Capítulo IV:
Encuentro bajo el árbol sin sombra

Una como nube de amarilla niebla avanzaba a ras de tierra por el desierto, elevándose lentamente y disolviéndose a quince o veinte metros del duro suelo sembrado de grisáceos manchones de resecas matas que ya parecían haber nacido muertas.

Seis hombres cabalgaban a ambos lados y detrás de la nube, y precediéndoles iba, cabeceando como un navío en mar difícil, una galera de fuertes ruedas y blanco toldo. La nave destinada a cruzar aquel mar de piedra era la residencia del cocinero, y detrás iban atados unos siete u ocho caballos.

A cada traqueteo, de la galera desprendíase el polvo acumulado en ella durante los largos días de viaje a través de Tejas, Nuevo Méjico y Arizona.

Desde su puesto de conductor de la manada, Ralph Bolton abarcó el ganado. No podía dársele el nombre de brillante ni de que su estado fuese bueno. Los animales, todos viejos, salvajes, huesudos, eran un exponente de la baja calidad que habían alcanzado en aquellos años de descuido. Gran parte los había reunido Bolton mediante su esfuerzo. Los demás los cazó con la ayuda de los hombres que le acompañaban, a excepción de unos quinientos que compró a bajo precio. En total la manada había sido, en un principio, de unos cinco mil seiscientos animales; pero durante el viaje habíase ido reduciendo y en aquellos momentos no pasaba de cuatro mil ochocientos. Suponiendo que sólo llegaran cuatro mil, aún ganaría lo suficiente para considerar aquello como un buenísimo negocio.

Mientras cabalgaba lentamente, siguiendo el cansino paso de los animales, Ralph Bolton iba reflexionando sobre los posibles proyectos del juez Esley. ¿Para qué podía necesitar aquellos animales? Y sobre todo, ¿para qué podía necesitarlos en California? Al fin, se encogió de hombros y dejó para otro momento la solución de aquel problema. Al fin y al cabo, no era cuenta suya lo que pensara hacer Esley.

El joven clavó la mirada en los ya próximos picachos de San Jacinto, cubiertos de eternas nieves que prometían un violento contraste con el desierto que había sido el último obstáculo importante en el penoso camino. El Valle de Coachella quedaba atrás. Palm Springs, donde el ganado se repuso de las penalidades sufridas, también quedaba atrás, y por el paso de San Gorgonio penetrarían en las ya mejores tierras, donde si algún animal se perdía sería más por la acción del hombre que por la dificultad del terreno. Luego vendría el ascenso hacia Los Ángeles y la entrega de las reses a los hombres que enviaría Esley.

Aquella noche, al fin, dejando a la izquierda el Pico de San Jacinto y viendo a lo lejos, a la derecha, el Pico de San Gorgonio, se acampó en un territorio surcado por infinitos arroyos, de tierra húmeda, herbosa, cubierta de flores de suave caricia, tan distintas de las que vieron crecer en los cactos y mezquites del desierto, cuya hermosura quedaba anulada por las espinas que las rodeaban.

Cinco días después llegaban a Pomona, meta fijada por Esley para la terminación del viaje. Reuniendo a sus hombres, Bolton anunció:

—Tendréis que aguardar aquí unos días en tanto que yo voy a entrevistarme con el comprador. Ordenad bien el ganado y contadlo lo más exactamente posible.

Dos días después de separarse de su gente, Bolton entraba en San Alfonso del Río Cristales. Nunca había sido aficionado a beber demasiado alcohol, pero tampoco rechazaba una copa cuando la ocasión lo exigía. Y pocas ocasiones más indicadas que aquella que representaba la culminación de un penosísimo viaje a través de los peores desiertos del Sur y del Norte de América. Dejando su caballo atado ante la taberna que ostentaba el marítimo nombre de «La Sirena», Bolton entró en el local y pidió, ante todo, un gran vaso de agua.

—Para empujar abajo el barro —explicó al tabernero.

