Prólogo: En el Sur confederado

A través de la lona de la tienda se filtraba la luz de las dos grandes lámparas de petróleo que la iluminaban. Hasta un momento antes aquella luz había recortado en la tela las siluetas de dos soldados y de los fusiles que sostenían. Pero en aquel momento, los dos soldados, vestidos con los desteñidos uniformes azules del Norte, acababan de salir de la tienda de campaña y disponíanse a continuar la vigilancia fuera de ella. La preocupación del general Alex MacNair, comandante del Cuerpo de Voluntarios de Connecticut, era exagerada, porque los dos soldados mal podían comprender lo que iba a decirse dentro de la tienda. Hacía tiempo que los Voluntarios de Connecticut habían dejado de formar el nervio del Cuerpo. Cuatro años de lucha continua contra los ejércitos confederados, abrieron irrellenables brechas en sus filas, y en las operaciones efectuadas en Virginia acabaron de caer los pocos que recordaban el principio de la guerra; pero aún se conservaba la bandera, y mientras existe bandera existe regimiento. En los puestos dejados vacantes por los hijos de Connecticut, formaban ahora hombres de todas las regiones del mundo, especialmente alemanes de los distintos Estados germanos, acudidos a la América del Norte a luchar por la causa antiesclavista, que pagaba buenas soldadas y prometía, para el futuro, tierras y nacionalidad nueva. El abuelo del general MacNair había luchado con Washington contra los hesianos reclutados por Inglaterra para someter a las colonias. Ahora, el nieto tenía a sus órdenes a más de cuatrocientos hesianos, algunos de ellos nietos de los que fueron llevados a América unos tres cuartos de siglo antes.

Los dos centinelas a quienes había hecho salir de la tienda eran alemanes, de los llegados últimamente al regimiento, incapaces, todavía, de entender otras voces inglesas que las de mando. Mal hubiesen podido comprender nada de cuanto iba a decirse en la tienda del general; pero éste decidió que si, además de no entender el inglés, no oían ni una palabra de lo que tenía que decir, la seguridad de que no le entenderían sería total.

—Señorita Saint Clair, ya estamos solos —dijo, con voz opaca, el general.

Sus cansados ojos, falsamente inexpresivos, contemplaron una vez más a la mujer que estaba sentada ante él. Ginevra Saint Clair era su verdadero nombre, aunque en la Virginia del Oeste se la conociese por la señora de Perkins, viuda de un teniente Perkins caído en los primeros días de la lucha. La señora de Perkins se encontraba en el Sur en el momento de estallar la guerra, y sólo a costa de grandes penalidades consiguió llegar, por California, hasta las líneas nordistas. Era muy joven, representaba dieciocho años, aunque confesaba tener veintiún No era la juventud su único atractivo pues su belleza era muy grande. Morena, de cabellos de un negro azulado, tez blanquísima y ojos claros, resultaba arrebatadoramente exótica. Su cuerpo de líneas perfectas, se acusaba bajo el elegante traje que vestía. Y su rostro poseía una expresión de ingenuidad e inocencia que le habían sido muy útil durante casi cuatro años.

Pero la máscara había caído ya, aunque la joven tratara de mantenerla, no ocultaba nada. La verdad se había descubierto, y sobre la joven sentada ante el general se cernía la sombra de la horca, el instrumento de muerte reservado a los espías.

—Las pruebas que tenemos contra usted, señorita Saint Clair, son abrumadoras e incontestables.

—General, está usted en un terrible error —murmuró la joven, con expresión de infinita inocencia—. Un error en el que usted debe de haber caído involuntariamente.

MacNair movió negativamente la cabeza.

—Reconozco que es usted admirable señorita —dijo—. Pocas personas suelen conservar la serenidad en un momento como éste, en que se está resolviendo su porvenir. He tenido ante mí a muchos espías, varios de ellos hombres de gran valor, pero ninguno supo llevar hasta este extremo su resistencia.

—Tal vez porque eran culpables y, en cambio, yo soy inocente —replicó con suave acento la mujer.

