba ser el jefe de la partida-. Me gustan los hombres valientes. ¿Cómo se llama?
- César de Echagüe. De Los Angeles.
- ¡Oh! He oído hablar de usted. Su familia es muy rica. Pagarían un buen rescate.
- Lo siento, señor; pero mi familia no está en condiciones de pagar nada. Mi hijo es un niño de meses y… no tengo más familia.
- Su esposa…
- Murió. La hacienda que ella poseía la hereda mi hijo. Y hasta que sea mayor de edad no podrá disponer de su dinero.
- Bien. Tiene usted respuesta para todo, don César. Nos tendremos que conformar con todo lo que usted posee en estos momentos. Lleva buen equipaje y buena ropa. Tendremos que arrancar esos botones de oro de sus calzoneras. Espero que no lo considerará una ofensa personal. Si usted se quiere entretener mientras nosotros desvalijamos su equipaje, puede arrancar o cortar usted mismo los botones.
- En mi equipaje llevo un vestido más sencillo -observó don César-. Puedo cambiarlo por este. Las calzoneras, sin botones, me darían un feo aspecto de espantapájaros.
- ¿Dónde está ese traje? -preguntó el jefe.
- En uno de los baúles. Lo reservaba para viajar desde San Diego. Ya lo encontrarán.
El numeroso equipaje fue sacado al centro de la carretera y su contenido provocó alegres o burlones comentarios en los bandidos. En el tercer baúl aparecieron los trajes. Los había de distintas clases. Todos muy buenos. El más sencillo era el que don César había pedido.
Uno de los dos mejicanos que estaban haciendo el registro, lo examinó rápidamente, buscando en los bolsillos, luego lo tiró a las manos de don César.
- Ya se lo puede poner, paisano -dijo.
Don César había desabrochado ya los botones de las calzoneras y sustituyó éstas por unos pantalones bastante ceñidos, de tela a cuadritos, y se puso luego una levita oscura. Cambió de ropa a la vista de los bandidos y sonrió cuando ellos rieron.
El botín era abundante. Diez mil dólares en monedas de oro, bastantes joyas y el contenido de los baúles. Los bandidos ordenaron meter en el coche todo lo que no se llevaban y luego hicieron bajar al conductor y al guarda.
- Poneos a un lado, muchachos -ordenó el jefe.
Los dos hombres obedecieron. El jefe de los bandidos adoptó una expresión de profunda condolencia:
- Lo siento de veras -dijo-. No lo haría si no supiera que me conocéis. Tampoco lo haría si creyese que ibais a ser capaces de mantener cerradas vuestras bocas; pero como sé que ni podéis olvidarme ni os será posible callar, tengo que silenciaros. ¿Estais dispuestos?
Don César no dijo nada. No intentó interceder por los dos hombres. No podía salvar sus vidas.
- Óigame, patrón, ¿le importaría recitarme el padrenuestro? -preguntó el conductor, dirigiéndose a don César-. Le tengo bastante olvidado.
- Bien… De veras que me gustaría poder hacer algo más por vosotros. ¿No hay otra solución, señor?
- Lo siento, don César. Sólo los muertos saben ser discretos. Me juego el cuello y me interesa ganar la partida. Recite esa oración.
- Empiece, por favor -pidió el conductor de los caballos-. Está cayendo un sol muy pesado.
Don César miró al jefe. Le interesaba recordar eternamente aquel rostro, aunque se daba cuenta de que, una vez afeitada la densa barba, el aspecto cambiaría mucho. El bandido movió la cabeza.
- No se preocupe. No me recordará. Y aunque me recordase no sabría dónde buscarme. Ellos sí que lo saben. Si creyera que usted podría hacerme algún daño, don César, también le enviaría una bala. Rece.
Don César empezó a recitar el padrenuestro, un poco extrañado del olvido del cochero, hombre que, sin llegar a comerse los santos, era de los que nunca faltaban a misa. Cuando hubo terminado, el otro le pidió:
- Ahora sólo le ruego, patrón, que cuide de mi sobrinito, de Panchito Sastre. Yo le hacía las veces de padre y quedará muy desamparado.
- Descuida.
- Que tenga buen viaje, patrón -dijo el cochero.
- Gracias… Lo mismo digo. Ya me cuidaré de tu sobrino. Puedes irte tranquilo.
- Gracias, patrón. Muchas gracias.
El cochero llegó junto al guarda, que esperaba, con aburrida expresión, y le preguntó:
- ¿Estás a punto, Curro?
- Sí, hombre. Ya me duelen los pies de tanto esperarte. Ni que fueses el primero en largarte de esta tierra. Te preocupas demasiado de la familia. Ya sabes aquello del muerto al hoyo y el vivo al bollo…
Los dos disparos resonaron como trallazos, cuyos ecos huyeron rebotando de cumbre en cumbre, disolviéndose en roncos chasquidos. El jefe de los bandidos, que había quedado un momento envuelto en humo, sopló dentro del cañón de su Colt y sacando un frasco de cilindro, metió dos balas ligeramente envueltas en trocitos de trapo y luego, con el atascador unido al arma, apretó bien las balas. Por último insertó dos fulminantes en el cilindro, los aseguró con cera y enfundó el arma. Ni por un momento se había preocupado de los dos hombres contra quienes había disparado. Estaba seguro de su buena puntería.
- ¿Lo vio, don César? -preguntó, acercándose al hacendado-. No somos nada. Una onza de plomo impulsada por un poco de pólvora, y nos vamos de este mundo sin tiempo de decir ni adiós. Me perdonará por lo que voy a hacer; pero necesito tiempo y usted podría complicarme la vida.
Habían reunido las ropas y lo que contenían los baúles y vertiendo sobre todo ello el aceite de los faroles del carruaje, le prendieron fuego, después de soltar a los caballos, que se llevaron con ellos, tras de aguardar a que el coche estuviese bien incendiado.
Riendo y aullando como coyotes, los bandidos escaparon carretera adelante, sin molestarse en escalar de nuevo la loma desde la cual se habían descolgado sobre la diligencia. Don César quedó cerca del incendiado coche, dentro del cual se consumía todo su equipo, del que sólo conservaba lo que llevaba puesto y algo que se ocultaba en el forro del traje. Pero aquel algo no podía servirle de nada en aquellos instantes.
Sabía que debajo del asiento del conductor, Curro, guardaba un rifle y un revólver, y pólvora y balas. Subió de un salto al pescante, adonde ya llegaban ramalazos de fuego, y levantó el asiento.
Un silbido de asombro se escapó de sus labios. No había allí rifle ni revólver. Sólo un saco de lona atado con una correa. En la «panza» de la bolsa se leía en negras mayúsculas: BANK OF CALIFORNIA.
Cogió la bolsa y saltó a la carretera, apartándose del incendiado vehículo. Abrió el saquito. Contenía monedas de oro de veinte dólares y a simple vista don César calculó que sumaban diez mil dólares.
Aquel dinero le creaba un conflicto. No podía dejarlo en la carretera, ni era cómodo cargar con él. Sólo quedaba una solución.
Sacó cien monedas de oro, que guardó en los bolsillos, y saliendo de la carretera contó veinticinco pasos hasta unas piedras, escondiendo debajo de ellas el resto del dinero, enviado, sin duda, por el Banco desde Los Angeles a San Diego, aprovechando secretamente el viaje de aquel carruaje particular por creerlo más seguro que la diligencia.
Volviendo luego a la carretera echó a andar por ella sin prisa, indiferente, tarareando una antigua y popular canción.