Capítulo V:
Lluvia en el cañón
El cañón del Rocío estaba invadido por las plantas tropicales. Altas palmeras, plantas espinosas, abundantes bejucos, helechos gigantes y un grueso tapiz de hierba que apagaba los pasos de los caballos.
—¡Qué hermoso es! —exclamó Ginevra—. Parece artificial. ¡Es tan distinto de todo cuanto he visto hasta ahora! Parece arrancado de La Florida o de Louisiana y traído aquí para ser despojado de todo lo que en su punto de origen puede resultar feo.
Hacía casi dos horas que caminaban por entre aquella vegetación.
—Ya es la hora de comer —anunció César.
—No tengo apetito. Estoy saturada de belleza… No, no lo digo por mí. Es la belleza que me rodea la que se ha introducido en mi cuerpo y en mi espíritu. No me atrevo a profanar este paisaje de maravilla sentándome bajo una palmera a comer.
—A un cuarto de legua de aquí tengo una cabaña —explicó César—. Se levanta junto a una fuente. La construí hace un año. ¿Quieres que vayamos allí?
Ginevra asintió. Cuando llegaron a la vista de la cabaña, que era una sólida construcción de piedra, con techo de tejas encarnadas, no pudo contener una exclamación de alegría.
—¡Qué bonita!
Cuando cruzaron el umbral, César explicó:
—Eres la primera mujer que entra en ella, Isabel.
Ginevra volvióse hacia el californiano.
—¿Es verdad? —preguntó.
—Lo es, porque al construirla pensaba en ti y no quise que nadie te precediera.
Estas palabras halagaron a Ginevra, quien, riendo como una niña, dióse prisa en repartir sobre la mesa los alimentos que César había hecho preparar.
A las cuatro de la tarde terminaron de cenar, y en aquel momento el rayo de sol que penetraba por una de las ventanas de la cabaña fue perdiendo en intensidad hasta apagarse por completo. Los dos corrieron a ver la causa de aquel incidente, y descubrieron el cielo lleno de densas nubes que lo iban cubriendo rápidamente. Un viento frío y húmedo encajonóse por el cañón.
—Va a llover —dijo Ginevra.
Una gota gruesa y caliente reventó contra el marco de la ventana, salpicando el rostro de los dos, que estaban asomados a ella. En seguida otras gotas siguieron a la primera y César corrió a meter los caballos en la pequeña cuadra adyacente. Apenas hubo cerrado tras él la puerta de la cabaña, la lluvia torrencial desbordóse sobre la tierra.
—Sospecho que el profeta indio estaba equivocado —sonrió César.
—¿De veras estuvo equivocado? —preguntó, sonriente, Ginevra.
César comprendió la sospecha de la joven y sonrió.
—Te aseguro que estaba convencido de que haría buen tiempo —dijo—. Si lo prefieres, me marcharé a buscar una carreta donde puedas ir más cómoda.
—¿Por qué dices esto? —preguntó Ginevra.
—Por si no querías quedarte aquí, conmigo.
Ginevra le miró a los ojos.
—Prefiero quedarme —dijo.
La estancia se llenó del olor de la tierra caliente enfriada por el agua de la lluvia. Ginevra la aspiró fuertemente, como un perfume exótico y turbador. César, detrás de ella, levantó lentamente las manos hasta posarlas en los hombros de la joven. Ginevra sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo. Con todos los nervios en tensión y la mirada fija en un punto vago, aguardó, anhelante.
La suerte estaba echada. Ya no podía retroceder. No podía ni quería. Desde el primer instante había tenido el convencimiento de que su viaje a California sería de una importancia definitiva. Lentamente volvióse hasta quedar frente a César. Los dos se miraron largo rato y, cada uno, leyó la verdad en los ojos del otro.
La lluvia aumentaba en intensidad. Por el fondo del cañón corrían ya las fangosas aguas. El rumor de la tempestad era cada vez más intenso. La oscuridad iba en aumento.
A las ocho de la noche comenzó a amainar la tormenta. A las nueve había cesado por completo. A las diez, la luna surgió de detrás de una barrera de nubes que se iban alejando impelidas por la fuerza del astro nocturno. A las once, el cielo estaba limpio de nubes. La luna flotaba plácidamente, rodeada de plateadas estrellas. En la cabaña del Cañón del Rocío no brillaba ni una luz; pero en la cuadra, tres caballos esperaban, sin impaciencia, el momento de regresar al rancho de San Antonio.
En éste, la joven Guadalupe, sentada junto a la ventana de su cuarto, también aguardaba en vano, con la mirada llena de trágica expresión fija en la alameda que conducía al rancho.
Fueron las primeras luces del día las que vieron, al fin, a César de Echagüe y a Ginevra Saint Clair… Estaban frente a la posada del Rey Don Carlos. El californiano tenía entre las suyas la mano de la mujer a quien estaba despidiendo.
En los ojos de Ginevra había una intensa felicidad. Ya no dudaba del amor de aquel hombre, el primero y el único de su vida.
—¿Hasta luego? —preguntó.
—Sí —contestó César—. Esta noche cenaremos juntos.
—¿En la posada? —preguntó Ginevra.
—No, en mi casa.
—Prefiero volver a nuestra cabaña —murmuró la joven.
—¿Sabes lo que voy a hacer en seguida? —preguntó César.
Ginevra movió negativamente la cabeza.
—No.
—Compraré todos los terrenos del Cañón del Rocío y lo convertiré en nuestro jardín.
Ginevra estrechó con más fuerza la mano de César y le dirigió una mirada de profundo agradecimiento. Luego entró en la posada.
César, en la calle, quedó solo y, al emprender el regreso al rancho, llevaba en el rostro una expresión de inquietud y de duda. No, aquella mujer no era una aventurera vulgar. Si acaso…