—Un momento, señorita Saint Clair. En esta carpeta —MacNair golpeó con el índice una carpeta de cartón que tenía ante él— están todas las pruebas que necesitábamos contra usted. Absolutamente todas. Nos han sido remitidas por nuestros espías en el Sur y por nuestro servicio de contraespionaje. Señorita Ginevra Saint Clair, de Baton Rouge, ferviente partidaria de la Confederación, a la que ha ayudado mejor que muchos de sus generales. Nos ha hecho usted mucho daño, porque en vez de buscar la información en los altos jefes la ha sacado de los tenientes, capitanes y comandantes que aspiraban a sustituir al pobre Perkins, a quien casi nadie conoció y del que se sabe que murió con escasa gloria a las puertas de Washington, cuando la caída de la capital parecía inminente. Perkins tenía, realmente, una esposa morena y joven que se encuentra detenida, desde los principios de la guerra, en Richmond, y a la cual usted ha sustituido desde el momento en que fue encarcelada. Como ve, lo sabernos todo, y puedo asegurarle, sin mentir, que el tribunal que debe juzgarla está ya reunido en espera de que mis soldados la conduzcan ante él. En cuanto usted entre en la tienda donde va a ser juzgada, se leerán las acusaciones que se contienen en esta carpeta, acudirán varios testigos, ya convocados, y a las dos de la madrugada el juicio habrá terminado. La sentencia se dictará en seguida: será una sentencia de muerte, sin apelación posible, y cuando el sol se asome a la tierra, lo primero que verá será una horca, junto a la cual usted aguardará que den las seis. A esa hora, la última que oirá sonar, será usted ahorcada.

Ginevra Saint Clair inclinó la cabeza y su emoción sólo se acusó en la fuerza con que apretó el pañuelito de batista que tenía entre las manos. MacNair, que no la perdía de vista, admiró su valor y, a pesar de que la implacable guerra en que tan importante papel había desempeñado, debiera haber borrado de su corazón todo sentimentalismo, no pudo contener un escalofrío que le asaltó al imaginar la horrible muerte que esperaba a aquella mujercita. Sólo recordando que cientos y miles de hombres murieron a causa de las informaciones que aquella misma mujer arrancó al Norte en beneficio del Sur, pudo el general dominarse y proseguir con el plan trazado por él.

—Como ve, señorita Saint Clair, nada puede librarla de la horca.

Las claras pupilas de la joven miraron fijamente al barbudo general y, de pronto, una bella sonrisa dejó al descubierto una doble hilera de blanquísimos dientes.

—Está usted en un error, general —dijo Ginevra.

—Ya le he dicho que las pruebas que poseemos son irrebatibles.

—No me refiero a eso, sino a lo de mi muerte. Usted no piensa entregarme, por ahora al menos, al tribunal militar que ha de dictar la sentencia.

—¿Por qué dice usted eso? —preguntó MacNair.

—Porque lo veo en sus ojos. Ha tenido usted muy mala suerte, Alejandro Mac Nair. Su puesto debiera ser el de generalísimo de todos los Ejércitos Federales. Con el debido respeto al general Grant, debo decirle que es usted mil veces superior a él.

—Si espera valerse de sus halagos a mi vanidad, pierde usted el tiempo, señorita.

—Ya sé que usted está por encima de esas vanidades, general; pero ¡qué enorme diferencia entre ese general que gana batallas a base de un cálculo tan sencillo como es el de enviar cien mil hombres a la conquista de una posición que, lógicamente, debería ser conquistada por diez mil! No es exagerado el apodo de «Carnicero» que han aplicado los del Norte a Ulises S. Grant. En cambio, usted habría sabido conquistar con dos mil hombres esa misma posición que Grant arrolla con cien mil, dejando sobre el terreno quince mil muertos. Usted es el cerebro; él es el empuje brutal. Claro que él también triunfa; pero eso no es fácil que pase a la Historia como un gran estratega; en cambio, estoy casi segura de que al general Alex MacNair se le admirará mucho dentro de cuarenta o cincuenta años, y sus operaciones en Tennesee, Virginia y Alabama harán las delicias de quienes las estudien. Ahora, diga lo que desea proponerme.

MacNair no pudo contener una sonrisa.

—Es usted tal como yo la había imaginado, señorita Saint Clair. Sólo así ha podido burlarse durante tantos años de nuestros hombres.

—Si usted no hubiera intervenido, aún me seguiría burlando de ellos.

—Es posible. ¿Por qué cree que deseo proponerle algo?

—Porque si no fuera así se habría limitado a enviar esas pruebas al tribunal, ahorrándose una entrevista que, para un caballero, no puede tener nada de agradable. Enviar a una mujer al patíbulo es cosa propia de jueces avinagrados, de esos que huelen a polvo y a tinta. A ningún militar le gusta.