Luego llenó un par de vasitos de whisky y los vació lentamente.

—¿Viene de muy lejos? —preguntó el tabernero.

—De bastante lejos —replicó Bolton.

—Los pantalones son tejanos —sonrió el propietario del local, señalando los característicos pantalones a rayas grises y negras, y las más características botas, con la estrella en la parte superior delantera.

—Seguro —admitió Bolton—; pero no tengo interés en explicarle adonde voy ni de dónde vengo.

—Veo que viene de lejos; pero en California somos bastante curiosos. Mucho más que en Tejas. Tal vez porque aquí es menos peligrosa la curiosidad.

Bolton se echó a reír y tiró un dólar de plata sobre el mostrador, guardó el cambio y abandonó lentamente el local, seguido por la curiosidad del tabernero y de algunos de los pocos clientes que se encontraban aquella mañana allí.

Al salir de la taberna Ralph Bolton iba tan distraído que estuvo a punto de tropezar con una mujer que pasaba frente al establecimiento. Al contenerse dio un paso en falso y casi cayó al suelo. Durante un par de segundos osciló como una pila de platos demasiado alta y al fin, para no caer, tuvo que apoyar una mano en el hombro de la mujer que estaba ante él.

—¡Borracho! —dijo, despectivamente, Dolores Ortiz, apartando la cabeza de la bocanada de vapores alcohólicos que la asaltó. Luego, con un brusco movimiento, apartó la mano de Bolton.

Éste, recobrada ya la estabilidad, miró asombrado a la joven. Era la primera mujer que encontraba merecedora de este nombre desde su salida de Tejas. Era la única cara bonita que había hallado en todas las interminables semanas transcurridas desde que abandonó San Juan, y ciertamente, no podía enorgullecerse de cómo le había acogido su propietaria.

Por su parte, Dolores vio ante ella a un hombre de camisa destrozada y sucia de sudor y polvo, de sombrero deforme, de pantalones mal remendados, de botas sin lustre, de chaleco desgarrado y cuya única nota de limpieza y cuidado eran los dos revólveres que pendían de su cinturón canana. Un descolorido pañuelo aparecía anudado en torno a su cuello y las tres cuartas partes de su rostro desaparecían tras una enmarañada barba de mes y medio. Si a esto se añadía el hálito de licor que emanaba del para ella desconocido, no es de extrañar su reacción.

Antes de que Bolton pudiera decir nada, Dolores dio media vuelta y reanudó su marcha. A pesar de vestir un sencillísimo traje de percal y de cubrirse la cabeza con una papalina de la misma tela, estaba tan bonita que el tejano la siguió con admirativa mirada. Sólo cuando estuvo a casi medio centenar de metros de él y la vio entrar en un importante almacén general se dio cuenta Ralph de que no había pronunciado ni una palabra y de que había dejado escapar a aquella linda mujercita con la impresión de que había estado frente a un vulgar borracho.

Una alegre sonrisa abrióse paso a través del abundante vello de su rostro y al mismo tiempo llegó a una decisión.

—Si he asustado a esa niña, también asustaría a cualquiera —murmuró Bolton—. Será cosa de cambiar un poco de aspecto.

Hundiendo la mano en el bolsillo donde guardaba el dinero sacó una cartera atada con un cordón de cuero y contó los billetes que aún le quedaban.

—Hay bastante —dijo.

Recorrió en un momento con la mirada la calle principal de San Alfonso y no tardó en descubrir lo que le interesaba: una sastrería y una barbería adjuntas a una casa de baños.

Cruzando la calle entró en la primera y, tras una ligera discusión con el mejicano propietario de la sastrería, eligió unos pantalones nuevos, unas botas también nuevas, ropa interior, camisa, sombrero y un chaleco de cuero, así como un nuevo pañuelo para el cuello y otros dos para el bolsillo.

—Empaquételo todo —encargó—. Antes de vestirme quiero bañarme.

