Capítulo VI:
La identidad del Coyote

Ginevra Saint Clair subió lentamente a su habitación. Sus pensamientos estaban violentamente impregnados de los recuerdos de las últimas horas. Sí, la suerte ya estaba echada. Pero ¿no debía ella haber explicado toda la verdad? ¿Cómo reaccionaría después, cuando llegara a saberla, César?

Pero ¿era completamente necesario que lo supiese? ¿No podría ocultarle siempre su pasado?

En el momento en que cruzó el umbral de su habitación, Ginevra comprendió que no estaba sola.

—Buenos días, Ginevra Saint Clair —saludó una voz.

—Buenos días, teniente —replicó fríamente Ginevra—. No esperaba que llegara usted tan pronto.

—Me han traído las noticias que me han dado. Dicen que la señora de Perkins no hace absolutamente nada de nada, excepto coquetear con ese caballerito ridículo que se llama don César de Echagüe.

—No creo que mi vida íntima le importe nada a la banda de la Calavera —replicó Ginevra—. ¿O acaso sí?

—Ya sabe usted, señorita Saint Clair, que hay alguien en la banda de la Calavera que se interesa profundamente por todo cuanto se refiere a usted y, sobre todo, a su vida íntima.

—Pierde usted el tiempo, teniente North —advirtió Ginevra—. Entre nosotros sólo puede haber relaciones… comerciales. No nos apartemos de ellas y así los dos saldremos beneficiados.

—Yo no puedo perder gran cosa, señorita Saint Clair —advirtió North.

—Puede perder la vida, que supongo es lo único que le importa.

—¿Me amenaza? —preguntó, con dureza, North.

—Sólo le prevengo —replicó, con igual tono, Ginevra—. Limítese a tratar de los asuntos que nos unen.

—¿Qué sabe del Coyote? —preguntó, violentamente, North—. ¿Ha hecho algo? ¿Ha descubierto alguna pista? ¿Ha intentado averiguar quién es El Coyote?

Ginevra sonrió burlona, y North, exasperado, prosiguió:

—Yo contestaré por usted. No sabe nada, no ha descubierto nada… Pero si cree que vamos a tolerar sus burlas, Ginevra Saint Clair, está usted muy equivocada… El Klu Klux Klan sabrá…

—Estamos en California, no en Virginia, ni en Georgia, ni en Alabama, ni en Louisiana. Aquí no tiene el Klu Klux Klan ninguna fuerza.

—Pero la tenemos nosotros —replicó North—. Y si queremos, podremos ser mil veces peores que el Klan.

—Ante tan terrible amenaza me doy por vencida —suspiró Ginevra—. Traiga el dinero prometido, teniente North, y le diré quién es El Coyote.

—¿Quién es? —preguntó, impetuosamente, North.

Ginevra se encogió de hombros.

—Traiga el dinero.

—Me está engañando. No sabe nada. ¿Cómo ha podido descubrir en dos días, sin casi moverse de esta casa, quién es el hombre que deseamos exterminar? La hemos vigilado, Ginevra; conocemos todos los pasos que ha dado. Hasta lo que ha ocurrido en el Cañón del Rocío. ¿Qué ha visto en ese estúpido de César de Echagüe?

Los ojos de Ginevra centellearon furiosos.

—John North —dijo, espaciando amenazadoramente las palabras—. Sé quién es El Coyote y, por lo que acaba de decir usted, me dan tentaciones de acudir al Coyote y explicarle quiénes le persiguen, cómo se llaman y dónde se esconden. Quizá él pague mejor que ustedes la información.

—¿Quiere luchar?

—No; pero tampoco me asusta la pelea, teniente. Si quiere chocar conmigo, chocará. Y las consecuencias podrán ser graves para mí; pero serán fatales para usted.

—¿Es cierto que sabe quién es El Coyote?

—Lo supe a las tres horas de haber llegado a Los Ángeles.

—¿Quién es?

—Traiga el dinero prometido, teniente. Entonces le diré quién es El Coyote.

—Necesitaré algo más que su palabra, Ginevra. No entregaré una fortuna y aceptaré como bueno un simple nombre.

—Le daré pruebas convincentes, North.

—¿Cómo es posible que haya descubierto en tres horas lo que nosotros no hemos podido averiguar en tantos años de esfuerzos?

—Supongo que cuando me ofrecieron ese trabajo lo hicieron suponiendo que yo conseguiría lo que a ustedes les era imposible, ¿no? De lo contrarío, no me explico su largo viaje hasta Louisiana.

—Desde luego…, pero si es cierto que ha descubierto ya al Coyote tendremos que admitir que es usted genial y que ha superado nuestras máximas esperanzas.

—Así es.

—Pero la noche en que llegó cenó usted con Mateos y con ese Echagüe. ¿Es El Coyote uno de ellos?

—¿Se imagina usted a cualquiera de los dos haciendo de Coyote?