—Tiene razón; pero no olvide que mis sentimientos están dominados por el recuerdo de los muchos soldados que han muerto a causa de los informes que usted remitió a la Confederación. Cuando en Forking Meadows ya estaba a punto de conseguir una brillante victoria que acaso me habría valido el puesto de generalísimo, usted se interpuso en mi camino comunicando a Beauregard, por medio de una de las palomas mensajeras que guardaba en su casita, cuál era la potencia exacta de mis fuerzas. Beauregard, que ya se retiraba, convencido de que tenía delante a un enemigo diez veces superior, dio media vuelta, dibujó un movimiento envolvente, y Alex MacNair tuvo que batirse en retirada.

—Una retirada que fue un modelo de perfección —sonrió Ginevra.

—Una perfección insignificante frente a lo que pareció maniobra sabiamente ejecutada por Beauregard: un repliegue general por el centro, dejando ligeras posiciones en las alas para conservar libres las dos carreteras por las que luego se iba a dividir todo el ejército de Beauregard, dejando vacío el centro y dibujando una muralla que se iba a cerrar detrás de MacNair, quien, con todas las comunicaciones con la retaguardia cortadas, iba a verse empujado hacia la masa principal de las fuerzas confederadas, en tanto que los hombres de Beauregard, de espaldas al Norte, le irían empujando hasta el lugar elegido para destruirlo o hacerle prisionero. Cuando se hable de la acción de Forking Meadows, se dirá que el Cuerpo de Voluntarios de Connecticut escapó a todo correr del zarpazo que lanzó Beauregard. Como ve, señorita Saint Clair, sé a qué atenerme acerca de usted. El saber que la habían ahorcado no me quitaría el sueño.

—Pero, de todas formas, le puedo ser más útil viva que muerta. Hable y quizá lleguemos a entendernos.

De los ojos de Ginevra había desaparecido toda ingenuidad. Ahora eran fríos, acerados, como los del general, que la contemplaba lleno de interés.

—Bien, echaremos las cartas sobre la mesa —dijo MacNair—. Si hablo con crudeza no interprete mis palabras como deseo de insultarla. Los dos estamos más allá de esas pequeñeces.

—Desde luego. Hable usted.

—Señorita Saint Clair. La guerra se termina. El Sur la perdió en los primeros meses de lucha, cuando frente a sus valientes soldados e inteligentísimos jefes sólo había un ejército desprovisto de organización y de virtudes castrenses. Entonces sus generales no supieron dar el golpe definitivo. Acaso les faltó decisión o estuvieron mal informados. Desde luego, no tenían a una espía como usted. Sea cual sea el motivo de aquella no victoria cuando los triunfos estaban en manos del Sur, la realidad es que la suerte de la Confederación estaba ya echada, y que su destrucción o derrota es sólo cuestión de tiempo. De unos meses o de un año. Lee y los demás generales lo saben. Sin embargo, continúan la lucha apoyados por todos sus partidarios, y aunque enemigos, yo admiro su valor y me indigno ante su error. Ningún beneficio reportará a nuestra nación el que la lucha continúe.

—La Confederación aún puede triunfar —dijo Ginevra.

—¿Con qué armas? —preguntó el general—. ¿Con las que recibe de Inglaterra a través del bloqueo? No tiene ni para armar a dos regimientos. Mientras ha ido de victoria en victoria, ha podido reponer sus reservas de armamento con el que abandonaban nuestros soldados; pero desde que llegó el momento de ir atrás y de abandonar material de guerra en vez de recogerlo, sus posibilidades de victoria se han reducido al mínimo. Carece de industria de guerra; carece de todo, porque ni siquiera puede hilar y tejer el algodón que dan sus campos. No, señorita Saint Clair, el Sur ha perdido definitivamente la guerra. Sólo hace falta darle un buen empujón, y se derrumbará. Y usted lo sabe tan bien como nosotros. Hace tiempo que lucha usted con poco entusiasmo. Sabe que lo hace por una causa perdida. ¿No es cierto?

—Tal vez —admitió Ginevra—. Pero las causas perdidas son las más atractivas para los románticos.

—Pero usted no es una romántica.

—Lo he sido.

—No lo niego; pero ahora ya no lo es… ni puede serlo. El romanticismo precede a las guerras y renace después de ellas; luego, durante la lucha, sólo hay patriotismo y valor. Usted es valiente y es patriota; pero no se forja ideas equivocadas acerca de las posibilidades de victoria del Sur. Mas no perdamos el tiempo discutiendo lo que no necesita discusión. Usted sabe cuál es la situación del Sur y también cuál es la de usted. Sobre su cabeza pende la sentencia de muerte. ¿Desea usted morir?

