CAPITULO II
- Buenos días.
Doña Martita se volvió, sonriente. Había identificado el acento.
- Buenos días… se… señor.
Había estado recortando unos geranios y al volverse esperaba encontrar a un caballero, no a un vagabundo de hirsuta barba y con el traje cubierto de polvo. El tono de voz y la corrección de las palabras la habían engañado.
- Pasaba por la carretera y subí a contemplar la hacienda. Hace años, cuando yo era muy niño, pasé por aquí.
- ¿De veras? -Doña Martita sonrió, añorante-: Entonces debía de ser todo muy distinto.
- Creo que lo era. He visto que tiene usted vecinos. Las tierras que ellos ocupan eran tierras del Toscal.
- Sí; pero faltaban algunos papeles que se pidieron a España. Y cuando ya llegaban, alguien asaltó la diligencia, robó el dinero y quemó el coche. Se perdieron los documentos. No se pudo demostrar que las donaciones eran legales y los extranjeros se llevaron los mejores pedazos del Toscal. ¿Puedo preguntarle quién es usted? No recuerdo bien su rostro; pero noto en él algo familiar. Es californiano, ¿verdad?
- Sí, señora. Desde los tiempos de mi abuelo, todos los demás nacimos aquí. Me llamo José Martínez.
Doña Martita sonrió.
- Un nombre y un apellido muy conocidos, señor; pero, siendo usted y yo de aquí, ¿no le parece que podría tener más confianza? No tiene usted aspecto de hombre humilde. Supongo que ha tropezado con los yanquis y ahora tiene que huir.
- ¿Quién sabe? -sonrió don César-. Pero si, por una de esas cosas, usted fuese interrogada, ¿no cree que le resultaría más fácil poder jurar ante un Cristo o sobre una Biblia, que sólo había visto a José Martínez?
Doña Martita movió afirmativamente la cabeza.
- Es verdad -admitió-. No había pensado en ello. Gracias. ¿Puede descansar unas horas o lleva demasiada prisa?
- Creo que puedo descansar esas horas. No me siguen muy de cerca.
Miró a su alrededor. La casa era encantadora. Arcos de ladrillo, ventanas enrejadas, grandes macetas rebosando verdor. Y al perfume de las flores se unía el denso olor del ganado en Tos- corrales. Doña Mar-tita, cutis fresco, ojos azules, cabello castaño, con prematuras hebras de plata. Doña Martita Quíntela, como todos la llamaban, dándole el apellido del marido, gobernaba con la mejor mano posible el Toscal, que había sido enorme hacienda, reducida ahora a la mitad de lo que antes fue. No era fácil conducir aquella codiciada nave por unos mares plagados de piratas. Doña Martita contaba con las simpatías de todos los débiles del sudeste de la Baja California; pero las simpatías y los apoyos morales contaban muy poco en aquellos tiempos de 1855, en que la ley del más fuerte imperaba en toda California y, sobre todo, en aquellos lugares confiados a la autoridad de los comisarios federales o del Ejército, por su proximidad a la frontera mejicana.
- Siéntese en la galería -invitó la dueña de la casa-. Le haré traer algo. ¿Prefiere refresco o licor?
- Refresco y… algo sólido, si no le ha de ocasionar un trastorno.
Doña Martita llamó:
- ¡Ana Guadalupe! ¡Ana Guadalupe!
Al cabo de un rato llegó, sofocada, una linda muchacha que pugnaba por arreglarse unos rizos que se habían escapado de debajo del pañuelo que le cubría la cabeza. Tenía unos diecisiete años y sus ojos y dientes brillaban como piedras preciosas.
- No estés con los esquiladores -ordenó la dueña-. Les haces perder el tiempo y tú no ganas nada, Anita. Pasado mañana se irán hacia el Norte a decirles a otras como tú lo que te están diciendo a ti. Tráele unos tamales al señor. Y limonada fresca. Trae también una botella de tinto de San Fernando. De las viejas. Date prisa. Para mí un poco de limonada.