—No; pero… si es verdad lo que dice…

—No necesito mentir, teniente North; pero no trate de hallar la solución atando cabos sueltos, porque no lo conseguirá. Muchos de los cabos están lejos de su vista. Y ahora retírese, teniente. Me impide descansar.

—Puede acostarse si quiere, Ginevra. No se moleste por mi presencia.

Ginevra dirigió una mirada a la cama y luego al suelo.

—Ya sé que ha descargado el revólver que guardaba yo debajo de la almohada —dijo—. ¿Quiere devolverme las balas?

North sonrió, divertido y, por último, sacó del bolsillo seis cartuchos y los tendió a Ginevra. Ésta fue a la cama y sacando el revólver de debajo de la almohada comenzó a cargarlo.

—¿Cómo ha sabido que yo lo había descargado? —preguntó.

—Mírese la suela de su zapato derecho —replicó Ginevra—. Verá una mancha cremosa. No la tendría si no se hubiese acercado al revólver.

North siguió la indicación de Ginevra y, asombrado, admitió:

—Es verdad. ¿Para qué hace eso?

—Lo ideé para descubrir al Coyote. Y así lo descubrí. Ahora, teniente, márchese.

—¿Me matará si no obedezco?

—No, no le mataré, porque haría demasiado ruido, vendría gente y no me dejarían dormir.

—Quizá no la oiga nadie.

—Aun así, me sería muy molesto dormir con un muerto a los pies de la cama. Adiós. No vuelva por ningún motivo antes de las doce.

North salió de la habitación y, sin preocuparse de si le oían, bajó silbando por la escalera. Ginevra le escuchó, contrayendo las manos y, por fin, dominando su ira, cerró la ventana y se tendió en la cama. Durante tres horas permaneció inmóvil, reviviendo mentalmente las horas pasadas en la noche última.

Luego se quedó dormida y no despertó hasta las once y media. Entonces cambió por otro el traje de montar, lavóse, y cuando le fue anunciada la visita de North, pidió que le hicieran subir a su cuarto.

—Aquí tiene el dinero —dijo, tirando sobre una mesita un fajo de billetes—. Veamos ahora las famosas pruebas de la identidad del Coyote.

Ginevra guardó el dinero en un cajón, y después de encender una vela, acercóse a la pared con ella y buscó el resorte. Lo apretó, y cuando quedó al descubierto la entrada al pasadizo, volvióse hacia North y le invitó:

—¿Quiere acompañarme?

—¿Qué significa esto? —preguntó el bandido.

—Que entramos en los dominios del Coyote. ¿Tiene miedo?

—No, pero… me gusta saber adonde voy.

—A convencerse de quién es El Coyote —sonrío Ginevra—. Si tiene miedo me limitaré a decirle el nombre y dejar para otros el trabajo de comprobar si miento o no.

—Vamos —replicó North.

Entraron en el pasadizo, y Ginevra guió al bandido por el tortuoso pasadizo, y luego por las escaleras, hasta llegar a la puerta final. Entonces señaló la cavidad donde estaban las ropas del Coyote, diciendo:

—Ahí tiene las pruebas. El disfraz del Coyote.

North examinó afanosamente aquellas prendas de ropa. Luego volvióse, admirado, a Ginevra.

—Nunca lo hubiese creído —susurró—. ¿Cómo dio con esto?

—Siguiendo una pista.

Ginevra abrió, después, la mirilla, y viendo a Yesares sentado ante la mesa de su despacho, volvióse hacia North y dijo:

—Ahí tiene al Coyote. Es suyo.

North miró atentamente por la mirilla, y luego, cerrándola, emprendió el regreso hacia el cuarto de Ginevra… Una vez allí dijo a ésta:

—Claro… no podía ser otro. Hace tiempo que sospechábamos; pero nos faltaba la prueba. Ha sido usted formidable.

—¿Qué piensan hacer con él?

—Lo raptaremos y lo llevaremos a la mina del Misionero. Allí tenemos también a la verdadera Isabel Perkins. Hemos guardado allí una buena cantidad de dinamita. La haremos estallar y nadie dará con El Coyote.

—¿Lo enterraran vivo?

—No. Lo sentaremos sobre la dinamita. Después de la explosión no quedará gran cosa de él.

—Bien, estamos en paz. Adiós, North.

—Adiós, Ginevra… Si tu amado no quiere ligarse a ti con los sublimes lazos del matrimonio, recuerda que yo siempre estoy dispuesto… No, no empieces a enfadarte. Adiós. Supongo que esta noche también la pasarás con don César. Me gustaría saber qué encuentras en él que no puedes hallar en nosotros.

—Nunca lo comprenderías, North. Adiós.

—Adiós, Ginevra. Te deseo mucha felicidad.

North salió de la habitación y Ginevra Saint Clair sentóse ante el espejo de su tocador y comenzó a peinarse. Al mismo tiempo buscaba en el límpido cristal alguna huella que pudiera empañar su belleza. Aún era muy joven y podía sentirse orgullosa de su hermosura. Orgullosa y agradecida, porque gracias a ella había encontrado, al fin, el amor.