—Cuando empecé a luchar por mi causa supe a lo que me exponía —replicó Ginevra Saint Clair.

—Le ruego que conteste a mi pregunta. Si desea morir, dígalo y la ayudaré a satisfacer sus deseos. Es posible que dentro de cincuenta años tenga usted un monumento en la plaza Mayor de Baton Rouge, en el cual se represente a una hermosa mujer antes de subir a la horca. ¿Le alegrará eso desde el otro mundo?

—Dígame qué espera de mí.

—Que abandone al Sur y se pase al Norte. Haga llegar a manos de sus jefes un simple mensaje, una información que habrá obtenido de algún oficial de Estado Mayor. Lo demás lo haremos nosotros.

—¿Y si me niego? —preguntó Ginevra.

La respuesta de MacNair fue golpear significativamente la carpeta que tenía ante él.

—Podría aceptar y luego hacer llegar a mis jefes otro mensaje revelando la verdad. ¿No ha contado con eso?

—Desde luego; pero si el plan fallara, su suerte estaría echada, y aun en el mismo Sur sería castigada por nuestros agentes, que recibirían la orden de terminar con Ginevra Saint Clair.

La joven inclinó la cabeza y durante unos minutos sumióse en profundas meditaciones. Por fin, preguntó:

—¿Qué opinaría usted de mí si yo aceptase?

—Opinaría que era usted una mujer inteligente.

—¿Y si dijese que no?

—Entonces opinaría que era usted una mujer valiente, pero muy torpe.

—Deme tiempo para reflexionar.

—Sólo puedo concederle una hora. Es muy poco lo que debe reflexionar, señorita.

—Sí, es muy poco y… Está bien, acepto. ¿Qué quiere que haga?

—Dentro de cinco días tiene usted que reunirse en Saint Vrain con un destacamento de las guerrillas de Quantrell. Deberá entregar un informe de su actividad durante los últimos veinte días. Dirá usted que el veinte de septiembre se desencadenará un ataque por Osmond.

—¿Para que se concentren las fuerza allí y poder atacar por otro sitio sin encontrar resistencia?

—Es posible que sea así. Cualquiera que sea la decisión tomada, lo que se persigue es, sencillamente, abreviar la guerra.

—¿A costa de las vidas de miles de hombres?

—De todas formas, han de morir. Ta vez de esa manera mueran menos…

—Bien… Deme por escrito los datos que quiere que repita.

Sin que su rostro expresara la menor emoción, el general tendió a Ginevra una hoja manuscrita.

—Aquí lo hallará todo. Y como el favor es grande, tan pronto como haya entregado el informe a los hombres de Quantrell, recibirá treinta mil dólares en buenos billetes federales.

—No es que quiera justificarme ante usted, general; pero si acepto es sólo por que sé que desde hace muchos meses la Confederación no puede triunfar.

—Como justificación, me basta ver que es usted joven, hermosa y que desea vivir. No es usted militar, ni siquiera hombre. No tiene ninguna obligación para ser heroica. Vamos, no quiero que se extrañen de su ausencia. Puede volver a su casa.

****

Ginevra Saint Clair descendió del carricoche en que había ido hasta las afueras de Saint Vrain y, atando el caballo tronco de un delgado arbolillo, avanzó por entre los árboles y matorrales hasta la orilla del río. La luna iluminaba intensamente la tierra y la joven no hizo nada para pasar inadvertida. AI contrario, situóse junto al agua, en un punto donde su claro traje tenía que destacarla de cuanto la rodeaba.

—Buenas noches, Ginevra —saludó, de pronto, una voz por detrás de la joven.

Ésta volvióse y vio ante ella a un hombre vestido con el grisáceo uniforme del Sur.

—Buenas noches, teniente North —replicó—. ¿Hace mucho que me aguardaba?

—Una hora. No es mucho cuando se espera a una mujer tan hermosa.

—Ahorre las galanterías, teniente John North. Entre nosotros, sobran.

—Lamento que sea ésa su opinión. Y lamento, también, que la falta de tiempo me impida demostrarle que las galanterías nunca sobran. ¿Tiene alguna información que transmitir, Ginevra?

—Sólo ésta —murmuró la joven, extrañándose de que el temblor de su voz y su vergüenza no fueran advertidos por el teniente North—. El veinte de septiembre se atacará por Osmond.

—¿Ataque general?