Cargado con el paquete que contenía la ropa nueva y llevando en la mano el blanco Stetson que acababa de adquirir, Bolton salió a la calle y entró en el establecimiento de baños. No era, desde luego, un local digno de competir con las famosas termas romanas, y la bañera era simplemente medio gran barril, cuya otra mitad debía de servir para el mismo fin en otra parte del establecimiento. Pero lo importante era el agua caliente y el jabón, y como de ambas cosas había abundancia, Bolton se sintió al cabo de una hora un hombre enteramente nuevo y feliz, aunque no pudo dejar de sentir cierta vergüenza al contemplar el agua que quedaba en la bañera y cuyo tinte era una acusación casi palpable.

Vestido con el traje nuevo, y dejando las prendas viejas como regalo al chino que le había ayudado a quitarse tanta mugre, Bolton pasó a la barbería, donde se despojó de la enmarañada barba, de gran parte de su cabellera, y de la cual salió fresco y perfumado, completamente distinto al que había entrado allí.

Llevando su caballo a una cuadra que le fue indicada por el peluquero, lo hizo lavar y arreglar, y entretanto buscó la casa donde le había citado Esley.

El juez, que había logrado su traslado de Tejas a California y que ejercía ahora su cargo en San Alfonso, le saludó cordialísimamente.

—Me alegro de verle, Bolton —dijo—. Llega en el día y la hora prometidos. ¿Cómo fue el viaje?

—Bien. Tengo el ganado en las afueras de Pomona.

—¿Cuántos animales han llegado? —preguntó ansiosamente el juez.

—Pasarán algo de los cuatro mil quinientos, aunque en realidad al llegar a Pomona calculé que teníamos unos cuatro mil setecientos. Desde luego, no espere recibir bestias en muy buen estado.

—No importa, no importa —declaró Esley—. Lo verdaderamente importante es que haya llegado. Supongo que necesitarás dinero, ¿verdad?

—Tengo que pagar a los vaqueros que me han acompañado. Son seis y les prometí un total neto de mil dólares a cada uno. Ya sé que es mucho; pero elegí a los mejores hombres que había disponibles. Lo que he hecho con ellos no lo habría podido realizar con quince vaqueros corrientes. Merecen los mil dólares.

—Desde luego, desde luego —sonrió Esley, que parecía muy satisfecho—. Te acompañaré a Pomona y en cuanto vea el ganado te entregaré diez mil dólares a cuenta, y es posible que contrate a tus hombres para otro trabajo. Ahora vete al Hotel California y aguárdame allí. Dentro de cuatro horas te iré a buscar y emprenderemos el viaje a Pomona.

Cuando Bolton salía del despacho de Esley se cruzó con Dolores Ortiz. La joven le miró un momento, pero sin reconocer en él al «borracho» con quien había tropezado un par de horas antes. Bolton quiso decirle algo, pero la muchacha parecía tener prisa y antes de que el vaquero pudiese hablar penetró en el despacho particular de Esley, sin tomarse la molestia de anunciar su visita.

—Buenos días, Lolita —saludó Esley poniéndose en pie al ver entrar a su pupila—. Llegas en buen momento.

—¿Ocurre algo? —preguntó Dolores.

—No, nada malo; sólo quería anunciarte que hoy me marcho para ultimar los detalles de una venta de ganado inferior y adquirir en cambio una partida de mejor calidad. Estaré unos cuantos días fuera. ¿Necesitas algo?

Dolores expuso el insignificante motivo de su visita. Había empezado a comprar sin límite, olvidando que sus disponibilidades de dinero estaban limitadas.

—Cuando me di cuenta de lo que había gastado, vi que no podía pagarlo, pues sólo saqué veinticinco dólares de casa. Necesito quince más.

Ezequiel Esley abrió el cajón central de su mesa y tendió veinte dólares a la joven.

—¿Tienes bastante? —preguntó.

—Sí, desde luego. ¿Cuándo se marcha?