Ana Guadalupe, que se había sofocado a la mención de los hombres que hacían la esquila, se marchó a buscar lo pedido. La dueña del rancho se volvió hacia el invitado:
- Esas jóvenes crean un verdadero problema. Quisiera no preocuparme por ellas. Pero no puedo. Esta vez hacen la esquila unos mestizos de San Luis Obispo. Antiguos alumnos de los padres franciscanos. De lo poco medianamente bueno que corre por estas tierras desde la secularización, primero, y desde la invasión, luego. Siempre han sido peligrosos esos esquiladores; pero ahora lo son mucho más. Las costumbres se han relajado mucho. El año pasado hubo un incidente amoroso entre una de las muchachas y uno de los que hicieron la esquila.
- Esas cosas siempre han ocurrido, doña Martita -dijo don César-. Casi ya se contaba con ello para las bodas. Unas veces la muchacha se iba con su marido y otras veces la hacienda adquiría un peón nuevo que luego servía para dirigir la esquila.
- Sí. Entonces todo se arreglaba; pero ahora los yanquis lo han venido a estropear. Ponen ideas modernistas en las pobres cabezas de los mozos. Les dicen que no tienen necesidad de casarse. Que la Ley no les obliga. Norberto hizo caso de esas malas palabras y no se quería casar, Fray Jacinto, de Capistrano… ¿Le conoce usted, señor Martínez?
Don César asintió con la cabeza.
- Sí. ¿Quién no le conoce? -replicó.
- Fray Jacinto cogió por su cuenta a Norberto y le convenció para que volviese. Había sido maestro suyo en San Luis Obispo. Norberto le tenía mucho respeto y vino a cumplir con Carmelita. Por aquí todos se habían enterado de lo ocurrido; pero también sabían que fray Jacinto lo había arreglado. Sin embargo, cuando llegó a San Gorgonio, unos yanquis lo cogieron y diciendo que iban a hacer un escarmiento con los indios que faltaban a las mujeres blancas lo ahorcaron de un árbol, frente a la capilla del padre Romeu. Después de hacer eso, todos dijeron que Norberto había sido ahorcado por orden de nosotros. Nos impusieron una multa de cinco mil pesos para la familia del muerto. Como Norberto no tenía familia, todo se lo quedó Taylor. Soplan muy malos vientos sobre California, señor. Cualquier excusa es buena para atropellarnos. Si dos yanquis se matan a tiros, en seguida dicen que la pelea fue provocada por un californiano, y le matan a él o le quitan su dinero.
- Algo sé de eso -admitió don César.
- Lo creo -dijo doña Martita-. Dicen que nos quieren civilizar, y yo no sé qué clase de civilización es la que tratan de enseñarnos. O quieren transformar en fieras a nuestros hombres, o tratan de convertirlos en cadáveres y enterrarlos. Al manso lo matan a latigazos, porque es manso. Y al fiero lo acosan y acribillan a tiros, porque es fiero. Yo he pedido a Dios que hiciera venir por aquí al «Coyote». A él sí que le temen. Pero no viene Supongo que tiene mucho trabajo en otros sitios. Dicen que por Sacramento y por San Francisco de los Dolores ha actuado mucho.
- Actuó; pero ya no. Ha muerto.
- Eso dijeron hace mucho tiempo, e incluso lo publicaron los diarios. Dijeron que lo habían matado en el Rancho Acevedo, de Los Angeles, pero luego resurgió y volvió a imponer su justicia de la única manera que estos hombres la entienden. A tiros. Es lamentable que al cabo de tantos siglos de progreso, señor Martínez, los hombres aún tengan que resolver sus problemas a balazos o a cuchilladas.
- La vida es como un baile, señora -dijo don César-. El progreso da un paso adelante y en seguida otro atrás. En realidad ni adelanta ni retrocede. Siempre está en el mismo sitio. La quijada del asno, el hacha de sílex o el revólver de seis tiros… Todo es lo mismo. Todo sirve para lo mismo. El hombre sabe que no puede convencer a sus semejantes. Si discute con ellos le replican hasta que, harto de tanta réplica, dispara y mata. El muerto calla, y el otro piensa que ya no tiene argumentos que oponerle. Ahí viene Ana Guadalupe.