—Sí; pero se iniciará con fuerzas ligeras para tantear las fortificaciones. Si se hallara demasiada resistencia se suspendería el ataque antes de comprometer el grueso de las fuerzas. En cambio, si las primeras líneas ceden fácilmente, se proseguirá el combate, lanzando todas las reservas sobre la brecha. Aquí está, detallado, todo el proyecto —y Ginevra tendió al teniente un papel en el que se indicaba todo el plan.

****

El veinte de septiembre, en Osmond, quedaban copadas las mejores divisiones confederadas, cogidas en una sólida tenaza. En el momento en que iba a ver coronada su carrera con una victoria definitiva, el general MacNair recibió en el corazón un balazo que terminó con su gloriosa carrera.

Cuando Ginevra Saint Clair supo la noticia de la muerte de MacNair, respiró aliviada. Su secreto quedaba enterrado para siempre.

Pero esto sólo era un deseo ferviente de Ginevra Saint Clair, aunque el curso de los años, sin que nada ocurriese, le fue devolviendo la tranquilidad y el convencimiento de que su culpa quedaba enterrada para siempre en la tumba del general Alejandro MacNair.

Retorna el pasado

Al terminar la guerra, Ginevra Saint Clair había podido comprar, por muy poco dinero, una vieja plantación de azúcar en Barataria Bayon, en el sureste de Louisiana. Poseyendo lo suficiente para vivir sin apuros, la joven dejaba deslizarse los días en una blanda holganza, pasando muchas horas sentada al pie del enorme roble que se levantaba frente a la casa, y de cuyas centenarias ramas pendían, como jirones de materializada niebla, grandes masas de «musgo español».

En la empobrecida región, Ginevra era considerada como una mujer riquísima, y los pocos que conocían algunas de sus actividades durante la guerra la consideraban, además, como una heroína nacional. Cuando para ayudar a sus vecinos, Ginevra adquirió unas cuantas barcas para la pesca de la gamba y estableció un par de factorías secadoras del preciado crustáceo, su popularidad aumentó aún más, ya que, gracias a su ayuda, pudieron remediar su situación muchos veteranos de la campaña.

Una tarde de junio de 1870, Ginevra fue interrumpida en la lectura de un interesante libro por el lejano galope de un caballo. Al levantar la cabeza vio cómo un jinete se detenía al otro lado de la vieja cerca que rodeaba el edificio de la plantación.

Era un hombre alto, enjuto, vestido con una levita y pantalones blancos, sombrero ancho, del mismo color, siendo las únicas notas oscuras la negra corbata y los zapatos, también negros.

Ni por el tipo ni el traje resultaba aquella figura extraña en Louisiana. Sin embargo, a Ginevra el corazón le latió con más violencia, como presintiendo en aquel visitante un peligro.

El hombre dejó el caballo al cuidado de un negro chiquillo que hasta entonces había estado ocupado en la deliciosa tarea de dar fin a una sandía que, por lo alargado de su forma, parecía un enorme pepino de roja carne. Como el forastero acompañó la entrega del caballo de la donación de medio dólar, el apático negrito cobró vida desde las puntas de los pies a las pupilas, y entregóse a una exhibición de zapateado que acompañó de grandes vítores y deseos de prolongada salud para el dadivoso visitante de Ginevra Saint Clair.

Ésta, de pie, trataba de localizar en sus recuerdos al recién llegado. A pesar de que aún no podía verle con exactitud, especialmente porque para defenderse de los rayos del sol llevaba el sombrero caído sobre los ojos, Ginevra estaba segura de que aquel hombre y ella se habían encontrado en otros lugares y en otros tiempos.

Sólo cuando el recién llegado estuvo a unos cinco metros de ella y se echó hacia la nuca el sombrero, la joven le reconoció.

—¡Teniente! —exclamó.

Miraba llena de incredulidad al que durante la guerra había sido teniente John North, de la guerrilla de Quantrell.

—Buenas tardes, señorita Saint Clair —replicó el forastero—. ¡Cuánto tiempo ha pasado desde que nos vimos por última vez! Apuesto a que usted me había olvidado por completo. En cambio, yo ni la he olvidado ni podré olvidarla jamás.

—Muchas gracias, si debo interpretar sus palabras como un cumplido —dijo fríamente Ginevra.

—No parece alegrarse mucho de mi visita —observó irónicamente North.

—Veo que viste usted con sobrada elegancia y que, por lo tanto, no cabe suponer que le traiga aquí la necesidad. Siempre estoy dispuesta a ayudar a los antiguos amigos, si les veo en un apuro.