—Esta tarde o esta noche. Seguramente no nos veremos.

Cuando la joven hubo salido, Esley sacó de otro cajón un gran libro de caja y anotó la entrega del dinero. Si alguna vez el botarate de don César de Echagüe quería examinar los libros, los encontraría en perfecto orden, pues hasta el último centavo que se gastaba era anotado por él en el correspondiente libro, y de esa forma su actuación como tutor quedaría como modelo de irreprochable administración.

Al llegar a este punto, Esley soltó una carcajada y cerrando el libro lo guardó; luego, poniéndose en pie, alcanzó el sombrero de copa que tenía sobre una mesita llena de legajos y libros y abandonó su despacho, cerrándolo con todo cuidado.

Tres horas después Ralph Bolton era arrancado de un profundo sueño por la noticia de que el señor Esley deseaba verle. El joven se lavó la cara, arrancándose el sueño que tenía aún prendido en los ojos y descendió al vestíbulo, donde le esperaba el sonriente Esley, cuyo aspecto era el de un hombre muy satisfecho.

—Ya está todo arreglado, Bolton —anunció Esley—. El ganado ha sido aceptado y debes llevarlo a San Francisco. Ya sé que es un viaje un poco largo y difícil; pero el precio de venta será mejor allí que en Los Ángeles. Bordea la ciudad por el norte y alcanza la carretera de la costa. Deberás antes detenerte cerca del rancho Ortiz y recoger una partida de ganado que ya se te tendrá dispuesta. Se trata de unas cinco mil cabezas de excelentes reses.

—¿Y quiere que con seis hombres conduzcamos nueve o diez mil animales?

Esley sonrió ante el horror de Bolton.

—Nada de eso. Tú y tus hombres retiraréis ese ganado, ayudados por los vaqueros del rancho. Mientras tanto puedes contratar quince o veinte mejicanos y dejarlos que cuiden de los cornilargos.

—¿Por qué no dejar que ellos se lleven el otro ganado? —preguntó suspicazmente el joven.

—Por una razón muy sencilla. En todo California sólo existe un hombre para quien los cornilargos esos tengan un valor. Para los demás esos bueyes son una plaga, pues cada uno de ellos come lo que bastaría para alimentar a tres bueyes de otra raza; no engordan y apenas si valen lo que los cuernos, huesos y pellejos. Nadie sentirá tentaciones de robar esos animales. En cambio, si encomendara la tarea de conducir a los otros bueyes a gente de poca confianza, podría encontrarme con que me desaparecían casi todos, ¿comprendes?

—Desde luego —asintió Bolton—. ¿Y desde cuándo se dedica usted a ganadero?

Esley sonrió torcidamente.

—Desde que vi que así podría hacerme rico —contestó—. Me he asociado con otras personas y hemos fundado la Astoria Packing Company, o sea la A. P. C. Por cierto, que para los trámites a efectuar tú representarás a la compañía. He extendido ya la documentación y al retirar el ganado del rancho Ortiz firmarás los comprobantes.

Esley notó que Bolton iba a oponer algún reparo y se apresuró a interrumpirle llevando la mano al bolsillo interior de la levita y sacando una cartera repleta de billetes de banco.

—Toma los diez mil dólares que te prometí —dijo—. Con esto podrás pagar a tus hombres y añadir un pico más por el trabajo complementario. Cuando entregues el ganado pasaremos cuentas y te prometo que no te arrepentirás de haber trabajado conmigo. Ten la seguridad de que tú y yo haremos grandes negocios. ¡Quién tenía que imaginar que algún día…! ¡Esta vida nos tiene reservados un sinfín de sorpresas! Ahora emprendamos la marcha hacia Pomona.

Cuando al día siguiente, tras un rápido viaje a caballo, los dos hombres llegaron donde estaba reunido el ganado, Esley examinó, satisfecho, las reses.