La joven dejó sobre una mesa los refrescos y los tamales y tortillas, sirviendo a don César una copa de rojo vino de San Fernando. Doña Martita notó cómo el forastero lo paladeaba moviendo aprobadóramente la cabeza. En todos sus movimientos se advertía distinción.
- Un buen vino, señora -dijo don César, después de beberlo-. Cosecha del ochocientos veintidós. Una cosecha única. Las anteriores pecaron por poca energía. Las posteriores tuvieron demasiada. El vino de San Fernando se ha convertido en vino para arrieros. Antes sólo servía para las señoritas. El de mil ochocientos veintidós fue un vino aristocrático.
- Creí haber adquirido toda la cosecha -dijo doña Martita.
- No digo lo contrario; pero regaló usted muchas botellas. Yo probé en distintos lugares varias muestras de este vino.
Calló un momento, contemplando su vacía copa, y luego siguió:
- Cuando me desvié de la carretera para meterme por los montes y luego bajar a San Gorgonio, ignoraba qué fuerza me impulsaba o cual me atraía. Ahora comprendo que era su vino de San Fernando, doña Martita.
- ¿No serían el comisario o los soldados quienes le empujaban hacia aquí
- No. Le aseguro que no eran ellos. Mi intención era pasar a Méjico. Pero la tierra tira de nosotros. La tierra en que hemos nacido. California. La más hermosa de todas. Reina de las flores. Paraíso de bellezas sin fin. Eldorado para quienes sólo aman el dinero. A punto de salir de mi amada California, deseé recorrer un poco más de suelo y de sus cumbres, de sus valles y de sus caminos. Por eso vine hacia aquí.
- ¿Arriesgando su vida?
- Puede que me diera miedo cruzar la frontera. Está muy vigilada por aquí y también lo está por el otro lado. Dicen que Santana no puede ya resistir a la oposición y que o se marcha o habrá nuevas revoluciones. De momento procura evitar el paso de armas para los revolucionarios a través de la frontera.
- Es usted muy raro, señor… Martínez. Habla como un cobarde; pero sus ojos no son tímidos.
- Mis ojos miran a una mujer que aún es muy atractiva y que tiene fama de ser muy buena.
Mis ojos son valientes, ahora. Pero hace rato que veo llegar un hombre a caballo. Un hombre que lleva un destello de sol en la cintura, a la derecha. Un destello sobre un revólver. Creo que viene a verla. Si estorbo…
- No. Es Taylor. La fuerza de San Gorgonio y sus alrededores. La fuerza bruta y cruel. Ante él todos tenemos que humillarnos. Eso o… ser arrollados.
- ¿Quién es ese hombre tan temido?
- Era sargento cuando la ocupación. Se quedó aquí, asociándose con unos cuantos compinches, y entre todos se han ido apoderando de todas las tierras. Me han quitado mis mejores pastos. Ahora tengo que alquilar prados altos para tener en ellos, durante el verano, al ganado. Aquí se me moriría de hambre. Ya he enviado las reses y caballos. Mañana o pasado enviaré allí las ovejas. Por fortuna, este año la lana se pagará bien.
- ¿Quién es su capataz?
- Luciano. Mi propio hijo. Ya tiene veinte años.
- Edad suficiente para atender las obligaciones de un rancho. ¿No será mejor que yo vaya a ver la esquila mientras usted atiende a Taylor?
Doña Martita le miró, sobresaltada.
- No, no. Quédese. Lo prefiero.
Aquello era lo que decían sus labios. Pero al mismo tiempo sus ojos rogaban:
- No se marche. Por favor, quédese. Tengo miedo.
Don César fingió que no leía el mensaje de los ojos; pero, en cambio, entendió el de los labios.
- Bien; pero no sé si estorbaré.
- No, no. Poco tenemos que decirnos. Debe de ser una visita de… de cortesía.
Y casi en un susurro terminó:
- Sí es que en él puede haber cortesía…