—En un apuro estoy, señorita Saint Clair. Por eso he acudido a usted.

—¿Necesita dinero?

—No, puede usted conservar los treinta mil dólares que le regaló el nunca suficientemente llorado MacNair.

—Creo que confunde el nombre —observó Ginevra, sin alterarse.

North negó con la cabeza, y aunque no le había invitado, sentóse en un tronco frente a Ginevra.

—No me equivoco, señorita. Fueron treinta mil dólares, y los recibió poco después de nuestra última entrevista que, si no recuerdo mal, precedió en unos quince o veinte días a la desgraciada batalla de Osmond.

—Tiene usted buena memoria —dijo Ginevra, y mirando hacia el Oeste agregó—: le aconsejo que si quiere llegar al pueblo antes de que se haga de noche, marche en seguida. Estas tierras son muy pantanosas, y quien no las conoce puede perder el camino y hundirse para siempre en alguno de los pantanos.

—Es una hermosa y elegante manera de despedirme, Ginevra; pero pierdes el tiempo. —La voz de North se había endurecido—. Yo no soy un caballero del Sur de aquellos de anteguerra, que se pasaban la vida atentos al menor capricho de las damas. He venido a verte porque te necesito, y no me marcharé sin lograr lo que he venido a buscar. ¿Entiendes?

—Olvida usted, teniente, que en mi casa hay los suficientes criados para que entre todos le echen como se merece. Adiós.

Ginevra se puso en pie; pero North le cerró el paso.

—¿Has olvidado tu traición, Ginevra? —preguntó, con duro acento—. ¿Crees que nos engañaste a todos? Pudiste engañar a aquellos torpes caballeros que se creían que la guerra era una oportunidad para lucir su valor y su exquisita aristocracia. Nosotros fuimos distintos. Tú, yo y otros muchos supimos ver en la guerra un medio de enriquecernos. No lo hicimos mal, ¿verdad?

—A juzgar por lo que ha sido de los principales miembros de la guerrilla, no lo habéis hecho mal del todo —replicó Ginevra—. Jesse James es un bandido famoso, y cierto John North es bastante nombrado. Creo que manda una banda de nombre muy tétrico.

—La «Calavera» —sonrió North—. No soy el único en mandarla. Hay otros. Entre ellos el propio James; pero yo soy el jefe principal. Hacemos muy buenos negocios, aunque nunca hemos ganado treinta mil dólares con el poco riesgo que tú corriste para conseguirlos. Claro que sería mejor que hablásemos dentro de casa, ¿no? O tal vez tenga menos oídos este sitio que las paredes de tu casa.

—¿Qué quieres de mí, North?

—Empiezo a ver que estás dispuesta a entrar en razón. Lo que quiero es muy poca cosa. Pero antes de pedírtela quiero contarte una historia. Existe en el Sur una poderosa organización nacionalista o confederada, que se dedica a frenar los impulsos de los negros, que se han creído dueños y señores de los que antes fueron sus amos. Pero sus actividades no se limitan a eso. Son muy aficionados a hacer pagar las culpas a los traidores a quienes consideran culpables de la derrota del Sur. ¿Sabes a quién me refiero?

Sintiendo como si un puñal de hielo se le hundiera en el corazón, Ginevra respondió:

—¿El Ku Klux Klan?

—Sí; veo que no te es desconocido. Hasta es posible que colabores con ellos y les proporciones algún dinero. Sí, seguro que lo haces. En ese caso ya debes saber cómo se portan con los traidores. ¿Te imaginas lo que harían contigo si supieran que la información que remitiste acerca del ataque por Osmond era completamente falsa? Y peor que falsa, era suministrada por el propio general MacNair. Serían implacables contigo. Te quemarían viva o harían algo peor.

Ginevra había palidecido intensamente. Aquella amenaza la había sentido sobre su cabeza durante los últimos cinco años. ¿Qué sería de ella si los patriotas del Sur llegaban a conocer su traición? Y desde que los encapuchados del Ku Klux Klan entraron en acción, aquel peligro se le apareció cada vez más grande. Por eso colaboró con la banda, proporcionó dinero y cobijó a sus miembros más perseguidos e hizo lo humanamente posible por congraciarse con ellos. Se sabía apoyada por todo el Ku Klux Klan; pero sabía también que todo lo conseguido se reduciría a nada en cuanto sus amigos de ahora supieran su comportamiento de cinco años antes.

—¿Quieres dinero? —preguntó con voz débil.

North negó alegremente con la cabeza.