—Buen trabajo —declaró—. No se puede decir que sean unos ejemplares maravillosos, desde luego; pero creo que valen los treinta dólares en que fijamos su precio. Creo que podremos empezar a hacer cuentas. Calculamos que el total de cornilargos es de cuatro mil quinientos, o sea que su precio total será de ciento treinta y cinco mil dólares. Te pago las reses a un precio muy elevado y, por lo tanto, no puedo exponerme a pagarte lo que ahora tienes, sino que debo limitarme a pagarte lo que seguramente entregarás. De aquí a San Francisco se perderá más de un animal. Yo te he entregado en dinero efectivo dos mil quinientos dólares en San Juan y diez mil en San Alfonso, o sea doce mil quinientos. Además, te entregué cinco mil en balas de alfalfa. ¿Las utilizaste?

—Todas. Una parte la empleé como alimento y el resto lo vendí para sufragar los gastos de la expedición. Con el dinero que me dio no hubiese tenido bastante.

—No es necesario que des explicaciones. Aquellas balas de alfalfa no las contaremos como entregadas. Serán una especie de bonificación por el mayor recorrido del ganado y por el trabajo del rancho Ortiz. Por consiguiente, de los ciento treinta y cinco mil dólares habrá que descontar los doce mil quinientos. Supongo que te quedarán, por lo menos, unos ciento veinte mil dólares netos, ¿no?

—Algo así —declaró Bolton.

—¿Buen negocio?

—Excelente.

—Haremos otros aún mejores. Ya lo verás.

Durante más de una hora Esley estuvo explicando a Bolton lo que debía hacer. A la mañana siguiente se pondría en marcha y al cabo de cuatro días retiraría las reses del rancho Ortiz, que entregaría en San Luis Obispo, en nombre de la A. P. C, recibiendo una orden de pago sobre San Francisco por un total de trescientos treinta y ocho mil quinientos dólares. A continuación seguiría el viaje a San Francisco con todos los vaqueros y allí encontraría a Esley, que se haría cargo del ganado y de la orden de pago, recibiría los ciento veintidós mil quinientos dólares suyos y aguardaría a recibir las instrucciones de su jefe.

A la mañana siguiente Bolton y Esley se separaron. El juez regresaba a San Alfonso del Río Cristales y el joven emprendía también la marcha hacia allí, aunque a una velocidad más reducida.

Al cabo de cinco días, y con algún retraso sobre lo previsto, Bolton y sus seis vaqueros llegaban al rancho Ortiz. En uno de los enormes cercados aguardaban cuatro mil seiscientos animales marcados con el hierro del rancho, o sea una R y una O. Dejando a sus hombres que se encargaran de ir sacando los magníficos animales, Bolton, atraído por la magnificencia de las tierras aquellas, empezó a pasear por allí y, alejándose poco a poco de los corrales, ascendió por una suave colina y llegó a la vista de la casa principal, rodeada por los magníficos robles. Desmontando siguió adelante llevando de las riendas a su caballo, y al pasar junto a un viejísimo roble, padre de los que rodeaban la casa, se detuvo. El sol caía a plomo sobre la tierra y ninguna sombra se alargaba. Era el mediodía, y tratando, sin duda, de defenderse del sol y del calor, una mujer estaba sentada debajo del majestuoso roble. En sus manos se veía un grueso libro.

—Buenos días, señorita —saludó Bolton, deteniéndose a pocos pasos de la joven.

Aunque le había oído llegar, Dolores hizo como si hasta aquel momento no hubiese advertido su presencia.

—Buenos días —replicó secamente.

Dejando a su caballo suelto, Bolton se, acercó y, apoyándose en el grueso tronco del árbol, preguntó:

—¿No me recuerda usted?

Dolores le miró un momento y, fríamente, replicó:

—No le he visto nunca.

—Perdone que la contradiga, señorita. Nos hemos visto dos veces en muy poco tiempo. La primera vez me llamó usted borracho. Dos horas más tarde ni me reconoció. Fue en San Alfonso, la semana pasada. Yo tropecé…

—¿Era usted aquel… borracho? —preguntó asombrada Dolores.