—Al contrario, te ofrezco otros treinta mil dólares, Ginevra. No necesitamos tu dinero. En realidad, nos sobra dinero.

—Entonces, ¿qué necesitáis?

—Te asombrarás cuando te lo diga. Necesitamos a la señora de Perkins. ¿La recuerdas? Era una joven viuda que perdió a su marido a las puertas de Washington. Tú la representaste durante varios años.

—Pero se descubrió la verdad.

—La señora de Perkins no se molestó nunca en comunicar a toda la nación que ella estuvo durante toda la guerra prisionera en Richmond, en tanto que Ginevra Saint Clair ocupaba su puesto ante el mundo. En realidad, puedes recobrar su identidad en cuanto quieras.

—¿Es que la guerra se ha reanudado? —preguntó Ginevra.

—No; pero existe otra guerra en la que estamos metidos muchos de tus antiguos amigos. Tenemos un terrible enemigo a quien necesitamos vencer, so pena de ser vencidos por él.

—¿Qué enemigo es ése?

El Coyote.

—¿El Coyote? —Ginevra reflexionó unos instantes—. ¿No es un bandido mejicano?

—Californiano, nada más. Y no es un bandido. Al contrario, se ha tomado desde hace años la terrible molestia de acabar con los bandidos.

—¿Y quién es en realidad ese Coyote?

—Esa pregunta contesta a la que antes hiciste. Para averiguar quién es en realidad es por lo que te necesitamos. Si supiésemos quién era El Coyote, acabaríamos con él; pero no lo sabemos. Nadie le conoce. Nadie, que esté vivo, ha visto su verdadera cara. Los que le conocieron murieron, sin poder revelar a nadie su descubrimiento.

—¿Qué os ha hecho?

—Entre otras cosas, desorganizó la banda de Los Ángeles. Allí es donde él actúa principalmente. No hace mucho nos hizo perder una fortuna de veintitantos millones que ya teníamos en las manos. Además, a causa de aquello murieron casi todos nuestros hombres en una batalla campal que se desarrolló en plena plaza Mayor. Queremos exterminarlo; porque si continúa como hasta ahora, seremos nosotros los exterminados. Los esfuerzos que hemos hecho para descubrirle han sido inútiles. Nos ha burlado siempre. Y de cada batalla hemos salido muy derrotados. Tú, una espía que ha sabido, durante cuatro años, descubrir tantos secretos, nos puedes ayudar mucho. Si logras decirnos quién es El Coyote, recibirás, además de los treinta mil dólares, un premio de otros veinte mil. ¿No te parece bastante?

—Pero siempre estaré en vuestras manos y podréis sacarme todo lo que queráis.

—No, Ginevra. Nosotros no somos románticos. Nos tiene sin cuidado la derrota del Sur. Ten en cuenta que si Lee hubiera triunfado, una de sus primeras labores habría sido la de acabar con todos los miembros de las guerrillas de Quantrell. Nos odiaban tanto los confederados como los federales, pues, en realidad, Quantrell y nosotros hicimos nuestra guerra, no la de los propietarios de esclavos, del Sur. Por lo tanto, si nos ayudas, agradeceremos tu ayuda y te dejaremos tranquila.

—Y si no os ayudo, me denunciaréis al Ku Klux Klan, ¿no?

—Así es. Ten en cuenta que todo te aconseja ayudarnos.

—¿Y si yo te invitara a cenar en mi casa y agregara al champán que te daré una buena dosis de veneno?

—Me matarías; pero Jesse James y los demás saben la verdad, y quizá entonces no fuese el Ku Klux Klan quien terminase contigo. Sería la propia banda de James y la de la «Calavera» la que terminarían contigo. Y tal vez en tus últimos momentos lamentaras que no fuera el Klan el realizador de la venganza.

Ginevra Saint Clair inclinó la cabeza. Al cabo de más de cinco años volvía a enfrentarse con una situación análoga a aquélla en que se encontró cuando el general nordista la puso ante el dilema de elegir entre la horca o la traición a su causa.

Pero ¿era idéntica la situación? Al fin y al cabo, cuando traicionó al Sur hizo traición a una causa que le era querida. ¿Era el mismo el caso del Coyote? A aquel hombre ella no le conocía. Sabía que se trataba de un bandido o, por lo menos, de un hombre odiado por muchos, querido sólo de los mejicanos y californianos. Si llegaba a descubrir su identidad, ¿qué valía su vida ante la suya propia?

—Está bien, teniente North —dijo, al fin.

—¿Aceptas? —preguntó, con mal disimulada alegría, North.

—Acepto. No me queda otro remedio.

—Siempre confié en que el buen sentido se impondría, Ginevra. Eres tal como yo te había imaginado. ¡Ojalá quisieras unirte a nuestra banda!… No serías la única mujer en ella… Tenemos a Belle Shirley Starr, la hermana del capitán Edward Shirley, de nuestra guerrilla. ¿Le recuerdas?

—Sí. Y recuerdo también a esa Belle.

—Veo que no la admiras. Desde luego, no es precisamente una dama: pero sí resulta muy útil. Tú nos ayudarías mucho más.

—¿Por qué no os valéis de ella para descubrir al Coyote? —preguntó Ginevra.

—Porque El Coyote la debe de conocer. No hace mucho, Belle fue expulsada de Los Ángeles por las autoridades de allí. No nos puede servir para ese trabajo, que ella es la primera en desear ver realizado.

—Lo siento. ¿Cuándo debo empezar?

—Mañana. La señora de Perkins se dirige a Los Ángeles para recoger una importante herencia. No llegará allí, porque la diligencia que la conduce será asaltada, ella detenida, y así podrás, por segunda vez, adoptar su personalidad… Ha sido una suerte muy inesperada y oportuna la de esa reaparición en escena de la señora Perkins. Supongo que aún conservas toda tu documentación y todos los datos que te fueron entregados por el servicio de espionaje de la Confederación, ¿no?

—Sí, aún los conservo.

—Pues entonces nada te impide ponerte mañana por la mañana en camino hacia California. En Nueva Orleans puedes embarcar hacia Veracruz, y desde allí, pasando por Ciudad de Méjico, llegarás a Los Ángeles. Una vez allí, empieza a trabajar.

—¿Debo ir preguntando a la gente quién es El Coyote? —observó Ginevra.

—Ahorra las ironías. Yo te acompañaré hasta Veracruz. Durante el viaje te iré explicando las principales hazañas del Coyote, cómo y cuándo ocurrieron y los lugares en que se le ha visto con mayor frecuencia. Uno de los sitios que aparecen más relacionados con él es la posada del Rey Don Carlos, una especie de hotel de lujo de Los Ángeles, propiedad de un californiano llamado Ricardo Yesares. La asociación del Coyote con dicho lugar parece muy íntima. Pero dejemos de momento esta conversación que podremos reanudar durante la travesía del Golfo de Méjico, y hablaremos de nosotros. Ginevra, es la primera vez que nos vemos sin estar ligados por las relaciones militares. Ya no soy el hombre que era enviado por el Gobierno confederado a recoger los informes que la famosa espía Ginevra Saint Clair había reunido. Ahora puede decirte que siempre he estado loco por ti…

—Teniente North: mis sentimientos hacia usted sólo han variado en que si antes me era usted indiferente, ahora, en cambio, le odio. Espero que en el pueblo hallará mejor alojamiento. Y no se moleste en replicar que desea quedarse aquí, porque no pienso admitirle bajo mi techo, ni me importaría pegarle un tiro.

—Eso te hace más atractiva a mis ojos, Ginevra. Algún día cambiarás. Espero que en Los Ángeles nos veamos lo suficiente para que puedas darte cuenta de que mi amor vale tanto como el del mejor.

—Tal vez su amor valga tanto como dice; pero yo no opino igual, y si alguna vez llegara a enamorarme de un hombre, puede estar seguro de que ese hombre no se parecería en nada a usted ni a los de su pandilla. Adiós, teniente North. Mañana puede venir a recogerme.

John North se puso en pie, y durante unos segundos contempló, sonriente, a Ginevra Saint Clair; luego, se puso el blanco sombrero y, acentuando la sonrisa, se despidió:

—Hasta mañana, fierecilla. La ira hace hermosas a las mujeres bonitas. Siempre lo he oído decir y ahora lo compruebo.

Ginevra apretó los labios e irguió la cabeza. Sólo la fuerza con que apretaba el libro que tenía entre las manos denunciaba la tempestad que asolaba su alma.

Cuando John North hubo montado a caballo y se perdió por entre los árboles, la joven volvióse hacia su casa y la contempló bañada por los sanguíneos rayos del sol poniente. Era como una casa incendiada o bañada en sangre. De cualquier manera, era un agorero presagio, y Ginevra sintió como si una recia mano le estrujara, hasta secárselo, el corazón.

—Tal vez no regrese nunca más aquí —murmuró.