—Yo mismo; pero no estaba borracho, señorita… Di un traspiés y usted imaginó que me tambaleaba a causa del alcohol que tenia en el cuerpo.

—Olía usted…

—Acababa de beber dos copas de whisky, y no del mejor ciertamente; pero de eso a estar borracho existe un abismo.

—¿Y cuándo nos volvimos a ver? —preguntó Dolores, interesada a su pesar—. No recuerdo…

—Cuando tropecé con usted llegaba yo de un viaje de casi dos meses a través de desiertos y montañas. No había tenido en todo ese tiempo la oportunidad de afeitarme y admito que mi aspecto no era muy recomendable. Cuando se conduce una manada de cinco mil cabezas, toda el agua que se encuentra es poca y no puede malgastarse en mejorar el aspecto físico de uno.

—¡Oh! Entonces… le insulté…

—No, porque usted se limitó a expresar su opinión. Me hubiera insultado si creyéndome sereno me hubiera llamado borracho. Además, se dice con mucha razón que manos blancas no ofenden.

—¿Y qué hace usted aquí?

—He venido a recoger una partida de ganado.

—¿Cuándo nos vimos por segunda vez? Supongo que entonces iría usted afeitado y limpio, ¿no?

—Claro. Fue en la oficina del juez Esley. Yo salía y usted entraba.

Dolores hizo un esfuerzo por recordar.

Al fin movió negativamente la cabeza y, sonriendo con toda su bella dentadura, aclaró:

—Deberá perdonarme, pero no me fijé en usted. Tal vez porque resultaba más curioso tal como iba antes. ¡Sobre todo, las barbas!

—Si supiese que así debía despertar su interés, no me afeitaría en un año —aseguró Ralph.

Otra vez rió Dolores y el libro que tenía entre las manos cayó al suelo. Bolton lo recogió y antes de devolverlo lo examinó.

Ramona, de Elena Hunt Jackson —dijo—. Es un libro muy interesante para los californianos.

—Desde luego —replicó Dolores—. Mi padre conoció a la señora Jackson. Él le proporcionó gran parte del material utilizado por ella para escribir el libro. Como muestra de agradecimiento le envió este ejemplar dedicado.

Aunque Dolores no le había invitado a hacerlo, Bolton se sentó bajo el árbol frente a ella.

—¿Pertenece al rancho? —preguntó.

Dolores estuvo a punto de contestar la verdad, pero de pronto, obedeciendo a un instinto de picara travesura, respondió:

—Trabajo en él.

—Merecería ser la dueña —declaró Bolton.

—¿Porqué?

—Porque le sobra hermosura para ello.

—No creo que los ranchos se reserven a las mujeres hermosas.

—Porque el mundo es injusto. He oído decir que éste es el rancho mejor de California. Por lo tanto, debiera corresponder a la mujer más bella de esta tierra. A usted.

Dolores se echó a reír.

—¿De dónde viene usted? Parece de nuestra raza.

—Casi lo soy. Vengo de Tejas.

—Entonces no me extraña que lleve dos revólveres. Los tejanos disfrutan de una fama terrible.

—Las famas no se ajustan siempre a la realidad.

—Tejano y camorrista son sinónimos. No he visto a ninguno que vaya sin un par de revólveres, por lo menos.

—La guerra nos ha hecho amar las armas. Después de tantos años de no separarnos de ellas…

—¿Luchó usted por la Confederación? —interrumpió Dolores.

—Sí, señorita. Desde el primer día hasta el último.

—¿Siente la amargura de la derrota?

Bolton se encogió de hombros.

—Creo que merecimos ganar, por lo tanto, la derrota no significa nada. Venció el más rico, no el mejor.

—Su causa no era la mejor. Defendían la esclavitud.

—Tal vez fuera eso lo aparente. Yo no me preocupé demasiado por saber si defendíamos o no la esclavitud. Creo que luchábamos por un concepto distinto de la vida y, desde luego, en nuestras filas los propietarios de esclavos eran los menos. Tal vez había uno por cada mil hombres. Usted debía de ser nordista.

—Tal vez si el Norte hubiera sido derrotado yo fuese admiradora de él; pero las causas perdidas son más románticas, y las mujeres preferimos a los caballeros del Sur. ¿Es usted uno de ellos?

Bolton se echó a reír.

—No —dijo—. Cuando me alisté en la Confederación acababa de salir de la cárcel.

—¿Por culpa de sus revólveres?

—Por culpa de un caballo que, en verdad sea dicho, tomé prestado sin el permiso de su propietario. El juez Esley opinó que había faltado a la ley y me condenó a dos años en un correccional.

—¿El juez Esley?

—Sí. Supongo que lo conoce.

—Claro. Me vio en su despacho. ¿Le odia mucho?

—Un poco. No puedo perdonarle que me condenara; pero, de todas formas, le odio menos de lo que debiera odiarle. Cuando se sale con vida de una guerra como la nuestra se olvidan muchos odios y rencores… ¿Vive aquí feliz?

—Todo lo feliz que se puede vivir estando al servicio de los demás —contestó Dolores.

—Dentro de poco tendré un rancho muy hermoso, aunque no tanto como éste. Si usted quisiera podría ser su dueña.

—¿Me lo quiere regalar? —preguntó Dolores, fingiendo no comprender.

—Sí. El rancho, las tierras y… su dueño.

Clavando la mirada en el libro, Dolores comentó:

—Es usted muy impetuoso, tejano. Creo entender que se me ha declarado.

—Sí. Cuando regrese de entregar el ganado seré hombre rico y libre. Entonces compraré un rancho. Pensaba adquirirlo en Tejas; pero después de verla a usted he decidido comprarlo en California.

—¿A dónde va?

—A San Francisco.

—Tal vez allí encuentre oro; creo que abunda más en la ciudad que en las montañas.

—No estaré apenas en la ciudad. Me correrá prisa volver aquí a preguntarle qué lugar le gusta más para levantar en él mi rancho.

—El sitio que más me gusta es éste —sonrió Dolores—. Y ya tiene dueño. Y ahora, señor… No me ha dicho su nombre.

—Bolton. Ralph Bolton, de Tejas. Y usted no me ha dicho tampoco el suyo.

—Dolores —contestó la joven—. De California. Adiós. Y le aconsejo que regrese a Tejas.

—¿Le gustaría más aquello que esto?

—A usted sí. Adiós, tejano.

La joven alejóse hacia la casa y Bolton, contra su voluntad, que le impulsaba a seguirla, tuvo que reemprender el regreso para unirse con sus hombres.

Cuando hubo firmado como capataz de la Astoria Packing Company la recepción de los animales preguntó a uno de los vaqueros del rancho:

—¿Conoces a una tal Dolores, empleada en el rancho?

El vaquero frunció el ceño.

—Conozco a Dolores, y estoy lo bastante enamorado de ella para echar, si es necesario, mano al revólver en contra del tejano que quiera disputármela.

—No deseo disputar la novia a nadie, amigo; sólo preguntaba por curiosidad; me dijeron hace unos días que en California se podía ser curioso.

—Pues le engañaron —gruñó el vaquero.

Y aquella noche Dolores Segura, la cocinera del rancho, se vio abordada por su furioso novio, que empezó a pedirle explicaciones acerca de su coqueteo con uno de los tejanos que habían ido a comprar ganado.

—No sé de qué me hablas —refunfuñó la cocinera, que a pesar de ser mujer se reconocía totalmente exenta de gracias que no fueran las culinarias.

Pero su novio no quedó convencido, y por su parte, Ralph Bolton, camino ya de San Luis Obispo, preguntábase si realmente la linda Dolores sería la novia de aquel tosco vaquero del rancho Ortiz.